lunes, 24 de agosto de 2020

Masacres que vuelven y duelen



*Orlando Ortiz Medina

Colombia hiede a muerte, entre masacres y covid-19 se nos está yendo la vida. La tarea de cada mañana es revisar el conteo de muertos, cuántos por contagio y cuántos por la “nueva masacre que sacude al país”, como acostumbran a titular los medios.

En menos de una semana fueron tres en el departamento de Nariño, una en Cali, otra en Cauca y una más en Arauca, con alrededor de 30 personas asesinadas.  Cerrando esta nota, llega una nueva en Antioquia. Van treinta y cuatro masacres en lo que va corrido del año en distintas regiones de Colombia; 36 se habían cometido en 2019, la cifra más alta desde 2014, cuando estaba en curso el proceso de negociación del acuerdo de paz con las FARC, que este gobierno decidió tirar por la borda. 

De ninguna hasta ahora se conocen los responsables. Fueron los “presuntos”: presuntos miembros de bandas delincuenciales, presuntas disidencias, presuntos paramilitares, presuntos narcotraficantes con presunta participación de las fuerzas del Estado; tal y como presuntamente habrá una autoridad que se encargue de esclarecer los hechos y presuntamente nos quedemos esperando a que haya justicia. Mientras tanto, Colombia se convierte en un país que presuntamente exista para las próximas generaciones.

Son distintos los factores que confluyen y ponen en juego la estabilidad de la sociedad colombiana en sus múltiples niveles y escenarios.

En primer lugar, la ausencia de una figura respetable de autoridad. En un momento tan crítico como el que estamos viviendo, con la crisis del covid-19 atravesada en su gestión, el presidente Duque ha sido incapaz de personificar un liderazgo que convoque a la nación en torno a sus problemas más apremiantes.

Durante su gobierno, en Colombia ha iniciado un nuevo ciclo de violencia; volvimos a las épocas de barbarie, cuando los señores de la guerra tomaron por su cuenta el ejercicio de la autoridad en casi la totalidad de los territorios. Algo se había avanzado con el acuerdo de paz, pero la idea de hacerlo trizas con que voceros de su partido amenazaron desde los tiempos de la campaña presidencial, hoy es un hecho en prácticamente toda la geografía nacional.

No hay nada que pueda exhibir o reconocérsele por su gestión, avanzados ya dos años de su periodo de gobierno. Su desconexión con la realidad es total, su bagaje y conocimientos en asuntos de Estado son primarios y su credibilidad no va más allá de la que, incluso con reservas, le ofrecen algunos miembros de su partido o de sus seguidores en la opinión, que responde antes que nada al respaldo fanático que existe sobre su mentor, el expresidente Álvaro Uribe, quien también ha sido el principal encargado de invisibilizarlo y restarle protagonismo.

En segundo lugar, tenemos una institucionalidad desvertebrada, disfuncional, que no genera ni los vínculos ni las mediaciones necesarias para el trámite formal de las demandas de los diferentes sectores sociales; una institucionalidad permeada por la corrupción y con casi todos los órganos de control cooptados por los amigos del Presidente y su partido, que pone en entre dicho el equilibrio de poderes que corresponde a cualquier sistema democrático.

En tercer lugar, seguimos siendo un país renuente a que haya nuevos espacios y formas de participación y representación política, que teme a que se profundice la democracia y a que la ciudadanía o nuevos sectores políticos tomen parte en los asuntos de interés público. Se insiste en preservar un régimen que se cuida de ver menoscabado el poder de quienes históricamente han mantenido su hegemonía.

En estos tres factores se encuentra, en parte, la explicación de las actuales manifestaciones de violencia que se encargan de llenar el vacío de autoridad, crean una institucionalidad paralela que impone las reglas de los grupos armados y delincuenciales, y reafirman el dominio de los que se oponen a cualquier iniciativa que tenga origen en las organizaciones sociales o en sectores políticos que no comulguen con el establecimiento. El asesinato de líderes sociales y de excombatientes de las FARC, así como la criminalización de la protesta ciudadana, son algunas de esas manifestaciones.

Se establecen así formas de control político y social y sistemas de sanción en los territorios: disciplinamiento, destierro, despojo de bienes, silenciamiento, vinculación forzada a estructuras criminales, restricciones a la movilización, toques de queda o pena de muerte, cuando alguna de ellas no es acatada. En el desacato de cualquiera de estas normas podría explicarse algunas de las masacres ocurridas recientemente, en tanto que el uso de la violencia se inscribe también como un símbolo de amedrentamiento que busca neutralizar cualquier asomo de inconformidad.

Es la quiebra de la legalidad y del Estado de derecho como forma de articulación y cohesión social; la misma que ha dado lugar a un proceso de hibridación entre las mafias y el poder económico y político que se vislumbra a nivel nacional y de las regiones; allí está el origen de quienes financian las campañas electorales, controlan los presupuestos públicos, las economías, lícitas o ilícitas; etc.; todo alrededor de lo cual se estructura el ejercicio del poder.

En ese marco le quedan dos años de gobierno al presidente Duque, dos años largos e inciertos que seguirán siendo un calvario para el país; con una violencia exacerbada, con su líder tratando de evadir la justicia, con las secuelas ya nefastas que deja el coronavirus, con unas relaciones internacionales en declive y pendiente de que, amanecerá y veremos, lo llamen para aclarar los asuntos relacionados con la financiación de su campaña.

Ya sabremos si tiene escondido algo de sabiduría y aprovechará el tiempo que le resta para hacer valer la dignidad de su cargo. Le vendría bien un impulso de autonomía para que decida si, en esta segunda etapa de Gobierno, va a ser el Presidente de todos los colombianos o únicamente el vocero de la agenda revanchista y beligerante de quienes representan tan solo una parte de esa sociedad que quieren mantener bajo un régimen oprobioso de violencia e ilegalidad.

Le bastaría con tomar conciencia de que, a dos años de estar sentado en la silla presidencial, va superando el récord como el peor presidente que Colombia ha tenido en toda su historia, de lo que solo Andrés Pastrana podría estarle agradecido.

Rindamos, entretanto, homenaje a todos los hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes,  que han sido asesinados. Hagamos votos para que al país no lo enlute una nueva masacre y, es un llamado, no dejemos de lado nuestra capacidad de reaccionar e indignarnos -que a veces pareciera no existir-, mientras salimos del estado de orfandad y de intemperie en que nos encontramos y recuperamos también la desdibujada figura de Presidente de la República.

*Economista-Magister en Estudios Políticos


martes, 11 de agosto de 2020

Señora Lina


Orlando Ortiz Medina*


“El dolor calculado no existe. Si esta señora en realidad sufriera, esas no
serían las palabras. Parece más un trabajo para una clase de español.
Yo no tengo mayor estudio, pero de sufrir sí sé”.
Luz Marina Bernal,
Una de las madres de Soacha, sobre la carta de Lina Moreno.
Tomado de un mensaje recibido por WhatsApp. 


Muy oportuna la frase de Francis Scott Fitzgerald con la que la ex primera dama de Colombia, Lina Moreno de Uribe, encabeza su comunicado a propósito de la detención domiciliaria de su esposo, el expresidente y senador Alvaro Uribe Vélez. 

Habría que comprender que las cosas no tienen remedio y, sin embargo, estar decidido a cambiarlas”

Es justamente lo que se ha venido intentando hacer en Colombia frente a lo que, pareciera, no tiene remedio, pero que con obstinación hay que estar decidido a cambiar: el sistema de administración de justicia que ha sido inoperante, poco efectivo y fundado sobre un régimen de privilegios burlado por los delincuentes de alta alcurnia, como ellos se creen, amparados en su historia, su linaje, su caudal económico o político, o la influencia con que logran desenvolverse entre los laberintos del poder.   

Debemos decirle a doña Lina que también es mucho “el silencio que ha guardado un país que, atravesado por el dolor, no ha logrado encontrar la prudencia y el pudor que le sirva para renovar ese lenguaje desgastado por el rencor y los fanatismos políticos”;  de paso recordarle que ello ha sido ante todo responsabilidad de quienes, como su esposo, han formado parte de esa dirigencia que se ha encargado de avivar los odios para hacernos sumir en la violencia  y el desangre.

Pero si de pudor y prudencia se trata, desdice de ello el comunicado de doña Lina, por más que lo adorne con frases de escritores célebres. Pues, a pesar de que dice que hay un lazo común que une la divergencia de opiniones sobre la sentencia, que es acatar el fallo, lo que hace justamente es desconocer y tratar de infamar la decisión que en estricto derecho han tomado por unanimidad los jueces de la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia.

Si estuvieran vivos, lejos se encontrarían Mann, Fitzgerald y Marai de dejarse utilizar por quien muy hábil se muestra para despojar la medida de su halo de juridicidad, con el argumento claramente maniqueo de que, además de magistrados, quienes emitieron sentencia “son seres humanos que piensan, actúan, hablan, sueñan y, como no puede ser de otra manera, reciben las influencias de su entorno”. De esa manera, con toda falta de pudor y de prudencia, doña Lina se atreve a afirmar que el fallo de la Corte no fue en Derecho.

Pero no, señora Lina, pues cuando de la ley se trata, para una Corte a la altura, que infunde respeto y hace gala de su sabiduría, son las pruebas y nada más que las pruebas las que fundamentan sus fallos; no despoje de su ropaje de jueces, a quienes presuntamente pareciera reivindicar, para lucirse en cambio tildándolos de peleles volubles y faltos de criterio a la hora de tomar sus decisiones.

No es cierto que hayan sido el entorno y los intereses políticos los que estuvieron en la base de la sentencia que ordena casa por cárcel al señor expresidente; fue el voluminoso acervo probatorio recogido en los más de 1500 folios que componen el expediente el que llevó a la Corte a tomar la decisión; la enorme cantidad de grabaciones, videos, testimonios, interceptaciones telefónicas, las contradicciones y mentiras –comprobadas- de su abogado defensor, que la Corte no tenía por qué obviar y la obligaba a tomar las medidas necesarias para el caso. 

No es sensato y desluce la pompa de su texto y la alcurnia de los autores citados que quiera irrespetar  las decisiones judiciales, nunca bien vistas por el expresidente, su entorno familiar y el de toda la cohorte de su partido y los círculos que la rodean. Tampoco es cierto que la ley sea antes que nada lenguaje e interpretación, cualquiera que sea el erudito que lo haya dicho. En este caso es más ilustrado decir, en lenguaje vernáculo, que cuando los hechos son tozudos y las pruebas fehacientes, no hay tutía que valga, y hay que acogerse sí o sí, cualquiera que sea el santo o el implicado, a lo que la ley dispone. Fue ello y no otra cosa lo que hizo la Corte.  

Aquí no hay ninguna doble naturaleza en juego, solo una sociedad cansada que puja y reclama  por  un sistema de justicia a la altura de un orden civilizado, que quiere salirle al paso al estado de impudicia en que la han mantenido los regidores que han usurpado y puesto a su haber los códigos y las leyes para rehuir sus crímenes y obviar su responsabilidad ante el delito.

Y, cuando pareciera que estamos dando el paso, curiosamente despierta de su letargo una dama que hasta ahora nos había acostumbrado a su silencio, para decirnos con frases célebres que la justicia es tan solo un asunto de interpretación, camuflando un llamado a la impunidad, cuya muestra se enseñorea en el domicilio prisión de 1300 hectáreas en que hoy se retiene a su marido.      

Serán las Cortes las que nieguen o reafirmen si Uribe “es el instigador y determinador de un aparato criminal, culpable de las peores atrocidades políticas y sociales vividas en Colombia en los últimos cuarenta años”. Si esa es la imagen que de él ha llegado a los estrados judiciales, como afirma tambien doña Lina, no se debe propiamente a las malas energías del ambiente, sino a que no son pocas las andanzas de dudosa factura o los delitos en los que se le sindica de haber participado directa o indirectamente, antes, durante y después de sus ocho años de Gobierno.

De manera que, señora Lina, parafraseando con su venia el texto citado de Sandor Marai, hay que dejar que la justicia por fin y algún día opere para que no sea solo un cuerpo celeste, nebuloso, sino para que en verdad alguna vez brille y tenga alma.

Invoquemos, cómo no, pero sin entorpecer a los jueces, “el sentido espiritual que guíe los destinos del país y de todos nosotros” para que empiece a resolverse esa narrativa de odio que ya alcanza a nuestras nuevas generaciones.

Queda entonces preguntarnos, trayendo ahora la frase que la señora Lina nos regala de Thomas Mann, si será posible que “de esta fiesta universal de la muerte, del terrible fuego febril que enciende el cielo vespertino y lluvioso a nuestro alrededor”, algún día los uribistas nos dejarán el paso abierto para que surja el amor.

*Economista-Magister en estudios políticos