jueves, 30 de agosto de 2018

Consulta anticorrupción, la cifra es lo de menos


Orlando Ortiz Medina*

 Los casi doce millones de votos alcanzados en la consulta del 26 de agosto, con los que, como en plebiscito del dos de octubre de 2016, nos faltaron cinco pal´ peso, al final solo reafirman una cosa: perdimos los que venimos insistiendo en la necesidad de la moralización del país y el fortalecimiento de la democracia, y ganó de nuevo el país quedado en la apatía, el acostumbramiento y la complacencia mayoritaria de una sociedad postrada ante quienes han sido sus padrinos y corruptores políticos, de los que al mismo tiempo ha alimentado su avaricia o logrado sostener su precaria y cuestionable sobrevivencia.

Los resultados, una vez más, demuestran la despreocupación casi generalizada de una ciudadanía que ha visto hacer de la política otra más de las formas de degradación de una humanidad deslucida en sus principios y valores, avanzados ya más de tres lustros del siglo XXI. Una degradación que ha lesionado profundamente las formas de cohesión e integración social y que terminó siendo, además, caldo de cultivo de la violencia y la perversión de la gestión pública, en donde hoy están las principales barreras para que se produzcan los cambios requeridos hacia el ingreso al umbral civilizatorio que, en prácticamente en todo el mundo, reclama la comunidad política.

Se validó otra vez la patente de corso de particulares o agentes de Estado que estimulan y celebran la comisión de delitos, y de los que, antes que llamar y comprometer al ciudadano con su rechazo, lo involucran en prácticas que hacen del mismo un aplicado borrego, especializados como están en banalizar el rol de las instituciones jurídicas y estimular costumbres contrarias a las reglas del derecho.

Quienes celebran la cifra de votación alcanzada, elevada solo si se compara con anteriores eventos electorales, deberían pensar que ello no es más que un lánguido consuelo, si se tiene en cuenta que la participación no representa más de un 32% del potencial electoral, cifra realmente insignificante, tratándose de un país en el que la corrupción –principal objeto de la convocatoria- es hoy su flagelo más deplorable.

Pero la cifra es lo de menos cuando se trata de un asunto de mayor complejidad y que al final es el reflejo de la quiebra ética que, a todos los niveles, vive la sociedad colombiana. Agentes del gobierno o el Estado, dirigencias políticas, sector privado y sociedad civil, en distintas proporciones, por omisión o compromiso, están incursas en el declive moral que nos acusa.  

Por donde quiera que se las mire, lo que las cifras muestran es que seguimos siendo una sociedad indolente, tolerante con la corrupción y sin mayor capacidad de indignación y reacción frente a los hechos a los que cotidianamente nos someten bandidos de carrera con títulos dudosos y galardones en el pecho, quienes con sus intríngulis y triquiñuelas han logrado la validación y legitimación de un régimen y un sistema de organización de la sociedad y del Estado por cuyas venas no fluye más que el pus de su degradación y sus embustes. 

El tema de fondo tiene que ver con la cultura política y el acumulado de un saber social en el que, sobre prácticas anómalas, se han sostenido históricamente unas fuerzas y hegemonías políticas que, aunque estén claramente en decadencia, se mantienen todavía incrustadas en los fundos de la burocracia, con el arrastre concomitante de sus vicios.

Así que, más allá de un conjunto de reformas legislativas, de lo que se trata es de un profundo proceso de transformación cultural que lleve a la clausura de la institucionalidad vigente y a la vindicación de nuevas formas de convivencia que, en el orden material y simbólico, refunden los cimientos del poder y den lugar a un nuevo sujeto y saber colectivo, inscrito en una renovada escala de valores y capaz de poner en cuestión los imaginarios que han confiscado el pensamiento y comportamiento de los electores.

Es la apuesta por un país de hombres y mujeres cuyas virtudes conduzcan a un nuevo universo de sentidos, entendiendo que las actitudes y el comportamiento ético no deviene de los conjuntos normativos ni es asunto de leyes o de tal o cual articulado; al fin y al cabo, mucho de aquello sobre lo que se propone legislar ya se prescribe en las normas. Lo que corresponde es que medios, instituciones, centros educativos, personas y organizaciones sociales y políticas se comprometan con un ejercicio de pedagogía social, cuyo propósito final sea refundar el pensamiento y por esa vía la cultura política.

Una sociedad en donde, más que la formalidad de un conjunto de instrumentos que reglamenten la participación, la democracia sea asumida como un estilo de vida, una conducta que trascienda la rigidez de las formas jurídicas y los esquemas institucionales. Es decir, en donde más que una grafía de procedimientos, el ejercicio de la política sea el punto de convergencia del comportamiento y las actitudes cotidianas de los ciudadanos, respetando sus procedencias, sus formas de vida y sus identidades sociales y culturales.


*Economista-Magister en Estudios políticos.