jueves, 7 de junio de 2012


Rosa Elvira Cely. Una más.


Orlando Ortiz Medina*



Era mujer, era pobre, madre soltera; trabajaba en el sector informal, en donde sobrevive alrededor del sesenta por ciento de la población colombiana. A los 35 años de edad, apenas estaba validando su bachillerato, que esperaba terminar para iniciar estudios universitarios, porque todavía tenía la esperanza de llegar a ser una mujer profesional y asegurar un mejor futuro para su hija ya casi adolescente.

Hay pues una primera causa asociada con su muerte: la de padecer el síndrome de muchas de las mujeres y familias colombianas, el de la pobreza, porque en una sociedad como la nuestra ser pobres nos expone a mayores peligros; nada al respecto tan ilustrativo como el caso de Rosa Elvira. 

Fue tal vez por esto que, una vez conocida la agresión que finalmente le produjo la muerte, se ofrecieron diez millones de recompensa a quien diera pistas sobre el paradero de sus victimarios, cuando dos semanas antes se había ofrecido una suma cincuenta veces mayor a quien informara sobre los que atentaron contra un político que fue víctima también de un hecho de violencia. Aunque parezca algo puramente simbólico, es claro que una persona del origen y la condición social de Rosa Elvira vale menos que la de un cuestionado personaje de la vida nacional. Lo cierto es que, aun con todo lo importante o cuestionado que pudiera ser uno, y de menor condición social la otra, son un ciudadano y una ciudadana a quienes la sociedad y el Estado les debe igual valoración, dignidad, obligación de protección y respeto a sus derechos.

Es precisamente el de “ausencia de Estado” el segundo síntoma que debemos asociar a las causas de su muerte. La ultrajaron y asesinaron en un lugar en pleno centro de la ciudad, en un emblemático parque convertido en tierra de nadie y en el que no es el primer hecho de violencia que se presenta. Fue tardíamente encontrada por la Policía, con quien logró comunicarse gracias al valeroso aliento que mantuvo para resistir, pero que no le bastó porque el tristemente célebre 123 tampoco esta vez se hizo efectivo. La llevaron luego a un hospital bastante alejado de donde fue encontrada, pese a que a solo dos minutos había al menos tres centros hospitalarios que le hubieran podido brindar una atención más eficaz y sobre todo oportuna. Pero, ya se dijo, era pobre, luego no tenía seguro y había entonces que conducirla a uno de esos centros en donde se atiende con criterios de caridad y no respondiendo al derecho que como ciudadana le asistía y a la obligación de Estado de garantizarlo.

Si ello era poco, la atención que finalmente se le brindó inició cerca de tres horas después de haber ingresado de urgencias al centro hospitalario. Que un pobre requiera atención de urgencia no significa nada para un sistema en el que la salud es otro más de los asuntos de los que se encarga el mercado, y en el que, dependiendo del “cuánto tienes, cuánto vales”, se te asignará un turno en el que, como en el caso de Rosa Elvira, haces fila para ver si alcanzas o no a librarte de la muerte. Ella no alcanzó.

Pero las fallas del Estado no se producen precisamente el día en que se cometieron los hechos, pues aquel a quien todavía se le llama el supuesto asesino, hacía algunos años había estado en prisión y dejado luego en libertad, pese a tener en su contra acusaciones por asesinato y por la violación de dos de sus hijastras. El sistema de justicia conceptuó en su momento que el sujeto en cuestión era un enfermo mental y que con la sola promesa de que se iba someter a un tratamiento psiquiátrico podía quedar libre. No advirtió lo que una y otra vez han dicho los científicos y expertos sobre estos casos y este tipo de personajes: que un violador o un criminal de esta naturaleza es potencialmente reincidente y que representa por lo tanto un peligro para la sociedad. Si hubiera sido por atender a sus derechos, que también le asisten, y no se le podía mantener en la cárcel, no tenía tampoco que estar en la calle deambulando como Pedro por su casa sino mantenido en un lugar especial y sometido a estricta y permanente vigilancia.

Así que Rosa Elvira sobre todo es víctima de un Estado que una vez más yerra en sus actuaciones para desgracia de sus propios ciudadanos, y en este en caso en particular de sus mujeres.  

Pero hay un tercer y más grave síntoma que se asocia a las causas de su muerte, el que padece una sociedad capaz de producir sujetos de esta naturaleza, que ha hecho imperativa la necesidad de matar y de hacer daño como prurito de fundación y exaltación del yo, que, en especial a las mujeres, las ha dejado expuestas para que sobre ellas caigan o se desinhiban las perversiones, agresiones, frustraciones o ínfulas de un poder construido para someter y dominar. Esa era a lo mejor la manera como el asesino exaltaba su identidad, como manifestaba su orgullo, su condición de macho, su narcisismo y su ego alterado en el que fundaba la personalidad que lo llevó sin ningún pudor a cometer los atropellos que cometió, e incluso a celebrarlos frente a los estrados de la justicia.

Una sociedad cuyas instituciones y algunas de sus dirigencias se resisten todavía a superar los dogmas que mantienen las asimetrías e inequidades sociales y culturales promotoras del autoritarismo y la violencia; que naturaliza las agresiones, banaliza el mal y que llegó a ser incapaz de reconocer en cada muerte una tragedia; que quiere ver en cada sujeto tan solo a un instrumento de dominación y manipulación y que terminó siendo más tolerante y permisiva con los victimarios que con las víctimas. La misma y la de los mismos –algunos muy de moda- que a nombre de Dios, de la ley, de la moral o de la patria promueven la intolerancia, matan o incitan a matar, a exaltar odios o a ejercer venganza.  

Ojalá que la indignación que provocó este nuevo hecho de violencia contra las mujeres no pase, como suele ocurrir, tan pronto al olvido; pero que más allá de la indignación se entienda y se asuma que de lo que se trata es de una sociedad que requiere refundarse; lo que significa allanar los caminos para imprimir los cambios institucionales y deshacer los patrones sociales y culturales que la rigen. Tarea que como país y como sociedad nos compromete a todos, pero en la que juegan un papel destacado las instituciones de educación, los medios de comunicación, los propios organismos del Estado y del gobierno, tan culpables siempre, a pesar de lo que hacen, pero sobre todo de lo que dejan de hacer.


*Economista-Magister en Estudios Políticos