miércoles, 18 de mayo de 2016

DE QUIEN LLAMA A LA RESISTENCIA CIVIL


Orlando Ortíz Medina*



Difícil digerir que quien hoy enarbola el llamado a la resistencia civil sea justamente el que en la Colombia contemporánea se ha destacado como el más enconado enemigo de la civilidad. Nadie como él representa mejor la estirpe guerrerista y de acendrado militarismo que ha caracterizado pensamiento y acción de una inmensa porción de la sociedad colombiana, incluidos partidos, gobernantes, movimientos armados de izquierda y de derecha, y no menos una buena parte de la sociedad civil, que ha prohijado el uso de las armas y de la violencia como el recurso fundamental para la conquista y defensa de la autoridad y del poder.

En su caso, a Álvaro Uribe hay que abonarle, aunque no celebrarle, el haber logrado convocar en su entorno a esa especie de identidad y sentido común que se ha construido alrededor de que solo fuerza y la acción militar constituyen el fundamento de la seguridad, el orden y la legitimidad del gobierno y el Estado.

En efecto, la significativa acogida de su Política de Seguridad Democrática, se explica justamente como producto del encuentro entre las bases de su propuesta de gobierno y un discurso social erigido históricamente alrededor del militarismo, con el que en su momento pudo fácilmente ponerse en sintonía.

También el país había llegado a una especie desesperanza colectiva luego del fracaso del proceso de negociación con las FARC durante el gobierno de Andrés Pastrana Arango (1998-2002), y estaba en boga la llamada cruzada mundial contra el terrorismo promovida por el gobierno norteamericano después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Dos circunstancias adicionales que sumadas a su ya conocido talante autoritario le permitieron copar a su antojo la institucionalidad y los espacios mediáticos, además de poner a su favor a la mayoría de los sectores políticos y sociales, más allá incluso de las fronteras nacionales.   

Terminó así como protagonista de un gobierno en el que las fronteras entre lo civil y lo militar tendieron a desdibujarse, o se confundieron como sangre de una misma vena en los distintos ámbitos de la vida social, política y cultural de la nación. Basta recordar la manera como en su gobierno se entendió y convocó la solidaridad y la cooperación ciudadana, que llevó a la vinculación o mimetización de los civiles en tareas de estricta competencia de las fuerzas armadas y de los organismos de inteligencia y seguridad del Estado, a través de figuras como las Redes de Informantes, los Frentes de Seguridad Ciudadana y los soldados campesinos, principalmente; un híbrido ampliamente cuestionado con el que se quiso hacer de cada ciudadano un policía o un soldado más al servicio de la política de seguridad del Estado.

Así ha entendido Álvaro Uribe la cooperación y la solidaridad a que se deben y se obligan los ciudadanos con el Estado; una curiosa dimensión en la que el estamento y la doctrina militar terminan siendo la fuerza integradora y de cohesión de la sociedad y la nación, y que se invocan a favor del establecimiento y no de la ciudadanía que padece los rigores de la guerra y la violencia.

Si sobre la base de estos principios Uribe logró poner en cuestión la existencia de un conflicto armado en Colombia, sobre ellos mismos propone hoy un llamado a la resistencia contra el proceso de paz, en el que en sus delirios ve a un monstruo de mil cabezas vestido de actos de impunidad, amenazas contra la democracia, el estado de derecho y las instituciones. Claro que en la otra faceta de su enredadora personalidad sabe que lo que hay realmente es una amenaza contra sus intereses personales y familiares, y los de amigos, contertulios y exfuncionarios de su gobierno, algunos prófugos, unos y otros implicados en la comisión de distinto tipo de delitos.  

De manera que lo que subyace en su propuesta es, por el contrario, el deseo de una sociedad dividida, confrontada y enajenada en el ideario de quien ha aprendido a solazarse en sus miedos y en el discurso apocalíptico de la inevitabilidad de la tragedia, si no se acoge a pie juntillas el decálogo de sus postulados dictatoriales.   

Él sabe y aprovecha que tiene a su favor el saldo que todavía le queda de una buena cuota de popularidad, empujada entonces por el desprestigio que de manera simultánea se granjeaban las FARC y, como ya al comienzo se anotó, por ese nexo no difícil de encontrar entre su talante y el de una sociedad acostumbrada a marchar al ritmo de la melodía autoritaria que resuena en sus discursos, y que los medios como áulicos abyectos, temerosos u obligados, reproducen como las máximas del Gran Hermano.

Con su mañoso y eufemístico llamado, que usurpa y manosea el pensamiento de verdaderos líderes y adalides de la civilidad como Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela, entre otros, lo que le interesa realmente es atravesarse para que una solución política y negociada del conflicto armado, en la que nunca ha creído, quede fuera de toda consideración. Asimismo, continuar en su tarea de afianzar conceptos, lenguajes y formas de pensamiento que sigan manteniendo la perversa ecuación amigos-enemigos en todos los niveles de la sociedad, y especialmente en el ámbito de la política, para que la guerra siga siendo no sólo su espacio de divertimiento, sino la brea con la que pavimenta el camino por el que pueda evadirse de sus delitos y responsabilidades.

Ojalá esta vez la sociedad haga caso omiso al llamado de quien sólo se ha caracterizado por su desprecio de las lógicas consensuales, el diálogo, el discernimiento, en fin, su desprecio por la política, esa sí razón de ser de la civilidad y los fundamentos de los Estados y las democracias modernas.

La terminación del conflicto armado por la vía del diálogo y la negociación será un paso fundamental para trascender las posiciones totalitarias que desde una u otra orilla han servido para que en el país se mantenga viva la llama de la guerra y la violencia; es también la posibilidad de recuperar el espacio para la pluralidad y evitar que se siga promoviendo el cercenamiento de cualquier forma de pensamiento o ejercicio de la crítica.

Lo que nos corresponde como individuos y como sociedad es avanzar en la arquitectura de nuevas formas de aprehensión e intervención en la política, en donde la violencia y la respuesta militar como alternativa para la solución de los conflictos sean entendidas como parte de un atavismo histórico y una forma de vida ya proscrita.

Finalmente, en donde la ética civilista, de la que poco conocemos en el ilustre personaje que da lugar a este escrito, sea el verdadero fundamento de la nueva majestad de la sociedad y del Estado.



*Economista-Magister en Estudios Políticos