martes, 16 de enero de 2018

S.O.S. TUMACO



Orlando Ortíz Medina*

Catorce personas asesinadas en las dos primeras semanas del año advierten sobre lo que será el 2018 si se siguen aplazando medidas para atender la situación cada vez más deteriorada y violenta del municipio de Tumaco. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, en 2017 se cometieron 222 asesinatos, 46 % más que los ocurridos en 2016, según un informe anterior del Instituto de Medicina Legal.

Para los organismos del Estado, son hechos que obedecen a la disputa por el control territorial que se libra entre organizaciones como el ELN, las disidencias de las Farc, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y otros grupos, rezagos del paramilitarismo o la delincuencia organizada, que operan en zonas tanto urbanas como rurales.

La verdad es que la situación debe verse desde una perspectiva diferente, pues lo que ocurre es el reflejo de la falta casi total de capacidad que ha mostrado el Estado para ejercer su soberanía, lo que se expresa también en la precariedad de los indicadores de desarrollo del municipio; eso sí, si se entiende la soberanía como algo que va más allá de la presencia militar.

Tumaco es un municipio de cerca de 200.000 mil habitantes, con predominio de población afrocolombiana e indígena, 88,8 % y 5,1 %, respectivamente. El 48,74 % que habita en la zona urbana vive con Necesidades Básicas Insatisfechas –NBI- y el 16,73 % en condiciones de miseria, situación que es todavía más dramática en la zona rural, en donde el 59,32 % de su población padece NBI y el 25,90 % vive en condiciones de miseria; tasas de lejos superiores a la del departamento de Nariño, que llega al 26.09 %, y a la nacional que llega a 27,78 %[i]. El Índice de Pobreza Multidimensional -IPM- es de 84.5 % para el total de población del municipio, con un 74 % en la parte urbana y 96.3 % en la zona rural[ii].

El envío de 2000 soldados con el que el gobierno inauguró sus acciones para el 2018 es una respuesta que preocupa, por un lado, porque no ofrece nada nuevo y, por otro, porque al final puede resultar peor el remedio que la enfermedad. Está comprobado que la militarización, lejos de ser una solución eficaz y definitiva a los problemas, puede llevar a exacerbar la situación de violencia y generar nuevos hechos de desplazamiento de sus pobladores, que son los que al final tienen que buscar cómo sobrevivir al fuego cruzado de quienes, incluidas las fuerzas del Estado, convierten sus lugares de vivienda y de trabajo en escenarios de guerra. 

La envalentonada del ejército será insuficiente sin medidas que ataquen integralmente una problemática con profundas raíces sociales y producto del abandono de un Estado con fuertes rezagos centralistas, que ha dejado al descuido no solo a este sino a la mayoría de municipios de la costa pacífica, pese a su importancia estratégica y su abundante y variada riqueza natural y cultural.

Aunque también, producto de un modelo de explotación de los recursos naturales de corte esencialmente extractivista que, antes que generar retorno y valor agregado sobre el territorio, ha llevado a su degradación y mantiene a la mayoría de sus habitantes deambulando en el desempleo o la informalidad, cuando no inmersos en una variada gama de actividades económicas ilícitas, parte de lo cual explica la dramática situación que hoy se vive en las zonas urbanas y rurales. Un modelo de explotación, no de desarrollo, en el que tienen origen diversas modalidades de exclusión, traducida en concentración de la propiedad de la tierra[iii], despojo, desplazamiento[iv], agotamiento del mercado interno y transformación abrupta de la vocación productiva.

Fue precisamente la ausencia de Estado lo que posibilitó que floreciera y se extendiera hasta niveles hoy prácticamente inmanejables el cultivo de hoja de coca, que terminó sustituyendo a los productos de comercialización o consumo tradicional, los cuales poco a poco se han ido acabando ante la falta de una infraestructura que potencie su desarrollo y los consolide como verdaderas fuentes de vida de quienes históricamente allí han habitado.

Tumaco tiene el innoble privilegio de ser el primer productor de hoja de coca, con 23.148 hectáreas sembradas, 16 % del total de hoja de coca producida en el país, de acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito –UNODC-[v]; una situación que alimenta los niveles de conflictividad y soporta la existencia de los grupos que se disputan el control de las rentas ilícitas, mostrando capacidad superior a la del Estado para ejercer un poder que ha permeado la institucionalidad y las formas de vida e integración social. Algo supremamente costoso para comunidades que, por su tradición cultural, fundan en el ser y el quehacer colectivo sus fuentes de sobrevivencia.

Y es que, aunque no se reconozca, la política con que se ha intentado hacer frente a esta problemática, basada fundamentalmente en el despliegue de las fuerzas del Estado y la erradicación de los cultivos, ha sido hasta ahora un rotundo fracaso, tanto en Tumaco como en cualquier otro de los municipios del país. Es difícil actuar contra un producto al que, en medio de la quiebra ética que a todos los niveles se vive en el país, le ha sido fácil romper las barreras que pudieran impedirle moverse dentro de la ilegalidad, incluidos los cordones de seguridad de las autoridades civiles y militares, algunos de los cuales terminaron más bien formando parte de sus escudos de protección.

Lo anterior sin dejar de mencionar las enormes ventajas con que cuenta para su producción y comercialización: mercado asegurado, fácil acceso a insumos, redes de distribución, precios normalmente al alza, mano de obra disponible, pago en efectivo y contra entrega, elevados porcentajes de rentabilidad, etc., que es justamente de lo que carecen los productos de uso y consumo tradicional de la zona. 

Cierto es que con las propuestas de erradicación se han formulado iniciativas de sustitución, una modalidad que, en teoría, tendría cauces mejores por donde conducirse, porque conlleva paralelamente la implementación de alternativas para que los campesinos encuentren opciones que les permitan retornar a sus cultivos de tradición o a otros que en todo caso los alejen de la producción y el comercio de ilícitos. Es, además, una forma distinta de entender tanto la problemática como las propuestas de solución, que implica la construcción de acuerdos con las comunidades y el compromiso del Estado de disponer del apoyo financiero, técnico, logístico y las condiciones de seguridad que las hagan viables.  

Pero es cierto también que tampoco ellas han funcionado, porque las condiciones complejas en que se han tratado de implementar suelen no responder a situaciones urgentes de resolver, como cuando los campesinos tienen que lograr el flujo de caja diario que requieren para su subsistencia. Asimismo, porque estamos frente a un Estado que no sólo no cuenta con la capacidad institucional sino tampoco con la solvencia fiscal que le exige una intervención de tan costosa factura luego de tantos años de atraso; menos aún sin la confianza de las comunidades que una y otra vez reclaman por el reiterado incumplimiento de los cientos de acuerdos que durante los últimos años han firmado.

Si de capacidad institucional se trata, nos referimos a la existencia de un entramado burocrático que en sus ámbitos local, departamental y nacional ha sido incapaz de armonizar el tejido social, construir significaciones colectivas y crear lazos vinculantes entre las comunidades y entre estas con el Estado; que arrastra las inercias de un pasado desde el que ha estado permeada por las élites y que hoy, peor aún, ha sido cooptada por las mafias y la corrupción. En fin, que avanzadas ya dos décadas del siglo XXI se mantiene lejos de reunir las condiciones que la pongan a la altura de los requerimientos de un nuevo modelo de gobernanza moderno, trasparente y eficiente, que dé reconocimiento y legitimidad a las actuaciones del Estado.

En el entrevero de esa institucionalidad se sostiene la hegemonía de unos sectores que, con origen en el bipartidismo, hoy difuso en una gama variopinta de representaciones personalizadas, enlodaron el ejercicio de la política y negaron la posibilidad de que otros sectores y otras formas de representación cobraran vida, frenando así el desarrollo de una cultura democrática que hoy se expresa en los bajos niveles de participación ciudadana, el clientelismo, el nepotismo, la compraventa de votos  y, más grave aún, en el asesinato sistemático de quienes intentan emerger con propuestas alternativas venidas de las propias organizaciones sociales y de las comunidades que hasta ahora han estado marginadas.

La solución al problema de los cultivos de uso ilícito es desde luego una condición imperativa para la consolidación de la paz y la recuperación del orden y el tejido social y productivo de Tumaco,  pero tiene que tener origen en una perspectiva que salga al paso a la continuidad del proyecto militarista que ha estado en cabeza de los grupos paramilitares, las organizaciones guerrilleras, las bandas delincuenciales y todavía del propio Estado, que hoy se reafirma  con la llamada operación “Éxodo 2018”.

Se trata entonces fortalecer la capacidad institucional del Estado y el establecimiento de medidas que den forma a un proceso de recuperación del tejido social y productivo, mejoramiento de la infraestructura pública, acceso a servicios básicos de uso colectivo y ampliación del espectro democrático que se traduzca en la apertura de canales de diálogo y concertación, que den lugar a agendas viables y en las que el Estado tenga claro cómo disponer de los recursos físicos, humanos, técnicos y financieros, además de las garantías de seguridad, que demanda lo que finalmente es un proceso de restablecimiento de condiciones que solo será posible con horizontes de mediano y largo plazo.

Lo anterior sin perjuicio de que se fijen medidas dirigidas a resolver factores que deban ser resueltos en el corto plazo, pero que en todo caso deben entenderse como parte de una ruta que inevitablemente debe conducir al establecimiento de soluciones duraderas. La atención de emergencia, las medidas puramente humanitarias y de connotación asistencial, la oenegización de la solución de las problemáticas no pueden sustituir las acciones que sólo desde el Estado deben tomar lugar a través de políticas públicas emanadas de escenarios de participación y concertación entre los diferentes actores que tienen asiento en los territorios.

Son los fundamentos de una ética civil lo que debe imponerse y que implica la consideración del conflicto en una órbita que nos habla de la quiebra de un modelo de sociedad y de sus formas de supervivencia. Pero, sobre todo, una ética que se asuma como el nuevo norte a alcanzar en el ejercicio de la política y que tenga como base el cumplimiento de la obligación del Estado de garantizar su realización. Máxime cuando se trata de quienes desde posiciones críticas reivindican su derecho a ser, a pensar y a actuar diferente, sin que ello implique el sacrificio de sus vidas.

*Economista-Magister en Estudios Políticos

[ii] Documento complementario al Perfil Productivo del Municipio de San Andrés de Tumaco Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Tomado de: http://www.redormet.org/wp-content/uploads/2016/01/documento-complementario-san-andres-de-tumaco.pdf
[iii] El coeficiente de Gini de tierras del municipio para el año 2012 era de 0.85, con una tendencia al aumento durante los últimos años. Ver: Documento complementario al Perfil Productivo del Municipio de San Andrés de Tumaco, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Tomado de: http://www.redormet.org/wp-content/uploads/2016/01/documento-complementario-san-andres-de-tumaco.pdf
[iv] Tumaco es el segundo municipio con mayor número de población desplazada interna a nivel nacional. De acuerdo con la UARIV hasta noviembre de 2016 se habían registrado un total de 121.329[iv] personas desplazadas, uno de los más altos a nivel nacional. 
[v] https://www.unodc.org/documents/colombia/2017/julio/CENSO_2017_WEB_baja.pdf

sábado, 6 de enero de 2018

¿Se retrocede o se avanza en el 2018?

Orlando Ortiz Medina*


Muy cuestionable el balance del año 2017 y mucha la incertidumbre sobre lo que nos espera en materia política para el 2018, año de debate electoral para el Congreso y la presidencia de la República.

Distintos hechos empañaron el primer año de implementación de los acuerdos logrados en La Habana y dejaron en evidencia que, más allá de la confrontación armada, había otro tipo de falencias tanto o más urgentes de resolver y que son muchos y muy fuertes los factores de resistencia que todavía hay que vencer para dejar atrás ese modelo de sociedad todavía sostenido en formas patrimoniales, caudillistas y excluyentes de acceder o mantenerse en el ejercicio del poder.

Quedó claro que en el Congreso sigue dominando una mayoría anclada en el conservadurismo, que insiste en mantener una institucionalidad hace rato caduca y lejos de estar a la medida de ese nuevo amanecer de país en el que anhelamos despertar. Más que el ideario de esa nueva nación que a mediano y largo plazo esperamos ser en la sociedad del posacuerdo, primaron los intereses inmediatos de quienes en las próximas elecciones aspiran a seguir ocupando un espacio de representación y a la que nada le dice el sumidero de descomposición por el que hoy se conduce el llamado recinto de la democracia.

Quienes se opusieron a que se aprobaran la reformas no asumen que la sola finalización de la confrontación armada no resuelve por sí sola las causas que le dieron origen, y que no modificar las condiciones que hicieron del sistema democrático una mera formalidad es dejar abierta la posibilidad que se editen, de hecho ya se está viendo, nuevas formas de violencia, fundadas en el reafincamiento de quienes aspiran a mantener el control de sus feudos políticos, el usufructo de las rentas legales o ilegales en los territorios y la captura del aparato institucional del Estado, como hasta ahora ha venido ocurriendo.  

Se hizo caso omiso de que, en paralelo con el proceso de finalización del conflicto con las organizaciones insurgentes, sobre el que también ya se avanza con el ELN, el país necesita fortalecer su democracia habilitando las condiciones para que grupos minoritarios y nuevas fuerzas políticas accedan al debate público; de igual manera, sistemas más abiertos y pluralistas de participación en la contiendas electorales, mecanismos más equitativos y transparentes de financiación de las campañas y un órgano de control electoral asegure independencia e imparcialidad frente a todos los sectores políticos a los que deben su funcionamiento; no hay que olvidar que en la precariedad de las formas de representación e integración al tejido de la democracia se explica en parte el origen y desarrollo del conflicto armado en Colombia.  

Ese era justamente el propósito del proyecto de reforma política presentado al Congreso de la República, que al final y como el personaje de Franz Kafka terminó convertido en un horrible insecto, sin forma ni pies ni cabeza; tal así que perdió sentido incluso para el propio gobierno que lo había presentado. Nadie al final daba un peso por el bodrio a que fue reducida la propuesta de articulado, recocinada para ser servida en bandeja y satisfacer la gula de los eternos comensales del Congreso de la República.

El hundimiento del proyecto anegó, entre otras, las posibilidades de que por lo menos se empezara a promover, tanto desde los viejos como de los nuevos partidos y otras formas de representación, la apropiación de la democracia como forma y contenido de una nueva narrativa de la vida y la actividad política.

En esa línea se explica también lo ocurrido con las Circunscripciones Especiales de Paz, aún hoy en el limbo jurídico, que pretenden dar representación a las víctimas de regiones que debido al conflicto no saben todavía lo que es formar parte de un Estado y menos aún de lo que significa haber ejercido sus derechos políticos. Acudir a argumentos maniqueos como que éstas fueron concebidas para beneficiar al nuevo partido político FARC, es desconocer que se trata de un espacio de apertura al país de las lejanías, que avanzado el siglo XXI está hasta ahora en las primeras de cambio para ser integrado a la institucionalidad y al espectro político nacional. Lamentable que la participación de las víctimas, que en sana lógica es parte de su derecho a la verdad, la justicia, la reparación y las garantía de no repetición, siga hasta ahora perdida en los intríngulis interpretativos y las leguleyadas de los presidentes de Cámara y Senado.

Entre tanto, mientras un Congreso en contravía decide la suerte de una nación anhelosa de cambio, cerca de 100 líderes sociales fueron asesinados durante el curso del año. Frente a ello, ese mismo ente y el propio gobierno no solo se mostraron indolentes, sino que se han negado a reconocer que se trata de hechos que responden a un propósito deliberado y sistemático, originado en la resistencia de sectores que buscan impedir que se emprenda la transformación de las situaciones en cuya base han estado los factores en que se ha sostenido el conflicto, es decir, la elevada concentración de la propiedad de la tierra, un modelo de explotación de los recursos que sirve en lo fundamental a los intereses de ciertos grupos económicos, y la corrupción fundada en el deseo de permanencia en el poder de algunas élites locales y regionales que actúan en connivencia con mafias instaladas en el modo de funcionamiento de la institucionalidad pública y privada.

Quienes están siendo asesinados son la representación de esa parte del país que en la sociedad del posacuerdo clama todavía por tener espacio propio, porque se garantice la seguridad, se proteja la vida y se deje para su disfrute la riqueza de sus territorios, además de que se cuente por fin con la presencia de un Estado que cumpla con sus deberes y obligaciones de promoción, protección y realización de sus derechos, que hasta ahora no han tenido la oportunidad de conocer.

Para ensombrecer un poco más el escenario en el que toma curso la implementación de los acuerdos, la aprobación de la Justicia Especial para la Paz –JEP-, su columna vertebral, pasó raspando y con modificaciones cuestionables tanto en el Congreso como en la revisiones de que ha sido objeto por parte de la Corte Constitucional.

El Congreso introdujo una limitante, prácticamente un veto, para quienes en los últimos cinco años, directamente o a través de terceros, hubieran gestionado o representado intereses en contra del Estado en materia de reclamaciones por violaciones a los Derechos Humanos, al Derecho Internacional Humanitario, al Derecho Penal Internacional o, en general, en hechos relacionados con el conflicto armado; asimismo, para quien pertenezca o haya pertenecido a organizaciones o entidades que hubieren ejercido tal representación. Es una posición que, además de inconstitucional, refleja el estigma que pesa sobre los defensores de derechos humanos, el temor de algunos agentes del Estado y de terceros que están implicados en la comisión de delitos y el sesgo ideológico que se quiere poner sobre el tribunal que se encargará de juzgarlos.

La Corte Constitucional, por su parte, abrió el camino para que civiles implicados en el conflicto, por ejemplo como financiadores de los grupos armados, o agentes del Estado distintos a los miembros de la fuerza pública dejen a su discrecionalidad si comparecen o no ante la JEP o deciden acogerse a los sistemas ordinarios de juzgamiento. Mal presagio frente a una justicia que hasta ahora se ha caracterizado por su inoperancia, y porque desconoce el objetivo que se busca con el modelo de justicia transicional, cual es el de que todos los actores comprometidos asuman su cuota de responsabilidad, como una forma también de despejar el camino que nos ayude a sanar las heridas, que sí que van ser duras de cicatrizar.  

Resta esperar lo que ocurra en las próximas elecciones de Congreso y Presidente de la República, en una campaña que vuelve sobre la polarización que se ha vivido en los últimos debates electorales en torno a una salida negociada o la confrontación militar con las organizaciones guerrilleras, que ahora se relaciona con el futuro que les espera a los acuerdos. Es decir, si a uno y otro llegarán quienes están dispuestos a continuar con su implementación o, por el contrario, quienes buscarán desconocerlos y van a reversar lo poco que hasta ahora se ha logrado avanzar.

La consolidación de la paz o la continuidad de la guerra, convertidos ahora más que nada en factores de manipulación del electorado, vuelven a ser entonces decisorios, especialmente para saber quién llegue a ocupar la silla presidencial. Las volteretas en el Congreso de algunos partidos que formaron parte del gobierno de la Unidad Nacional, particularmente el del exvicepresidente y hoy candidato de Cambio Radical, Germán Vargas Lleras, son la evidencia de cómo los viejos zorros de la política saben disponer las cargas para que mejor anden sus mulas. No importa el qué dirán. A lo mejor nadie dice nada.  

Pero es también una manera de poner un velo sobre uno de los hechos que más debería llamar la atención a los ciudadanos a la hora de elegir, como es el de la corrupción, que tanto eco ha tenido en estos últimos años y en los que están implicados buena parte de los representantes de los partidos cuyos líderes aspiran a la presidencia o a ser elegidos o reelegidos al Senado o la Cámara de Representantes.

De manera que si los electores no reaccionan tendremos nuevamente en el Congreso a personajes como el heredero de Kiko Gómez en La Guajira, los Ñoños, los Musa Besaile, los Zuccardi, los Char, los Gnecco, los Aguilar, etc., corruptos o parapolíticos de diferente cuño partidista, para nombrar solo a algunos de los que quedaron incluidos en las listas de Cambio Radical, el partido de La U, Opción ciudadana o Centro Democrático, que no son más que los nuevos odres a los que han ido a parar los antiguos militantes de los partidos Liberal o Conservador, también contaminados y de los que por ahora no va quedando sino el nombre.

Pero también hay que entender el reflejo de una polarización en la que se sintetizan dos modelos o visiones de país: por un lado, la de un sector retardatario que quiere que el estado de cosas se mantenga, en el que se inscriben los sectores de derecha y extrema derecha y, por otro, la de los sectores de izquierda o progresistas, dispuestos a dejar que se produzcan las transformaciones para que, en todas sus manifestaciones, la democracia y la paz sean el hecho fundante de una nueva versión de país y sociedad.

El hecho novedoso será la participación de la FARC en el debate electoral, que independiente de cuáles sean sus resultados es de todas maneras una señal positiva e inédita en la etapa más reciente de la historia de Colombia; les calla la boca a quienes todavía descreen que son posibles soluciones distintas a las que sólo buscan eternizar la guerra, reafirmando que su desmovilización es un hecho y que está en firme su acogida a los acuerdos y su disposición a seguir en la lucha política, esta vez por la vías legales y constitucionales.

Esperemos a ver si los electores castigan a quienes pese a sus antecedentes en hechos de corrupción, su doble moral y su negativa a dejar que el país avance en la creación de condiciones más dignas para todos los colombianos, esperan seguir gozado de las mieles del poder. Ojalá esta vez le den la oportunidad a fuerzas renovadas, que lleven al país al umbral civilizatorio que corresponde, avanzadas ya casi dos décadas del siglo XXI.

*Economista-Magister en Estudios Políticos