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martes, 16 de enero de 2018

S.O.S. TUMACO



Orlando Ortíz Medina*

Catorce personas asesinadas en las dos primeras semanas del año advierten sobre lo que será el 2018 si se siguen aplazando medidas para atender la situación cada vez más deteriorada y violenta del municipio de Tumaco. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, en 2017 se cometieron 222 asesinatos, 46 % más que los ocurridos en 2016, según un informe anterior del Instituto de Medicina Legal.

Para los organismos del Estado, son hechos que obedecen a la disputa por el control territorial que se libra entre organizaciones como el ELN, las disidencias de las Farc, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y otros grupos, rezagos del paramilitarismo o la delincuencia organizada, que operan en zonas tanto urbanas como rurales.

La verdad es que la situación debe verse desde una perspectiva diferente, pues lo que ocurre es el reflejo de la falta casi total de capacidad que ha mostrado el Estado para ejercer su soberanía, lo que se expresa también en la precariedad de los indicadores de desarrollo del municipio; eso sí, si se entiende la soberanía como algo que va más allá de la presencia militar.

Tumaco es un municipio de cerca de 200.000 mil habitantes, con predominio de población afrocolombiana e indígena, 88,8 % y 5,1 %, respectivamente. El 48,74 % que habita en la zona urbana vive con Necesidades Básicas Insatisfechas –NBI- y el 16,73 % en condiciones de miseria, situación que es todavía más dramática en la zona rural, en donde el 59,32 % de su población padece NBI y el 25,90 % vive en condiciones de miseria; tasas de lejos superiores a la del departamento de Nariño, que llega al 26.09 %, y a la nacional que llega a 27,78 %[i]. El Índice de Pobreza Multidimensional -IPM- es de 84.5 % para el total de población del municipio, con un 74 % en la parte urbana y 96.3 % en la zona rural[ii].

El envío de 2000 soldados con el que el gobierno inauguró sus acciones para el 2018 es una respuesta que preocupa, por un lado, porque no ofrece nada nuevo y, por otro, porque al final puede resultar peor el remedio que la enfermedad. Está comprobado que la militarización, lejos de ser una solución eficaz y definitiva a los problemas, puede llevar a exacerbar la situación de violencia y generar nuevos hechos de desplazamiento de sus pobladores, que son los que al final tienen que buscar cómo sobrevivir al fuego cruzado de quienes, incluidas las fuerzas del Estado, convierten sus lugares de vivienda y de trabajo en escenarios de guerra. 

La envalentonada del ejército será insuficiente sin medidas que ataquen integralmente una problemática con profundas raíces sociales y producto del abandono de un Estado con fuertes rezagos centralistas, que ha dejado al descuido no solo a este sino a la mayoría de municipios de la costa pacífica, pese a su importancia estratégica y su abundante y variada riqueza natural y cultural.

Aunque también, producto de un modelo de explotación de los recursos naturales de corte esencialmente extractivista que, antes que generar retorno y valor agregado sobre el territorio, ha llevado a su degradación y mantiene a la mayoría de sus habitantes deambulando en el desempleo o la informalidad, cuando no inmersos en una variada gama de actividades económicas ilícitas, parte de lo cual explica la dramática situación que hoy se vive en las zonas urbanas y rurales. Un modelo de explotación, no de desarrollo, en el que tienen origen diversas modalidades de exclusión, traducida en concentración de la propiedad de la tierra[iii], despojo, desplazamiento[iv], agotamiento del mercado interno y transformación abrupta de la vocación productiva.

Fue precisamente la ausencia de Estado lo que posibilitó que floreciera y se extendiera hasta niveles hoy prácticamente inmanejables el cultivo de hoja de coca, que terminó sustituyendo a los productos de comercialización o consumo tradicional, los cuales poco a poco se han ido acabando ante la falta de una infraestructura que potencie su desarrollo y los consolide como verdaderas fuentes de vida de quienes históricamente allí han habitado.

Tumaco tiene el innoble privilegio de ser el primer productor de hoja de coca, con 23.148 hectáreas sembradas, 16 % del total de hoja de coca producida en el país, de acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito –UNODC-[v]; una situación que alimenta los niveles de conflictividad y soporta la existencia de los grupos que se disputan el control de las rentas ilícitas, mostrando capacidad superior a la del Estado para ejercer un poder que ha permeado la institucionalidad y las formas de vida e integración social. Algo supremamente costoso para comunidades que, por su tradición cultural, fundan en el ser y el quehacer colectivo sus fuentes de sobrevivencia.

Y es que, aunque no se reconozca, la política con que se ha intentado hacer frente a esta problemática, basada fundamentalmente en el despliegue de las fuerzas del Estado y la erradicación de los cultivos, ha sido hasta ahora un rotundo fracaso, tanto en Tumaco como en cualquier otro de los municipios del país. Es difícil actuar contra un producto al que, en medio de la quiebra ética que a todos los niveles se vive en el país, le ha sido fácil romper las barreras que pudieran impedirle moverse dentro de la ilegalidad, incluidos los cordones de seguridad de las autoridades civiles y militares, algunos de los cuales terminaron más bien formando parte de sus escudos de protección.

Lo anterior sin dejar de mencionar las enormes ventajas con que cuenta para su producción y comercialización: mercado asegurado, fácil acceso a insumos, redes de distribución, precios normalmente al alza, mano de obra disponible, pago en efectivo y contra entrega, elevados porcentajes de rentabilidad, etc., que es justamente de lo que carecen los productos de uso y consumo tradicional de la zona. 

Cierto es que con las propuestas de erradicación se han formulado iniciativas de sustitución, una modalidad que, en teoría, tendría cauces mejores por donde conducirse, porque conlleva paralelamente la implementación de alternativas para que los campesinos encuentren opciones que les permitan retornar a sus cultivos de tradición o a otros que en todo caso los alejen de la producción y el comercio de ilícitos. Es, además, una forma distinta de entender tanto la problemática como las propuestas de solución, que implica la construcción de acuerdos con las comunidades y el compromiso del Estado de disponer del apoyo financiero, técnico, logístico y las condiciones de seguridad que las hagan viables.  

Pero es cierto también que tampoco ellas han funcionado, porque las condiciones complejas en que se han tratado de implementar suelen no responder a situaciones urgentes de resolver, como cuando los campesinos tienen que lograr el flujo de caja diario que requieren para su subsistencia. Asimismo, porque estamos frente a un Estado que no sólo no cuenta con la capacidad institucional sino tampoco con la solvencia fiscal que le exige una intervención de tan costosa factura luego de tantos años de atraso; menos aún sin la confianza de las comunidades que una y otra vez reclaman por el reiterado incumplimiento de los cientos de acuerdos que durante los últimos años han firmado.

Si de capacidad institucional se trata, nos referimos a la existencia de un entramado burocrático que en sus ámbitos local, departamental y nacional ha sido incapaz de armonizar el tejido social, construir significaciones colectivas y crear lazos vinculantes entre las comunidades y entre estas con el Estado; que arrastra las inercias de un pasado desde el que ha estado permeada por las élites y que hoy, peor aún, ha sido cooptada por las mafias y la corrupción. En fin, que avanzadas ya dos décadas del siglo XXI se mantiene lejos de reunir las condiciones que la pongan a la altura de los requerimientos de un nuevo modelo de gobernanza moderno, trasparente y eficiente, que dé reconocimiento y legitimidad a las actuaciones del Estado.

En el entrevero de esa institucionalidad se sostiene la hegemonía de unos sectores que, con origen en el bipartidismo, hoy difuso en una gama variopinta de representaciones personalizadas, enlodaron el ejercicio de la política y negaron la posibilidad de que otros sectores y otras formas de representación cobraran vida, frenando así el desarrollo de una cultura democrática que hoy se expresa en los bajos niveles de participación ciudadana, el clientelismo, el nepotismo, la compraventa de votos  y, más grave aún, en el asesinato sistemático de quienes intentan emerger con propuestas alternativas venidas de las propias organizaciones sociales y de las comunidades que hasta ahora han estado marginadas.

La solución al problema de los cultivos de uso ilícito es desde luego una condición imperativa para la consolidación de la paz y la recuperación del orden y el tejido social y productivo de Tumaco,  pero tiene que tener origen en una perspectiva que salga al paso a la continuidad del proyecto militarista que ha estado en cabeza de los grupos paramilitares, las organizaciones guerrilleras, las bandas delincuenciales y todavía del propio Estado, que hoy se reafirma  con la llamada operación “Éxodo 2018”.

Se trata entonces fortalecer la capacidad institucional del Estado y el establecimiento de medidas que den forma a un proceso de recuperación del tejido social y productivo, mejoramiento de la infraestructura pública, acceso a servicios básicos de uso colectivo y ampliación del espectro democrático que se traduzca en la apertura de canales de diálogo y concertación, que den lugar a agendas viables y en las que el Estado tenga claro cómo disponer de los recursos físicos, humanos, técnicos y financieros, además de las garantías de seguridad, que demanda lo que finalmente es un proceso de restablecimiento de condiciones que solo será posible con horizontes de mediano y largo plazo.

Lo anterior sin perjuicio de que se fijen medidas dirigidas a resolver factores que deban ser resueltos en el corto plazo, pero que en todo caso deben entenderse como parte de una ruta que inevitablemente debe conducir al establecimiento de soluciones duraderas. La atención de emergencia, las medidas puramente humanitarias y de connotación asistencial, la oenegización de la solución de las problemáticas no pueden sustituir las acciones que sólo desde el Estado deben tomar lugar a través de políticas públicas emanadas de escenarios de participación y concertación entre los diferentes actores que tienen asiento en los territorios.

Son los fundamentos de una ética civil lo que debe imponerse y que implica la consideración del conflicto en una órbita que nos habla de la quiebra de un modelo de sociedad y de sus formas de supervivencia. Pero, sobre todo, una ética que se asuma como el nuevo norte a alcanzar en el ejercicio de la política y que tenga como base el cumplimiento de la obligación del Estado de garantizar su realización. Máxime cuando se trata de quienes desde posiciones críticas reivindican su derecho a ser, a pensar y a actuar diferente, sin que ello implique el sacrificio de sus vidas.

*Economista-Magister en Estudios Políticos

[ii] Documento complementario al Perfil Productivo del Municipio de San Andrés de Tumaco Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Tomado de: http://www.redormet.org/wp-content/uploads/2016/01/documento-complementario-san-andres-de-tumaco.pdf
[iii] El coeficiente de Gini de tierras del municipio para el año 2012 era de 0.85, con una tendencia al aumento durante los últimos años. Ver: Documento complementario al Perfil Productivo del Municipio de San Andrés de Tumaco, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Tomado de: http://www.redormet.org/wp-content/uploads/2016/01/documento-complementario-san-andres-de-tumaco.pdf
[iv] Tumaco es el segundo municipio con mayor número de población desplazada interna a nivel nacional. De acuerdo con la UARIV hasta noviembre de 2016 se habían registrado un total de 121.329[iv] personas desplazadas, uno de los más altos a nivel nacional. 
[v] https://www.unodc.org/documents/colombia/2017/julio/CENSO_2017_WEB_baja.pdf

jueves, 12 de octubre de 2017

La paz es el bien supremo, lo ratificó la Corte.


Orlando Ortiz Medina*


Complace sobremanera el espaldarazo que la Corte Constitucional le da al acuerdo de paz firmado entre el gobierno y las FARC, al otorgarle blindaje jurídico durante los próximos doce años, que significa que, sea quien sea que llegue al gobierno, no podrá desconocer ni modificar su contenido. La decisión es saludable en medio del ambiente de incertidumbre y las dificultades a que se ha venido enfrentando el proceso de implementación, enrarecido aún más por la campaña electoral en curso.

No se hubiera entendido que el guarda superior de la constitución hubiera fallado en sentido contrario,  habida cuenta de que el derecho supremo a la paz prima sobre cualquier otro derecho y es, contra toda evidencia y en el mar de  controversias que todavía se susciten, el anhelo principal de la mayoría de los colombianos.

El fallo es también un reconocimiento a los efectos positivos del proceso, pues nadie, ni sus más enconados enemigos, pueden desconocer  lo que ha significado en disminución de acciones de violencia, pérdida de vidas y mayor tranquilidad para los colombianos, en especial para quienes viven en los lugares más apartados del país, a los que sí que se les debe en materia de garantía de derechos constitucionales. Aunque no únicamente, especialmente con ellos en este caso se reivindica la Corte. 

La paz, como con toda razón se ha venido reclamando desde muchos sectores, es una política de Estado y no el siempre precario desarrollo de la política coyuntural de un gobierno; más de cinco décadas de confrontación armada tuvieron que haber servido para iluminar a la Corte en su acertada decisión; nada, ya se dijo, puede estar por encima del bien supremo de la paz para un país que ha pagado con un sacrifico innoble las equivocaciones de unos y la tozudez de otros, que todavía ven en la idea de “hacer trizas los acuerdos” un compromiso patriótico y un acto de defensa de la institucionalidad y del estado de derecho, como maniqueamente lo han venido reclamando. Contra ellos y sus vacuos argumentos también se pronunció  la Corte.

Eso sí, debemos ser conscientes de que el blindaje jurídico, con todo lo que ello significa, no redime del todo los riesgos ni les quita bríos a quienes desde otros frentes se van a seguir atravesando hasta ver consumado su fracaso. Algunos sectores políticos redoblarán sus esfuerzos y dispararán a cualquier blanco y con  cualquiera de sus alfiles para atizar el fuego, porque saben que en las próximas presidenciales el dilema entre la posibilidad de que se consolide la paz o se siga por el camino de la guerra continuará siendo un factor decisivo para ganar el voto de los electores, en medio de ese discurso de odio con el que a muchos de ellos se les ha envenenado su criterio y su voluntad de decisión.

Otros deseábamos que, superado el dilema de la paz o de la guerra que ha orientado la campaña presidencial de los últimos veinte años,  en la agenda de hoy se destacaran otros puntos: el de la corrupción, por ejemplo, tan sensible a la honra de una nación que naufraga en el fango de heces que brota por las venas de unas élites descompuestas, y otros que se siguen aplazando, como la búsqueda de respuestas frente a la disminución de la pobreza, la corrección de las brechas de desigualdad y el abandono en que se mantiene una inmensa parte de la población. Pero, otra vez, ello no será posible, por un lado, porque ventilar el problema de la corrupción va a tocar a líderes y bases de esas mismas élites, untados como están de sus propias excreciones y, por otro, porque posibles salidas al flagelo de la pobreza y la desigualdad ponen en cuestión sus intereses y su sistema de privilegios.

Paz o guerra seguirán pues en la cartelera, porque ayudan a distraer de los problemas a los que verdaderamente la sociedad y el Estado deben encararse para allanar los caminos que conduzcan a una paz estable y duradera, y porque frente a una tribuna voluble, desinformada y no menos pendenciera es más fácil actuar como pandilleros que como auténticos adalides de ideas y propuestas, en un país que no merece más el destino que en mala hora los prohombres de su burocracia le han endilgado. 

El Centro Democrático, Cambio Radical y algunos sectores del Partido Conservador o el Partido de la U, alinean hoy sus fichas y dejan ver sus coincidencias, que siempre las han tenido, y se muestran como el bloque poderoso que seguirá capitalizando a su favor –qué vergüenza y qué ausencia de fundamento ético- los horrores de la guerra. El presidente de la Cámara de Representantes, Rodrigo Lara Restrepo, el Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez –de nuevo qué vergüenza-, son la muestra más fehaciente de cómo desde posiciones claves del establecimiento se cocina la campaña electoral en favor de los que, sólo por ver realizados sus intereses y ambiciones personales, no les importaría un siglo más de sangre y de vidas inmoladas, que por supuesto no serán las de ellos ni las de sus familias. Para ello están los campesinos, los indígenas, los afrocolombianos, los habitantes de los barrios populares que son los que, en cualquiera de los frentes, siempre han tenido la tarea de poner los muertos.

Con el beneplácito del fallo de exequibilidad, a las fuerzas políticas alternativas y progresistas les corresponde hacer lo propio para resistir el embate de quienes aspiran a que el país retorne a los tiempos de barbarie, de los que, si bien todavía hemos salido muy poco, hay hechos que nos muestran que sí es posible encontrar la luz al final del túnel. Mal harían en equivocarse en el camino y en medio de sus egos, divisiones y personalismos terminar abonándole el camino a quienes, ahora más que nunca, por el bien supremo de la paz que en buena hora ha ratificado la Corte, se les debe cerrar el paso. Amanecerá y veremos.



*Economista-Magister en Estudios Políticos

lunes, 29 de mayo de 2017

La falla de la Corte

Orlando Ortiz Medina*


El abrupto reversazo de la Corte Constitucional que declaró inexequibles los literales h y j del Acto Legislativo 01 de 2016, mediante el cual se creó el procedimiento especial, conocido como fast track, para simplificar en el Congreso los trámites de aprobación de los acuerdos pactados con las FARC, nos lleva a pensar si, más que jurídica, el órgano de control tomó esta vez una decisión política, a juzgar también por los cambios que últimamente han tenido lugar en su composición, en donde viene ganando terreno un sector perteneciente a un ala más conservadora del derecho y la política.

Si así fuera, sería profundamente grave para la democracia y, más aún, para el propósito superior que anima hoy a la mayoría de los colombianos: el de lograr por fin la consolidación de una paz estable y duradera.

Los dos literales establecían que los proyectos de ley y de acto legislativo no podrían ser modificados si con ello se alteraba el contenido de los acuerdos y que cualquier modificación requería el visto bueno del Gobierno; asimismo, que para su aprobación, tanto en comisiones como en plenarias de Senado y Cámara, se debería votar en bloque y no uno a uno los articulados. Con esta nueva decisión, la Corte deja sin piso tales disposiciones y abre la posibilidad no sólo de que el Acuerdo sea modificado sino de que se haga más lento su trámite en el Congreso; es decir, lo golpea en su médula y pone en vilo lo que era ya el resultado de un pacto sellado luego de cuatro largos años de negociación. Se asimila también a esa parte del país para el que la búsqueda de la paz es un asunto secundario, el mismo que dijo no en el plebiscito, el que prefiere seguir danzando al son de los tambores de la guerra y al que hoy, ya desmovilizadas y resguardadas en sus zonas de concentración, le cuesta reconocer que las FARC le han venido cumpliendo al país en su promesa de renunciar a las armas como medio para alcanzar y defender sus ideales políticos. 

Hasta ahora la Corte se había manifestado a favor de la constitucionalidad de las decisiones tomadas tanto en el ejecutivo como en el legislativo. Recordemos, por ejemplo, que avaló la convocatoria al plebiscito del pasado dos de octubre, para el que se redujo incluso el umbral de participación al 13 %; le otorgó al Congreso la potestad de refrendar el Acuerdo después de la derrota sufrida en las elecciones; aprobó el mecanismo de vía rápida  para dar trámite a las reformas que de inmediato debían emprenderse para facilitar la reinserción  de los miembros de las FARC a la vida civil, y le dio curso  a la amnistía y a la creación de la Justicia Especial para la Paz -JEP-. Sorprende entonces la cabriola con la que hace ahora más tediosa la tarea y genera más incertidumbre frente a su proceso de implementación.

Los magistrados que mayoritariamente votaron a favor de la modificación del acto legislativo se ampararon en este caso en una mirada dogmática e instrumentalista del derecho, al que convirtieron en una barrera inflexible, apegados a esa obsesión leguleya tan propia de nuestra historia constitucional. Olvidaron que éste ha sido un acuerdo pactado en el marco de un modelo de justicia transicional, con características especiales que lo dotan de cierto grado de excepcionalidad y, si se quiere, de “anormalidad jurídica”. 

Más inexplicable aún, desconocieron la supremacía del derecho a la paz, consagrado en el Artículo 22 de la Constitución Nacional, en cuya defensa argumentaron su polémica decisión. Qué mayor defensa de la Constitución –cabría preguntarles- que la de evitar ponerle cortapisas al propósito de seguir avanzando en el camino hacia la paz para un país que, como Colombia, intenta salir de más de cinco décadas de estar tan duramente golpeado por la violencia.  

No es procedente que la búsqueda de la paz y la consolidación de la democracia queden subordinadas a cierta forma de interpretación de las prescripciones legales, que al fin y al cabo no son más que eso, interpretaciones. De lo que se trata hoy es de entender el momento histórico que vive Colombia y saber estimar en su justa medida la cuota válida e incontrovertible de los fundamentos legales, pero sin dejar valorar lo que corresponde al campo más complejo de las demandas y las condiciones políticas, casi siempre en franca confrontación.

Una decisión dogmáticamente apegada al positivismo jurídico puede afectar, y de qué manera, las relaciones políticas y los juegos de poder inmersos en ellas; aquí ha sido evidente que la decisión de la Corte provocó la hilaridad y una inclinación de la balanza a favor de quienes quieren “hacer trizas” el Acuerdo de paz. La sabiduría de la Corte como guardiana principal de la Constitución está cifrada en este caso en cuánto logra encontrar el equilibrio entre la necesidad de cuidar el mero instrumental jurídico y normativo que otorga el derecho, y la de poder asegurar para toda la sociedad el bien supremo e insustituible de la paz, que está más allá de lógicas puramente procedimentales.

Hay que tener presente la responsabilidad ética que le asiste a quienes tienen en sus manos este tipo de decisiones, en este caso la Corte y lo que a partir de este fallo pueda ocurrir en el Congreso de la República. No sería nada ético -que es en lo que se debe cifrar la estatura y estructura de cualquier Estado y de su orden institucional-, desconocer el contenido de un acuerdo entre un Gobierno y un grupo armado que luego de cuatro duros años de negociación han encontrado el punto medio para terminar con una confrontación de más de cincuenta años. Denotaría una falta absoluta de seriedad, una burla a las FARC y a esa parte del país que de distintas formas participó en la definición de los acuerdos; asimismo, a la comunidad internacional que tanto ha apoyado y tan pendiente ha estado del desarrollo de estos acontecimientos en Colombia.

Se debe insistir en que la mejor forma de defender y evitar que sea sustituida la Constitución es facilitando las condiciones para que el país supere el estado de violencia, todo lo contrario a lo que dejó la Corte luego de su discernimiento.

Lo anterior, máxime cuando hablamos de una institucionalidad que sí que ha estado ausente o ha sido sustituida en gran parte del país, sobre todo en el de la periferia, en donde son los actores armados, la corrupción, las economías ilegales, las maquinarias políticas y distintas formas de para-Estado las que han impuesto sus propias reglas de juego; en fin, en donde lo que menos ha estado vigente es la Constitución, justamente porque el derecho a la paz no ha sido garantizado y el Estado de derecho no han sido para sus pobladores más que una realidad ficcional en la que no se han visto representados, o una entelequia jurídica que se puede manosear al antojo de las coyunturas, los intereses o la filiación política de ciertos núcleos de privilegiados.

El Gobierno ha tratado de suavizar el impacto del mazazo de la Corte con el argumento de que aún conserva mayorías en el Congreso, lo que le facilitaría garantizar la aprobación de los acuerdos; es parcialmente cierto y olvida que entramos ya en plena campaña para elecciones de Congreso y Presidente en el 2018 y que, habilidosos como son, los congresistas se van a llenar de bríos y lo van a condicionar para aprobarle sus propuestas. Ya los veremos haciendo cálculos para saber en qué momento y a cuál bus finalmente se suben, si al que quiere seguir por el camino hacia la paz o al que quiere retornar a los parajes de la guerra; todo depende de en donde se aviste más pulposa la bolsa de los votos.

Así que, gracias a la falla de la Corte seguirán endosados nuestros anhelos de paz a los ardides de los parlamentarios, sus instintos pecuniarios y sus aspiraciones burocráticas; los problemas fundamentales del país volverán a estar al margen de la agenda de partidos y candidatos y nos veremos de nuevo decidiendo entre el menos malo de los aspirantes. La continuación o no de la guerra definirá otra vez nuestro destino, por lo menos en lo que a elección de presidente se refiere. 


*Economista-Magister en Estudios Políticos.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Navidad, ahora sí soplan vientos de paz



Orlando Ortiz Medina*

En esta navidad, ninguna o tal vez una menor cantidad de soldados estará internada en lo más profundo de la manigua. Aunque el patrullaje y la presencia en ciertas zonas se mantienen, habrá seguramente más tropa acantonada en los cuarteles y una gran parte de la misma tendrá permiso para pasar y celebrar con su familia, esta vez sin necesidad de mostrar falsas victorias ni traer de muestra cadáveres de personas engañadas y ajenas a la guerra. Lo justamente merecido en el marco del comportamiento y la ética del buen soldado.

Para quienes aún así estén lejos cumpliendo con la prestación de su servicio, sus padres y madres podrán estar más tranquilos, sin preocuparse de que en algún momento un oficial del ejército llame a comunicarles que su hijo lastimosamente murió en un combate cumpliendo con el deber de “dar su vida por la Patria”.  “Quédense tranquilos que con ayuda de Dios regresaré vivo y hasta de pronto pasemos la navidad y el año nuevo juntos” es la promesa siempre dicha por el soldado a sus familiares cuando es enrolado a las filas. Cuántos no lograron cumplirla y de ellos hoy no queda más que la foto de un féretro cubierto por una bandera que sus padres y madres alumbran en el altar de una sala o en el de esa patria en la que nunca lograron entender porque tenían que matarse con sus semejantes, muchas veces sus propios familiares.  

Sí, todo ello es posible porque si bien no podemos decir, ni en Colombia ni en el mundo, que tuvimos el mejor de los años, sí es un hecho que la guerra, especialmente el conflicto con las FARC, poco a poco fue cediendo en el curso de las negociaciones llevadas a cabo por el gobierno de Juan Manuel Santos y hoy prácticamente ha finalizado, pese a los enconados enemigos, todavía altivos y valientes, que con discursos demagógicos o mentirosos niegan los resultados e insisten en oponerse a que el país pare su desangre. 

Como los hechos son tozudos, hay que decirles a los escépticos y a los que simplemente insisten en desconocer los avances del proceso que, de acuerdo con las declaraciones dadas a RCN por la general Clara Galvis, subdirectora médica del Hospital Militar Central, “hace cinco años eran más de 400 los militares heridos en enfrentamientos y a fecha de hoy tenemos sólo un herido en combate”.

Según los datos, dados a conocer también por el ministro de Salud Alejandro Gaviria, en 2011 ingresaron al hospital 424 militares por traumas en combate, la cifra se fue reduciendo significativamente hasta llegar solamente a 31 en 2016. Por efecto de minas antipersonal, en 2011 ingresaron 233 militares y en 2016 sólo 20. Si en 2011 fueron 100 militares amputados, en 2016 la cifra se redujo a 10. En promedio, en todos los casos la reducción estuvo por encima del 90 %.

Aunque cualquiera que sea la cifra siempre será alta, pues un solo muerto, herido o amputado es un hecho inmerecido, no es poco lo que se puede destacar como resultado del proceso con las FARC, que fue el factor que más incidió, según la misma declaración de la general Galvis.

Con todas las tribulaciones que se presentaron, incluida la terquedad de los que todavía se sirven y se recrean en la guerra, sobre todo cuando ella directamente no los toca, Colombia dio este año un paso firme y trascendental. Si bien no hemos llegado al clímax, y falta mucho para ello, hay que reconocer que soplan vientos de paz y que ojalá en el año que viene, y los sucesivos, este proceso se siga consolidando. Debemos descontar también, lastimosamente, los cerca de cien defensores de Derechos Humanos y líderes sociales asesinados por esas cohortes innombrables de forajidos, que siguen ordenando apretar el gatillo desde sus encumbradas posiciones de poder o desde la comodidad de sus escritorios.

En los sitios donde hoy acampan los integrantes de las FARC, por su parte, no vemos hoy los rostros rígidos ni las ceremonias de formación o las rutinas diarias de ejercicio que los preparan para la guerra, sus caras son más alegres y sonrientes, se les nota más libres, en ropas más ligeras y sin los pertrechos de combate en la espalda.

Como en cualquier casa de familia, en los lugares de concentración, guerrilleros y guerrilleras han armado pesebres; de los árboles que les servían como cubierta frente al enemigo ya no cuelgan sogas o trampas, sino vistosas guirnaldas; las bombas son ahora aquellas de cauchos de colores infladas a pulmón y no de las que mutilan y destrozan cuerpos de hombres o mujeres, soldados o guerrilleros, que durante tantos años vimos traer en  pavorosas bolsas plásticas, muchas veces exhibidas como trofeos.

En las ranchas ya no se prepara sólo el aguadepanela o los carbohidratos insípidos hechos de afán a los que estaban obligados por la escasez o porque de repente debían ser abandonados y a medio hervir si llegaran a ser atacados por el avión fantasma o los helicópteros artillados. Ahora, en pailas y ollas inmensas se preparan viandas navideñas: natillas, buñuelos, variedad de dulces, se rezan novenas y se cantan tutainas. No existe la zozobra del ataque, ahora tienen su tiempo libre y mientras esperan que se sigan concretando los acuerdos juegan futbol, escuchan música, leen o se toman el tiempo para conversar, rememorando seguramente cuando en otras navidades la tarea consistía en cuidar al secuestrado protegiéndose de la pirotecnia que no exactamente provenía de volcanes floridos o luces de bengala.

Los fusiles cuelgan de percheros improvisados cerca a figuras de Papá Noel o hunden parte de su cañón en la tierra como árboles sembrados; los cambuches, ahora más elaborados, tienen camas más estables y con colchones y cobijas abrigadas para resistir el frío; las mujeres toman tiempo para maquillarse porque ahora, aunque rústicos, cuentan con espejos y tocador permanente; hay algunas embarazadas y disfrutan saber que su salida de la guerra va a significar un futuro mejor para ese hijo o esa hija que esperan.

En uno y otro lado vemos hoy la cara amable de los guerreros, mostrándose en sus sensibilidades y como seres humanos para los que la fiesta, los ritos navideños y la nostalgia también forman parte de sus vidas, independiente de creencias, ideologías o religiones, o de a quien pertenezca o represente el arma que llevan al cinto. Son hombres y mujeres que están aprendiendo a desandar la guerra, aprendizaje al que se resisten o que tanto les cuesta a otros, ilustres funcionarios o exfuncionarios de alta gama, dogmáticos religiosos u odiosos usurpadores de la muerte.

Para TODOS ¡Feliz Navidad!


*Economista-Magister en Estudios Políticos

sábado, 19 de noviembre de 2016

¿Elegibilidad o democracia?


Orlando Ortíz Medina*


En la posibilidad de que los excombatientes de las FARC accedan espacios de representación dentro de los mecanismos legales de elegibilidad, descansa en gran medida la superación exitosa del conflicto armado en Colombia. Una salida adversa sería un contrasentido y significaría no haber puesto el acento en el lugar que en la actual coyuntura histórica corresponde: sacar las armas de la política y facilitar los espacios que hagan de ella un ejercicio civilizado y a la altura de las sociedades modernas.

Debemos entender que estamos en la búsqueda de salidas para la superación de un fenómeno que se manifestó en casi la totalidad de países de América Latina y cuya existencia involucra razones y responsabiliza actores que van más allá de los movimientos guerrilleros. Asimismo, que hunde sus raíces en factores de orden político, económico, social e incluso cultural, que no se pueden obviar cuando se trata de sacar adelante una alternativa para la desmovilización y reintegración a la vida civil de quienes por circunstancias históricas decidieron alzarse en armas contra un sistema y un Estado en el que no se vieron representados.

Reconocer estos antecedentes, que son los que configuran la realidad política del presente, es un imperativo a la hora de argumentar sobre la pertinencia o no de que a los miembros de las FARC se les otorgue el beneficio de la elegibilidad política, una vez hayan dejado de las armas.

La elitización de las dirigencias políticas y la burocratización de los partidos de gobierno en cabeza de ciertos grupos  de poder, así como la obstrucción y represión de formas de organización y representación que no estuvieran bajo su égida, fueron, en el caso de Colombia, factores que estimularon la progresión  del conflicto armado y más adelante su degradación. A lo anterior se sumó su resistencia a que se implementaran las transformaciones que permitieran corregir las diferentes formas de exclusión y marginalidad generadas por el establecimiento, que alentaron también el avance de la confrontación armada.

El bipartidismo, hoy -en esencia- el mismo aunque con ramificaciones, desde mediados del siglo XIX ha tenido el monopolio en el control del Estado y sus instituciones, lo que nos consagró tempranamente como un régimen de democracia restringida. El Frente Nacional, si bien puso fin a la violencia bipartidista, reafirma un siglo después, sólo que con mayor vehemencia, el carácter excluyente del régimen y consolida un poder hegemónico con visos autoritarios, que al amparo del estado de sitio, hoy estado de excepción, con el que se mantuvo durante casi su toda su vigencia, otorgaba facultades especiales a las fuerzas armadas, con todo lo que ello significó en materia de restricción a las libertades, violación de los derechos humanos y restricciones al ejercicio de la actividad política.

En las décadas del 80 y el 90, a un fuerte auge de formas de organización política y social fundadas sobre nuevos liderazgos, justamente en reclamo de mayor democracia, se respondió con una brutal represión y muchos de sus integrantes fueron asesinados, desaparecidos u obligados al exilio.

Estudiantes, líderes políticos, sociales y sindicales, indígenas y afrocolombianos, artistas, intelectuales y defensores de derechos humanos, principalmente, fueron víctimas de la actuación conjunta entre las fuerzas armadas del Estado y organizaciones paramilitares, que se resistían a aceptar que propuestas políticas alternativas tuvieran un lugar en el escenario del debate público. Aun bajo la formalidad un régimen de democracia civil, el país asumió las características de las dictaduras que en los años 70 y 80 se tomaron de facto el poder en varios países de América Latina.

El caso más emblemático es el de la Unión Patriótica, partido político que surge de los diálogos entre las FARC y el gobierno de Belisario Betancur a comienzos de los años ochenta, y del que la mayoría sus integrantes fueron asesinados. Entre ellos dos candidatos presidenciales, senadores, alcaldes, concejales, ediles y cientos de líderes de base.

De manera que en Colombia la democracia ha sido un concepto vacío de contenidos y está lejos todavía de la posibilidad de encontrar sentido como expresión de la libertad y el ejercicio de la autonomía, razón de ser de la política.

Una democracia realmente ajena a la institucionalización de una cultura y un pensamiento democrático, en la que el ciudadano promedio se nutre de representaciones que giran alrededor de la pasividad, la apatía y el desprecio por el ejercicio de la política; que se acomodó, además, al ritmo de la violencia y de prácticas como la compra y venta de votos, el clientelismo, el nepotismo y la corrupción, convertidas en el canal de creación de sus vínculos con las dirigencias políticas, y por esa vía con el aparato del Estado.

Cambios institucionales como los procesos de descentralización política y administrativa iniciados desde mediados de los 80, o la propia constitución de 1991, no produjeron transformaciones significativas en las costumbres políticas ni llevaron a una reconfiguración de las dirigencias en la mayoría de los ámbitos estatales. Por el contrario, el reacomodamiento de antiguas hegemonías, algunas en alianza con organizaciones criminales, llevaron a una serie de efectos regresivos y frustraron las esperanzas que la nueva constitución había dejado sobre territorios, grupos étnicos, mujeres, comunidades con opciones sexuales diversas y otros sectores hasta ese momento olvidados.  
Los partidos, ni de izquierda ni de derecha, no han logrado convertirse en verdaderas fuerzas ideológicas o con fundamentaciones programáticas o filosóficas, que convoquen a una masa crítica y cualificada de ciudadanos. Aferrados a la tradición, el caudillismo, el clientelismo y otras formas de perversión de la política, en asuntos de democracia seguimos siendo una mayoría silenciosa, cuando no de jaurías o borregos.

En este contexto, el tema de la elegibilidad política es también un acto simbólico y reparador que consagra la apertura del régimen, no solo y necesariamente a favor de las FARC sino de esa parte de la sociedad que, además de estar condenada a la marginalidad y la exclusión política, terminó siendo víctima de la exaltación y la prolongación de la guerra, en el marco de un ordenamiento político que la promovió o posibilitó las condiciones por donde pudiera conducirse.

Corresponde al establecimiento asumir la cuota de responsabilidad que le asigna el devenir de la historia, cuando fue inferior para asegurar su presencia y construir legitimidad en la mayoría del territorio. Asimismo, para tener dentro de su activo el monopolio legítimo de la fuerza y garantizar la protección de los derechos y el libre ejercicio de las libertades políticas ciudadanas. Estado y sociedad deben estar dispuestos a que se faciliten las condiciones para quienes están dispuestos a dejar las armas y continuar su vida política por las vías legales, pues no se trata sólo de la transformación del discurso y la práctica de quien busca salir de la guerra sino también del entorno político, social e institucional al que está dispuesto a acogerse.

Hay que reconocer que hubo unas condiciones históricas, así como una forma de interpretar el ejercicio de la política, que llevó a muchos hombres y mujeres de esta y de otras latitudes a tomar el camino de la insurgencia, pero que hoy están dispuestos a trascender y a asumirlo desde otras modalidades y dimensiones; esto debe no sólo posibilitarse sino estimularse.

Es también entender que, como tal, en su proceso de desmovilización, el excombatiente no se despoja de su investidura ni renuncia a su condición de sujeto político; pues es lo que da sentido y valora su rol ante la sociedad y el Estado, antes, ahora y en lo que en lo sucesivo sea su vida y actividad política.

De manera que antes que estigmatizar y seguir censurando su pasado, se debe validar su legítima pretensión de estar representado en los órganos de control del Estado, su aspiración a tomar parte en espacios de decisión, su inclusión en escenarios de gobernanza y su disposición a vincularse a procesos de elección en los ámbitos territoriales o nacionales. Es la consecuencia lógica del paso de la acción política con armas al ejercicio político legal. 

Negar la posibilidad de que quienes deponen las armas accedan a cargos de elección popular es seguir oponiéndose a que la democracia avance en su proceso de maduración y a que otras fuerzas puedan tener representación en las instancias del gobierno y el Estado, que es justamente en donde en parte tuvo su origen el conflicto armado que hoy estamos tratando de superar.

Avanzar hacia una nueva dimensión social y cultural que reelabore el sentido y la razón de ser de la política, que es finalmente la aspiración de la mayoría de la sociedad colombiana, no puede ser algo que se instrumentalice solamente a favor del Estado o los intereses de ciertos sectores.

No se debe olvidar tampoco que las FARC no fueron vencidas y que su derecho a elegir y ser elegidos está en la esencia de los resultados de la negociación; este es, quiérase o no, uno de los saldos políticos del proceso.

*Economista-Magister en Estudios Políticos