viernes, 30 de diciembre de 2016

Reforma Tributaria-Salario Mínimo


Orlando Ortiz Medina*


Contrario a lo que se requiere después de un pobre desempeño y con un panorama bastante incierto para la economía tanto en Colombia como en América Latina y el resto del mundo, la reforma tributaria recientemente aprobada por el Congreso de la República y el incremento del salario establecido mediante decreto por el gobierno de Juan Manuel Santos, no pasó de ser otro articulado de corte puramente fiscalista, que no responde a un propósito realmente estructural de crear condiciones que estimulen y den proyección y estabilidad al sistema productivo, genere condiciones de equilibrio en la transferencia de recursos a sectores y regiones que más lo requieren, y tiendan también a garantizar mayor equidad y justicia distributiva, que es para lo que deben utilizarse los instrumentos de política económica, máxime en países que, como Colombia, aún tienen en curso su consolidación como sociedad democrática.

El crecimiento esperado en Colombia al cierre de 2016 no estará más allá del 2%, sensiblemente inferior al del año anterior y al valor promedio de los últimos 15 años. La inflación continúa su ritmo ascendente y terminará el año alrededor del 6%, mientras el desempleo lo hará con una cifra que ronda el 9 %. El deterioro de la balanza comercial continúa al registrarse un déficit de 766,3 millones de dólares (mayor valor de importaciones sobre exportaciones) al mes octubre, de acuerdo con las cifras del DANE. Sectores como el agropecuario o industrial siguen estancados o mostrando un desempeño todavía poco relevante en el conjunto de los agregados macroeconómicos.

Frente a ese escenario, una vez más se postergaron medidas de fondo que garanticen mayor autonomía y fuentes más sólidas y estables de captación de recursos por parte del Estado; asimismo, eliminación de males tan endémicos como la evasión y la elusión, y el no menos oneroso peso de la corrupción, que tan caro ha resultado en estos últimos gobiernos. Agro Ingreso Seguro, Reficar y ahora Odebrecht, para tomar solo algunos de los más notables ejemplos.

El pobre incremento del salario mínimo (7%), previsto el impacto que sobre los precios de los bienes y servicios de consumo básico tendrá la misma reforma, deteriorará aún más la capacidad de compra de los ciudadanos, con claros efectos negativos sobre los niveles de demanda y el dinamismo del aparato productivo, que se traducirá en mayor aumento del desempleo, la pobreza y deterioro en general de las condiciones de vida de los sectores de la clase media y baja.

Un manejo errado de la política económica que durante muchos años puso a depender al Estado de los recursos provenientes del sector minero energético, es decir del sube y baja de cotizaciones internacionales que no están bajo su control, especialmente los precios del petróleo, se le cobra hoy a quienes sólo han sido convidados de piedra en la toma de decisiones, aunque hayan sido las víctimas principales de tales desaciertos, los ciudadanos de a pie, siempre a la zaga de lo que gobierno y empresarios dispongan. Tal cual el valor del salario mínimo que acaba de decretarse.  

Es ésta la reforma tributaria más regresiva que se haya aprobado en los últimos años, sin decir que las anteriores hayan sido propiamente un cariñito. Se dice que una reforma es regresiva cuando grava más a quienes menos tienen y menos recursos generan, que en este caso son, en general, aquellos cuyos ingresos dependen básicamente de un salario. Por el contrario, es progresiva cuando los impuestos se establecen de acuerdo a los niveles de riqueza, el valor de los ingresos o la capacidad de pago de los contribuyentes; en este caso quien más tiene y más gana más paga.

Lo es porque busca resolver el faltante de fondos con recursos provenientes fundamentalmente de impuestos como el IVA, que recaen especialmente sobre los bienes de consumo básico que es a lo que los asalariados deben destinar la mayoría de sus ingresos, mientras disminuye el cerca de diez puntos el impuesto a la renta a los grandes empresarios, no aumentó el IVA para quienes tienen sus empresas en las zonas francas y tampoco se les gravan sus dividendos. Nada más regresivo que una reforma que permite seguir manteniendo ventajas o privilegios en cabeza de sectores que más concentran la riqueza. Gracias a su inmenso poder de Lobby, también los empresarios lograron echar para atrás el impuesto a las bebidas azucaradas, que tanto bien hubiera hecho para la salud de los colombianos.

Elevar a 19% el IVA a productos como la pasta, el aceite de cocina, la margarina, la harina de trigo, embutidos, salsas, condimentos, alimentos procesados, elementos de aseo, etc., así como el vestuario, el calzado y otro importante grupo de bienes de la canasta familiar golpea seriamente el bolsillo de los consumidores. Esa misma tarifa la deberá pagar quien utiliza un plan de datos de un valor superior a cuarenta y cinco mil pesos, haga uso de internet o compre un celular de más de $650.000. Se estableció también un impuesto adicional de doscientos pesos a cada galón de gasolina que, todos sabemos, impacta no sólo los costos de transporte, sino de manera indirecta otra cantidad importante de bienes y servicios.

Hay que prever también las alzas que automáticamente se derivan del incremento salarial, como peajes, gastos notariales, arriendos, etc., que deteriorarán todavía más la capacidad de compra de los consumidores y aumentan los efectos recesivos sobre el conjunto de la economía.

Así las cosas, la reforma no corregirá las falencias con que se anunció y justificó su aprobación; por el contrario, termina de ensombrecer el panorama en un momento en que el país, dado el escenario de posconflicto a cuyo ingreso cada vez más se consolida, va a requerir no sólo mayor disponibilidad de recursos, sino de un entorno económico más dinámico y capaz de absorber las demandas de las diferentes regiones y los sectores rural y urbano para reducir las brechas de desigualdad, el desarrollo de infraestructura y la generación de empleo más estable y de mejor calidad.   

La experiencia ha demostrado que resulta falaz el argumento de que la reducción de los impuestos a los empresarios logra automáticamente generar mayor competitividad y estimular la creación empleo; pues ello está relacionado en general con la dinamización del aparato productivo, que depende sobre todo de cuánto se estimule la capacidad de compra de los consumidores, las transformaciones tecnológicas, la capacidad para dinamizar los mercados locales y una articulación con los mercados internacionales no soportada únicamente en la venta de materias primas, sino de bienes y servicios con  mayor valor agregado y mayores posibilidades de impactar el crecimiento y desarrollo de la economía. No sobra por ello insistir en la necesidad de trabajar en función de sectores como el de la industria, la agricultura, la agroindustria y cierto tipo de servicios, y no aspirar a seguir bebiendo de la teta de los hidrocarburos.

La reducción del déficit y una más segura estabilidad de las cuentas fiscales depende también de que sectores que durante toda la vida le han huido al pago de los impuestos, como es el caso de los intocables señores de la tierra, sean puestos en cintura mediante una legislación que los obligue a hacer sus contribuciones al Estado; asimismo, de la eliminación todo tipo de medidas excepcionales, que no es más que la reglamentación de formas adicionales de evasión o elusión, que por beneficiar sólo a los grandes capitales lo que hace es contribuir a acentuar todavía más la equidad y desigualdad en las formas de captación y asignación de los recursos del Estado.  

Tampoco reforma alguna tendrá mayores efectos si no se busca reducir los enormes gastos en burocracia y paliar la ineficiencia del Estado, y menos aún si no se complementa con mecanismos de veeduría que permitan que la ciudadanía esté al tanto del destino y la ejecución de los recursos, como una manera no sólo de buscar la asignación más eficiente de los mismos, sino también de servir como talanquera a la corrupción y el despilfarro que, de no existir, seguramente nos evitarían tantas y tan onerosas medidas.

Finalmente, cualquier política carece de sentido si no está en función de que el Estado garantice de manera efectiva los derechos individuales y colectivos de todos los ciudadanos, guardando los principios de equidad, eficiencia y progresividad, tal cual lo ordena el artículo 363 de nuestra Constitución Política. Al respecto, la reforma tributaria y el incremento salarial que nos regalaron de navidad y año nuevo marchan completamente en contravía y se convierten en una afrenta a la esperanza de esa paz estable y duradera que anhelamos los colombianos, que sabemos que ésta no consiste sólo en el silenciamiento de los fusiles, sino también en la implementación de medidas orientadas a corregir los factores desencadenantes de inequidad y de pobreza, que explican en gran medida nuestra larga historia de violencia.

Solo resta decir que, recibido el sablazo, debe la ciudadanía repensar a quienes elige como sus representantes en el Congreso de la República, teniendo en cuenta que son ellos los que toman las decisiones y otros los que resultamos afectados. Si seguimos llevando allí a personas ajenas a nuestros intereses, no podemos esperar otra cosa que una legislación que, como esta vez, marche en contravía del interés público y en defensa y protección de tan sólo unos cuantos representantes del sector privado y sus hábiles lobistas en el Congreso.




*Economista-Magister en Estudios Políticos

jueves, 22 de diciembre de 2016

Navidad, ahora sí soplan vientos de paz



Orlando Ortiz Medina*

En esta navidad, ninguna o tal vez una menor cantidad de soldados estará internada en lo más profundo de la manigua. Aunque el patrullaje y la presencia en ciertas zonas se mantienen, habrá seguramente más tropa acantonada en los cuarteles y una gran parte de la misma tendrá permiso para pasar y celebrar con su familia, esta vez sin necesidad de mostrar falsas victorias ni traer de muestra cadáveres de personas engañadas y ajenas a la guerra. Lo justamente merecido en el marco del comportamiento y la ética del buen soldado.

Para quienes aún así estén lejos cumpliendo con la prestación de su servicio, sus padres y madres podrán estar más tranquilos, sin preocuparse de que en algún momento un oficial del ejército llame a comunicarles que su hijo lastimosamente murió en un combate cumpliendo con el deber de “dar su vida por la Patria”.  “Quédense tranquilos que con ayuda de Dios regresaré vivo y hasta de pronto pasemos la navidad y el año nuevo juntos” es la promesa siempre dicha por el soldado a sus familiares cuando es enrolado a las filas. Cuántos no lograron cumplirla y de ellos hoy no queda más que la foto de un féretro cubierto por una bandera que sus padres y madres alumbran en el altar de una sala o en el de esa patria en la que nunca lograron entender porque tenían que matarse con sus semejantes, muchas veces sus propios familiares.  

Sí, todo ello es posible porque si bien no podemos decir, ni en Colombia ni en el mundo, que tuvimos el mejor de los años, sí es un hecho que la guerra, especialmente el conflicto con las FARC, poco a poco fue cediendo en el curso de las negociaciones llevadas a cabo por el gobierno de Juan Manuel Santos y hoy prácticamente ha finalizado, pese a los enconados enemigos, todavía altivos y valientes, que con discursos demagógicos o mentirosos niegan los resultados e insisten en oponerse a que el país pare su desangre. 

Como los hechos son tozudos, hay que decirles a los escépticos y a los que simplemente insisten en desconocer los avances del proceso que, de acuerdo con las declaraciones dadas a RCN por la general Clara Galvis, subdirectora médica del Hospital Militar Central, “hace cinco años eran más de 400 los militares heridos en enfrentamientos y a fecha de hoy tenemos sólo un herido en combate”.

Según los datos, dados a conocer también por el ministro de Salud Alejandro Gaviria, en 2011 ingresaron al hospital 424 militares por traumas en combate, la cifra se fue reduciendo significativamente hasta llegar solamente a 31 en 2016. Por efecto de minas antipersonal, en 2011 ingresaron 233 militares y en 2016 sólo 20. Si en 2011 fueron 100 militares amputados, en 2016 la cifra se redujo a 10. En promedio, en todos los casos la reducción estuvo por encima del 90 %.

Aunque cualquiera que sea la cifra siempre será alta, pues un solo muerto, herido o amputado es un hecho inmerecido, no es poco lo que se puede destacar como resultado del proceso con las FARC, que fue el factor que más incidió, según la misma declaración de la general Galvis.

Con todas las tribulaciones que se presentaron, incluida la terquedad de los que todavía se sirven y se recrean en la guerra, sobre todo cuando ella directamente no los toca, Colombia dio este año un paso firme y trascendental. Si bien no hemos llegado al clímax, y falta mucho para ello, hay que reconocer que soplan vientos de paz y que ojalá en el año que viene, y los sucesivos, este proceso se siga consolidando. Debemos descontar también, lastimosamente, los cerca de cien defensores de Derechos Humanos y líderes sociales asesinados por esas cohortes innombrables de forajidos, que siguen ordenando apretar el gatillo desde sus encumbradas posiciones de poder o desde la comodidad de sus escritorios.

En los sitios donde hoy acampan los integrantes de las FARC, por su parte, no vemos hoy los rostros rígidos ni las ceremonias de formación o las rutinas diarias de ejercicio que los preparan para la guerra, sus caras son más alegres y sonrientes, se les nota más libres, en ropas más ligeras y sin los pertrechos de combate en la espalda.

Como en cualquier casa de familia, en los lugares de concentración, guerrilleros y guerrilleras han armado pesebres; de los árboles que les servían como cubierta frente al enemigo ya no cuelgan sogas o trampas, sino vistosas guirnaldas; las bombas son ahora aquellas de cauchos de colores infladas a pulmón y no de las que mutilan y destrozan cuerpos de hombres o mujeres, soldados o guerrilleros, que durante tantos años vimos traer en  pavorosas bolsas plásticas, muchas veces exhibidas como trofeos.

En las ranchas ya no se prepara sólo el aguadepanela o los carbohidratos insípidos hechos de afán a los que estaban obligados por la escasez o porque de repente debían ser abandonados y a medio hervir si llegaran a ser atacados por el avión fantasma o los helicópteros artillados. Ahora, en pailas y ollas inmensas se preparan viandas navideñas: natillas, buñuelos, variedad de dulces, se rezan novenas y se cantan tutainas. No existe la zozobra del ataque, ahora tienen su tiempo libre y mientras esperan que se sigan concretando los acuerdos juegan futbol, escuchan música, leen o se toman el tiempo para conversar, rememorando seguramente cuando en otras navidades la tarea consistía en cuidar al secuestrado protegiéndose de la pirotecnia que no exactamente provenía de volcanes floridos o luces de bengala.

Los fusiles cuelgan de percheros improvisados cerca a figuras de Papá Noel o hunden parte de su cañón en la tierra como árboles sembrados; los cambuches, ahora más elaborados, tienen camas más estables y con colchones y cobijas abrigadas para resistir el frío; las mujeres toman tiempo para maquillarse porque ahora, aunque rústicos, cuentan con espejos y tocador permanente; hay algunas embarazadas y disfrutan saber que su salida de la guerra va a significar un futuro mejor para ese hijo o esa hija que esperan.

En uno y otro lado vemos hoy la cara amable de los guerreros, mostrándose en sus sensibilidades y como seres humanos para los que la fiesta, los ritos navideños y la nostalgia también forman parte de sus vidas, independiente de creencias, ideologías o religiones, o de a quien pertenezca o represente el arma que llevan al cinto. Son hombres y mujeres que están aprendiendo a desandar la guerra, aprendizaje al que se resisten o que tanto les cuesta a otros, ilustres funcionarios o exfuncionarios de alta gama, dogmáticos religiosos u odiosos usurpadores de la muerte.

Para TODOS ¡Feliz Navidad!


*Economista-Magister en Estudios Políticos

viernes, 16 de diciembre de 2016

Senador Uribe: "Afloje un poquito"

Orlando Ortíz Medina*


Ingenuos los que propiciaron el encuentro de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos con el Papa Francisco, creyendo que se iba a lograr algún acuerdo o al menos limar "las asperezas"; como si éstas últimas fueran simplemente eso, asperezas y no serias contradicciones, no precisamente entre los otrora coequiperos del gobierno de la seguridad democrática, sino del ahora senador con los contenidos que demanda una propuesta de paz frente a los que ni antes ni ahora, ni nunca estará dispuesto a ceder.

Imposible que, en treinta minutos, el Papa fuera a convencer a Uribe de la necesidad de aceptar que en el país se pongan en curso transformaciones a las que durante siglos se han negado él y la estirpe que representa.

Saludemos la buena voluntad del Papa, más ahora que estamos en épocas navideñas, pero bien valdría recordarle que en esta parte del mundo, en donde aún le quedan millones de seguidores, más que camorras entre dos ilustres representantes del establecimiento, que por ahora están distanciados, lo que está en juego es el futuro de una sociedad que anhela con urgencia pasar la página de la guerra, que lejos estaría de resolverse con un beso de Judas o un apretón de manos, así sea en el despacho del representante de Dios en la tierra.

No hay hábito blanco ni inspiración divina que valga si se trata de la búsqueda de la paz con personajes como Álvaro Uribe. Por un lado, porque su vocación es la guerra que lo divierte y le sirve para inflar su ego altanero y belicoso, tristemente celebrado por gran parte de una sociedad que sin fórmula de juicio hace eco de sus trinos. Por otro, porque tiene claro los intereses que defiende y jamás aceptaría que ellos fueran puestos en tela de juicio ni siquiera en los cónclaves papales.

Tampoco se trata, como dijo el cínico contertulio de su santidad a la salida de la reunión, con su voz falsamente meliflua y su tono de “malparidito”, de que Santos “afloje un poquito”; más para dónde, habría que decirle, si el 99 % de las propuestas que hicieron luego del triunfo del NO el dos de octubre fueron incluidas en el nuevo acuerdo y no tuvieron al menos la sensatez para reconocerlo; por el contrario, una vez lograron alzarse con el triunfo de la modificación sustancial del texto, se envalentonaron nuevamente para volver a decir NO, el mismo que advertíamos quienes no nos engañamos con la imagen nada apostólica del personaje.

Él y su partido, que por demás se alzaron como únicos dueños del triunfo del NO, tenían claro de antemano que tocaba seguir tirando la cuerda porque estamos en las primeras de cambio de una nueva campaña electoral, en la que el absurdo dilema del SI o NO a la paz o la continuidad de la guerra vuelve a ofrecer los réditos y se convierte en factor decisorio para la elección del nuevo presidente, como prácticamente ha ocurrido durante las dos últimas décadas.     

Esperemos, para sacarle algún provecho, que el estéril encuentro con el Papa Francisco haya servido al menos para que quienes aún no lo han logrado se convenzan de que en Colombia la paz no es con sino contra Uribe. Llevado ya el intento al santuario mayor del que él mismo es devoto, no se entendería que se siga esperando un cambio de actitud de quien sólo piensa y actúa desde el ámbito de su personalidad cargada de odio, su mezquindad y su soberbia.

A los que todavía tenemos esperanzas sólo nos resta insistir y seguir creyendo en que es posible que esta absurda guerra por fin termine, o que al menos “afloje un poquito”, así haya otros que sigan apretando.  


*Economista-Magister en Estudios Políticos


martes, 13 de diciembre de 2016

¿Paz o Barbarie?



Orlando Ortíz Medina*



Un nuevo líder social asesinado anoche en el Putumayo. No se necesita más para decir que en Colombia las cosas no han cambiado, que el anhelo de paz sigue siendo una aspiración todavía lejana y enfrentada por quienes advierten riesgos en que fuerzas políticas diferentes a las que han mantenido el control del poder puedan tener un lugar en el escenario de la deliberación y la participación política.

Los que matan a los líderes sociales son de la misma naturaleza de los que en otro momento se han llamado la Mano Negra, los enemigos agazapados de la paz, los ahora para nada agazapados, los ejércitos privados, los presuntos..., y algunos sin nombre ni calificativo que igual accionan sus fusiles, o a veces sus plumas, para sacar del camino a los legítimos contradictores políticos de un establecimiento que se resiste al cambio porque sencillamente quiere que se mantenga el sistema de privilegios e iniquidades, a los que también consideran obra de Dios y la naturaleza.

La pasividad del Estado es pasmosa y peor aún su interpretación de los hechos, que "no hay sistematicidad", dijo el Fiscal General Nestor Humberto Martínez. Son cerca de ochenta "casos aislados" de los que "no se puede argumentar que haya un factor único que los motive".

¿Ingenuidad, incapacidad o cinismo? Pues sí hay un denominador común en quienes han sido asesinados: su condición de líderes de origen popular o de filiación política de izquierda, su actuación como reclamantes de tierras que les fueron expropiadas en territorios de donde fueron desplazados, el haber liderado acciones en favor de la culminación exitosa del actual proceso de paz con las FARC, en fin, representar de alguna forma la contraparte de un sistema y sus poderosos dueños que no aceptan que otras voces se expresen con el derecho que les asiste para reclamar los cambios de fondo que se requieren para que la paz no siga siendo más que una "ilusión perdida" en el texto de los acuerdos, que tampoco a los señores de la guerra satisfizo.

De manera que si por un lado avanzamos, tan cerca como nos sentimos de la terminación del conflicto con las FARC, por otro regresamos a los tiempos que nos recuerdan que somos un país bárbaro, intolerante e incapaz de reconocer y respetar al que piensa o actúa diferente, sobre el que se prefiere disponer de su vida antes de cederle el lugar a su palabra.

No queda más que hacer un llamado a la sociedad entera, a los medios, a los partidos y a los diferentes sectores políticos y sociales, independiente de cuál sea su ideología o su filiación política; lo peor que puede suceder en este caso es, como ya ocurrió en otros momentos, guardar silencio y sentirse ajeno a una situación cada vez más lamentable y que se ha agravado en los últimos meses.

Hay que decir, hay que sentir, hay que pensar que la sociedad toda está en peligro, ésta y la de las próximas generaciones; que esta guerra que se resiste a fenecer nos toca y nos seguirá tocando a todos, aún a los que la promueven, con la pluma, con las armas o con los micrófonos.

No sobra entonces recordar el poema de Bertolt Brecht

Primero se llevaron a los judíos, pero como yo no era judío, no me importó.
Después se llevaron a los comunistas, pero como yo no era comunista, tampoco me importó.

Luego se llevaron a los obreros, pero como yo no era obrero tampoco me importó.

Más tarde se llevaron a los intelectuales, pero como yo no era intelectual, tampoco me importó.

Después siguieron con los curas, pero como yo no era cura, tampoco me importó.

Ahora vienen por mí, pero ya es tarde.


*Economista-Magister en Estudios Políticos

sábado, 19 de noviembre de 2016

¿Elegibilidad o democracia?


Orlando Ortíz Medina*


En la posibilidad de que los excombatientes de las FARC accedan espacios de representación dentro de los mecanismos legales de elegibilidad, descansa en gran medida la superación exitosa del conflicto armado en Colombia. Una salida adversa sería un contrasentido y significaría no haber puesto el acento en el lugar que en la actual coyuntura histórica corresponde: sacar las armas de la política y facilitar los espacios que hagan de ella un ejercicio civilizado y a la altura de las sociedades modernas.

Debemos entender que estamos en la búsqueda de salidas para la superación de un fenómeno que se manifestó en casi la totalidad de países de América Latina y cuya existencia involucra razones y responsabiliza actores que van más allá de los movimientos guerrilleros. Asimismo, que hunde sus raíces en factores de orden político, económico, social e incluso cultural, que no se pueden obviar cuando se trata de sacar adelante una alternativa para la desmovilización y reintegración a la vida civil de quienes por circunstancias históricas decidieron alzarse en armas contra un sistema y un Estado en el que no se vieron representados.

Reconocer estos antecedentes, que son los que configuran la realidad política del presente, es un imperativo a la hora de argumentar sobre la pertinencia o no de que a los miembros de las FARC se les otorgue el beneficio de la elegibilidad política, una vez hayan dejado de las armas.

La elitización de las dirigencias políticas y la burocratización de los partidos de gobierno en cabeza de ciertos grupos  de poder, así como la obstrucción y represión de formas de organización y representación que no estuvieran bajo su égida, fueron, en el caso de Colombia, factores que estimularon la progresión  del conflicto armado y más adelante su degradación. A lo anterior se sumó su resistencia a que se implementaran las transformaciones que permitieran corregir las diferentes formas de exclusión y marginalidad generadas por el establecimiento, que alentaron también el avance de la confrontación armada.

El bipartidismo, hoy -en esencia- el mismo aunque con ramificaciones, desde mediados del siglo XIX ha tenido el monopolio en el control del Estado y sus instituciones, lo que nos consagró tempranamente como un régimen de democracia restringida. El Frente Nacional, si bien puso fin a la violencia bipartidista, reafirma un siglo después, sólo que con mayor vehemencia, el carácter excluyente del régimen y consolida un poder hegemónico con visos autoritarios, que al amparo del estado de sitio, hoy estado de excepción, con el que se mantuvo durante casi su toda su vigencia, otorgaba facultades especiales a las fuerzas armadas, con todo lo que ello significó en materia de restricción a las libertades, violación de los derechos humanos y restricciones al ejercicio de la actividad política.

En las décadas del 80 y el 90, a un fuerte auge de formas de organización política y social fundadas sobre nuevos liderazgos, justamente en reclamo de mayor democracia, se respondió con una brutal represión y muchos de sus integrantes fueron asesinados, desaparecidos u obligados al exilio.

Estudiantes, líderes políticos, sociales y sindicales, indígenas y afrocolombianos, artistas, intelectuales y defensores de derechos humanos, principalmente, fueron víctimas de la actuación conjunta entre las fuerzas armadas del Estado y organizaciones paramilitares, que se resistían a aceptar que propuestas políticas alternativas tuvieran un lugar en el escenario del debate público. Aun bajo la formalidad un régimen de democracia civil, el país asumió las características de las dictaduras que en los años 70 y 80 se tomaron de facto el poder en varios países de América Latina.

El caso más emblemático es el de la Unión Patriótica, partido político que surge de los diálogos entre las FARC y el gobierno de Belisario Betancur a comienzos de los años ochenta, y del que la mayoría sus integrantes fueron asesinados. Entre ellos dos candidatos presidenciales, senadores, alcaldes, concejales, ediles y cientos de líderes de base.

De manera que en Colombia la democracia ha sido un concepto vacío de contenidos y está lejos todavía de la posibilidad de encontrar sentido como expresión de la libertad y el ejercicio de la autonomía, razón de ser de la política.

Una democracia realmente ajena a la institucionalización de una cultura y un pensamiento democrático, en la que el ciudadano promedio se nutre de representaciones que giran alrededor de la pasividad, la apatía y el desprecio por el ejercicio de la política; que se acomodó, además, al ritmo de la violencia y de prácticas como la compra y venta de votos, el clientelismo, el nepotismo y la corrupción, convertidas en el canal de creación de sus vínculos con las dirigencias políticas, y por esa vía con el aparato del Estado.

Cambios institucionales como los procesos de descentralización política y administrativa iniciados desde mediados de los 80, o la propia constitución de 1991, no produjeron transformaciones significativas en las costumbres políticas ni llevaron a una reconfiguración de las dirigencias en la mayoría de los ámbitos estatales. Por el contrario, el reacomodamiento de antiguas hegemonías, algunas en alianza con organizaciones criminales, llevaron a una serie de efectos regresivos y frustraron las esperanzas que la nueva constitución había dejado sobre territorios, grupos étnicos, mujeres, comunidades con opciones sexuales diversas y otros sectores hasta ese momento olvidados.  
Los partidos, ni de izquierda ni de derecha, no han logrado convertirse en verdaderas fuerzas ideológicas o con fundamentaciones programáticas o filosóficas, que convoquen a una masa crítica y cualificada de ciudadanos. Aferrados a la tradición, el caudillismo, el clientelismo y otras formas de perversión de la política, en asuntos de democracia seguimos siendo una mayoría silenciosa, cuando no de jaurías o borregos.

En este contexto, el tema de la elegibilidad política es también un acto simbólico y reparador que consagra la apertura del régimen, no solo y necesariamente a favor de las FARC sino de esa parte de la sociedad que, además de estar condenada a la marginalidad y la exclusión política, terminó siendo víctima de la exaltación y la prolongación de la guerra, en el marco de un ordenamiento político que la promovió o posibilitó las condiciones por donde pudiera conducirse.

Corresponde al establecimiento asumir la cuota de responsabilidad que le asigna el devenir de la historia, cuando fue inferior para asegurar su presencia y construir legitimidad en la mayoría del territorio. Asimismo, para tener dentro de su activo el monopolio legítimo de la fuerza y garantizar la protección de los derechos y el libre ejercicio de las libertades políticas ciudadanas. Estado y sociedad deben estar dispuestos a que se faciliten las condiciones para quienes están dispuestos a dejar las armas y continuar su vida política por las vías legales, pues no se trata sólo de la transformación del discurso y la práctica de quien busca salir de la guerra sino también del entorno político, social e institucional al que está dispuesto a acogerse.

Hay que reconocer que hubo unas condiciones históricas, así como una forma de interpretar el ejercicio de la política, que llevó a muchos hombres y mujeres de esta y de otras latitudes a tomar el camino de la insurgencia, pero que hoy están dispuestos a trascender y a asumirlo desde otras modalidades y dimensiones; esto debe no sólo posibilitarse sino estimularse.

Es también entender que, como tal, en su proceso de desmovilización, el excombatiente no se despoja de su investidura ni renuncia a su condición de sujeto político; pues es lo que da sentido y valora su rol ante la sociedad y el Estado, antes, ahora y en lo que en lo sucesivo sea su vida y actividad política.

De manera que antes que estigmatizar y seguir censurando su pasado, se debe validar su legítima pretensión de estar representado en los órganos de control del Estado, su aspiración a tomar parte en espacios de decisión, su inclusión en escenarios de gobernanza y su disposición a vincularse a procesos de elección en los ámbitos territoriales o nacionales. Es la consecuencia lógica del paso de la acción política con armas al ejercicio político legal. 

Negar la posibilidad de que quienes deponen las armas accedan a cargos de elección popular es seguir oponiéndose a que la democracia avance en su proceso de maduración y a que otras fuerzas puedan tener representación en las instancias del gobierno y el Estado, que es justamente en donde en parte tuvo su origen el conflicto armado que hoy estamos tratando de superar.

Avanzar hacia una nueva dimensión social y cultural que reelabore el sentido y la razón de ser de la política, que es finalmente la aspiración de la mayoría de la sociedad colombiana, no puede ser algo que se instrumentalice solamente a favor del Estado o los intereses de ciertos sectores.

No se debe olvidar tampoco que las FARC no fueron vencidas y que su derecho a elegir y ser elegidos está en la esencia de los resultados de la negociación; este es, quiérase o no, uno de los saldos políticos del proceso.

*Economista-Magister en Estudios Políticos 

viernes, 21 de octubre de 2016

Plebiscito, paz y reforma tributaria


Orlando Ortiz Medina*

Empecemos por decir que no hay una relación, al menos una relación directa, entre el plebiscito, los resultados del 2 de octubre, lo que aún está por resolverse y la propuesta de reforma tributaria recientemente presentada por el Gobierno.

Con o sin plebiscito, con o sin conflicto armado, independiente de que hubiera ganado el SÍ o el NO, éste o cualquier gobierno está en la obligación y responsabilidad de acudir a las medidas que sean necesarias para hacerse a los recursos que requiere para suplir sus gastos de inversión y funcionamiento. Cosa distinta es que el momento en que los dos hechos se presentan coincidan en un ambiente de fuerte tensión y agitación política que, quiérase o no, se van a traslapar y a ser utilizados por los detractores del Gobierno, y especialmente del acuerdo de paz, tal como ya se hizo por parte del uribismo en la campaña para las elecciones del 2 de octubre.

De manera que no hay que dejarse llamar a engaños y seguir siendo utilizado, como ya se advierte en la marcha convocada por el Centro Democrático para el próximo 29 de octubre, en la que para defender el resultado de las elecciones plebiscitarias se usa como telón de fondo el rechazo al contenido de la propuesta de reforma.  

Por supuesto que esta no es un asunto menor; frente a ella no podremos ser ajenos y tendrá que tener sus propios momentos de discernimiento y debate, incluidas posibles acciones de movilización y rechazo, conocido ya el texto y las implicaciones que, de llegar a aprobarse, va a tener sobre el bolsillo de los colombianos.

Una reforma tributaria no es mala en sí misma, pues como cualquier persona o familia, el Estado tendrá siempre que pensar en cómo y de qué fuentes se provee de los ingresos para su sostenimiento y cómo dirige y organiza sus gastos. Pero de lo que se trata hoy es de estar alerta para que el tema fundamental de la búsqueda de una paz estable y definitiva para Colombia no se vaya a subordinar otro tipo de intereses, que con intenciones maniqueas o aún con la legitimidad que les pueda asistir terminen llevándolo a un segundo plano. El riesgo es alto e incluso explicable cuando se trata de los asuntos del bolsillo y más aún cuando la guerra y sus desastres no parecen interesar a una inmensa mayoría de los colombianos, tal cual quedó demostrado en las elecciones del plebiscito.

Es cierto que el momento de presentarla no es el más oportuno para el presidente Santos y está por verse si finalmente o en qué condiciones logra finalmente su aprobación en el Congreso de la República. Ya sabemos lo que allí se mueve, todo menos la sensatez, honradez y coherencia de muchos que desde uno u otro partido buscarán actuar en su propio beneficio, máxime cuando estamos ya entrando en una etapa electoral que moverá sin duda sus decisiones. Hay pues una amalgama difícil entre el SÍ inevitable de una reforma tributaria y el NO necesario a la guerra, en donde en lo único que nos queda por creer es en la sapiencia de esa ciudadanía que hoy se moviliza y que ojalá se sepa conducir e imponer para que el desenlace no sea en ningún sentido adverso a la mayoría de los colombianos.   

De la reforma tendremos que preguntarnos sobre lo que en ella se propone, qué tan efectiva es para enfrentar las problemáticas que busca resolver, cómo y a quiénes en mayor o menor medida va a afectar y, pregunta crucial, qué tanto contribuye a corregir las enormes desigualdades que están en la base de un modelo de tributación que históricamente ha puesto el peso de la sostenibilidad del Estado sobre los hombros de los sectores más vulnerables y de más bajos ingresos. Pregunta esta última clave y definitiva por lo que tiene que ver también con la construcción de las bases de una paz sostenible y duradera para Colombia.

Asimismo, qué se dice frente a situaciones tan graves como la corrupción, la evasión o la elusión, que de no existir seguramente nos exonerarían de la necesidad de éste nuevo paquete de medidas, tan drásticas como la que se vienen. Igualmente, de la capacidad de ahorro de que se debe dotar el Estado, por ejemplo mediante la disminución de tanto gasto ineficiente y de los costos abultados de su burocracia, en la que el recorte a los indecorosos salarios de los congresistas sería una de las primeras medidas a emprender.

Plebiscito, reforma tributaria y paz son hoy los componentes de una ecuación difícil de resolver, cuya salida definirá si como sociedad somos capaces de encontrar alternativas para evitar que sigamos ahogándonos en nuestros propios ríos de sangre, corrupción y despilfarro.

Habrá que evaluar la responsabilidad que le asiste a un gobierno o, mejor, a los gobiernos de por lo menos los últimos veinte años que dejaron llevar al país a la situación en que hoy se encuentra; un creciente saldo en rojo entre sus ingresos y sus gastos que de no corregirse o no tomarse a tiempo las medidas necesarias nos llevarían a una sin salida con costos y consecuencias todavía superiores.

Un errado manejo de política económica que nos puso a beber de una sola fuente, a “mamar de una sola teta” como se dice popularmente: los ingresos provenientes del sector minero, en especial de los precios del petróleo, de los que ingenuamente se pensó que iban a continuar eternamente su escalada alcista, mientras se descuidaron sectores como los de la producción agrícola o industrial, que siempre y en cualquier caso garantizan mayor autonomía y posibilidades más reales de dinamizar el desarrollo y el mercado interno.

Habrá que evaluar también qué dice la reforma sobre las inadecuadas exenciones de que gozan ciertos sectores empresariales y a los que se suma su capacidad de maniobra y la de sus contadores para ayudarles a evadir y a eludir sus impuestos, qué pasa con las llamadas zonas francas y los paraísos fiscales, en los que no son propiamente los más pobres los que colocan sus ingresos. Desde ya se tendrá que decir que no puede ser el impuesto al valor agregado IVA, el sustento fundamental de la nueva reforma porque él es justamente el que más duro cae sobre los consumidores de más bajos ingresos.

Todo eso y mucho más se tendrá que decir o preguntar, pues el debate sobre la tributaria apenas comienza, pero en lo que más nos corresponde hoy insistir, con o sin reforma, es en la inevitable necesidad de ponerle fin a la guerra, que por barata que fuera no nos aguantaría ningún impuesto más, o ¿Quién se atreve a hacer el cálculo de lo que pueda costarnos una sola y nueva vida que se pierda?

*Economista-Magister en Estudios Políticos


sábado, 1 de octubre de 2016

¿Por qué no?


Orlando Ortiz Medina*


Las elecciones de este domingo conllevan una enorme responsabilidad para quienes tenemos la oportunidad, quizás única, de decir o no al acuerdo para la terminación del conflicto armado que durante más de cincuenta años ha segado la vida de miles y miles de colombianos.

Vamos a definir si las próximas generaciones continúan dentro de los mismos marcos de la guerra y la violencia que a nosotros nos ha tocado vivir o pueden por el contrario trascender hacia formas de convivencia en donde la fraternidad, la solidaridad, el respecto y la solución pacífica de los conflictos sean sus referentes.

Estamos frente a una decisión fundamentalmente ética; pues más allá de partidos, de quienes gobiernan o quienes se les oponen; más allá de ideologías o credos religiosos, de odios e intereses particulares, estamos decidiendo sobre todo de la posibilidad de la vida y, casi nada, de la vida de los otros; posiblemente de quienes todavía no han nacido, lo que con más severidad nos compromete. ¿De qué se trata la ética sino fundamentalmente de la pregunta por la vida?

Aunque para muchos pueda sonar desatinado, los reclamos frente a una supuesta impunidad, el déficit en la aplicación de justicia o la posible elegibilidad política de los Integrantes de la FARC, entre otros, pueden al final resultar siendo menores y no ser más que la permanencia en un pasado que todavía nos persigue e impide salir de la estela de odio y de venganza en que nos hemos mantenido.

No podemos olvidar que si de algo se ha nutrido la historia de Colombia y nuestra vida personal y colectiva es de altísimas cuotas de impunidad y de injusticia. ¿Podrá haber algo más injusto que atravesársele a una sociedad que busca alternativas para evitar que la guerra y la violencia continúen? ¿Qué puede ser más insensato que negarse a la oportunidad de ser protagonista en el cumplimiento de una tarea, hasta ahora aplazada, de sacar las armas de la política y darle el sentido que le corresponde en una sociedad verdaderamente civilizada?

Nos quedan unas horas para pensar una decisión que no permite equivocarnos. Va a ser muy costoso si, más allá de nuestras diferencias, no coincidimos en que la prolongación de esta guerra a ninguno nos conviene y que avalar este acuerdo no nos compromete más que con la necesidad de dejar atrás esta historia bañada en sangre.

¿Por qué insistir en el país acostumbrado a la infelicidad de la guerra, inmune ante el dolor? ¿Por qué no decirnos y decirle al mundo que , que somos una sociedad capaz de reinventarse y en la que en adelante van a pesar más la sensatez que los odios y los deseos de venganza? ¿Que sabemos lo que vale y significa la defensa y la protección de la vida? ¿Por qué no?



*Economista-Magister en Estudios Políticos

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Cuando el apellido no nos queda


Orlando Ortiz Medina*



(Video tomado del canal EH EH EPA COLOMBIA en Youtube)

El pronunciamiento de la representante María Fernanda Cabal en un evento de promoción de la campaña por el no en Medellín, reafirma lo que muchos sospechamos de la posición del Centro Democrático frente al proceso de negociación entre el gobierno y la guerrilla de las FARC: no es cierto que sí estén a favor de la paz y que su preocupación sea estrictamente el contenido de los acuerdos.

Los juicios lanzados y el estilo denodadamente agresivo de la congresista desestiman las afirmaciones de su partido en el sentido de que lo que buscan es el perfeccionamiento de los puntos que allí se han pactado y no echar por la borda el resultado de un esfuerzo de cuatro años sostenidos de diálogo.

Queda cada vez más claro que el Centro Democrático sigue pegado a sus postulados militaristas y no cree ni confía en una salida política negociada, pese a los indudables resultados que a la fecha se registran.

La señora María Fernanda Cabal, una de las de mayor ranking en el Centro Democrático por los sectores e intereses que representa como esposa del presidente de la Federación Nacional de Ganaderos, no ve en los acuerdos más que una humillación del Ejército Nacional, o cuando menos la renuncia a su razón de ser, que es según ella la de “entrar a matar”.  Qué horror.

Nada refleja de manera tan clara el talante monstruoso de quien olvida, o probablemente no conoce, que aún en la guerra existen normas y códigos de comportamiento, principios y actitudes éticas a las que se debe corresponder por parte de quien empuña un arma, más todavía si son las armas del Estado, aunque lo es de hecho para cualquier combatiente y en cualquier tipo de ejército.

Hiere además profundamente la imagen del ejército, al que dice amar, cuando llama vendidos a sus generales y de quienes afirma que recibieron una “prima de silencio de no se sabe qué cantidad de dinero por renunciar a su doctrina”. Qué curiosa manera de amar la de la señora Cabal.

Su intervención, además de desatinada es miedosa, peligrosa, denota los odios que la agobian a ella y a sus copartidarios y es un anticipo de lo que realmente puede llegar ocurrir si los colombianos se decidieran mayoritariamente por el no, que significaría, ni más ni menos, ingenua, consciente o inconscientemente, acoger su irresponsable e incendiario discurso.

Como todos los de su partido, o los que sin pertenecer a él los siguen en sus postulados, insiste en desconocer que lo que hubo no fue una entrega y rendición, sino un acuerdo producto de un difícil proceso de negociación al que en buena hora se sumaron policías y militares del más alto rango. Los mismos que cuando les correspondió combatieron fiera y decididamente a las FARC.  

Significa no entender que lo que queda en estos casos no es en modo alguno una serie unilateral de concesiones, sino los puntos medios a los que se llega en la escala entre máximos y mínimos que se crea desde las propuestas y por las tensiones producidas entre las partes en contienda.

Cualquier negociación termina en acuerdos cuyo resultado deja para cada contendiente el máximo posible alcanzable, no necesariamente el óptimo ni el que más hubiera deseado. Fue lo que pasó entre dos bandos decididamente antagónicos e irreconciliables que, al no haberse derrotado, optaron por una salida distinta a la de la búsqueda recíproca de su eliminación. Nada más a tono con lo que corresponde esperar de una sociedad que se dirige a completar la cuota que le falta de civilización, y a convertirse en un escenario de mayor progreso y posibilidades de vida para sus ciudadanos.

Quien verdaderamente conoce de los ejércitos sabe que negociar no es rendirse, pues se rinde o se entrega solamente quien está derrotado; dialoga y negocia quien sin renunciar a su hidalguía y apegado sobre todo a los principios humanitarios, entiende que también el diálogo es un instrumento para discernir sobre lo que nos confronta y un medio más altivo y menos doloroso para superar la guerra.

Es cierto que los soldados deben estar preparados y listos siempre para la hora del combate, pero lo es también que ni el más preparado de los ejércitos debe hacer que la guerra se le convierta en un fin, como sí lo ha de ser siempre la búsqueda de la paz.   

Pero se fue más lejos en su insolencia la siempre destemplada congresista, pues con el mismo celo paranoico que caracteriza a su jefe y a todos los de su séquito, habló incluso de la presencia de obispos y empresarios en un supuesto secretariado especial de las FARC. En su propósito de denigrar los acuerdos, de insistir en la perpetuación de la guerra, la señora miente y merodea en sus delirios al punto de que lo que ya realmente preocupa es su salud y particularmente su lucidez. Qué amenaza cuando se trata de quien ocupa un lugar en el Congreso de la República.  

Respetando como siempre a quienes todavía piensan votar por el no, no sobra invitarlos a que no dejen de utilizar el tiempo que aún queda para la reflexión. La insolencia de quienes nada más destilan odio y se resisten a que Colombia avance al menos unos cuantos pasos para que nuestras próximas generaciones tengan un futuro mejor, no debe ser la guía de quienes por desinformación, el embuste y la publicidad engañosa pueden llegar a equivocar su decisión y ceder no sabemos cuántos años y vidas más a los desastres de la guerra. Los colombianos, todos, los del SI y los del no, nos merecemos una nueva oportunidad.

*Economista-Magister en Estudios políticos






jueves, 15 de septiembre de 2016

MAMBRÚ SE FUE A LA GUERRA, SÍ, SÉ QUE VOLVERÁ


Orlando Ortiz Medina*


Este 10 de septiembre, niños y niñas comenzaron a salir de las filas de la guerra, a donde nunca debieron haber llegado. Empieza así el final de una de las peores infamias de esta dura etapa de nuestra historia.

Como todas las generaciones nacidas desde finales de la década del cuarenta, tuvieron la mala suerte de haber llegado a un país que a padres, abuelos y bisabuelos, les ha dejado como herencia la secuela onerosa de una serie sucesiva de guerras y conflictos armados. 

En buena hora, aunque siempre es tarde cuando de salir de la guerra se trata, empezarán a recuperar, al menos en parte, ese poco que les quede de su infancia arrebatada. Sabrán, apenas, que había otras formas posibles de vivir la vida, que existía un mundo distinto en el que jugar a las escondidas o a los soldados libertados era una de esas tantas diversiones callejeras en que otros hicimos nuestros primeros amigos, tuvimos los primeros enamoramientos y disfrutamos creativamente el tiempo.

Desaprenderán de lo enseñado por una sociedad que, teniéndolo todo, no les ofreció sino lo que mezquinamente dispuso para matar sus sueños y, en vez de a disparar un fusil, los hubiera hecho diestros en tocar una guitarra, practicar un deporte, manejar un pincel, pintar un paisaje o dejado simplemente en su bucólica y honrosa vida de labriegos.

Hoy felizmente podemos decir que SÍ sabemos que volverán esos Mambrús y vendrán a encontrarse con una nueva oportunidad de celebración de sus vidas.

La mayoría de estos niños y niñas pertenecen a territorios en donde la guerra fue quedando, qué crudeza decirlo, como el escenario menos hostil y azaroso en el que pudieran realizar sus vidas, incluyendo sus propios hogares y familias. Muchos se internaron en la selva huyendo del maltrato a veces prodigado por sus propios padres o madres, tantos más por haber sufrido abuso o violación sexual, otros simplemente empujados por el hambre y la pobreza.

Son hijos e hijas de una sociedad a la que el silencio y la indiferencia hicieron indolente, terminó arrastrada al acostumbramiento y se olvidó de quienes con menos suerte y oportunidades les correspondió poner los muertos.

Por eso hoy, a las puertas ya de culminar el proceso de diálogo y negociación entre el gobierno y la guerrilla de las FARC, cabe esperar que la inteligencia, la sensatez y el sentido de humanidad de una sociedad civilizada, guíen la decisión que nos llevará a las urnas el próximo dos de octubre, en el que sin duda es el momento histórico más importante de las últimas décadas y de las generaciones que hoy estamos en la mayoría de edad.  

Los niños y las niñas que hoy salen por fortuna de la guerra, los que abrirán sus ojos por primera vez, los que aún están aprendiendo a caminar, no merecen que se les condene a seguir en la tragedia que también sin merecer nos legaron a nosotros.

No habría mayor impunidad, nada deshonraría más la justicia ni sería más imperdonable que por odios, mezquindades o fundamentalismos de cualquier naturaleza dejáramos pasar el momento de contribuir a cambiar el rumbo de un país que, dirigido siempre hacia el norte de la guerra, tiene hoy la oportunidad –la única que hemos conocido- de reorientar su brújula.

Para unos y otros sería muy costoso aplazar este momento y desconocer el saldo positivo que sin haber culminado ya nos ha reportado este proceso. Queda tiempo todavía para la reflexión y será mucho más el que tendremos para ayudar a sanar las heridas y avanzar en la reconciliación. También para ver realizada la justicia y no dejar de lado  los juicios de responsabilidad; pero no una justicia cifrada en el odio, la sed de venganza o la perfectibilidad de códigos y leyes, que al fin y al cabo nunca o sólo para algunos han funcionado.



*Economista-Magister en Estudios Políticos

martes, 19 de julio de 2016

LA CORTE DIJO SÍ


Orlando Ortiz Medina*

Hay que celebrar que la Corte Constitucional aprobó y dio vía libre hoy al plebiscito como mecanismo de refrendación de los acuerdos a que se ha llegado en La Habana entre el gobierno y la guerrilla de las FARC. La Corte estuvo a la altura del momento histórico que vive el país e interpretó el deseo de la mayoría de los colombianos que queremos la finalización del absurdo conflicto armado que hemos vivido por más de cincuenta años.

Tanto en aspectos de forma como de contenido el proyecto de Ley Estatutaria ES CONSTITUCIONAL, ha dicho la Corte. Es decir, fue avalado como un MECANISMO LEGAL Y DEMOCRÁTICO a través del cual se podrán pronunciar quienes estén o no a favor de los acuerdos.

No hay momento más histórico que el que ahora estamos viviendo. Quienes hoy tenemos la posibilidad y la responsabilidad de votar estamos decidiendo no sólo por nosotros y el resto de vida que nos quede, sino sobre todo por nuestras próximas generaciones.

Así que se trata ahora de que cada ciudadano o ciudadana se informe, conozca lo que en La Habana se ha acordado, y sensata y libremente -como corresponde a toda decisión política- acuda en la fecha en que se convoque a expresar su opinión.

Vamos a mostrar si seguimos siendo un país mayoritariamente acostumbrado a vivir y recrearse en el dolor de la guerra, o si, por el contrario, independiente de ideologías, credos, razas, pensamientos religiosos, etc., tendremos la sapiencia y la madurez suficiente y logramos convocarnos para que sean las armas y no más vidas las que llevemos a las salas de velación y a las sepulturas.

Es curioso que sean tantas cosas las que dependan la fragilidad o la certeza de un monosílabo: SI o NO. Pero cuánta historia, cuánto en ellos cabe y cuánto con ellos estamos decidiendo. Cincuenta y dos años de guerra, doscientos cincuenta mil muertos, más de siete millones de desplazados, cincuenta mil desaparecidos,… soldados, guerrilleros, paramilitares, obreros, campesinos, estudiantes, en fin, todos seres humanos.

, vale la pena pensar que , que no haya un hombre, una mujer, ni momento ni un espacio más para la guerra.          

*Economista-Magister en Estudios Políticos