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sábado, 17 de marzo de 2018

Ángela María

Foto de Ángela María y Petro el día que anunciaron la Vicepresidencia
Foto tomada del Twitter de Ángela María

Orlando Ortiz Medina*


Una acertada decisión y un paso firme ha dado el candidato de Colombia Humana, Gustavo Petro, al elegir como su fórmula presidencial a la actual representante a la Cámara Ángela María Robledo.

Con una hoja de vida impecable y con el talante ético del que infortunadamente carecen la mayoría políticos colombianos, en Ángela María Robledo las mujeres tienen a una verdadera defensora de sus derechos, tarea a la cual ha dedicado su esfuerzo en los diferentes cargos que por elección popular o como funcionaria pública ha desempeñado a lo largo de su vida.

Pero, más allá de su intensa lucha por la defensa de los derechos de la mujeres, que sin duda es uno de sus más grandes méritos, ha sido, en general, una ferviente defensora de los derechos humanos, en lo que cabe resaltar su compromiso con las víctimas del conflicto armado, especialmente quienes han sido objeto de violencia sexual, y de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, en donde, entre otros, jugó un papel protagónico en la elaboración y promulgación de la Ley de infancia y adolescencia.

Ángela María, psicóloga de profesión, es ante todo una trabajadora social que llegó a la actividad política para poner en la agenda del debate público las demandas de los sectores sociales tradicionalmente excluidos. Ese ha sido fundamentalmente su rol en el Congreso de la República, en donde, en más de una ocasión, ha sido destacada como la mejor parlamentaria.

Está comprometida con que la consolidación de la paz siga adelante porque desde su lugar como mujer, como lideresa y como congresista sabe de lo costosa que ha sido para el país una guerra de la que todavía muchos se quieren seguir lucrando o buscan capitalizar a favor de sus intereses políticos o económicos.

Esta es sin duda una fórmula ideal que va a convocar a quienes están convencidos de que Colombia necesita una opción realmente alternativa, capaz de renovar la política, dispuesta a hacerle frente a males tan endémicos como la corrupción y a insistir para que Colombia no siga siendo el país en el que unos pocos viven de sus enormes privilegios, mientras muchos otros deben arreglárselas en el día a día para lograr su sobrevivencia.

Ángela María se suma a la propuesta de una Colombia más justa, más equitativa; a un programa de gobierno que pone en el centro la defensa de la vida, el uso responsable y democrático de los recursos naturales, la lucha contra todas las formas de exclusión y discriminación contra hombres y mujeres y el respeto a quienes piensan y profesan ideas diferentes. Asimismo, un desarrollo económico a cuyos beneficios accedan todos los sectores sociales y que tenga como fundamento el acceso a la educación y la gestión del conocimiento; que antes que discriminar integre armónicamente la vida y las dinámicas de campos y ciudades, ausente en el modelo que hasta ahora ha dominado en Colombia.

En esta polarización en la que se ha sumido el país, con una extrema derecha que, aunque a espaldas de las mayorías, se siente cada vez más fortalecida y un centro imaginario cada vez más diluido y muy poco claro en sus formas y contenidos, los ciudadanos y ciudadanas que nos hemos sentido excluidos por un sistema político y económico diseñado para sostenerse en las desigualdades tenemos hoy una posibilidad histórica.

Gustavo Petro y Ángela María Robledo condensan en su propuesta muchos años de esfuerzo y abren un espacio para que todos los movimiento sociales, y quienes no se sienten representados o convocados por las viejas élites y maquinarias políticas, tomen el lugar que les corresponde frente las decisiones que se necesitan para que el país se encause por las sendas del cambio.

Quienes, con alguna razón, descreen en la política, desconfían, son escépticos, han sido indiferentes, abstencionistas, etc., deben tomar posición; lo contrario es ceder el derecho que como ciudadanos les asiste para ser parte del destino de sus territorios, de su vida personal y familiar o de sus colectividades e intereses grupales.

Recrear la política, profundizar la democracia, consolidar la paz y pasar la dolorosa página de la violencia que aún hoy sacude al país es un compromiso de todos. Encontrar para ello a quienes logren liderar y encausar esos cambios ha sido un viejo anhelo, tantas veces frustrado, incluso porque quienes han encarnado esa posibilidad han sido asesinados. Respaldar la opción de Ángela María Robledo y Gustavo Petro abre de nuevo esa esperanza. Ojalá que esta vez la vida no sea asesinada en primavera.


*Economista-Magister en estudios políticos


sábado, 6 de enero de 2018

¿Se retrocede o se avanza en el 2018?

Orlando Ortiz Medina*


Muy cuestionable el balance del año 2017 y mucha la incertidumbre sobre lo que nos espera en materia política para el 2018, año de debate electoral para el Congreso y la presidencia de la República.

Distintos hechos empañaron el primer año de implementación de los acuerdos logrados en La Habana y dejaron en evidencia que, más allá de la confrontación armada, había otro tipo de falencias tanto o más urgentes de resolver y que son muchos y muy fuertes los factores de resistencia que todavía hay que vencer para dejar atrás ese modelo de sociedad todavía sostenido en formas patrimoniales, caudillistas y excluyentes de acceder o mantenerse en el ejercicio del poder.

Quedó claro que en el Congreso sigue dominando una mayoría anclada en el conservadurismo, que insiste en mantener una institucionalidad hace rato caduca y lejos de estar a la medida de ese nuevo amanecer de país en el que anhelamos despertar. Más que el ideario de esa nueva nación que a mediano y largo plazo esperamos ser en la sociedad del posacuerdo, primaron los intereses inmediatos de quienes en las próximas elecciones aspiran a seguir ocupando un espacio de representación y a la que nada le dice el sumidero de descomposición por el que hoy se conduce el llamado recinto de la democracia.

Quienes se opusieron a que se aprobaran la reformas no asumen que la sola finalización de la confrontación armada no resuelve por sí sola las causas que le dieron origen, y que no modificar las condiciones que hicieron del sistema democrático una mera formalidad es dejar abierta la posibilidad que se editen, de hecho ya se está viendo, nuevas formas de violencia, fundadas en el reafincamiento de quienes aspiran a mantener el control de sus feudos políticos, el usufructo de las rentas legales o ilegales en los territorios y la captura del aparato institucional del Estado, como hasta ahora ha venido ocurriendo.  

Se hizo caso omiso de que, en paralelo con el proceso de finalización del conflicto con las organizaciones insurgentes, sobre el que también ya se avanza con el ELN, el país necesita fortalecer su democracia habilitando las condiciones para que grupos minoritarios y nuevas fuerzas políticas accedan al debate público; de igual manera, sistemas más abiertos y pluralistas de participación en la contiendas electorales, mecanismos más equitativos y transparentes de financiación de las campañas y un órgano de control electoral asegure independencia e imparcialidad frente a todos los sectores políticos a los que deben su funcionamiento; no hay que olvidar que en la precariedad de las formas de representación e integración al tejido de la democracia se explica en parte el origen y desarrollo del conflicto armado en Colombia.  

Ese era justamente el propósito del proyecto de reforma política presentado al Congreso de la República, que al final y como el personaje de Franz Kafka terminó convertido en un horrible insecto, sin forma ni pies ni cabeza; tal así que perdió sentido incluso para el propio gobierno que lo había presentado. Nadie al final daba un peso por el bodrio a que fue reducida la propuesta de articulado, recocinada para ser servida en bandeja y satisfacer la gula de los eternos comensales del Congreso de la República.

El hundimiento del proyecto anegó, entre otras, las posibilidades de que por lo menos se empezara a promover, tanto desde los viejos como de los nuevos partidos y otras formas de representación, la apropiación de la democracia como forma y contenido de una nueva narrativa de la vida y la actividad política.

En esa línea se explica también lo ocurrido con las Circunscripciones Especiales de Paz, aún hoy en el limbo jurídico, que pretenden dar representación a las víctimas de regiones que debido al conflicto no saben todavía lo que es formar parte de un Estado y menos aún de lo que significa haber ejercido sus derechos políticos. Acudir a argumentos maniqueos como que éstas fueron concebidas para beneficiar al nuevo partido político FARC, es desconocer que se trata de un espacio de apertura al país de las lejanías, que avanzado el siglo XXI está hasta ahora en las primeras de cambio para ser integrado a la institucionalidad y al espectro político nacional. Lamentable que la participación de las víctimas, que en sana lógica es parte de su derecho a la verdad, la justicia, la reparación y las garantía de no repetición, siga hasta ahora perdida en los intríngulis interpretativos y las leguleyadas de los presidentes de Cámara y Senado.

Entre tanto, mientras un Congreso en contravía decide la suerte de una nación anhelosa de cambio, cerca de 100 líderes sociales fueron asesinados durante el curso del año. Frente a ello, ese mismo ente y el propio gobierno no solo se mostraron indolentes, sino que se han negado a reconocer que se trata de hechos que responden a un propósito deliberado y sistemático, originado en la resistencia de sectores que buscan impedir que se emprenda la transformación de las situaciones en cuya base han estado los factores en que se ha sostenido el conflicto, es decir, la elevada concentración de la propiedad de la tierra, un modelo de explotación de los recursos que sirve en lo fundamental a los intereses de ciertos grupos económicos, y la corrupción fundada en el deseo de permanencia en el poder de algunas élites locales y regionales que actúan en connivencia con mafias instaladas en el modo de funcionamiento de la institucionalidad pública y privada.

Quienes están siendo asesinados son la representación de esa parte del país que en la sociedad del posacuerdo clama todavía por tener espacio propio, porque se garantice la seguridad, se proteja la vida y se deje para su disfrute la riqueza de sus territorios, además de que se cuente por fin con la presencia de un Estado que cumpla con sus deberes y obligaciones de promoción, protección y realización de sus derechos, que hasta ahora no han tenido la oportunidad de conocer.

Para ensombrecer un poco más el escenario en el que toma curso la implementación de los acuerdos, la aprobación de la Justicia Especial para la Paz –JEP-, su columna vertebral, pasó raspando y con modificaciones cuestionables tanto en el Congreso como en la revisiones de que ha sido objeto por parte de la Corte Constitucional.

El Congreso introdujo una limitante, prácticamente un veto, para quienes en los últimos cinco años, directamente o a través de terceros, hubieran gestionado o representado intereses en contra del Estado en materia de reclamaciones por violaciones a los Derechos Humanos, al Derecho Internacional Humanitario, al Derecho Penal Internacional o, en general, en hechos relacionados con el conflicto armado; asimismo, para quien pertenezca o haya pertenecido a organizaciones o entidades que hubieren ejercido tal representación. Es una posición que, además de inconstitucional, refleja el estigma que pesa sobre los defensores de derechos humanos, el temor de algunos agentes del Estado y de terceros que están implicados en la comisión de delitos y el sesgo ideológico que se quiere poner sobre el tribunal que se encargará de juzgarlos.

La Corte Constitucional, por su parte, abrió el camino para que civiles implicados en el conflicto, por ejemplo como financiadores de los grupos armados, o agentes del Estado distintos a los miembros de la fuerza pública dejen a su discrecionalidad si comparecen o no ante la JEP o deciden acogerse a los sistemas ordinarios de juzgamiento. Mal presagio frente a una justicia que hasta ahora se ha caracterizado por su inoperancia, y porque desconoce el objetivo que se busca con el modelo de justicia transicional, cual es el de que todos los actores comprometidos asuman su cuota de responsabilidad, como una forma también de despejar el camino que nos ayude a sanar las heridas, que sí que van ser duras de cicatrizar.  

Resta esperar lo que ocurra en las próximas elecciones de Congreso y Presidente de la República, en una campaña que vuelve sobre la polarización que se ha vivido en los últimos debates electorales en torno a una salida negociada o la confrontación militar con las organizaciones guerrilleras, que ahora se relaciona con el futuro que les espera a los acuerdos. Es decir, si a uno y otro llegarán quienes están dispuestos a continuar con su implementación o, por el contrario, quienes buscarán desconocerlos y van a reversar lo poco que hasta ahora se ha logrado avanzar.

La consolidación de la paz o la continuidad de la guerra, convertidos ahora más que nada en factores de manipulación del electorado, vuelven a ser entonces decisorios, especialmente para saber quién llegue a ocupar la silla presidencial. Las volteretas en el Congreso de algunos partidos que formaron parte del gobierno de la Unidad Nacional, particularmente el del exvicepresidente y hoy candidato de Cambio Radical, Germán Vargas Lleras, son la evidencia de cómo los viejos zorros de la política saben disponer las cargas para que mejor anden sus mulas. No importa el qué dirán. A lo mejor nadie dice nada.  

Pero es también una manera de poner un velo sobre uno de los hechos que más debería llamar la atención a los ciudadanos a la hora de elegir, como es el de la corrupción, que tanto eco ha tenido en estos últimos años y en los que están implicados buena parte de los representantes de los partidos cuyos líderes aspiran a la presidencia o a ser elegidos o reelegidos al Senado o la Cámara de Representantes.

De manera que si los electores no reaccionan tendremos nuevamente en el Congreso a personajes como el heredero de Kiko Gómez en La Guajira, los Ñoños, los Musa Besaile, los Zuccardi, los Char, los Gnecco, los Aguilar, etc., corruptos o parapolíticos de diferente cuño partidista, para nombrar solo a algunos de los que quedaron incluidos en las listas de Cambio Radical, el partido de La U, Opción ciudadana o Centro Democrático, que no son más que los nuevos odres a los que han ido a parar los antiguos militantes de los partidos Liberal o Conservador, también contaminados y de los que por ahora no va quedando sino el nombre.

Pero también hay que entender el reflejo de una polarización en la que se sintetizan dos modelos o visiones de país: por un lado, la de un sector retardatario que quiere que el estado de cosas se mantenga, en el que se inscriben los sectores de derecha y extrema derecha y, por otro, la de los sectores de izquierda o progresistas, dispuestos a dejar que se produzcan las transformaciones para que, en todas sus manifestaciones, la democracia y la paz sean el hecho fundante de una nueva versión de país y sociedad.

El hecho novedoso será la participación de la FARC en el debate electoral, que independiente de cuáles sean sus resultados es de todas maneras una señal positiva e inédita en la etapa más reciente de la historia de Colombia; les calla la boca a quienes todavía descreen que son posibles soluciones distintas a las que sólo buscan eternizar la guerra, reafirmando que su desmovilización es un hecho y que está en firme su acogida a los acuerdos y su disposición a seguir en la lucha política, esta vez por la vías legales y constitucionales.

Esperemos a ver si los electores castigan a quienes pese a sus antecedentes en hechos de corrupción, su doble moral y su negativa a dejar que el país avance en la creación de condiciones más dignas para todos los colombianos, esperan seguir gozado de las mieles del poder. Ojalá esta vez le den la oportunidad a fuerzas renovadas, que lleven al país al umbral civilizatorio que corresponde, avanzadas ya casi dos décadas del siglo XXI.

*Economista-Magister en Estudios Políticos




lunes, 11 de diciembre de 2017

Congreso: la política en decadencia

Orlando Ortiz Medina*


 Lo ocurrido recientemente en el Congreso de la República, en el marco de las discusiones sobre la implementación de los acuerdos de paz de La Habana, fue más que elocuente para develar el que es el punto de mayor relieve en el ejercicio de la política colombiana: la profunda escisión que existe entre la ética y el modo de actuar de quienes ostentan elevadas magistraturas. Una crisis que bien se puede hacer extensiva al conjunto de la institucionalidad, tal cual lo muestra lo ocurrido en el sistema de administración de justicia, que tiene a algunos de quienes formaban parte de las altas cortes pernoctando en la cárcel, mientras otros hacen fila para, ojalá más temprano que tarde, llegar a hacerles compañía.

No es nada nuevo, en efecto, ni será lo último que nos permita decir que hemos tocado fondo, pues para continuar con la degradación de nuestra dirigencia y nuestro sistema político infortunadamente en Colombia todavía nos queda margen; máxime en una coyuntura en la que la ilusión de dar cierre a más de cinco décadas de conflicto armado y allanar caminos hacia la consolidación de la todavía incipiente democracia se enfrenta con conjunto perverso de condiciones en las que el establecimiento y quienes han sido sus más tozudos defensores se siguen sosteniendo.

Valga como ejemplo la permanencia de las viejas maquinarias partidistas, que aunque absolutamente disminuidas en su condición de fuerzas políticas, siguen dominando el panorama y posibilitan que se prolongue la hegemonía de los sectores precisamente menos interesados en que el estado de cosas cambie.

Lo que hay en el Congreso, en cuanto a las representaciones mayoritarias se refiere, no son más que rezagos espurios de los que otrora por lo menos aspiraron a ser colectividades revestidas de alguna identidad y con alguna fundamentación ideológica o doctrinaria. Hoy, su máxima no ha sido más que enlodar la majestad y diluir la razón de ser de la política, además de mantenerse como la correa de transmisión entre unas viciadas formas de representación y una pervertida visión del ejercicio del poder.

Minúsculos a la hora de argumentar y siempre lejos de interpretar y convocar al país en torno a los grandes temas y problemas nacionales, se mostraron como campeones del ausentismo y actuaron como meras cofradías de pilluelos, recurriendo a la argucia electorera, la triquiñuela, el filibusterismo, la actitud pendenciera o la modorra para dilatar o frustrar la aprobación de las propuestas

La división, el equilibrio de poderes y el sistema de pesos y contrapesos, base cuando menos formal del sistema de democracia representativa, se fueron al bajo fondo por culpa de quienes, haciendo gala de su baja estirpe, alejan cada vez más la posibilidad de que la política se realice como prolongación de una ética fundada en el interés general y colectivo, a la que siempre se ha sobrepuesto el espíritu egoísta y calculador que está en la esencia promedio del político colombiano, en especial aquel que milita en o proviene de los llamados partidos tradicionales.

Nos vemos lejos todavía de contar con una institución parlamentaria en donde ojalá sus integrantes hicieran superflua la necesidad de las normas jurídicas y los corsés de las formalidades institucionales -que más bien han sido expertos en burlar- y actuaran antes que nada movidos por un sistema de valores y un comportamiento que los exalte como verdaderos merecedores de los lugares que allí ocupan, y que hoy solo utilizan para usurpar el poder del verdadero sujeto fundante de la democracia, el constituyente primario, que en mala hora y con tretas y francachelas los pone en ese lugar.

Nos encontramos con un Congreso que en su mayoría se opuso a que pasaran las reformas necesarias para que nuevos actores tomen parte en los asuntos que conciernen al debate público, de los que hasta ahora han estado proscritos, y en donde en gran medida tiene origen la confrontación armada en Colombia. Un Congreso que todavía no asume que la democracia es tal porque se nutre del pluralismo, que el unanimismo hasta ahora predominante ha sido terriblemente oneroso y que no podemos dejar que se sigan arrastrando condiciones que frenen el avance hacia la civilización política, aletargada por tantos años de un conflicto cuyas fuentes no se han resuelto y frente al que le cabe una elevadísima cuota de responsabilidad.

Estaba claro, al menos así parecía, que el sentido de la desmovilización de las FARC como organización guerrillera era sacar las armas de la política; quitarle más de ocho mil combatientes a la guerra para que actúen dentro de los marcos legales e institucionales es algo cuyas razones se sostienen por sí mismas en cualquier país que haya padecido de manera tan cruda los embates de la guerra. Así que, de quién más que del órgano legislativo, se esperaba la validación que hiciera más fácil el camino para que Colombia pueda seguir avanzando hacia ese nuevo umbral en el que el uso de las armas quede de una vez por todas proscrito de cualquiera de las actuaciones en el ejercicio de la política.

Lo cierto es que no fue ello lo que ocurrió; entre oportunismo, evasivas, marrullas, deslealtades y actos claramente extorsivos, las mayorías en el Congreso develaron el peor de sus rostros y buscaron por todos los medios bloquear el desarrollo de los acuerdos, reafirmando que están por encima de cualquier intento que se haga de sacudir unas estructuras a las que de manera tan férrea se mantiene amarrado un universo de privilegiados para quienes el tema de la paz es un asunto menor, no importa que signifique el sacrificio de quién sabe cuántas nuevas generaciones o quién sabe cuántas décadas más de una guerra en la que al fin y al cabo no son ellos los que ponen muertos.

Se quiere así mantener el modelo de una democracia de procedimientos, vacía de contenidos y ajena a un concepto más amplio y complejo en la que se vea como parte de un nuevo acervo cultural de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas; es decir, como parte de un saber social fundante de una nueva ética, que tenga en cuenta que las sociedades colapsan cuando la política deja de ser el espacio en donde individuos y sociedades deliberan para resolver colectiva y civilizadamente sus conflictos. Una nueva ética de la que se apropien quienes son elegidos, pero igualmente quienes eligen, quienes se marginan de la política y quienes todavía se muestran incapaces de reaccionar frente a hechos que en cualquier otro lugar del mundo generarían indignación, especialmente cuando se trata de actos innobles cometidos por quienes ocupan cargos públicos.

Si dejamos que la majestad de la política y las instancias de representación se sigan diluyendo entre los laberintos de la corrupción y el enanismo moral de quienes allí concurren, seguiremos siendo una sociedad incapaz de recrear los vínculos entre los ciudadanos y entre estos el Estado; asimismo, de poner en diálogo los diferentes intereses y formas de organización, lo que haría imposible avanzar hacia un nuevo proyecto de país en donde, además de la violencia, se debe superar otro conjunto de males que como sociedad nos aquejan y que es parte también de esa nueva apuesta ética de la que debemos ocuparnos, de forma que la construcción de la paz y la consolidación de la democracia sean también el resultado de una mayor inclusión social y una forma de vida más digna para todas y todos los colombianos.


*Economista-Magister en Estudios Político


lunes, 29 de mayo de 2017

La falla de la Corte

Orlando Ortiz Medina*


El abrupto reversazo de la Corte Constitucional que declaró inexequibles los literales h y j del Acto Legislativo 01 de 2016, mediante el cual se creó el procedimiento especial, conocido como fast track, para simplificar en el Congreso los trámites de aprobación de los acuerdos pactados con las FARC, nos lleva a pensar si, más que jurídica, el órgano de control tomó esta vez una decisión política, a juzgar también por los cambios que últimamente han tenido lugar en su composición, en donde viene ganando terreno un sector perteneciente a un ala más conservadora del derecho y la política.

Si así fuera, sería profundamente grave para la democracia y, más aún, para el propósito superior que anima hoy a la mayoría de los colombianos: el de lograr por fin la consolidación de una paz estable y duradera.

Los dos literales establecían que los proyectos de ley y de acto legislativo no podrían ser modificados si con ello se alteraba el contenido de los acuerdos y que cualquier modificación requería el visto bueno del Gobierno; asimismo, que para su aprobación, tanto en comisiones como en plenarias de Senado y Cámara, se debería votar en bloque y no uno a uno los articulados. Con esta nueva decisión, la Corte deja sin piso tales disposiciones y abre la posibilidad no sólo de que el Acuerdo sea modificado sino de que se haga más lento su trámite en el Congreso; es decir, lo golpea en su médula y pone en vilo lo que era ya el resultado de un pacto sellado luego de cuatro largos años de negociación. Se asimila también a esa parte del país para el que la búsqueda de la paz es un asunto secundario, el mismo que dijo no en el plebiscito, el que prefiere seguir danzando al son de los tambores de la guerra y al que hoy, ya desmovilizadas y resguardadas en sus zonas de concentración, le cuesta reconocer que las FARC le han venido cumpliendo al país en su promesa de renunciar a las armas como medio para alcanzar y defender sus ideales políticos. 

Hasta ahora la Corte se había manifestado a favor de la constitucionalidad de las decisiones tomadas tanto en el ejecutivo como en el legislativo. Recordemos, por ejemplo, que avaló la convocatoria al plebiscito del pasado dos de octubre, para el que se redujo incluso el umbral de participación al 13 %; le otorgó al Congreso la potestad de refrendar el Acuerdo después de la derrota sufrida en las elecciones; aprobó el mecanismo de vía rápida  para dar trámite a las reformas que de inmediato debían emprenderse para facilitar la reinserción  de los miembros de las FARC a la vida civil, y le dio curso  a la amnistía y a la creación de la Justicia Especial para la Paz -JEP-. Sorprende entonces la cabriola con la que hace ahora más tediosa la tarea y genera más incertidumbre frente a su proceso de implementación.

Los magistrados que mayoritariamente votaron a favor de la modificación del acto legislativo se ampararon en este caso en una mirada dogmática e instrumentalista del derecho, al que convirtieron en una barrera inflexible, apegados a esa obsesión leguleya tan propia de nuestra historia constitucional. Olvidaron que éste ha sido un acuerdo pactado en el marco de un modelo de justicia transicional, con características especiales que lo dotan de cierto grado de excepcionalidad y, si se quiere, de “anormalidad jurídica”. 

Más inexplicable aún, desconocieron la supremacía del derecho a la paz, consagrado en el Artículo 22 de la Constitución Nacional, en cuya defensa argumentaron su polémica decisión. Qué mayor defensa de la Constitución –cabría preguntarles- que la de evitar ponerle cortapisas al propósito de seguir avanzando en el camino hacia la paz para un país que, como Colombia, intenta salir de más de cinco décadas de estar tan duramente golpeado por la violencia.  

No es procedente que la búsqueda de la paz y la consolidación de la democracia queden subordinadas a cierta forma de interpretación de las prescripciones legales, que al fin y al cabo no son más que eso, interpretaciones. De lo que se trata hoy es de entender el momento histórico que vive Colombia y saber estimar en su justa medida la cuota válida e incontrovertible de los fundamentos legales, pero sin dejar valorar lo que corresponde al campo más complejo de las demandas y las condiciones políticas, casi siempre en franca confrontación.

Una decisión dogmáticamente apegada al positivismo jurídico puede afectar, y de qué manera, las relaciones políticas y los juegos de poder inmersos en ellas; aquí ha sido evidente que la decisión de la Corte provocó la hilaridad y una inclinación de la balanza a favor de quienes quieren “hacer trizas” el Acuerdo de paz. La sabiduría de la Corte como guardiana principal de la Constitución está cifrada en este caso en cuánto logra encontrar el equilibrio entre la necesidad de cuidar el mero instrumental jurídico y normativo que otorga el derecho, y la de poder asegurar para toda la sociedad el bien supremo e insustituible de la paz, que está más allá de lógicas puramente procedimentales.

Hay que tener presente la responsabilidad ética que le asiste a quienes tienen en sus manos este tipo de decisiones, en este caso la Corte y lo que a partir de este fallo pueda ocurrir en el Congreso de la República. No sería nada ético -que es en lo que se debe cifrar la estatura y estructura de cualquier Estado y de su orden institucional-, desconocer el contenido de un acuerdo entre un Gobierno y un grupo armado que luego de cuatro duros años de negociación han encontrado el punto medio para terminar con una confrontación de más de cincuenta años. Denotaría una falta absoluta de seriedad, una burla a las FARC y a esa parte del país que de distintas formas participó en la definición de los acuerdos; asimismo, a la comunidad internacional que tanto ha apoyado y tan pendiente ha estado del desarrollo de estos acontecimientos en Colombia.

Se debe insistir en que la mejor forma de defender y evitar que sea sustituida la Constitución es facilitando las condiciones para que el país supere el estado de violencia, todo lo contrario a lo que dejó la Corte luego de su discernimiento.

Lo anterior, máxime cuando hablamos de una institucionalidad que sí que ha estado ausente o ha sido sustituida en gran parte del país, sobre todo en el de la periferia, en donde son los actores armados, la corrupción, las economías ilegales, las maquinarias políticas y distintas formas de para-Estado las que han impuesto sus propias reglas de juego; en fin, en donde lo que menos ha estado vigente es la Constitución, justamente porque el derecho a la paz no ha sido garantizado y el Estado de derecho no han sido para sus pobladores más que una realidad ficcional en la que no se han visto representados, o una entelequia jurídica que se puede manosear al antojo de las coyunturas, los intereses o la filiación política de ciertos núcleos de privilegiados.

El Gobierno ha tratado de suavizar el impacto del mazazo de la Corte con el argumento de que aún conserva mayorías en el Congreso, lo que le facilitaría garantizar la aprobación de los acuerdos; es parcialmente cierto y olvida que entramos ya en plena campaña para elecciones de Congreso y Presidente en el 2018 y que, habilidosos como son, los congresistas se van a llenar de bríos y lo van a condicionar para aprobarle sus propuestas. Ya los veremos haciendo cálculos para saber en qué momento y a cuál bus finalmente se suben, si al que quiere seguir por el camino hacia la paz o al que quiere retornar a los parajes de la guerra; todo depende de en donde se aviste más pulposa la bolsa de los votos.

Así que, gracias a la falla de la Corte seguirán endosados nuestros anhelos de paz a los ardides de los parlamentarios, sus instintos pecuniarios y sus aspiraciones burocráticas; los problemas fundamentales del país volverán a estar al margen de la agenda de partidos y candidatos y nos veremos de nuevo decidiendo entre el menos malo de los aspirantes. La continuación o no de la guerra definirá otra vez nuestro destino, por lo menos en lo que a elección de presidente se refiere. 


*Economista-Magister en Estudios Políticos.

domingo, 19 de marzo de 2017

El asesinato de líderes sociales: “sembrando ausencias”



Orlando Ortiz Medina*


Esta paz que se dice que avanza gracias a la desmovilización y entrega de armas por parte de las FARC no puede, no va a ser nunca cierta si el camino para llegar a ella va a quedar pavimentado con los cadáveres de los líderes sociales. 

Carece de sentido que sea ese el testimonio del esfuerzo de un país empeñado en terminar la guerra. Si este proceso no lleva ante todo a la consagración de la vida, si no es para desahuciar o ahuyentar la muerte, Colombia toda habrá perdido el tiempo y seguirá, como hasta ahora, anegada en los ríos de su sangre. Será de nuevo una gran frustración para quienes todavía anhelamos saber qué es vivir una cotidianidad sin violencia, para los que aspiramos a sentir qué es respirar un aire que no nos llegué cargado de los vapores del plomo.

No pueden, la sociedad ni el Estado, permitir otra vergüenza como la que arrastra el país ante el mundo por el asesinato de más de cinco mil integrantes de la Unión Patriótica, aparte de otros tantos líderes y lideresas de otras organizaciones y sectores políticos que han sido sacrificados en las últimas décadas.

Hay que evitar que se ahogue de nuevo la esperanza de alcanzar lo que no fue posible con la Constitución de 1991: una sociedad en la que proceda sin temores el ejercicio de la democracia, con plena vigencia del Estado Social de Derecho y garante de los derechos fundamentales, en particular la integridad y la vida de los ciudadanos, cuyos saldo es cada vez más oneroso.

Con la promulgación de la nueva Constitución quedó claro que una sociedad capaz de resolver civilizadamente sus conflictos no es sólo un asunto de cambios formales o modificaciones en la arquitectura institucional sino que paralelamente es necesario superar los males entronizados en el conjunto de sus principios y valores que, en el caso de Colombia, hicieron que la guerra y la violencia se consagraran como sustitutos de la política y como fuente principal de la conquista y defensa del poder. 

No se lograron transformar los comportamientos que, con visos premodernos o propios de tiempos y sociedades bárbaras, permearon el ideario de algunos partidos y organizaciones, las propias actuaciones del Estado, por supuesto las de los grupos ilegales y las de una porción importante de los ciudadanos. Persiste la herencia perversa del llamado “Periodo de la Violencia” de los años cincuenta, al igual que las secuelas heredadas del Frente Nacional, en el que un pacto amañado del bipartidismo condenó como enemigo y proscribió de los espacios de la democracia a partidos, fuerzas políticas u organizaciones alternativas, o a quienes simplemente se atrevían a reclamar sus derechos o a defender la posibilidad de que se permitiera al menos un pensamiento diferente.

El Estado, en general, sigue siendo inferior a sus responsabilidades y no tiene la presencia suficiente y adecuada sobre la mayoría de los territorios; por el contrario, más aun ahora después de la desmovilización de las FARC, sigue cediendo su soberanía a un conjunto cada vez más inasible de organizaciones criminales, frente a las que los ciudadanos permanecen en estado de indefensión y sometidos a sus normas criminales y autoritarias. Se mantiene, como se ha dicho en otras ocasiones, como un “Estado fallido”, sin suficiente legitimidad, lejos de poder garantizar la seguridad y conquistar la confianza y el respaldo entre los habitantes de campos y ciudades.

Quienes están siendo asesinados son hombres y mujeres que lideran procesos en sus comunidades, defensores de Derechos Humanos, reclamantes de tierras, víctimas que abogan por su derecho a la verdad, la justicia y la reparación; en fin, personas comprometidas con que el proceso paz siga su cauce y que simbolizan, además, la memoria de los que en otros momentos de la historia terminaron sacrificando su vida. Es decir, que nos recuerdan que, en Colombia, las razones para disponer de la vida de quienes resultan incómodos frente a los intereses de ciertos sectores del poder -legales o ilegales-, en esencia, siguen siendo las mismas.

De manera que no estamos ante nada nuevo sino que nos mantenemos atados a los nudos ciegos de una violencia que se resiste a ceder y que nos quiere seguir enredando entre las lógicas del odio y la barbarie.

Queda cada vez más claro que la violencia de la que somos víctimas no descansa en las actuaciones de tal o cuales actores sino que se recicla y fluye por entre las venas y el modus vivendi de una sociedad incapaz de reinventarse, que tiene sus propias formas de resiliencia y se enarbola como un fenómeno superior a la inteligencia y la dignidad humana.

Preocupa y no puede entenderse el empeño del Gobierno en desconocer las razones y la magnitud de los hechos, así como la actitud generalizada de una ciudadanía para la que más de un centenar de líderes asesinados en pleno proceso de paz pareciera ser un asunto menor, lo que sólo da cuenta, en uno y otro caso, de la dimensión de su quiebra ética y su enanismo moral.

Es cierto que la solución política del conflicto armado con las FARC es un paso enorme y nos mantiene todavía con esperanzas, pero todo ello será vano si el Estado no desarrolla la capacidad para cumplir el rol que le corresponde; si no logra sobreponerse a quienes socaban su legitimidad y con los que, antes que combatir, pareciera más bien mimetizarse en la responsabilidad de los crímenes.

Con cada vida de un líder o lideresa que sea asesinado se elimina una historia, se desanda un camino, se mina la moral y se infunde un miedo que ahoga las ilusiones de grupos o comunidades cuyos representantes no eran más que la prolongación de su voz y del llamado a que de sus territorios se destierren de una vez por todas los fantasmas de la guerra.

Cabe ahora preguntarnos si estamos en riesgo de entrar o nos encontramos ya en un nuevo ciclo de violencia, una violencia que se nos quiere mostrar como si no tuviera dueños y que pareciera advertirnos que va a seguir siendo nuestro solaz, que el único destino que nos queda como sociedad es el colapso, o seguir “sembrando ausencias”, de acuerdo con la reflexión a la que nos convocó la artista Doris Salcedo hace unos meses en la Plaza de Bolívar.

*Economista-Magister en Estudios Políticos

jueves, 22 de diciembre de 2016

Navidad, ahora sí soplan vientos de paz



Orlando Ortiz Medina*

En esta navidad, ninguna o tal vez una menor cantidad de soldados estará internada en lo más profundo de la manigua. Aunque el patrullaje y la presencia en ciertas zonas se mantienen, habrá seguramente más tropa acantonada en los cuarteles y una gran parte de la misma tendrá permiso para pasar y celebrar con su familia, esta vez sin necesidad de mostrar falsas victorias ni traer de muestra cadáveres de personas engañadas y ajenas a la guerra. Lo justamente merecido en el marco del comportamiento y la ética del buen soldado.

Para quienes aún así estén lejos cumpliendo con la prestación de su servicio, sus padres y madres podrán estar más tranquilos, sin preocuparse de que en algún momento un oficial del ejército llame a comunicarles que su hijo lastimosamente murió en un combate cumpliendo con el deber de “dar su vida por la Patria”.  “Quédense tranquilos que con ayuda de Dios regresaré vivo y hasta de pronto pasemos la navidad y el año nuevo juntos” es la promesa siempre dicha por el soldado a sus familiares cuando es enrolado a las filas. Cuántos no lograron cumplirla y de ellos hoy no queda más que la foto de un féretro cubierto por una bandera que sus padres y madres alumbran en el altar de una sala o en el de esa patria en la que nunca lograron entender porque tenían que matarse con sus semejantes, muchas veces sus propios familiares.  

Sí, todo ello es posible porque si bien no podemos decir, ni en Colombia ni en el mundo, que tuvimos el mejor de los años, sí es un hecho que la guerra, especialmente el conflicto con las FARC, poco a poco fue cediendo en el curso de las negociaciones llevadas a cabo por el gobierno de Juan Manuel Santos y hoy prácticamente ha finalizado, pese a los enconados enemigos, todavía altivos y valientes, que con discursos demagógicos o mentirosos niegan los resultados e insisten en oponerse a que el país pare su desangre. 

Como los hechos son tozudos, hay que decirles a los escépticos y a los que simplemente insisten en desconocer los avances del proceso que, de acuerdo con las declaraciones dadas a RCN por la general Clara Galvis, subdirectora médica del Hospital Militar Central, “hace cinco años eran más de 400 los militares heridos en enfrentamientos y a fecha de hoy tenemos sólo un herido en combate”.

Según los datos, dados a conocer también por el ministro de Salud Alejandro Gaviria, en 2011 ingresaron al hospital 424 militares por traumas en combate, la cifra se fue reduciendo significativamente hasta llegar solamente a 31 en 2016. Por efecto de minas antipersonal, en 2011 ingresaron 233 militares y en 2016 sólo 20. Si en 2011 fueron 100 militares amputados, en 2016 la cifra se redujo a 10. En promedio, en todos los casos la reducción estuvo por encima del 90 %.

Aunque cualquiera que sea la cifra siempre será alta, pues un solo muerto, herido o amputado es un hecho inmerecido, no es poco lo que se puede destacar como resultado del proceso con las FARC, que fue el factor que más incidió, según la misma declaración de la general Galvis.

Con todas las tribulaciones que se presentaron, incluida la terquedad de los que todavía se sirven y se recrean en la guerra, sobre todo cuando ella directamente no los toca, Colombia dio este año un paso firme y trascendental. Si bien no hemos llegado al clímax, y falta mucho para ello, hay que reconocer que soplan vientos de paz y que ojalá en el año que viene, y los sucesivos, este proceso se siga consolidando. Debemos descontar también, lastimosamente, los cerca de cien defensores de Derechos Humanos y líderes sociales asesinados por esas cohortes innombrables de forajidos, que siguen ordenando apretar el gatillo desde sus encumbradas posiciones de poder o desde la comodidad de sus escritorios.

En los sitios donde hoy acampan los integrantes de las FARC, por su parte, no vemos hoy los rostros rígidos ni las ceremonias de formación o las rutinas diarias de ejercicio que los preparan para la guerra, sus caras son más alegres y sonrientes, se les nota más libres, en ropas más ligeras y sin los pertrechos de combate en la espalda.

Como en cualquier casa de familia, en los lugares de concentración, guerrilleros y guerrilleras han armado pesebres; de los árboles que les servían como cubierta frente al enemigo ya no cuelgan sogas o trampas, sino vistosas guirnaldas; las bombas son ahora aquellas de cauchos de colores infladas a pulmón y no de las que mutilan y destrozan cuerpos de hombres o mujeres, soldados o guerrilleros, que durante tantos años vimos traer en  pavorosas bolsas plásticas, muchas veces exhibidas como trofeos.

En las ranchas ya no se prepara sólo el aguadepanela o los carbohidratos insípidos hechos de afán a los que estaban obligados por la escasez o porque de repente debían ser abandonados y a medio hervir si llegaran a ser atacados por el avión fantasma o los helicópteros artillados. Ahora, en pailas y ollas inmensas se preparan viandas navideñas: natillas, buñuelos, variedad de dulces, se rezan novenas y se cantan tutainas. No existe la zozobra del ataque, ahora tienen su tiempo libre y mientras esperan que se sigan concretando los acuerdos juegan futbol, escuchan música, leen o se toman el tiempo para conversar, rememorando seguramente cuando en otras navidades la tarea consistía en cuidar al secuestrado protegiéndose de la pirotecnia que no exactamente provenía de volcanes floridos o luces de bengala.

Los fusiles cuelgan de percheros improvisados cerca a figuras de Papá Noel o hunden parte de su cañón en la tierra como árboles sembrados; los cambuches, ahora más elaborados, tienen camas más estables y con colchones y cobijas abrigadas para resistir el frío; las mujeres toman tiempo para maquillarse porque ahora, aunque rústicos, cuentan con espejos y tocador permanente; hay algunas embarazadas y disfrutan saber que su salida de la guerra va a significar un futuro mejor para ese hijo o esa hija que esperan.

En uno y otro lado vemos hoy la cara amable de los guerreros, mostrándose en sus sensibilidades y como seres humanos para los que la fiesta, los ritos navideños y la nostalgia también forman parte de sus vidas, independiente de creencias, ideologías o religiones, o de a quien pertenezca o represente el arma que llevan al cinto. Son hombres y mujeres que están aprendiendo a desandar la guerra, aprendizaje al que se resisten o que tanto les cuesta a otros, ilustres funcionarios o exfuncionarios de alta gama, dogmáticos religiosos u odiosos usurpadores de la muerte.

Para TODOS ¡Feliz Navidad!


*Economista-Magister en Estudios Políticos

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Cuando el apellido no nos queda


Orlando Ortiz Medina*



(Video tomado del canal EH EH EPA COLOMBIA en Youtube)

El pronunciamiento de la representante María Fernanda Cabal en un evento de promoción de la campaña por el no en Medellín, reafirma lo que muchos sospechamos de la posición del Centro Democrático frente al proceso de negociación entre el gobierno y la guerrilla de las FARC: no es cierto que sí estén a favor de la paz y que su preocupación sea estrictamente el contenido de los acuerdos.

Los juicios lanzados y el estilo denodadamente agresivo de la congresista desestiman las afirmaciones de su partido en el sentido de que lo que buscan es el perfeccionamiento de los puntos que allí se han pactado y no echar por la borda el resultado de un esfuerzo de cuatro años sostenidos de diálogo.

Queda cada vez más claro que el Centro Democrático sigue pegado a sus postulados militaristas y no cree ni confía en una salida política negociada, pese a los indudables resultados que a la fecha se registran.

La señora María Fernanda Cabal, una de las de mayor ranking en el Centro Democrático por los sectores e intereses que representa como esposa del presidente de la Federación Nacional de Ganaderos, no ve en los acuerdos más que una humillación del Ejército Nacional, o cuando menos la renuncia a su razón de ser, que es según ella la de “entrar a matar”.  Qué horror.

Nada refleja de manera tan clara el talante monstruoso de quien olvida, o probablemente no conoce, que aún en la guerra existen normas y códigos de comportamiento, principios y actitudes éticas a las que se debe corresponder por parte de quien empuña un arma, más todavía si son las armas del Estado, aunque lo es de hecho para cualquier combatiente y en cualquier tipo de ejército.

Hiere además profundamente la imagen del ejército, al que dice amar, cuando llama vendidos a sus generales y de quienes afirma que recibieron una “prima de silencio de no se sabe qué cantidad de dinero por renunciar a su doctrina”. Qué curiosa manera de amar la de la señora Cabal.

Su intervención, además de desatinada es miedosa, peligrosa, denota los odios que la agobian a ella y a sus copartidarios y es un anticipo de lo que realmente puede llegar ocurrir si los colombianos se decidieran mayoritariamente por el no, que significaría, ni más ni menos, ingenua, consciente o inconscientemente, acoger su irresponsable e incendiario discurso.

Como todos los de su partido, o los que sin pertenecer a él los siguen en sus postulados, insiste en desconocer que lo que hubo no fue una entrega y rendición, sino un acuerdo producto de un difícil proceso de negociación al que en buena hora se sumaron policías y militares del más alto rango. Los mismos que cuando les correspondió combatieron fiera y decididamente a las FARC.  

Significa no entender que lo que queda en estos casos no es en modo alguno una serie unilateral de concesiones, sino los puntos medios a los que se llega en la escala entre máximos y mínimos que se crea desde las propuestas y por las tensiones producidas entre las partes en contienda.

Cualquier negociación termina en acuerdos cuyo resultado deja para cada contendiente el máximo posible alcanzable, no necesariamente el óptimo ni el que más hubiera deseado. Fue lo que pasó entre dos bandos decididamente antagónicos e irreconciliables que, al no haberse derrotado, optaron por una salida distinta a la de la búsqueda recíproca de su eliminación. Nada más a tono con lo que corresponde esperar de una sociedad que se dirige a completar la cuota que le falta de civilización, y a convertirse en un escenario de mayor progreso y posibilidades de vida para sus ciudadanos.

Quien verdaderamente conoce de los ejércitos sabe que negociar no es rendirse, pues se rinde o se entrega solamente quien está derrotado; dialoga y negocia quien sin renunciar a su hidalguía y apegado sobre todo a los principios humanitarios, entiende que también el diálogo es un instrumento para discernir sobre lo que nos confronta y un medio más altivo y menos doloroso para superar la guerra.

Es cierto que los soldados deben estar preparados y listos siempre para la hora del combate, pero lo es también que ni el más preparado de los ejércitos debe hacer que la guerra se le convierta en un fin, como sí lo ha de ser siempre la búsqueda de la paz.   

Pero se fue más lejos en su insolencia la siempre destemplada congresista, pues con el mismo celo paranoico que caracteriza a su jefe y a todos los de su séquito, habló incluso de la presencia de obispos y empresarios en un supuesto secretariado especial de las FARC. En su propósito de denigrar los acuerdos, de insistir en la perpetuación de la guerra, la señora miente y merodea en sus delirios al punto de que lo que ya realmente preocupa es su salud y particularmente su lucidez. Qué amenaza cuando se trata de quien ocupa un lugar en el Congreso de la República.  

Respetando como siempre a quienes todavía piensan votar por el no, no sobra invitarlos a que no dejen de utilizar el tiempo que aún queda para la reflexión. La insolencia de quienes nada más destilan odio y se resisten a que Colombia avance al menos unos cuantos pasos para que nuestras próximas generaciones tengan un futuro mejor, no debe ser la guía de quienes por desinformación, el embuste y la publicidad engañosa pueden llegar a equivocar su decisión y ceder no sabemos cuántos años y vidas más a los desastres de la guerra. Los colombianos, todos, los del SI y los del no, nos merecemos una nueva oportunidad.

*Economista-Magister en Estudios políticos






miércoles, 18 de mayo de 2016

DE QUIEN LLAMA A LA RESISTENCIA CIVIL


Orlando Ortíz Medina*



Difícil digerir que quien hoy enarbola el llamado a la resistencia civil sea justamente el que en la Colombia contemporánea se ha destacado como el más enconado enemigo de la civilidad. Nadie como él representa mejor la estirpe guerrerista y de acendrado militarismo que ha caracterizado pensamiento y acción de una inmensa porción de la sociedad colombiana, incluidos partidos, gobernantes, movimientos armados de izquierda y de derecha, y no menos una buena parte de la sociedad civil, que ha prohijado el uso de las armas y de la violencia como el recurso fundamental para la conquista y defensa de la autoridad y del poder.

En su caso, a Álvaro Uribe hay que abonarle, aunque no celebrarle, el haber logrado convocar en su entorno a esa especie de identidad y sentido común que se ha construido alrededor de que solo fuerza y la acción militar constituyen el fundamento de la seguridad, el orden y la legitimidad del gobierno y el Estado.

En efecto, la significativa acogida de su Política de Seguridad Democrática, se explica justamente como producto del encuentro entre las bases de su propuesta de gobierno y un discurso social erigido históricamente alrededor del militarismo, con el que en su momento pudo fácilmente ponerse en sintonía.

También el país había llegado a una especie desesperanza colectiva luego del fracaso del proceso de negociación con las FARC durante el gobierno de Andrés Pastrana Arango (1998-2002), y estaba en boga la llamada cruzada mundial contra el terrorismo promovida por el gobierno norteamericano después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Dos circunstancias adicionales que sumadas a su ya conocido talante autoritario le permitieron copar a su antojo la institucionalidad y los espacios mediáticos, además de poner a su favor a la mayoría de los sectores políticos y sociales, más allá incluso de las fronteras nacionales.   

Terminó así como protagonista de un gobierno en el que las fronteras entre lo civil y lo militar tendieron a desdibujarse, o se confundieron como sangre de una misma vena en los distintos ámbitos de la vida social, política y cultural de la nación. Basta recordar la manera como en su gobierno se entendió y convocó la solidaridad y la cooperación ciudadana, que llevó a la vinculación o mimetización de los civiles en tareas de estricta competencia de las fuerzas armadas y de los organismos de inteligencia y seguridad del Estado, a través de figuras como las Redes de Informantes, los Frentes de Seguridad Ciudadana y los soldados campesinos, principalmente; un híbrido ampliamente cuestionado con el que se quiso hacer de cada ciudadano un policía o un soldado más al servicio de la política de seguridad del Estado.

Así ha entendido Álvaro Uribe la cooperación y la solidaridad a que se deben y se obligan los ciudadanos con el Estado; una curiosa dimensión en la que el estamento y la doctrina militar terminan siendo la fuerza integradora y de cohesión de la sociedad y la nación, y que se invocan a favor del establecimiento y no de la ciudadanía que padece los rigores de la guerra y la violencia.

Si sobre la base de estos principios Uribe logró poner en cuestión la existencia de un conflicto armado en Colombia, sobre ellos mismos propone hoy un llamado a la resistencia contra el proceso de paz, en el que en sus delirios ve a un monstruo de mil cabezas vestido de actos de impunidad, amenazas contra la democracia, el estado de derecho y las instituciones. Claro que en la otra faceta de su enredadora personalidad sabe que lo que hay realmente es una amenaza contra sus intereses personales y familiares, y los de amigos, contertulios y exfuncionarios de su gobierno, algunos prófugos, unos y otros implicados en la comisión de distinto tipo de delitos.  

De manera que lo que subyace en su propuesta es, por el contrario, el deseo de una sociedad dividida, confrontada y enajenada en el ideario de quien ha aprendido a solazarse en sus miedos y en el discurso apocalíptico de la inevitabilidad de la tragedia, si no se acoge a pie juntillas el decálogo de sus postulados dictatoriales.   

Él sabe y aprovecha que tiene a su favor el saldo que todavía le queda de una buena cuota de popularidad, empujada entonces por el desprestigio que de manera simultánea se granjeaban las FARC y, como ya al comienzo se anotó, por ese nexo no difícil de encontrar entre su talante y el de una sociedad acostumbrada a marchar al ritmo de la melodía autoritaria que resuena en sus discursos, y que los medios como áulicos abyectos, temerosos u obligados, reproducen como las máximas del Gran Hermano.

Con su mañoso y eufemístico llamado, que usurpa y manosea el pensamiento de verdaderos líderes y adalides de la civilidad como Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela, entre otros, lo que le interesa realmente es atravesarse para que una solución política y negociada del conflicto armado, en la que nunca ha creído, quede fuera de toda consideración. Asimismo, continuar en su tarea de afianzar conceptos, lenguajes y formas de pensamiento que sigan manteniendo la perversa ecuación amigos-enemigos en todos los niveles de la sociedad, y especialmente en el ámbito de la política, para que la guerra siga siendo no sólo su espacio de divertimiento, sino la brea con la que pavimenta el camino por el que pueda evadirse de sus delitos y responsabilidades.

Ojalá esta vez la sociedad haga caso omiso al llamado de quien sólo se ha caracterizado por su desprecio de las lógicas consensuales, el diálogo, el discernimiento, en fin, su desprecio por la política, esa sí razón de ser de la civilidad y los fundamentos de los Estados y las democracias modernas.

La terminación del conflicto armado por la vía del diálogo y la negociación será un paso fundamental para trascender las posiciones totalitarias que desde una u otra orilla han servido para que en el país se mantenga viva la llama de la guerra y la violencia; es también la posibilidad de recuperar el espacio para la pluralidad y evitar que se siga promoviendo el cercenamiento de cualquier forma de pensamiento o ejercicio de la crítica.

Lo que nos corresponde como individuos y como sociedad es avanzar en la arquitectura de nuevas formas de aprehensión e intervención en la política, en donde la violencia y la respuesta militar como alternativa para la solución de los conflictos sean entendidas como parte de un atavismo histórico y una forma de vida ya proscrita.

Finalmente, en donde la ética civilista, de la que poco conocemos en el ilustre personaje que da lugar a este escrito, sea el verdadero fundamento de la nueva majestad de la sociedad y del Estado.



*Economista-Magister en Estudios Políticos