Orlando Ortíz Medina*
Ingenuos los que propiciaron el encuentro de Álvaro
Uribe y Juan Manuel Santos con el Papa Francisco, creyendo que se iba a lograr
algún acuerdo o al menos limar "las asperezas"; como si éstas últimas
fueran simplemente eso, asperezas y no serias contradicciones, no precisamente
entre los otrora coequiperos del gobierno de la seguridad democrática, sino del
ahora senador con los contenidos que demanda una propuesta de paz frente a los que
ni antes ni ahora, ni nunca estará dispuesto a ceder.
Imposible que, en treinta minutos, el Papa fuera a convencer
a Uribe de la necesidad de aceptar que en el país se pongan en curso
transformaciones a las que durante siglos se han negado él y la estirpe que representa.
Saludemos la buena voluntad del Papa, más ahora que
estamos en épocas navideñas, pero bien valdría recordarle que en esta parte del
mundo, en donde aún le quedan millones de seguidores, más que camorras entre
dos ilustres representantes del establecimiento, que por ahora están distanciados,
lo que está en juego es el futuro de una sociedad que anhela con urgencia pasar
la página de la guerra, que lejos estaría de resolverse con un beso de Judas o un
apretón de manos, así sea en el despacho del representante de Dios en la
tierra.
No hay hábito blanco ni inspiración divina que
valga si se trata de la búsqueda de la paz con personajes como Álvaro Uribe.
Por un lado, porque su vocación es la guerra que lo divierte y le sirve para
inflar su ego altanero y belicoso, tristemente celebrado por gran parte de una sociedad
que sin fórmula de juicio hace eco de sus trinos. Por otro, porque tiene claro los
intereses que defiende y jamás aceptaría que ellos fueran puestos en tela de
juicio ni siquiera en los cónclaves papales.
Tampoco se trata, como dijo el cínico contertulio
de su santidad a la salida de la reunión, con su voz falsamente meliflua y su
tono de “malparidito”, de que Santos “afloje un poquito”; más para dónde, habría
que decirle, si el 99 % de las propuestas que hicieron luego del triunfo del NO
el dos de octubre fueron incluidas en el nuevo acuerdo y no tuvieron al menos la
sensatez para reconocerlo; por el contrario, una vez lograron alzarse con el triunfo
de la modificación sustancial del texto, se envalentonaron nuevamente para
volver a decir NO, el mismo que advertíamos quienes no nos engañamos con la
imagen nada apostólica del personaje.
Él y su partido, que por demás se alzaron como únicos
dueños del triunfo del NO, tenían claro de antemano que tocaba seguir tirando
la cuerda porque estamos en las primeras de cambio de una nueva campaña
electoral, en la que el absurdo dilema del SI o NO a la paz o la continuidad de
la guerra vuelve a ofrecer los réditos y se convierte en factor decisorio para
la elección del nuevo presidente, como prácticamente ha ocurrido durante las dos
últimas décadas.
Esperemos, para sacarle algún provecho, que el estéril
encuentro con el Papa Francisco haya servido al menos para que quienes aún no
lo han logrado se convenzan de que en Colombia la paz no es con sino contra Uribe.
Llevado ya el intento al santuario mayor del que él mismo es devoto, no se
entendería que se siga esperando un cambio de actitud de quien sólo piensa y actúa
desde el ámbito de su personalidad cargada de odio, su mezquindad y su soberbia.
A los que todavía tenemos esperanzas sólo nos resta
insistir y seguir creyendo en que es posible que esta absurda guerra por fin termine,
o que al menos “afloje un poquito”, así haya otros que sigan apretando.
*Economista-Magister en Estudios Políticos
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