miércoles, 13 de marzo de 2024

SOS Ecuador

Orlando Ortiz Medina*

Ecuador es hoy presa de una especie de gobernanza criminal, reflejo de una situación en donde los grupos delincuenciales han resultado más eficientes que los propios gobiernos a la hora de organizar sus redes comerciales y poner a su disposición el tejido institucional.



Un profundo debilitamiento de las instituciones del Estado, una economía en estado crítico y  una angustiosa situación de violencia caracterizan la geografía social y política de Ecuador, en un procesoque suma ya varios años y circunstancias de origen. 

La expansión de las rutas del narcotráfico, cuya metástasis en la región continúa pese a las incontables y fallidas sesiones de quimioterapia de la política antidrogas de los EE. UU.  ha contagiado al país suramericano, con todas las implicaciones que se derivan y que encuentran un factor multiplicador, entre otros, en la corrupción y en los impactos producidos por las políticas económicas y sociales que han orientado al país en los últimos años. 

Ecuador es hoy presa de una especie de gobernanza criminal, reflejo de una situación en donde los grupos delincuenciales han resultado más eficientes que los propios gobiernos a la hora de organizar sus redes comerciales y poner a su disposición el tejido institucional. La manera como han logrado adelgazar, hasta llevar a su mínima expresión, el talante ético y moral de funcionarios civiles y militares, así como de integrantes de las dirigencias políticas, se percibe en un Estado que no cuenta con los mínimos de confianza y legitimidad frente una ciudadanía que lo ve socavado en su soberanía y le exige respuestas que garanticen su seguridad y la realización de sus derechos. 

¿Cómo se llegó a una situación en la que, después de haber sido uno de los países más vivibles y tranquilos, sea hoy uno de los que generan mayor preocupación en América Latina?

En el reverso que se dio a los cambios llevados a cabo durante los gobiernos de Rafael Correa y su llamada revolución ciudadana, 2007-2017, se encuentran en gran parte las razones. Ecuador ya había vivido tensas situaciones de crisis durante el final de la década de los 90 y el primer lustro del nuevo siglo. En 1997 se produjo la destitución del presidente Abdalá Bucaram por parte del Congreso. En el año 2000 las fuerzas armadas derrocaron a Jamil Mahuad, en cuyo gobierno se presentó una de las peores crisis económicas que haya vivido el país y que, entre otras, llevó a la quiebra de muchas entidades financieras y a la adopción del dólar estadounidense como moneda oficial. En 2005 un golpe de Estado derrocó al presidente Lucio Gutierrez, quien había sido elegido en 2002 y fue también protagonista del golpe de Estado que en el año 2000 derrocó al presidente Jamil Mahuad. 

De manera que Ecuador cerró el siglo pasado y comenzó el nuevo siendo un país profundamente frágil, amenazado por la falta de liderazgo y por tener en curso un modelo de desarrollo cuyos resultados iban en contravía de los sectores sociales más vulnerables y con menor presencia en sus estructuras de poder y representación. Inestabilidad institucional (siete presidentes en solo diez años, de 1996 a 2006), pobres gestiones de gobierno, medidas económicas que lesionaban los intereses nacionales, además de la forma autoritaria con que los diferentes gobiernos respondían a las manifestaciones de inconformidad social, estaban en la base de un país que para entonces parecía inviable. 

En medio de esa crisis se produce la elección de Rafael Correa, quien asume la presidencia en enero de 2007. Correa llega a dar un giro a las políticas neoliberales que dominaron en los 90 en Ecuador y en prácticamente todos los países de América Latina, bajo la égida del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Contrario a sus predecesores, asigna al Estado un rol de interventor y con mayor protagonismo en la orientación y dirección de la economía; promueve la inversión en infraestructura y el impulso de sectores estratégicos y dispone de recursos para el establecimiento de políticas sociales y garantizar a la ciudadanía el acceso a sus derechos. 

En asuntos de seguridad, acude a la modernización del sistema de justicia y al diálogo e incorporación de jóvenes de pandillas a proyectos sociales y culturales, en busca de su rehabilitación e inclusión en las nuevas dinámicas de desarrollo y participación ciudadana. Son acciones inscritas en un concepto de seguridad humana y alejadas de las propuestas que hoy dominan al tenor de la militarización y los continuos estados de excepción. Valga el oxímoron.

Los impactos fueron notorios: según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el país creció en promedio 3.9 %, entre 2007 y 2015, mientras que la región lo hizo un 2.9 %. La tasa de pobreza se redujo de 36.7 % en 2007 al 22.5 % en 2014. La pobreza urbana y la pobreza extrema urbana descendieron cerca de nueve y tres puntos, respectivamente, entre 2008 y 2016. La mortalidad infantil pasó de 24.4 por 1000 en 2005 a 18.3 en 2015. Gracias a la puesta en curso de políticas redistributivas, entre 2007 y 2015 el coeficiente de Gini pasó del 0.55 al 0.47, lo que indica una importante reducción de la desigualdad. En general, y pese a que el país siguió con una elevada dependencia de la economía extractiva, logró en parte cambiar la matriz productiva nacional, con la incorporación de nuevos sectores productivos a las dinámicas de desarrollo. 

Regreso a los noventa. 

Ungido con los votos y los resultados de Rafael Correa, en 2017 llega a la presidencia Lenin Moreno, quien, una vez puesto en la silla presidencial, le voltea la espalda y hace que el país retorne a las fallidas políticas de los años 90. Por el mismo camino siguió Guillermo Lasso, quien sucede a Moreno en 2021 y que, sin terminar su periodo de gobierno, se vio obligado a dimitir en 2023. 

Los nuevos gobiernos retoman las políticas de reducción del gasto público, con las que se castiga especialmente a las políticas sociales. Se promueve la privatización, la liberalización comercial y la flexibilización laboral que deteriora los sistemas de contratación y la calidad del empleo. Asimismo, se vuelve al recorte de impuestos a los grandes capitales, lo que no solo afecta la disponibilidad de recursos del Estado, sino que significa un retroceso frente la idea de avanzar hacia mayores condiciones progresividad en los sistemas de tributación.

Las llamadas políticas de austeridad llevaron a la supresión de ministerios o a algunas de sus dependencias, lo que redujo significativamente la capacidad de funcionamiento del Estado y cuyos efectos se están pagando hoy con creces. Se destaca, por ejemplo, la eliminación del Ministerio de Justicia en 2018, creado durante el Gobierno de Correa, que tenía a su cargo el manejo del sistema penitenciario, hoy en manos de la delincuencia organizada. Lo que se hizo fue relajar los sistemas de control e inteligencia y, aunado a la corrupción, reducir la capacidad del Estado para garantizar la seguridad ciudadana, flagelo que hoy más resienten los ciudadanos ecuatorianos y que de paso logra eclipsar los verdaderos problemas que están en la base de la situación de violencia que vive el país.  

La anterior es una situación que se presenta en el marco de un serio deterioro de los indicadores económicos y sociales. A diciembre de 2023, por nivel de ingresos, el 26 % de los ecuatorianos estaba en situación de pobreza y el 9.8 % en pobreza extrema, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). La situación es más grave en las zonas rurales, donde, también por ingresos, para la misma fecha, el 42.2 % de su población vivía en la pobreza y el 23.7 % en pobreza extrema. En uno y otro caso las cifras son superiores a las registradas en 2022. Cerca de cinco millones de personas en Ecuador viven con menos de tres dólares al día, en una situación donde, a enero de 2024, el 54.6 % de los trabajadores se ocupa en la economía informal. 

De manera simultánea, el índice de criminalidad ha crecido inusitadamente. Se pasó de una tasa de 5.84 a 47 homicidios por cien mil habitantes entre 2018 y 2023. Mientras que en 2018 se presentaron 994 homicidios, en 2023 fueron 8008, un promedio de 21 muertes diarias a manos de bandas criminales de distintas nacionalidades, en especial colombianas y mexicanas, que se disputan el comercio de drogas y el control de delitos como la extorsión, la vacuna, el boleteo y el secuestro, dirigidos, como ya se ha dicho, desde los propios centros carcelarios y que han convertido a los jóvenes sin oportunidades en carne de cañón de quienes son los verdaderos protagonistas en la sombra. 

No hay duda de que el enorme conjunto de problemas que vive hoy Ecuador se ha gestado en medio del deterioro moral y el derrumbe de valores. El enorme peso de la delincuencia, que ejerce soberanía en gran parte del territorio y controla las rentas ilegales, con los delitos a ello asociados, configuran una especie de economía política del crimen, en tanto lo que se aprecia es un Estado de derecho prácticamente ausente y una dirigencia sustituida en sus funciones, quebrada en su legitimidad y muy lejos de poder reclamar su hegemonía. 

Medidas de excepción no soluciones 

Las medidas de excepción y la militarización, tan frecuentes como ineficientes, se han convertido en el punto nodal de la nueva política de seguridad. Estas en lo único que son efectivas es en que llevan a un retroceso de los valores y la institucionalidad democrática, reducen los cánones de civilidad e inducen a los ciudadanos a respaldar salidas autoritarias. Solo reafirman los soportes de un establecimiento al que lo que menos le interesa son sus posibilidades de vida y que aspira a seguir viviendo a costa de la negación de los derechos y libertades. 

En ese plano cruzado y complejo de factores lo que se necesita, en primer lugar, es corregir las enormes inequidades y resolver los problemas de exclusión y de pobreza que sirven de alimento al crecimiento de los fenómenos delincuenciales. Esto no es posible si no se replantean políticas sobre las que ya existen evidencias de sus recurrentes fracasos, pero frente a los que las inercias y el hálito conservador de las dirigencias inhibe la posibilidad de los cambios.

Se precisa también de un Estado capaz de proveer el bienestar social, aumentar la provisión de bienes y servicios públicos y cuya operación esté en cabeza de funcionarios orientados por la transparencia y por claros principios éticos. 

En el plano internacional es imperativo que se reconozca el fracaso de la política prohibicionista frente a las drogas liderada por los EE. UU. Como ya se anotó, es un factor que hace parte de la sintomatología y las manifestaciones de la crisis, sobre todo por lo que refiere a la reconfiguración del mapa del narcotráfico. En ese sentido, un diálogo franco y abierto con los países latinoamericanos, que sin ser los principales consumidores son los que siguen poniendo la mayoría de las víctimas, está a la orden del día. Hay que aceptar que, aun sin proponérselo, la transnacionalización del crimen puede ser también el producto de una transnacionalización de las políticas.

Un Estado que se reconozca por su sensatez, políticas que apunten al bienestar y a la seguridad humana, y acuerdos internacionales frente al crimen organizado que prioricen los intereses y necesidades reales de los ciudadanos latinoamericanos, es lo que se pide para Ecuador; una nación que cuenta con todas las posibilidades de superar su crisis, al igual que Colombia y otros países de la región que padecen las mismas angustias. 


*Economista-Magister en estudios políticos



lunes, 12 de febrero de 2024

Gan Gan y Gan Gon

 “Ellos solo son dos chicos pilluelos”
Canción de Richie Ray y Bobby Cruz. 

Orlando Ortiz Medina*



Es muy probable que cuando en la universidad fueron compañeros de pupitre eran también los malos del curso; aquellos cuya pobreza a la hora de rendir conocimientos frente a sus profesores y demás condiscípulos se disimula siendo los más sapos y sentándose en las primeras filas. Seguramente eran también de aquellos saboteadores, expertos en hacerle bullying a sus compañeros, robarles las tareas y sentirse los mejores conquistadores del pasillo. 

El ser amigos de picardías en sus años de adolescencia y haberse convertido en hábiles trepadores con sobrada astucia para moverse dentro de los laberintos del poder, le permitió a uno llegar a ser presidente y al otro, gracias a su incondicional camaradería, fiscal general de la nación. Hoy, aunque un tanto a destiempo, los dos pasan a la historia como los funcionarios de peor desempeño en sus cargos, batiendo récords que jamás alguien pensó que pudieran superarse. 

Francisco Barbosa, quién lo creyera, superó con creces en abusos y fechorías a su inmediato antecesor, Néstor Humberto Martínez, bajo cuya gestión hubo hasta muertos con cianuro. 

Iván Duque, ese fue el logro más destacado de su Gobierno, le arrebató el galardón al expresidente Andrés Pastrana, quién con total falta de vergüenza y autoridad moral vocifera sobre los males del país, de los que él es en buena medida responsable. Francisco Barbosa, quién lo creyera, superó con creces en abusos y fechorías a su inmediato antecesor, Néstor Humberto Martínez, bajo cuya gestión hubo hasta muertos con cianuro. 

Duque fue un don nadie que pasó sin pena ni gloria por la presidencia de la República, de la que hizo un paseo, corto para él y largo para el país que tuvo que soportarlo. Jamás dejó entrever talla alguna de mandatario, aunque sí de mandadero, abyecto como se mantuvo al jefe de su partido y a la cáfila autoritaria y delincuencial que lo circunda. Debe, eso sí, reconocerse que nunca ocultó su ineptitud y mediocridad, pues fue siempre claro en hacerlas públicas. Al César lo que es del César…

Pero que haya pasado sin pena ni gloria no quiere decir que no haya hecho daño. Lo hizo y mucho. Hubo un doloroso reversazo en el proceso de paz, que alentó de nuevo el crecimiento de la violencia, ya en gran parte reducido luego de la firma del acuerdo de paz con las FARC. Durante su desgobierno se produjo el peor estallido social que se haya visto en las últimas décadas en Colombia, al que trató con la más virulenta represión, dejando decenas de jóvenes muertos y con mutilaciones oculares. Dejó asimismo una economía lastrada, con altísimas cifras de desempleo, inflación e informalidad, además de un déficit fiscal y comercial elevado y un enorme endeudamiento externo, cuyas consecuencias estaremos todavía varios años pagando.

Algo es algo, aunque sí produce un poco de vergüenza saber que se requiera tan poco para llegar a ser presidente de un país tan complicado como Colombia.

De las relaciones de Colombia con el entorno internacional mejor ni hablar. Eso sí, el mundo se enteró de que por lo menos se había leído el cuento de Blancanieves y los siete enanitos, que sabe hacer piruetas con el balón y que, también mediocremente, se atreve a rascar la guitarra. Algo es algo, aunque sí produce un poco de vergüenza saber que se requiera tan poco para llegar a ser presidente de un país tan complicado como Colombia. En efecto, no aprendimos con Pastrana.

Decíamos que dejó a su compañero de grado en la Fiscalía General de la Nación. Lo ternó, lo impuso y le dio instrucciones de cómo actuar y comportarse para evitar que el órgano rector de la justicia cumpliera las funciones para las que fue creado, sobre todo cuando se tratara de acusaciones contra los más cercanos amigos de su Gobierno, en especial de quien desde las pesebreras de sus fincas le manejaba los hilos, inquieto como vive por la cantidad de delitos en los que de vieja data ha venido siendo implicado. 

El amiguis del presidente no fungió nunca como el verdadero responsable de las tareas y responsabilidades adscritas a su cargo, sino como el vocero de intereses personales y partidistas al servicio de quienes ahora o en el pasado utilizaron sus cargos para la comisión de delitos. Es decir, fue puesto en el cargo no para aplicar justicia sino precisamente para evitar que se aplicara.

Barbosa llevó a grados bajo cero la majestad y el grado de confianza en el sistema de aplicación de justicia

Su gestión la dedicó antes que nada a absolver a los más cercanos miembros de su cohorte. Casos como el de la llamada “ñeñepolítica”, por ejemplo, referido al presunto ingreso de dineros del narcotráfico a la campaña presidencial de Duque, terminó finalmente archivado sin mayores explicaciones. Otro ejemplo, tal vez de los más ilustrativos, es el del expresidente Alvaro Uribe, investigado por los delitos de soborno y manipulación de testigos, que ha estado atravesado por todo tipo de maniobras dilatorias con las que se espera que precluya por vencimiento de términos, pese a que hay un suficiente acervo de pruebas que obligarían a que fuera llevado a juicio.

Hay muchos ejemplos más que lo único muestran es que, en el periplo de Barbosa por la fiscalía, la nota común fue hacer mutis por el foro y caso omiso en los resultados de las investigaciones, a menos que se tratara de aquellos a quienes el fiscal y los miembros de su cofradía consideraban enemigos políticos, por lo que había que desmembrarlos en los medios o en los estrados judiciales, groseramente manipulados por ellos. Fue, además, un hábil manipulador de cifras, gracias a su pericia y la de sus subalternos para acomodar a su antojo los algoritmos y obtener resultados tan inflados y artificiales como su ego. 

 El colmo de los colmos fue utilizar parte de su extenso número de escoltas para que fueran a su casa a sacarle a orinar los perros.

Es ello lo que explica que la entidad haya llegado al punto más bajo y de peor calidad en su desempeño. Si Iván Duque dejó el país al garete, Barbosa llevó a grados bajo cero la majestad y el grado de confianza en el sistema de aplicación de justicia. Inmenso daño el que se le ha hecho al país, que tanto le costará volver a recuperarse, máxime cuando hasta ahora la Corte Suprema de Justicia no ha hecho el nombramiento de su reemplazo y está previsto que, temporalmente y no sabemos hasta cuando, lo suceda en el cargo la vicefiscal Martha Mancera, segura continuadora de la estirpe barbosiana e igualmente objeto de delicadas y tenebrosas acusaciones.

Mancera, de acuerdo con investigaciones de prensa, está acusada de favorecer a grupos delincuenciales en el puerto de Buenaventura, y no va a ser ella quien voltee la escopeta para hacerse el harakiri, cuando seguirá teniendo, como el ahora su exjefe, toda la nómina bajo su control. Si algo faltara, la sucederá en el cargo de vicefiscal otro hórrido personaje, el actual coordinador de fiscales ante la Corte Suprema de Justicia, Gabriel Ramón Jaimes, de sobra conocido por su baja estofa moral e intelectual y su sobrada diligencia cuando se trata de decretar la absolución o prescripción de casos de aquellos a quienes, por su inconmensurable poder, le manejan los dedos a la hora de digitar las cuartillas en las que proclamará sus dictámenes.  

El aliado de copialina de Duque en la universidad sí que se destacó por el abuso en el desempeño de sus funciones y la utilización de bienes y funcionarios de la entidad para sus necesidades personales. El colmo de los colmos fue utilizar parte de su extenso número de escoltas para que fueran a su casa a sacarle a orinar los perros; enviaba personas del servicio adscritas a la fiscalía para que realizaran funciones de empleadas del servicio doméstico en su hogar, y utilizó para su disfrute personal y de sus amigos y familiares el avión de la entidad, incluidos días de descanso, dominicales y festivos. 

Alcanzado el triunfo de Gustavo Petro, primer presidente de Colombia que llega al poder desde la otra orilla del establecimiento, sumó bríos para convertirse en el principal agitador de la oposición.

Eso no fue todo. Alcanzado el triunfo de Gustavo Petro, primer presidente de Colombia que llega al poder desde la otra orilla del establecimiento, sumó bríos para convertirse en el principal agitador de la oposición e iniciar, sin decoro, vergüenza alguna o respeto por la majestad de su cargo, su campaña a la Presidencia de la República. Es una mácula más que puso sobre la institución, con la venia silenciosa de las cortes o de cualquier otro de los órganos de control, que nunca tuvieron a bien llamarle la atención. 

Si con su amigo de lonchera Barbosa fue el más abyecto y genuflexo, con el presidente Gustavo Petro decidió convertirse en su piedra en el zapato, aprovechando cualquier tribuna para venirse lanza en ristre contra sus ideas o propuestas de Gobierno. Se tornó de pronto en el más aguzado investigador, en el prohombre de la moral y el principal defensor y escudero de las mismas instituciones que otrora deshonró con sus acciones impúdicas y sus omisiones, abusos e impertinencias. Nada más grave le puede ocurrir a un país que su administración de justicia se politice y se utilice para perseguir a quienes se consideren enemigos o contradictores, al tiempo que para proteger a quienes sean los miembros o aliados de su séquito. 

El más encumbrado narcisista que haya ocupado un cargo público en toda la historia de Colombia, y ha habido muchos, dejó la sal regada en el piso, no solo de la fiscalía, sino de prácticamente toda la geografía nacional; pues en el mismo saco están la procuraduría, la contraloría y la Defensoría del Pueblo; una muestra fehaciente de la ruptura del equilibrio de poderes, cuyo telón de fondo es en realidad la enseña indeleble de la quiebra ética que gracias a este tipo de funcionarios tienen en vilo nuestra continuidad y estabilidad como nación.  

En mala hora los profesores no notaron o se hicieron los de la vista gorda cuando el par de angelitos desaplicados capaban las clases de ética, si es que ella existió alguna vez en la universidad Sergio Arboleda, de cuyos funcionarios también hemos tenido noticias no precisamente buenas. 

Para aprender lo que no se debe hacer, Gan Gan y Gan Gon nos dejan sus memorias impresas en varios tomos de pasta dura y edición de lujo. Habrá que ver si hay alguien que se atreva a consumir sus pestañas leyendo las epopeyas de estos dos enormes gladiadores de la más baja estirpe de la cultura nacional.


*Economista-Magister en Estudios políticos


sábado, 18 de noviembre de 2023

Luis Díaz y Antonela Petro, el país que somos


Orlando Ortiz Medina*

Este es el amor amor, el amor
que me divierte, cuando estoy en la parranda
no me acuerdo de la muerte.

Canción vallenata de Alejo Durán


Foto: Art Miami Magazine
En la noche del 16 de noviembre, en el Estadio Metropolitano de Barranquilla, salió a relucir la enseña más pura de la Colombia que somos, la que ha interiorizado esa especie de patrón híbrido en el que tragedia y ventura, celebración y violencia, vida y muerte, Eros y Tanatos, risa y llanto, lo apolíneo y lo dionisiaco, define y conduce nuestras emociones. 

De sobra conocidas son frases como "carnaval sin muertos no es carnaval", "no hay feria sin muertos", o expresiones ya comunes después de algún evento o celebración como "nos fue bien porque no hubo muertos", "total calma después del partido"; más común todavía  "las elecciones se llevaron a cabo en paz". Que no haya muertes u otro tipo de violencias será siempre el gran acontecimiento, lo que en sana lógica no es algo que debería llenar de plácemes a una sociedad aparentemente civilizada y que corre ya por la tercera década del siglo XXI. En Colombia lo común no es celebrar que corran ríos de leche y miel, sino que no corran ríos de sangre. 

Se sabe también, de acuerdo con estadísticas, que el día más violento del año en Colombia es el día de la madre y que le sigue en su orden el del amor y la amistad. Pasadas las festividades decembrinas, lo que devanea los sesos de los analistas es hacer las comparaciones estadísticas de hechos de violencia ocurridos entre el año que termina y los años anteriores. Incluso es motivo de competencia entre los alcaldes mostrar quién logró menos muertos en relación con sus antecesores o con los mandatarios en curso de otras ciudades. No estoy seguro, pero creo que sobre tales balances hay premios o al menos reconocimientos. 

En el encuentro de las selecciones de Colombia y Brasil, aparte del partido clasificatorio al próximo mundial de fútbol, se celebraba otro acontecimiento: la reciente liberación del señor Luis Manuel Díaz, padre de uno de los actuales titulares del seleccionado nacional -el delantero Luis Fernando Díaz- que había sido secuestrado por el Ejército de Liberación Nacional.  

No era para menos, el condenable secuestro del señor Díaz por parte de la organización insurgente movió los hilos de la conciencia nacional e incluso internacional, dado que su hijo es actualmente destacada figura en un equipo europeo: el Liverpool.  Había pues razones para que, propio del fútbol, se movieran todas las pasiones y el estadio estallara en gritos para hacerle sentir a Lucho y a su padre, presente en la tribuna, que hay una fanaticada que los ama y condenaba el hecho del cual por fortuna logró salir ileso y retornar al encuentro con su familia. 

Pero, infortunadamente, los gritos tomaron otro viso; al doble acontecimiento de jolgorio no podía faltarle, para no perder la costumbre, el adobo necesario de violencia que en Colombia les da mayor sentido y espectacularidad a las celebraciones. 

La hija menor del presidente Gustavo Petro, Antonela, una niña de 15 años, fue obligada a salir del estadio por parte de una hinchada enardecida que, con arengas y vituperios, se le vino lanza en ristre sin tener en cuenta que allí no era más que una menor de edad, independiente de que fuera la hija del Presidente de la República. A lo sumo, aquellos que cometieron el atropello son los mismos a los que en otros escenarios se les llena la boca hablando del "cuidado de nuestros niños" y vitorean que la bandera y la camiseta de la selección son los símbolos de la unidad, el orgullo y la identidad nacional. 

Tristemente el acto de violencia ha sido aplaudido en redes, medios de prensa y por algunos líderes políticos; los odiadores de oficio intentan justificarse diciendo que la “protesta” en el estadio no era contra la niña sino contra su padre, como una forma de cuestionar su gestión de gobierno; vaya hipocresía cuando era la niña la que estaba en la tribuna y escuchaba los insultos, mientras el Presidente oficiaba en su oficina en Bogotá. 

Si miramos los titulares de prensa y los “debates” en redes, el buen partido y el bonito triunfo de los jugadores fue opacado por la acción violenta contra la menor de edad, que no solo es una hincha convencida sino además una excelente jugadora de fútbol. La celebración del resultado en Barranquilla, que acerca a Colombia a la clasificación al Mundial de 2024, era ya, hacia el mediodía siguiente, noticia de “un periódico de ayer”. 

Díaz marcó dos tantos de oro en un momento crucial en su vida familiar luego del secuestro y el afortunado regreso sano y salvo de su padre, marcó también un hito histórico porque es la primera vez que Colombia le gana a Brasil en una eliminatoria al mundial, lo que no es cualquier cosa.

Al lado de su enorme potencia como futbolista, como se dice popularmente, a Luis Díaz se le alinearon los astros y puso a llorar a su padre, aunque esta vez de alegría, por los dos fastuosos cabezazos de su hijo que mandaron el balón al fondo de la red y no por la angustia y el dolor de haber estado en riesgo por un miserable secuestro. Antonela, en cambio, lloraba afuera del estadio, inocente del odio que los mismos celebrantes de la libertad y de las furias hilarantes de la fiesta del fútbol prodigaban contra su padre. Lo dicho, el maleficio indomable, patrimonio nacional, nuestro encuentro simultáneo con la adversidad y la ventura. El origen de la tragedia.

Muchas historias se podrían contar de ese híbrido carnavalesco acompañado de violencia que nos ha deparado el fútbol. En la noche de celebración del inolvidable partido en que Colombia venció cinco a cero a la selección argentina, el 5 de septiembre de 1993, hubo 76 muertos y 912 heridos, según narra el periodista Mauricio Silva en su libro “El 5-0”. Vale la pena leerlo.  Se cuenta, en este mismo libro, que esa misma noche, en Buenos Aires, en el segundo piso del hotel Caesar Park, donde se hospedaban los jugadores colombianos, la fiesta de celebración fue pagada por el narcotraficante Justo Pastor Perafán, quien años después, en 1997, fue capturado en Venezuela, extraditado a los EE. UU. y condenado a treinta años de prisión. En la rumba, qué sorpresa, habían reconocidos políticos colombianos. De nuevo, con los homenajeados por el triunfo, estaban Dios y el diablo juntos. Apolo y Dionisios.

Imposible no recordar el doloroso caso de Andrés Escobar, del mismo plantel protagonista del cinco-cero contra Argentina, quien fue asesinado el 2 de julio de 1994. De manera accidental, Escobar marcó un autogol en el partido disputado contra el equipo de EE. UU. en el Mundial de 1994. Su asesinato se produjo en la ciudad de Medellín, cuando salía de un restaurante. Las investigaciones comprobaron luego que su asesinato fue ordenado por un grupo de apostadores, integrantes de la mafia y asociados con el paramilitarismo, que habían perdido mucho dinero por culpa del autogol que dejó al equipo nacional por fuera de la competencia. Es tal vez el caso más luctuoso del fútbol colombiano, en donde juego, celebración, odio, venganza, pasión y muerte se encuentran en esa nefanda suma de lo que como país seguimos siendo. 

Lucho Díaz y Antonela Petro quizás no se conozcan, qué bien que en algún momento se encontraran y se fundieran públicamente en un abrazo para que les den una lección a los promotores del odio, pues ni una ni otro son culpables del despreciable suceso. Cada quien llego al estadio a prodigarse de un momento de alegría; ella a disfrutar del juego de quien seguramente es uno sus ídolos; él a disfrutar del que es sin duda su mejor momento de gloria.   

Sin poder disfrutar del partido, Antonela salió del estadio con el dolor a cuestas; Lucho salió en hombros y embargado de felicidad. Los dos fueron imágenes destacadas en la prensa del 17 de noviembre, un día después del partido. Una lloraba, el otro reía. El país que somos.  


*Economista-Magister en estudios políticos

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Argentina: Milei, el paso hacia el abismo

 Orlando Ortiz Medina*

 Propuestas como la de Javier Milei son parte de una fuerte regresión política y cultural que pone cada vez más en riesgo las instituciones de la democracia, ya de por sí bastante frágiles.

Foto:GGettyImages
El 2 de abril de 1976, apenas una semana después de haberse instalado una de las peores dictaduras que se haya conocido en América Latina, José Alfredo Martinez de Hoz, recién posicionado ministro de economía en Argentina, presentaba el programa económico del Gobierno encabezado por Jorge Rafael Videla, líder del golpe militar propiciado contra la presidenta constitucional María Isabel Martínez de Perón.

Así como corrían los tiempos de las dictaduras en casi todo todos los países de América Latina: Argentina (1976-1983), Paraguay (1954-1989), Chile (1973-1990), Bolivia (1971-1978), Nicaragua (1934-1979), Brasil (1964-1985) y más, corrían también los tiempos en que un nuevo modelo económico y con una fuerte carga ideológica empezaba a imponerse en todo el continente, que años más tarde se conocería como Consenso de Washington.

Era el llamado modelo neoliberal, construido bajo los supuestos de la libertad, en particular la libertad económica; el laissez faire-laissez passer (dejad hacer, dejad pasar), en el que la vida se considera estrictamente circunscrita a los designios y el ritmo del mercado. Las formas de relacionarse, de acceder a la sobrevivencia, el ordenamiento de las instituciones, lo que hasta ahora se había conocido como derechos: la educación, la salud, la seguridad alimentaria, etc., solo eran pensables si tenían cabida en el sagrado universo de las mercancías, por lo que obviamente había que disponer con qué comprarlas. Un modelo que, además, exalta el individualismo y desprecia y condena los roles del Estado, que considera deben ser dejados exclusivamente en manos de la iniciativa privada, a menos que no sea el de su función de policía, el único en el que le encuentra algún sentido. 

Las dictaduras fueron, especialmente para Argentina y Chile, que en su momento sirvieron de laboratorio, terreno abonado y necesario para que el paquete de reformas neoliberales pudiera implementarse.

Aunque enmarcadas en el contexto de la llamada Guerra Fría, que enfrentaba a las dos potencias triunfantes de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos y la ya extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas -URSS-, y en el de la Política de Seguridad Nacional, agenciada desde los Estados Unidos; las dictaduras fueron, especialmente para Argentina y Chile, que en su momento sirvieron de laboratorio, terreno abonado y necesario para que el paquete de reformas neoliberales pudiera implementarse.

Pues bien, ese marco filosófico que inspiró la propuesta del ministro de la dictadura, Martinez de Hoz, se revive hoy, y con que ímpetu, en el llamado discurso libertario de Javier Milei, que el próximo domingo 19 de noviembre, ya en segunda vuelta, disputa la presidencia de Argentina contra el candidato peronista Sergio Massa.

Apertura total del comercio internacional; disminución del tamaño del Estado y reducción del gasto público, mediante supresión de ministerios, eliminación de subsidios económicos y programas sociales; privatización de los sistemas de salud y educación; liberación del precio de los alquileres e incluso privatización de calles. Propone también avalar la venta de órganos humanos y la portación de armas. En materia de infraestructura, propone dejar la construcción o adecuación de toda obra pública a la iniciativa privada. Asimismo, ha anunciado que privatizará la televisión pública, el Instituto Nacional de Cines y Artes Audiovisuales y acabará con el Instituto Nacional contra la Discriminación. Estas son, a su juicio, acciones o entidades en las que no tiene por qué intervenir el Estado.

Las medidas de desregularización laboral se acompañan con la propuesta de acabar definitivamente con el sistema público de jubilaciones

Además, dolarización de la moneda nacional y reducción de impuestos a los grandes capitales, con el ya conocido eufemismo de que ello estimula la generación de empleo. A propósito de esto último, profundización de la desregulación del mercado laboral, lo que significa seguir adelante con su precarización, bajo contratos de corta duración, por ejemplo, y sin ningún tipo de prestaciones ni garantía de derechos para los trabajadores. Las medidas de desregularización laboral se acompañan con la propuesta de acabar definitivamente con el sistema público de jubilaciones.

De acuerdo con lo anterior, el refrito que este señor con fuertes visos de psicopatía quiere vender hoy como nuevo, y los efectos que de él se derivarán si es que logra alzarse con la presidencia, ya los vivió y pagó con creces la sociedad argentina durante la dictadura. Aparte del costo en vidas, desinstitucionalización de la nación, violación de los derechos humanos y alrededor de treinta mil personas desaparecidas, dejó un país absolutamente desastrado y cuyos efectos aún se están pagando.

La economía quedó anclada y con una fuerte dependencia del mercado financiero, especialmente internacional, con la consecuente pérdida de participación de los sectores agrícola e industrial, que quedaron en desventaja para competir con los bienes importados desde países con mayor desarrollo tecnológico y con productores altamente subsidiados. La participación de la industria en la producción total del país se redujo del 21,8 por ciento en 1976 al 13,2 por ciento en 1983, inicio y final de la dictadura. En ese mismo lapso, las exportaciones industriales cayeron del 20,8 al 13,3 %, en beneficio especial de las empresas transnacionales que terminaron siendo las grandes beneficiadas.

Entre las medidas de mayor relevancia, por el costo enorme que tuvo para los argentinos, estuvo la de la liberación financiera, que hoy vende como otra de sus fórmulas nuevas Javier Milei,

Hubo un deterioro en la distribución del ingreso en desmedro de los sectores más pobres y, de manera simultánea, una enorme pérdida del empleo formal, así como del salario real de los trabajadores de menos ingresos, que tuvieron una pérdida de casi el 50% de su poder de compra en el mismo periodo. Todo esto a la par con la práctica destrucción del movimiento sindical, uno de los más fuertemente golpeados durante el dominio de los militares.

Entre las medidas de mayor relevancia, por el costo enorme que tuvo para los argentinos, estuvo la de la liberación financiera, que hoy vende como otra de sus fórmulas nuevas Javier Milei, prometiendo que una de sus más radicales acciones será la de acabar con el Banco de La República. Qué susto. Dejar el mercado financiero por fuera de la regulación del Estado o, en este caso, del Banco Central como entidad independiente, al tiempo con la liberación del mercado cambiario, que tambien propone, condujo en su momento a una enorme ola especulativa en la que influyó la libertad de los privados para crear sucursales bancarias y disponer a su antojo de la fijación de los tipos de interés, que en cuanto más elevados mejor para la atracción de inversionistas, con consecuencias funestas que el Estado tuvo luego que asumir.

La deuda externa, que sería a la postre uno de los factores de declive de la dictadura, se multiplicó por cinco durante su vigencia; si a su inicio ascendía a 7.800 millones de dólares, al finalizar, en 1983, llegaba a 43.600 millones de dólares.

Con ese panorama, agravado por el cruento episodio de las islas Malvinas, terminaron las promesas libertarias del entonces afamado ministro Martinez de Hoz, que hoy parece reencarnar sin moderación en el irascible candidato Milei, aunque con una diferencia: si en su primera versión el modelo fue impuesto a sangre y fuego por un gobierno de facto, hoy podría ser elegido por una ciudadanía, especialmente de los jóvenes, que parecen convencidos de que verdaderamente los interpela y les está ofreciendo el paraíso de la libertad.

 No se puede permitir que maniqueamente y en nombre de la supuesta defensa de la libertad nos sigamos acercando al colapso como sociedades.

Una juventud que de primera mano no conoció los desastres de la dictadura, cautivada por lo que consume en las redes y por un candidato que le suena atractivo justamente por su excéntrica exposición mediática y que se muestra disruptivo frente a una clase política -a la que Milei llama "La Casta”- de la cual se encuentra efectivamente cansada, en la que para nada confía y con la que no ve opciones ni de presente ni de futuro.

Milei cosecha su apoyo en la aguda situación de crisis que vive Argentina, especialmente por el crítico desempeño de su economía. Pero lo cierto es que es un autodenominado libertario detrás del cual se esconde realmente un energúmeno, aporofóbico, conservador de extrema derecha, con tintes fascistas, devoto de figuras como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Benjamin Netanyahu y, como si le faltará para completar su insania, amigo y figura consentida de la congresista Maria Fernanda Cabal, despreciable figura de la extrema derecha colombiana. Qué más quieren los argentinos para entender que, si Argentina está al borde del abismo, con Milei Daría el paso al frente que le hace falta para terminar de hundirse.

Milei es de la cuerda de esa nueva derecha regresiva, xenófoba, racista, misógina, homofóbica, negacionista del cambio climático y enemiga de los movimientos sociales, para quien hablar de justicia social le parece aberrante; de los que creen que la pobreza no se origina en el conjunto de desigualdades que ha propiciado el modelo de sociedad y desarrollo, sino en la pereza o la falta de capacidad e iniciativa de quienes la padecen.

La sola idea de la competencia, la ausencia absoluta del Estado y la fe ciega en las bondades del estímulo al sector privado, en las que Milei cree firmemente, no son camino suficiente para corregir falencias tan profundas e históricamente acumuladas

Nada más insensato que, en medio de una crisis tan aguda como la que está viviendo argentina, con una inflación de alrededor del 150%, decrecimiento de su producto interno, pobreza del 40%, informalidad en ascenso; pensar que no se requieren políticas de Estado que protejan a los sectores que más acumulan desventajas. La sola idea de la competencia, la ausencia absoluta del Estado y la fe ciega en las bondades del estímulo al sector privado, en las que Milei cree firmemente, no son camino suficiente para corregir falencias tan profundas e históricamente acumuladas.

Es cierto que tampoco la dirigencia argentina ha logrado liderar un movimiento capaz de convocar y dar respuesta al descontento social y poner en curso una propuesta que permita atender las graves problemáticas que desde hace varios lustros enfrenta la ciudadanía argentina; pero ello tampoco debe ser camino despejado para esa teológica exaltación del individualismo y ese odio al Estado, con todas las críticas que sin duda le asisten. 

Propuestas como la de Javier Milei son parte de una fuerte regresión política y cultural que pone cada vez más en riesgo las instituciones de la democracia, ya de por sí bastante frágiles. No se puede permitir que maniqueamente y en nombre de la supuesta defensa de la libertad nos sigamos acercando al colapso como sociedades.

Hay un amplio campo de incertidumbre sobre lo que, con uno u otro candidato, le deparan la elecciones al país austral el próximo domingo, pero ya los votantes de América Latina hemos ido aprendiendo e incluso acostumbrando, a que siempre habrá un mal menor a la hora de elegir. Amanecerá y veremos, argentinos.

 

*Economista-Magister en estudios políticos

viernes, 10 de noviembre de 2023

¿Giro a la derecha o resistencia al cambio?


Orlando Ortiz Medina*


Las elecciones del mes de octubre reconfirman que en las regionales sigue ganando el pulso esa parte del país feudal y patrimonialista que todavía somos:


No hay duda de que Bogotá es y seguirá siendo un termómetro importante, aunque no único, a la hora de medir los resultados de las elecciones regionales y aquello que reflejan de los vaivenes de la política nacional. También es cierto que nunca los comicios regionales han mostrado la misma tendencia que los presidenciales y que no tiene por qué ser así ahora solo por el hecho de que gobierne un presidente de izquierda.

Es por ello que no es válido inferir que lo ocurrido el 29 de octubre en Colombia fue una especie de plebiscito y que sus resultados reflejan una contundente “paliza” a la gestión del presidente Gustavo Petro. El análisis debe articular los planos cruzados de una situación más compleja y, sin desconocerlas, ir más allá de lo que a primera vista muestran las cifras.

Hablar de un supuesto giro a la derecha en un país que nunca ha dejado de serlo, o de los pedazos de una izquierda cuya fuerza en las pasadas presidenciales estuvo justamente en eso, en haber logrado tejer una urdimbre de pedazos, en medio, además, de la situación inédita de tener un presidente cuyo origen proviene de la otra orilla del establecimiento, merece más atención en el análisis. Se proponen algunas ideas para la reflexión. 

La izquierda, una reflexión inminente 

Empecemos por decir que el hecho de que Gustavo Bolívar no solo no haya ganado, sino que haya quedado en un distante tercer lugar después incluso de un personaje recién ingresado a la política como Daniel Oviedo, sí llama especialmente la atención, en particular para los sectores de izquierda y progresistas, en tanto él era el candidato afín al Gobierno nacional.

Con lo ocurrido en ésta y en otras capitales del país, la izquierda debe convencerse de que no ha logrado consolidar un proyecto alternativo capaz de garantizar continuidad y de convertirse en una real alternativa de poder.

Es claro que Bogotá fue una plaza importante para el triunfo de Gustavo Petro en 2022 y que los resultados de su candidato dan cuenta de un debilitamiento, cuando menos de su fuerza política, en la ciudad. Con lo ocurrido en ésta y en otras capitales del país, la izquierda debe convencerse de que no ha logrado consolidar un proyecto alternativo capaz de garantizar continuidad y de convertirse en una real alternativa de poder. No hay una articulación orgánica con sus bases y está todavía lejos de haber dado forma a la propuesta de un nuevo bloque histórico que alcance la representación y legitimidad necesaria para lograr el relevo definitivo de quienes hasta ahora han venido gobernando. 

Se puede querer dorar la píldora o buscar justificaciones en los algoritmos, por ejemplo, en el hecho de que ahora va a tener un mayor número de gobernaciones o representantes en los concejos municipales, pero ello no desdice de que en el ámbito nacional sus propuestas siguen siendo más idea que realidad. Aunque se sabe que cualquier gobernante ajeno al establecimiento se encuentra con barreras muy difíciles de sortear para ejercer su gestión: gremios, grupos empresariales, medios de comunicación, clanes familiares, incluso mafias organizadas que actúan en connivencia con las estructuras partidistas y los poderes locales, sustraerse de las responsabilidades que también les atañen a sus movimientos y candidatos no deja de ser una forma de evasión. 

Hay que preguntarse si se ha estado a la altura para dar respuesta a las necesidades y demandas ciudadanas

Lo ocurrido en Bogotá tuvo también su manifestación en ciudades como Cali o Medellín, en donde el triunfo de candidatos de derecha encuentra sus razones en las muy cuestionadas administraciones de Jorge Iván Ospina o Daniel Quintero, que si bien no eran propiamente gobernantes elegidos por la coalición de Gobierno, sí se suponen de tendencias divergentes del establecimiento político que ha dominado en el panorama nacional. 

Hay que preguntarse si es que no se ha gobernado bien, si se ha estado a la altura para dar respuesta a las necesidades y demandas ciudadanas, si se han tenido los controles efectivos para evitar que se presenten hechos de corrupción y si se ha trabajado de la manera indicada y en perspectiva de fortalecer con la ciudadanía el nuevo proyecto político que sabemos que la mayoría de la sociedad reclama.

Como lo acaban de demostrar las recientes elecciones, es evidente que se ha calado muy poco en contribuir a dar forma a un nuevo ideario, una nueva dirigencia y una más sólida y renovada cultura política en Colombia

 Cabe también preguntarse por qué se ha caído en los mismos vicios que se le han cuestionado a los políticos o partidos que hasta ahora han liderado los poderes regionales: hay nepotismo, caudillismo, procedimientos y decisiones no tan democráticas a la hora de conformar las listas de aspirantes, que llevan a que, en su configuración, no sean todos los que están ni estén todos los que son. Tal cual pasó cuando se elaboraron las listas al Congreso de la República. En todo caso, como lo acaban de demostrar las recientes elecciones, es evidente que se ha calado muy poco en contribuir a dar forma a un nuevo ideario, una nueva dirigencia y una más sólida y renovada cultura política en Colombia. Es exactamente lo que nos dice la continuidad de clanes y caciques regionales como en los de los departamentos de Atlántico, Cesar y Valle del Cauca, para tomar solo unos ejemplos, o de hegemonías políticas ya de vieja data como la del uribismo en el departamento de Antioquia. 

La reflexión y la autocrítica serían la primera tarea a emprender por las organizaciones o líderes que hacen parte del Pacto Histórico, luego de esta primera contienda regional con un presidente de izquierda al frente del Gobierno nacional. Hay que tener suficientemente claro que el ejercicio de gobernar supone ir más allá de las ideas, disponer del arsenal político, logístico, operativo, no menos ético e incluso mediático para llevar a cabo ese proyecto capaz de responder a las aspiraciones de ese otro país que apenas hace pocos años siente y palpita que es posible poner en curso una alternativa de cambio.

¿Recoger los pedazos? 

Vale, a propósito, reflexionar sobre lo expresado por Gustavo Bolívar, quien dijo, conocida su derrota, que se disponía a recorrer Colombia para “recoger los pedazos que quedan del Pacto Histórico”, aunque no sepamos qué fue exactamente lo que quiso decir. 

¿Qué ha sido el Pacto Histórico desde su origen sino la confluencia de los pedazos de una sociedad que, de manera atomizada, venía manifestando su inconformidad ante las graves condiciones de deterioro social, a las cuales el gobierno de turno respondió con la más brutal y violenta represión? Mujeres, jóvenes, ambientalistas, indígenas, afrocolombianos, campesinos, comunidad LGBTIQ+, estudiantes, amas de casa, sindicalistas, etc., agrupados o no en movimientos sociales y en su mayoría abstraídos de cualquier liderazgo o dirección política, fueron los que lograron converger para marcar un hito histórico después de más de doscientos años de vida republicana. 

Hay que decir que, para ese caudal de movimientos que seguro están dispuestos a manifestarse cuando sea necesario, lo que falta son claros liderazgos,

De manera que el Pacto Histórico es el resultado de ese encuentro de multitudes, de las ciudadanías libres que de distinta manera se venían expresando y consiguieron zurcir, pedazo a pedazo y sobre una misma tela, el tapiz abigarrado que logró llevar a Gustavo Petro a la Presidencia de la República. Pues bien, ese tapiz no tomó cuerpo ni forma en las pasadas contiendas regionales. Habrá entonces que decirle a Bolívar que de lo que se trata es de mirar si es posible empezar a zurcir ese tapiz de nuevo, porque será de pedazos que el Pacto Histórico siga estando hecho. 

Hay que decir que, para ese caudal de movimientos que seguro están dispuestos a manifestarse cuando sea necesario, lo que falta son claros liderazgos, más orgánicos y menos caudillistas, más dispuestos y abiertos a ceder sus egos e intereses, también personalistas. Se necesita convencerse de que para esa masa informe de iniciativas ciudadanas, ese ya casi infinito universo de pedazos y su proyección y posicionamiento político, existe más tropa que comandantes. En el caso de Bogotá, por ejemplo, Bolívar no era la mejor carta para jugarse la alcaldía, pero al final el problema no fue como tal el candidato, el problema fue que el Pacto Histórico no tuviera con quién más salir a competir. Así ocurrió en prácticamente todas las ciudades.

¿Giro a la derecha?

Es risible escuchar a los que dicen que el pasado 29 de octubre el país dio un giro a la derecha. Pues no es cierto, pese a cambios importantes en las últimas décadas y a lo que en efecto simboliza la llegada al Gobierno de dos personas que no provienen de las élites tradicionales del poder, Colombia ha sido, es y todavía seguirá siendo un país en lo político y cultural cerradamente conservador, clasista, racista, elitista, alineado a la derecha y permeado por todos los vicios que han dominado el panorama de las contiendas políticas.

Hubo sí un cambio de Gobierno, nuevas fuerzas sociales se alzaron y le dieron un lapo a la política tradicional, se vislumbró que hay un país dispuesto al cambio, pero en donde casi todo está todavía por hacer. 

Es como si el solo triunfo de Gustavo Petro y Francia Márquez en 2022, por arte de birlibirloque, hubiera llevado a que el país girara hacia una nueva geografía política e ideológica, sin tener en cuenta la necesaria transformación cultural que para ello se requiere. Como si fuera la clausura de un proyecto que ha gobernado durante más de doscientos años y de un orden económico y unas estructuras institucionales y de poder que a nivel nacional y en las regiones se mantienen absolutamente intactas.

Se equivocan quienes pensaron que ese respiro alcanzado por la izquierda y los sectores progresistas en la presidenciales de 2022 era ya la evidencia concluida de un nuevo país, como si los cambios se hicieran en un abrir y cerrar de ojos. Ingenuidad o vana ilusión. Hubo sí un cambio de Gobierno, nuevas fuerzas sociales se alzaron y le dieron un lapo a la política tradicional, se vislumbró que hay un país dispuesto al cambio, pero en donde casi todo está todavía por hacer. 

Las presidenciales de 2022 confirmaron que los partidos tradicionales no dominan completamente el escenario político nacional, pues ni siquiera tuvieron candidatos y se limitaron a actuar como segundones en alianzas o coaliciones. También las elecciones del mes de octubre reconfirman que en las regionales sigue ganando el pulso esa parte del país feudal y patrimonialista que todavía somos: corrupción, poderes concentrados en familias y clanes regionales, cacicazgo y dominio de élites muchas veces emparentadas con mafias y grupos armados y delincuenciales que dominan la cartografía del poder no fueron esta vez la excepción y siguen siendo definitivos en la sumatoria de los guarismos finales. 

La oposición

Satanizan y denigran a sus protagonistas, venden la idea de que vivimos hoy en una situación de caos y presentan, como nuevas, situaciones que histórica y estructuralmente se han acumulado y de las cuales son estrictamente responsables

Hay que reconocer que Petro gobierna en medio de un contexto especialmente adverso. El conservadurismo y la pasión contrarreformista que siempre con sangre se ha impuesto en Colombia han reaccionado con toda la virulencia cerrándose tozudamente en su favor y en contra de los intereses nacionales. Se hace todo lo que esté al alcance para apostar por el fracaso, en tanto consideran también que se socavan los valores que prolongan y legitiman su dominación frente a otros sectores sociales.        

Por ello promueven el miedo al cambio, satanizan y denigran a sus protagonistas, venden la idea de que vivimos hoy en una situación de caos y presentan, como nuevas, situaciones que histórica y estructuralmente se han acumulado y de las cuales son estrictamente responsables. Asumen que veníamos viviendo en un paraíso, en una casa pulcra y bien ordenada, en el nirvana de la convivencia donde es mejor dejar las cosas como están porque cualquier iniciativa de cambio sería indefectiblemente un paso hacia el abismo. 

Pese a los malos augurios y al esfuerzo pecaminoso de la oposición de que el primer Gobierno de izquierda en Colombia sea conducido al fracaso, lo que es inobjetable es que sí se requiere con urgencia emprender las transformaciones, desde siempre aplazadas, que lleven a superar los graves problemas que como país nos aquejan.  

Pensando en el interés nacional, esperemos que les vaya bien a todos los mandatarios, pues no la van a tener fácil; todas las ciudades tienen serios problemas de seguridad, de violencia y de movilidad; los índices de pobreza permanecen en cifras elevadas, así como los niveles de desempleo e informalidad. Colombia se mantiene como un volcán a punto de estallar y quienes quiera que hayan llegado a administrar los destinos de sus ciudades o departamentos tendrán que pensar en cómo salirle al paso a los que siguen pensando que no hay nada mejor que mantener la inercia y asegurar la permanencia en el pasado.


*Economista-Magister en estudios políticos   


domingo, 8 de octubre de 2023

La insolencia de Uribe, la integridad de Uprimny

Orlando Ortiz Medina*

Lo dicho por el profesor Uprimny está sustentado desde su condición de jurista, pero también en las declaraciones de algunos militares en retiro que, en audiencias ante la JEP, aceptaron su participación en los actos criminales. 


Foto tomada de Infobae
El expresidente Álvaro Uribe reaccionó con su acostumbrada virulencia a una columna escrita por el profesor Rodrigo Uprimny, en la que afirma que, a pesar de que no es comprobable que él haya ordenado los falsos positivos, le asiste sí una grave responsabilidad, cuando menos política y moral.   

Los llamados falsos positivos, que en realidad son crímenes de guerra, fueron una serie de asesinatos cometidos por miembros del ejército nacional contra jóvenes humildes, a quienes, engañados con ofertas de trabajo, llevaban a las zonas rurales, los vestían de guerrilleros, los fusilaban y luego presentaban como dados de baja en combate.

El propósito final de esta macabra práctica era mostrar que se estaban alcanzando resultados en la guerra que, en el marco de la llamada Política de Seguridad Democrática -PSD-, se libró contra las organizaciones insurgentes. El Auto 033 de 2021, expedido por la sala de reconocimiento de la Justicia Especial para la Paz -JEP-, estableció que 6402 personas fueron víctimas de este delito entre 2002 y 2008. 

No sorprende la reacción de quien durante sus ocho años de mandato redujo el ejercicio de la política y la función del Estado a las lógicas estrictas de la guerra. Nadie como Uribe se enarbola como el prototipo de la escisión que existe entre la ética y la política, que en su caso se encuentran a distancias inconmensurables. Es un personaje siniestro, hábil manipulador, que se siente más allá del bien y del mal y para quien el Estado de derecho es solo uno más de los reyes de burla con los que juega desde sus oscuros laberintos del poder. 

Lo dicho por el profesor Uprimny está sustentado desde su condición de jurista, pero también en las declaraciones de algunos militares en retiro que, en audiencias ante la JEP, aceptaron su participación en los actos criminales. Habla también desde un sector mayoritario de la sociedad que se siente profundamente lesionada y considera que no es posible que un suceso tan doloroso pase inadvertido y que sus responsables, cualquiera sea la orilla de sus actuaciones u omisiones, se mantengan en la impunidad.

La PSD, telón de fondo de los falsos positivos, terminó siendo un capítulo oneroso para la historia de Colombia. Su contenido, el alcance esperado en rendimientos militares y la dimensión simbólica que adquirió para los directamente encargados de su ejecución, llevaron a su degradación y dejaron al descubierto el ausente sentido de humanidad de una parte significativa de miembros del ejército nacional y el poco honor que les asiste para lucir los uniformes y las armas del Estado. 

La PSD encontró justificación en el escalamiento del conflicto armado y el fracaso del proceso de negociación con las FARC, heredado del Gobierno de Andrés Pastrana Arango, que habían llevado al país a una especie desesperanza colectiva. Fue por ello y por algunos factores de orden internacional que ponían en el centro de la preocupación la lucha contra el terrorismo, que Uribe Vélez situó a la seguridad como el asunto de mayor preocupación para Colombia y la salida militar como única alternativa de garantizarla.

Los falsos positivos terminaron siendo una manera particular, al fin de cuentas fraudulenta, de legitimar una política de Estado que convirtió al ejército nacional en una máquina de muerte.

Pero si la intención era poner al ejército como el elemento fundamental e integrador de la apuesta por la seguridad, el efecto fue absolutamente contrario. Los falsos positivos terminaron siendo una manera particular, al fin de cuentas fraudulenta, de legitimar una política de Estado que convirtió al ejército nacional en una máquina de muerte.

Antes que fortalecerlas, la PSD fue la mayor fuente de debilidad las fuerzas armadas, no en lo militar, claro está, pero si en sus fundamentos éticos y la estatura moral a que se deben. Como obligación del Estado, la seguridad se desvirtuó y llevó a la quiebra los cánones de civilidad que orientan los regímenes democráticos, los cuales sucumbieron al tenor de estos métodos crueles que hoy, gracias al trabajo de la JEP, se develan ante la opinión pública nacional e internacional.  

Pese a lo que entonces se vitoreó por parte del gobierno y su estela de seguidores, por ejemplo, con aquello de que “se podía viajar por carretera”, se hizo de Colombia una sociedad más violenta e insegura, se prohijó la ilegalidad y se deshojó la confianza en las instituciones. 

Ese fue el resultado de ponerle precio a la vida humana ofreciendo a los soldados recompensas, permisos, vacaciones y otro tipo de canonjías, mientras se medían sus logros en litros, barriles de sangre y conteo de muertos. En nombre de la eficacia y la dictadura de las cifras, en este caso una especie de necro-estadística, nos reafirmamos en el imaginario de una sociedad que disculpa todo y sigue palpitando mientras les toma el pulso a los muertos. 

El acatamiento ciego al deber de obediencia llevó, como nos lo enseñó la prestigiosa filósofa Hanna Arendt, a la banalización del mal, esa situación en la que, a nombre de la fijación a la ley, la irreflexión, la abyección, la falta de ética y la pobreza de pensamiento, cualquiera puede terminar convertido en criminal.   

De acuerdo con Uprimny, por ser, en su momento, el comandante supremo de las fuerzas armadas, a Uribe lo compromete su condición de mando y, por esa vía, las actuaciones de sus subalternos, en este caso de la comisión de sus delitos

De acuerdo con Uprimny, por ser, en su momento, el comandante supremo de las fuerzas armadas, a Uribe lo compromete su condición de mando y, por esa vía, las actuaciones de sus subalternos, en este caso de la comisión de sus delitos, frente a los que no dispuso tampoco de ningún tipo de medida de prevención o de castigo. De esta manera, el llamado a que se considere su responsabilidad política y moral, posiblemente penal, es justo, sensato y de toda conveniencia para un país que necesita para su reconciliación y avance hacia la consolidación de la paz, el esclarecimiento de la verdad y el compromiso de quienes están relacionados con el que sin duda es el hecho más monstruoso de la historia reciente de Colombia. 

Las confesiones de oficiales, suboficiales y soldados de que fueron presionados para mostrar resultados, no dejan dudas de que esta fue una práctica que se convirtió en un patrón de comportamiento, se volvió sistemática y se validó amparada en el convencimiento ideológico y doctrinario de quien sobrepuso sus ímpetus dictatoriales a los principios de la democracia y el Estado de derecho. 

Frente a Álvaro Uribe, la justicia no puede seguir siendo una convidada de piedra y permitirle seguir durmiendo el sueño de los justos. No puede una sociedad condonar un comportamiento abiertamente delictivo y sustraerse de exigir que se haga un juicio de responsabilidades. Difícilmente se puede esperar que el país supere el estado de polarización en que se encuentra si no se garantiza la aplicación de la justicia. Se necesita del ejemplo que le otorgue confianza a las instituciones, que le permita a la ciudadanía creer en el Estado de derecho y en unos organismos de seguridad que se mostraron como una más de las organizaciones que han sembrado de violencia al territorio colombiano. 

Aunque es difícil esperar que haya cargas penales sobre Alvaro Uribe, sobre todo porque no hay en Colombia quien lo llame a juicio, si nos atenemos al organismo que sería el encargado de juzgarlo, la Comisión de Acusaciones de la Cámara de representantes, más conocida como la "comisión de absoluciones”, nada lo exime ni lo deja libre de culpas. Ya veremos si las cortes internacionales se ocupan de llamar a cuentas al expresidente.  

Con todo, cuesta creer que, pese a lo absolutamente atroz de los hechos que rodearon su Gobierno, al enorme costo en vidas y al descrédito que ello significó para el Estado de derecho y el sistema democrático en Colombia, Uribe siga siendo el faro iluminador de su partido, el encargado de orientar sus principios doctrinarios y el que todavía ordena avales y aparece como guía moral y espiritual de candidatos a gobernaciones, alcaldías y concejos municipales.

El dolor de las víctimas debe ser resarcido con la verdad y no con respuestas altaneras, calumnias e improperios o con prácticas dilatorias como las que acostumbra el expresidente.

Muy mal está el país y muy pobres de entereza son quienes acuden a su protección para allanar sus carreras políticas, que no es otra cosa que ayudarle a mantener su vigencia y la proyección de sus andanzas. Se insiste a toda costa en llevarlo de villano a héroe.

El dolor de las víctimas debe ser resarcido con la verdad y no con respuestas altaneras, calumnias e improperios o con prácticas dilatorias como las que acostumbra el expresidente. El llamado del profesor Uprimny, por ser quien es, un personaje sin tacha, que habla desde la inteligencia, el saber y, él sí, desde la ética, la prudencia y el juicio intelectual que siempre ha caracterizado sus reflexiones, le da más sentido a los juicios que sobre estos hechos luctuosos debe hacer la sociedad entera. 

A propósito, hay que saludar el perdón que el presidente Gustavo Petro, el ministro de Defensa y el comandante del ejército ofrecieron en días recientes a los familiares de las víctimas. Es un gesto importante y la muestra de que política, cultural e institucionalmente nos movemos hacia nuevos hitos históricos, que la sociedad avanza y se construye en la aprehensión de un nuevo sistema de valores, una nueva doctrina militar y un conjunto diferente de significaciones sociales.

Entre la insolencia de Uribe y la integridad de Uprimny debemos darle la razón a este último; necesitamos una justicia que opere sin privilegios y un tejido social e institucional que se sobreponga al que fue creado al ritmo de la exclusión y violencia; que anime y posibilite la consolidación de un sistema democrático enmarcado en la civilidad y en donde el respeto por la vida sea el fundamento de las formas de actuación de la sociedad y del Estado.


*Economista-Magister en estudios políticos


viernes, 23 de diciembre de 2022

Pedro Castillo: ante la Ley ¿?

 Orlando Ortiz Medina*

El Congreso que lo iba a declarar en vacancia por incapacidad moral, amparado en el artículo 113 de la Constitución, al final lo destituyó por haberlo querido disolver, amparado en el artículo 117 de la misma. Estaba claro, con cara y sello perdía y fue él quien se encargó de lanzar la moneda al aire.  


Foto tomada de Diario Córdoba
El peor de los mundos 

Lo que vive hoy Perú, que, aunque con diferencias puede extenderse muchos países de América Latina, no es más que el resultado del pobre desarrollo de su cultura política. Ello explica la existencia una democracia meramente formal e instrumental, en sí misma disfuncional, y nada viable para garantizar la gobernabilidad, la unidad institucional y su integración como país en una apuesta colectiva de nación. 

Hay que empezar por decir que lo ocurrido con Pedro Castillo no es un algo inédito y que lo que se presenta como su fracaso no se debe propiamente al hecho de que sea un presidente que provenga de la izquierda, como maniqueamente han querido interpretarlo los representantes de la extrema derecha en Colombia. Castillo es en cuatro años el quinto presidente del Perú y quienes lo antecedieron, en similar situación, estaban orillados a la derecha. Es claro, sí, que él contribuyó a configurar su propia causa, por su salida en falso y el acto de torpeza política que terminó, además, llevándolo a prisión.  

No es desatinado decir que su salida era algo cantado desde el momento mismo en que ganó la Presidencia de la República frente a su oponente en segunda vuelta, Keiko Fujimori, representante de la derecha peruana y figura sobresaliente entre quienes son los responsables de la caótica situación a la que se ha llevado al Perú en las últimas décadas. 

Era fácil prever que no iba a encontrar condiciones de gobernabilidad con un Congreso mayoritariamente en contra, facultado en derecho para declararlo en vacancia, y que en el ejercicio de la política no se ha caracterizado propiamente por conducirse sobre las premisas y valores de la democracia. 

No se descarta también cierta dosis de clasismo y discriminación dado el origen y la condición social del presidente. 

Castillo estaba en el peor de los mundos, enfrentado a un Congreso que política y constitucionalmente contaba con todas las armas para disponer de su cargo, e imbuido además por el espíritu de bronca y revanchismo que predomina en sus actuaciones, controlado como está por el juego de intereses privados y personalistas. No se descarta también cierta dosis de clasismo y discriminación dado el origen y la condición social del presidente, que para nada lo exime de su ya referido paso en falso y que podría verse también como una salida desesperada frente a lo que, se presume, ya él consideraba inevitable: su destitución o declaratoria en vacancia.

Con su propia ayuda, terminó estrangulado por un sistema de democracia formal y un poder real que se mantiene concentrado en los grandes medios y grupos económicos, que siempre saben moverse para caer parados cuando los fundamentos de la democracia se resienten. El Congreso que lo iba a declarar en vacancia por incapacidad moral, amparado en el artículo 113 de la Constitución, al final lo destituyó por haberlo querido disolver, amparado en el artículo 117 de la misma. Estaba claro, con cara y sello perdía y fue él quien se encargó de lanzar la moneda al aire.  

Perú refleja el mal endémico que sufren las democracias cuando las formas se interponen aunque vivan vacías de contenido. Si con el sistema de división de poderes se busca armonizar la organización del Estado y sus vínculos con la sociedad, a lo que hemos asistido es a un estado permanente de pugnacidad, especialmente entre el ejecutivo y el legislativo, que han hecho inviable la democracia como parte de un proyecto cultural y civilizatorio.

Es lo que ocurre cuando democracia no es cultura, pensamiento; cuando no se asume como una forma de vida que vincula social y culturalmente a los individuos, a las instituciones y a los individuos con las instituciones; cuando no es parte de un proyecto ético y común de sociedad y las instituciones quedan convertidas no más que en un cascaron vacío, una forma sin fondo fácilmente doblegable y manipulable. En fin, porque la democracia no existe sin demócratas. Es este el molde en que se inscribe el rol del Congreso peruano en los últimos años. 

El legislativo, como es su razón de ser, no opera como el órgano a través del cual se garantiza el funcionamiento del sistema de pesos y contrapesos. 

El legislativo, como es su razón de ser, no opera como el órgano a través del cual se garantiza el funcionamiento del sistema de pesos y contrapesos, no importa la sociedad como conjunto ni prima en sus funciones la búsqueda de respuestas a los intereses y los grandes problemas nacionales; su función, en extremo degradada, se ha reducido a ser un palo en la rueda y a jugar solo en torno a intereses privados y particulares, aureolados además por múltiples hechos de corrupción. 

Crisis de representación 

Pero la crisis de la democracia, que tal vez podamos considerar como resultado de los proyectos fallidos de sociedad, es también parte de lo que viven, en general en América Latina, las dirigencias políticas y sus expresiones partidistas. En el caso del Perú, ni la izquierda ni la derecha fungen como fuerzas capaces de representar al electorado y convencer de que gozan de la confianza y reúnen la capacidades para orientar la respuesta a las demandas que aquejan a sus sociedades. 

Los partidos como fuerzas políticas, ideológicas o programáticas se han desdibujado; sus líderes no encarnan ni el talento ni la estatura ética que tal condición demanda; hay una diáspora de figurines, de propietarios de ya vetustas representaciones o de simples enlaces de la tecnocracia o del sector empresarial, que lejos están de ser los llamados a tomar las riendas de sus países. La privatización o personalización del ejercicio de la política, escindida, valga insistirlo, de cualquier principio ético, roe y castiga el presente y futuro de nuestras sociedades. 

En Perú la crisis de representatividad es tal que en la primera vuelta, que Castillo ganó con solo el 20% de los votos, se presentaron 18 candidatos a la presidencia. De ese poco atractivo mosaico Castillo fue para muchos la elección del mal menor y en segunda vuelta se enfrentó a Keiko Fujimori, que arrastra la huella del gobierno y los genes de su padre, Alberto Fujimori, otro de los estandartes de la debacle peruana, actualmente condenado por corrupción y crímenes de lesa humanidad. Aun así, qué horror y qué mal habla eso del electorado peruano, estuvo a punto de ser elegida, pues la diferencia fue mínima.  

El presidente que no pudo ser

Castillo fue un presidente que desde un comienzo estuvo de tumbo en tumbo, la conformación de su gabinete fue siempre inestable, tanto que por el mismo pasaron alrededor de 80 ministros y en cinco ocasiones tuvo que cambiar al jefe de gabinete. Le faltó también el carisma, la sapiencia y las habilidades que se requerían en un escenario tan complejo como en el que le tocó asumir el cargo. No pudo encarnar el liderazgo y mantener el respaldo mayoritario de los sectores que lo apoyaron en su elección, ni mostrar que su gobierno tenia un norte claro para conducir a la sociedad peruana.   

Si bien como candidato figuraba como el líder en contra del establecimiento, no recogía tampoco las banderas de un movimiento progresista, lo que en parte se reflejó en sus posiciones de rechazo a la población migrante, su oposición a la despenalización de aborto y al matrimonio igualitario, que lo deja ver como parte de una izquierda conservadora, enmarcada en su ascendencia rural y en su enseña de sindicalista de la vieja guardia.  

En suma, fue un personaje inferior a la circunstancias y que toco piso cuando pretendió responder con la misma moneda al intentar disolver el Congreso, que, con todo y lo que se ha dicho, en los juegos del poder, los intríngulis de la política y el manoseo al que ha sido sometido, sigue siendo un órgano vital, o al que hay que revitalizar, para bien del presente y el futuro de la democracia.  

No es un cambio de piezas como en el tablero de ajedrez lo que necesita Perú, cualquiera que sea el rey o la reina que se vuelva a colocar en la casilla del trono podrá en muy poco tiempo llega a estar en jaque y correr la misma suerte de sus antecesores.  

En cualquier caso, se equivocan quienes creen que el problema de Perú obedece a la llegada de Castillo a la presidencia y su origen de izquierda; falso, él no es otra cosa que un incidente más en el intrincado camino por el que se ha venido conduciendo el país durante los últimos años. Por la misma razón, no es un cambio de piezas como en el tablero de ajedrez lo que necesita Perú, cualquiera que sea el rey o la reina que se vuelva a colocar en la casilla del trono podrá en muy poco tiempo llegar a estar en jaque y correr la misma suerte de sus antecesores.  

Los cambios no van a llegar si la democracia sigue anclada a la mecánica electoral de cada cinco años y a unas formas institucionales en manos de una burocracia mediocre, corrupta y totalmente escindida de los diferentes sectores sociales y las demandas que les urge resolver. 

No sobra anotar, porque es parte del paisaje, que, en América Latina, para las élites y sus representaciones políticas es inconcebible que un representante de la izquierda, más aún si tiene origen en los sectores populares o en las llamadas minorías políticas, llegue a ocupar la presidencia. Esto se convirtió para ellas en una cuestión de principios y harán siempre lo que esté a su alcance para bloquear la alternancia en el poder.

Castillo pasará a la historia no como el presidente que hubiera querido ser, el soñado representante de los sectores populares y del Perú profundo, excluido y marginado, sino como un golpista empujado por las circunstancias, que no supo valorar, cuando ninguno de los vientos soplaba a su favor. 

Ahora, como en el famoso cuento de Franz Kafka, ha quedado “Ante la Ley”, la que ahora dispone du su vida y de su libertad,  la misma que lo mantuvo atado para hacerle imposible gobernar.

*Economista-magister en estudios políticos