jueves, 30 de agosto de 2018

Consulta anticorrupción, la cifra es lo de menos


Orlando Ortiz Medina*

 Los casi doce millones de votos alcanzados en la consulta del 26 de agosto, con los que, como en plebiscito del dos de octubre de 2016, nos faltaron cinco pal´ peso, al final solo reafirman una cosa: perdimos los que venimos insistiendo en la necesidad de la moralización del país y el fortalecimiento de la democracia, y ganó de nuevo el país quedado en la apatía, el acostumbramiento y la complacencia mayoritaria de una sociedad postrada ante quienes han sido sus padrinos y corruptores políticos, de los que al mismo tiempo ha alimentado su avaricia o logrado sostener su precaria y cuestionable sobrevivencia.

Los resultados, una vez más, demuestran la despreocupación casi generalizada de una ciudadanía que ha visto hacer de la política otra más de las formas de degradación de una humanidad deslucida en sus principios y valores, avanzados ya más de tres lustros del siglo XXI. Una degradación que ha lesionado profundamente las formas de cohesión e integración social y que terminó siendo, además, caldo de cultivo de la violencia y la perversión de la gestión pública, en donde hoy están las principales barreras para que se produzcan los cambios requeridos hacia el ingreso al umbral civilizatorio que, en prácticamente en todo el mundo, reclama la comunidad política.

Se validó otra vez la patente de corso de particulares o agentes de Estado que estimulan y celebran la comisión de delitos, y de los que, antes que llamar y comprometer al ciudadano con su rechazo, lo involucran en prácticas que hacen del mismo un aplicado borrego, especializados como están en banalizar el rol de las instituciones jurídicas y estimular costumbres contrarias a las reglas del derecho.

Quienes celebran la cifra de votación alcanzada, elevada solo si se compara con anteriores eventos electorales, deberían pensar que ello no es más que un lánguido consuelo, si se tiene en cuenta que la participación no representa más de un 32% del potencial electoral, cifra realmente insignificante, tratándose de un país en el que la corrupción –principal objeto de la convocatoria- es hoy su flagelo más deplorable.

Pero la cifra es lo de menos cuando se trata de un asunto de mayor complejidad y que al final es el reflejo de la quiebra ética que, a todos los niveles, vive la sociedad colombiana. Agentes del gobierno o el Estado, dirigencias políticas, sector privado y sociedad civil, en distintas proporciones, por omisión o compromiso, están incursas en el declive moral que nos acusa.  

Por donde quiera que se las mire, lo que las cifras muestran es que seguimos siendo una sociedad indolente, tolerante con la corrupción y sin mayor capacidad de indignación y reacción frente a los hechos a los que cotidianamente nos someten bandidos de carrera con títulos dudosos y galardones en el pecho, quienes con sus intríngulis y triquiñuelas han logrado la validación y legitimación de un régimen y un sistema de organización de la sociedad y del Estado por cuyas venas no fluye más que el pus de su degradación y sus embustes. 

El tema de fondo tiene que ver con la cultura política y el acumulado de un saber social en el que, sobre prácticas anómalas, se han sostenido históricamente unas fuerzas y hegemonías políticas que, aunque estén claramente en decadencia, se mantienen todavía incrustadas en los fundos de la burocracia, con el arrastre concomitante de sus vicios.

Así que, más allá de un conjunto de reformas legislativas, de lo que se trata es de un profundo proceso de transformación cultural que lleve a la clausura de la institucionalidad vigente y a la vindicación de nuevas formas de convivencia que, en el orden material y simbólico, refunden los cimientos del poder y den lugar a un nuevo sujeto y saber colectivo, inscrito en una renovada escala de valores y capaz de poner en cuestión los imaginarios que han confiscado el pensamiento y comportamiento de los electores.

Es la apuesta por un país de hombres y mujeres cuyas virtudes conduzcan a un nuevo universo de sentidos, entendiendo que las actitudes y el comportamiento ético no deviene de los conjuntos normativos ni es asunto de leyes o de tal o cual articulado; al fin y al cabo, mucho de aquello sobre lo que se propone legislar ya se prescribe en las normas. Lo que corresponde es que medios, instituciones, centros educativos, personas y organizaciones sociales y políticas se comprometan con un ejercicio de pedagogía social, cuyo propósito final sea refundar el pensamiento y por esa vía la cultura política.

Una sociedad en donde, más que la formalidad de un conjunto de instrumentos que reglamenten la participación, la democracia sea asumida como un estilo de vida, una conducta que trascienda la rigidez de las formas jurídicas y los esquemas institucionales. Es decir, en donde más que una grafía de procedimientos, el ejercicio de la política sea el punto de convergencia del comportamiento y las actitudes cotidianas de los ciudadanos, respetando sus procedencias, sus formas de vida y sus identidades sociales y culturales.


*Economista-Magister en Estudios políticos.


sábado, 26 de mayo de 2018

SE LLAMA GUSTAVO PETRO


Y es hoy la esperanza y está cerca de concretar el sueño de esa parte del país que nunca se ha sentido representada en quienes durante más de dos siglos de vida republicana nos han gobernado.
Es el líder en torno al cual se agrupa un movimiento social que hasta ahora no solo se había sentido huérfano de representación política, sino al que no se le veía vocación alguna de poder y convicciones serias de que sí era posible llegar a la presidencia de la república y derrotar a las viejas maquinarias que tienen al país sumido en la violencia, la miseria y la exclusión de una gran parte de su ciudadanía.
Es el único que tiene una propuesta a la altura de las demandas y necesidades del siglo XXI, para un país que requiere avanzar hacia la modernización e integración competitiva en los escenarios internacionales, pero con un modelo en donde se haga frente a las consecuencias del cambio climático, se proteja el medio ambiente, se dé lugar a una economía productiva generadora de empleo y de riqueza, de cuyos resultados nos beneficiemos todos.
En su propuesta el Estado Social de Derecho será una realidad y el acceso a la salud, la educación, el empleo, la seguridad alimentaria, la vivienda digna, serán posibles sin distingo de ninguna índole para hombres y mujeres.


En torno a Gustavo Petro se congregan representantes de todos los partidos y fuerzas sociales y políticas, de izquierda, liberales, conservadores, sectores religiosos, sin partido, jóvenes, mujeres, población LGTBI, afros, indígenas, campesinos, etc., porque él representa la idea de una sociedad pluralista, incluyente y que sabe que la consolidación de la paz necesita de la construcción de una nueva identidad en la que quepa el país megadiverso y variopinto que somos.
En esta primera elección después de que se han desmovilizado las FARC como organización armada, el país ha dado un salto importante, porque se ha develado que sus problemas estaban mucho más allá del conflicto armado entre el Estado y las guerrillas, y que la búsqueda de medidas para hacer frente a la pobreza, la corrupción, la politiquería es lo que está a la orden del día.
Votar por Gustavo Petro es empezar a abrir el camino por donde debemos conducirnos para que colombianos y colombianas podamos, por fin, ir hacia el encuentro de esa Colombia que nos ha sido negada y que esperamos disfruten al menos nuestras próximas generaciones.
Se llama Gustavo Petro y es el presidente que Colombia necesita. Vamos por el triunfo en la primera vuelta.





domingo, 20 de mayo de 2018

Presidente Trump, usted es un grandioso…



Orlando Ortiz Medina* 

Con una placa al fondo que señala la ubicación de la nueva sede de la embajada de su país en Jerusalén, Ivanka Trump, junto a su esposo, Jared Kushner, despliega una amplia sonrisa; junto a ellos está otro grupo de emisarios del gobierno norteamericano que, también sonriendo, aplauden y comparten el momento de euforia: celebran el traslado de la sede diplomática y el aniversario número setenta de la creación del Estado de Israel. Jared Kushner, además de yerno del presidente Trump y viejo amigo del primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, es también el enviado de paz de su gobierno a Oriente Próximo. 

En ese mismo momento, a ochenta kilómetros, en la franja de Gaza, el ejército israelí asesina a más de sesenta palestinos y hiere a más de dos millares que justamente marchaban contra la decisión del mandatario gringo de cambiar de lugar su casa en Israel, por razones del conflicto que históricamente ha enfrentado a estas dos naciones hasta ahora ubicada en Tel Aviv. 

Quienes fueron asesinados iban armados tan solo de su dignidad, que ha sido siempre la principal fortaleza de los palestinos. Fue a esa dignidad a la que los israelíes respondieron con sus armas de fuego, sin importar la presencia de niños, niñas, mujeres y adultos mayores, todos civiles, que acompañaban el acto pacífico y legítimo de protesta con el cual conmemoraban lo que para ellos no ha sido más que setenta años de catástrofe, Nakba en árabe; es decir, de usurpación y ocupación de su territorio, destierro, condena al exilio, bloqueo económico y desconocimiento de su derecho a una nacionalidad y a la soberanía de su Estado. 

Además de una provocación y una criminal afrenta contra el pueblo palestino, la decisión del traslado de la sede diplomática es una más de las maneras con las que al lunático presidente le gusta lucir su soberbia y el ego henchido con que acostumbra a pasarse por encima de las normas de la decencia, y en este caso sobre todo de los protocolos de la diplomacia, el respeto a los derechos, al orden jurídico internacional y a la autonomía de las naciones. 

Que su hija y su yerno rían mientras al otro lado niños, niñas, hombres y mujeres se desangran bajo el fuego del principal de sus aliados en el Oriente Próximo no significa nada; al fin y al cabo estamos frente al representante de un país que ha construido su poder y hegemonía gracias a su instinto invasor, sobre el que no ha tenido freno para perpetrar todo tipo de agresiones y poner bajo su albedrío a otras naciones del mundo; fue “un día de gloria”, como lo dijo el primer ministro Netanyahu, a quien, como punta de lanza de este acto de barbarie, ratifica como el cofrade número uno de su pandilla en la región. 

Qué ofensa más grande para la humanidad que el presidente de una potencia mundial y un Primer Ministro consideren glorioso, o “un gran día para la paz”, un hecho tan luctuoso como el que hoy le corresponde vivir a los palestinos; es la máxima expresión de la quiebra ética y la cumbre de la deshumanización en el ejercicio del poder y la conducción de un Estado por parte de quienes se siguen considerando amos y señores de la humanidad y miran a los demás como simples parias que  no tienen derecho a una nacionalidad, un territorio, un Estado y al respeto a su dignidad como seres humanos. 


Pero es también una prueba de lo poco que significa para las potencias el derecho internacional y el insulso rol al que han reducido a organismos internacionales a los que, como las Naciones Unidas, han puesto bajo su arbitrio, dejando de paso a los demás Estados miembro como elegantes y decorativas figuras. Se refleja allí el espíritu retardatario y el ímpetu colonialista que aún se respira de los viejos gobiernos imperiales y se lesiona el espíritu civilizador que debe orientar las relaciones internacionales para que la solución de los conflictos se enmarque dentro de lógicas que no sean las de las atrocidades de la guerra. 

Con su arrogancia y su impronta belicosa, Donald Trump no solo ha dado una bofetada a los esfuerzos de paz que con el apoyo de la comunidad internacional se han venido haciendo para encontrar una salida pacífica al conflicto entre israelíes y palestinos, sino que reafirma el rumbo por el que ha querido conducir las relaciones de su país con el resto del mundo, con el que solo busca afianzar su ambición de dominio, rehusando las salidas diplomáticas, a las que sustituye por su estirpe intimidadora y pendenciera; pues al traslado de su embajada a Jerusalén se suman acciones como la salida del Pacto de París contra el cambio climático, el bombardeo sobre Siria, la ruptura del acuerdo nuclear con Irán y la revisión de tratados comerciales con los que busca conculcar derechos adquiridos por otros países en las relaciones de intercambio. Lo anterior sin dejar de mencionar la dura posición que en su propio territorio ha tomado contra la población migrante, sobre la que suele pronunciarse con todo tipo de expresiones xenófobas, racistas y humillantes. 

Es la sintomatología de un ego y una personalidad enferma y trastornada, que por capricho de quien es su depositario se convierte en el ego y la razón de ser de una nación; sin duda un retroceso para una ciudadanía que, como la norteamericana, se reclama como una de las más avanzadas de la civilización y la democracia moderna. 

El señor se solaza con el fuego de la guerra y se pasa por encima de las vicisitudes de un conflicto de ya más de siete décadas en el que se cruzan todo tipo de complejidades de orden histórico, religioso, político, económico, cultural, etc., que lejos está de solucionarse con el prontuario y el culto a los insidiosos guerreristas que hoy se sientan en los sillones del poder. 

Respaldar la actuación genocida del ejército de Israel argumentando la defensa de su soberanía en un territorio que está en disputa es un contrasentido, cuando la declaración de su Estado por parte de Israel, en 1948, fue hecha de manera unilateral y pasándose por encima de los reclamos y las pretensiones que sobre el mismo territorio legítimamente reclama la comunidad palestina. En esas circunstancias, ningún país puede legitimar derecho alguno como se ha hecho ahora por parte de los EE. UU. y se ha imitado ya por parte del gobierno de Guatemala y respaldado por el candidato presidencial Iván Duque en Colombia; es lo que acudiendo a la prudencia y con la sindéresis que ordena la diplomacia han hecho la mayoría de naciones, entre ellas algunas de las grandes potencias. 

La creación de dos Estados, uno Palestino y otro Israelí, es lo que ha estado en el centro de las soluciones y es la salida por la que se debe seguir abogando; los palestinos buscan que Jerusalén Oriental sea la capital del Estado que quieren fundar en Cisjordania y en la Franja de Gaza; pero los israelíes, mientras tanto, gracias a su mayor riqueza y poderío bélico y al apoyo incondicional de su aliado americano, han ido apoderándose cada vez de una mayor porción del territorio con un costo enorme en vidas y en vulneración y violación de los derechos de la comunidad palestina, saltándose los compromisos históricos y alejando cada vez más las posibilidades de una solución pacífica. 

Hoy es claro que son los derechos del pueblo palestino los que deben ser reconocidos y respetados, la comunidad internacional debe mostrar firmeza frente al capricho del Estado sionista y su aliado norteamericano; no estamos en las épocas oscuras de las barbaries invasoras y el sometimiento al espíritu colonialista de las grandes potencias, cuyas pretensiones expansionistas deben ser proscritas de las bitácoras de sus agendas. 

Al señor presidente Trump, con todo respeto, como se acostumbra a decir ahora cuando se va a proferir cualquier vituperio o expresión baladí, no resta más que recordarle que, frente a la dignidad y fortaleza de los palestinos y sobre el dolor por la sangre que todavía lloran de sus hermanos muertos, él seguirá siendo nada más que un grandioso hijo de puta. 



*Economista-Magister en Estudios Políticos 


sábado, 17 de marzo de 2018

Ángela María

Foto de Ángela María y Petro el día que anunciaron la Vicepresidencia
Foto tomada del Twitter de Ángela María

Orlando Ortiz Medina*


Una acertada decisión y un paso firme ha dado el candidato de Colombia Humana, Gustavo Petro, al elegir como su fórmula presidencial a la actual representante a la Cámara Ángela María Robledo.

Con una hoja de vida impecable y con el talante ético del que infortunadamente carecen la mayoría políticos colombianos, en Ángela María Robledo las mujeres tienen a una verdadera defensora de sus derechos, tarea a la cual ha dedicado su esfuerzo en los diferentes cargos que por elección popular o como funcionaria pública ha desempeñado a lo largo de su vida.

Pero, más allá de su intensa lucha por la defensa de los derechos de la mujeres, que sin duda es uno de sus más grandes méritos, ha sido, en general, una ferviente defensora de los derechos humanos, en lo que cabe resaltar su compromiso con las víctimas del conflicto armado, especialmente quienes han sido objeto de violencia sexual, y de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, en donde, entre otros, jugó un papel protagónico en la elaboración y promulgación de la Ley de infancia y adolescencia.

Ángela María, psicóloga de profesión, es ante todo una trabajadora social que llegó a la actividad política para poner en la agenda del debate público las demandas de los sectores sociales tradicionalmente excluidos. Ese ha sido fundamentalmente su rol en el Congreso de la República, en donde, en más de una ocasión, ha sido destacada como la mejor parlamentaria.

Está comprometida con que la consolidación de la paz siga adelante porque desde su lugar como mujer, como lideresa y como congresista sabe de lo costosa que ha sido para el país una guerra de la que todavía muchos se quieren seguir lucrando o buscan capitalizar a favor de sus intereses políticos o económicos.

Esta es sin duda una fórmula ideal que va a convocar a quienes están convencidos de que Colombia necesita una opción realmente alternativa, capaz de renovar la política, dispuesta a hacerle frente a males tan endémicos como la corrupción y a insistir para que Colombia no siga siendo el país en el que unos pocos viven de sus enormes privilegios, mientras muchos otros deben arreglárselas en el día a día para lograr su sobrevivencia.

Ángela María se suma a la propuesta de una Colombia más justa, más equitativa; a un programa de gobierno que pone en el centro la defensa de la vida, el uso responsable y democrático de los recursos naturales, la lucha contra todas las formas de exclusión y discriminación contra hombres y mujeres y el respeto a quienes piensan y profesan ideas diferentes. Asimismo, un desarrollo económico a cuyos beneficios accedan todos los sectores sociales y que tenga como fundamento el acceso a la educación y la gestión del conocimiento; que antes que discriminar integre armónicamente la vida y las dinámicas de campos y ciudades, ausente en el modelo que hasta ahora ha dominado en Colombia.

En esta polarización en la que se ha sumido el país, con una extrema derecha que, aunque a espaldas de las mayorías, se siente cada vez más fortalecida y un centro imaginario cada vez más diluido y muy poco claro en sus formas y contenidos, los ciudadanos y ciudadanas que nos hemos sentido excluidos por un sistema político y económico diseñado para sostenerse en las desigualdades tenemos hoy una posibilidad histórica.

Gustavo Petro y Ángela María Robledo condensan en su propuesta muchos años de esfuerzo y abren un espacio para que todos los movimiento sociales, y quienes no se sienten representados o convocados por las viejas élites y maquinarias políticas, tomen el lugar que les corresponde frente las decisiones que se necesitan para que el país se encause por las sendas del cambio.

Quienes, con alguna razón, descreen en la política, desconfían, son escépticos, han sido indiferentes, abstencionistas, etc., deben tomar posición; lo contrario es ceder el derecho que como ciudadanos les asiste para ser parte del destino de sus territorios, de su vida personal y familiar o de sus colectividades e intereses grupales.

Recrear la política, profundizar la democracia, consolidar la paz y pasar la dolorosa página de la violencia que aún hoy sacude al país es un compromiso de todos. Encontrar para ello a quienes logren liderar y encausar esos cambios ha sido un viejo anhelo, tantas veces frustrado, incluso porque quienes han encarnado esa posibilidad han sido asesinados. Respaldar la opción de Ángela María Robledo y Gustavo Petro abre de nuevo esa esperanza. Ojalá que esta vez la vida no sea asesinada en primavera.


*Economista-Magister en estudios políticos


domingo, 11 de marzo de 2018

Ahora o ahora

Orlando Ortíz Medina*

Muy gallardo y consecuente con la coyuntura y los resultados tanto de las consultas, como de Senado y Cámara de hoy, aún en proceso de conteo; Gustavo Petro ha hecho un nuevo llamado a Sergio Fajardo, Humberto de la Calle y todos los sectores alternativos para que concurran en una propuesta de unidad.

Ojalá ellos demuestren que tienen la humildad y sobre todo la inteligencia política suficiente para acudir a este llamado y entender que no otra cosa se puede hacer en este momento que es realmente histórico para Colombia.

Los resultados de la consulta son halagüeños, sin duda, fue una excelente votación la que se alcanzó, pese a las adversidades y las condiciones tan desiguales en que se enfrenta esta campaña.

Pero Gustavo Petro es consciente de que ello no es suficiente y que es necesario sumar otras fuerzas, máxime con la manera como va quedando conformado el Congreso, en el que siguen siendo mayoritarias las fuerzas de la derecha, lo que tampoco sorprende cuando sabemos el peso que en este tipo de elecciones juegan la corrupción y las maquinarias.

Si Fajardo, Navarro, Claudia, De la Calle y otros y otras que dentro de sus partidos encarnan algún tipo de liderazgo son inferiores a la hora de pensar y tomar una decisión consecuente con el llamado de esa parte del país que quiere y necesita un cambio, la historia sabrá pasarles una cuenta de cobro que nunca podrán pagar.

Es difícil, pero nunca como ahora habíamos estado tan cerca de la posibilidad de disputarle la presidencia a la derecha, los intereses que representa y sus mañosas maneras de encarar la política.

No hay que desconocer el liderazgo construido por Gustavo Petro para haber llegado a este punto; será digno que se le reconozca y qué mejor manera que deponer los egos, las prevenciones y acudir sensatamente a un diálogo que permita acumular las fuerzas que aún están dispersas.

La derecha y la extrema derecha sí son derrotables, eso es claro, sólo si el centro y la izquierda son capaces de mirarse como una opción posible, con sensatez y con espíritu de triunfo, más allá de los egos y la representaciones individuales.

*Economista-Magister en Estudios políticos 

sábado, 10 de marzo de 2018

Votar, sí, votar, pero no por los de siempre



Orlando Ortíz Medina*



Este 11 de marzo los colombianos elegiremos el nuevo Congreso de la República. Bueno, habrá que ver si realmente será nuevo o solo una reedición de lo que ya conocemos, incluida la vieja impronta que una y otra vez lo ha hecho merecedor del premio a la institución más desprestigiada de Colombia.

Esto, por supuesto, es algo de lo que no debemos regocijarnos, tratándose del órgano más representativo del sistema democrático moderno y en el que, para bien o para mal, todo lo que pase nos implica, independientemente de que hayamos o no participado en su elección.

Lo cierto es que no es un asunto menor el que nos convoca en ésta como en las próximas elecciones presidenciales, cuando estamos en un momento marcado por un conjunto complejo de situaciones, debido a la tensión que se produce entre esa parte de la ciudadanía que quiere que en el país se siga avanzando en el fortalecimiento de la democracia y la consolidación de la paz, y aquella que, por el contrario, insiste en que se mantenga el viejo estado de cosas que les permite a los de siempre sostener su sistema de privilegios.

La tradicional dirigencia de los llamados partidos históricos, hoy difuminada en nuevas marcas como Cambio Radical, el Partido de La U, Centro Democrático, Opción Ciudadana y los restos que aún quedan de los partidos Liberal y Conservador, buscan reafirmar la representación mayoritaria que siempre han tenido en el Congreso de la República, acudiendo como es costumbre a prácticas non santas como la compraventa de votos, el ofrecimiento de dádivas a los electores (el tamal es ya el más elemental de los ejemplos) y el uso y abuso de los recursos del Estado del que hacen gala muchos de quienes ofician como funcionarios públicos en alcaldías, gobernaciones y ministerios. Para no hablar de la vicepresidencia, desde donde sí que dejó bien armada su campaña el candidato a la presidencia de Cambio Radical, Germán Vargas Lleras.

Actualmente el Congreso de la República es una institución llevada al peor de los mundos, que se traduce, entre otros, en los escandalosos casos de corrupción en los que muchos de sus protagonistas son precisamente algunos integrantes de las bancadas allí representadas. Se ha convertido además en un cuerpo que legisla en contra de los intereses de las mayorías nacionales –que son las que no votan- y a favor de ciertos grupos de interés que representan en esencia a los grandes poderes y conglomerados económicos.

Son claramente estos últimos los que a través de sus fichas definen la estructura y el valor de los impuestos, los que deciden los presupuestos, los que reglamentan los sistemas de salud y de pensión, los que se oponen a que haya una estructura de propiedad de la tierra más productiva y democrática, los que reglamentan el modus operandi del odioso y chupasangre sistema financiero, para poner solo unos ejemplos. Dejar esas responsabilidades en sus manos es algo que no debe seguir permitiendo una ciudadanía civilizada.

Así las cosas, votar este domingo es ante todo un compromiso ético; dejar de hacerlo, además de ser una renuncia al tal vez más valioso derecho que tenemos hoy los ciudadanos, es condonar y cederle la razón a quienes, cómodos de vieja data en sus sillones, han carecido de la altura y la decencia suficiente para ocupar un lugar que solo está pensado para hombres y mujeres cuyos valores y virtudes no tengan tacha, cuya formación, historia y realizaciones los haga verdaderos merecedores de tener en su haber la delegación del poder ciudadano, hasta ahora tan envilecido y manoseado.

Si el solo hecho de votar es de suyo una responsabilidad ética, más lo es todavía la calificación de la decisión, a la que se debe valorar como un acto sagrado, como un reflejo de las propias virtudes, de la entereza que se requiere para no ceder a las tentaciones de los que, carentes de escrúpulos, han hecho de la política un festín de crapulosos, anegándola como una de las máximas expresiones de la inteligencia humana.

Que pensar políticamente sea al mismo tiempo actuar éticamente es una tarea tanto de electores como de candidatos. Nada habrá cambiado si ello no se asume como la base de una transformación cultural; si el ciudadano no entiende que sólo es tal si hace uso de sus derechos políticos y que es solo de esa manera que asegura también sus derechos sociales, civiles, culturales y ambientales.

Recuperar el sentido y la razón de ser de la política es tal vez el proyecto más a la orden del día, en un escenario en el que el país avanza en la tarea de encontrarle salida al conflicto armado, pero que es insuficiente si no se logra también la modificación de las costumbres políticas y la sustitución de quienes han manchado el honor de las instituciones y son responsables de que Colombia sea uno de los países más desiguales y de los más elevados índices de pobreza en la región y en el mundo.

A los ciudadanos y ciudadanas nos corresponde tomar posición en esa tensión que permea el actual panorama electoral, cuyos extremos se han ido polarizando entre sectores representados en la derecha y en la extrema derecha, por un lado, y sectores alternativos, por otro, en medio de un centro que por esa misma razón se ha venido diluyendo.

En cualquier caso, se insiste, la renovación es una tarea urgente; nada habrá cambiado y lejos estaremos de ese nuevo país que anhelamos si nos abstenemos de participar en las decisiones políticas, si seguimos dejando que sean otros los que acuerden por nosotros y, sobre todo, si el Congreso sigue quedando en manos de mayorías controladas por las mafias o endosadas a los meros intereses privados.

Hay opciones varias desde los sectores alternativos, en la Lista de la decencia hay un buen número de candidatos o candidatas entre los que se encuentran personas de la academia, las organizaciones sociales, los artistas o sectores independientes que están comprometidos en la tarea de renovar la política y lograr la profundización la democracia.

Entre ellos está el doctor Rafael Ballen, número 8 en el tarjetón para el Senado, un ejemplo de pulcritud y transparencia; Aída Abella, número 5 en el mismo tarjetón, que, después de muchos años de haber estado en el exilio, merecería una oportunidad de estar en el parlamento; Gloria Flórez Schneider, número 10 en el tarjetón, exsecretaria de Gobierno en la alcaldía de Gustavo Petro. La lista a la Cámara de representantes por Bogotá la encabeza la líder social María José Pizarro, número 101 en el tarjetón, por quien daré mi voto e invito a votar, además de Ana Teresa Bernal y María Mercedes Maldonado, también lideresas y funcionarias destacadas de la alcaldía de Gustavo Petro.

Hay candidatos de otros partidos que merecen igualmente recibir el apoyo, Iván Cepeda y Alirio Uribe, candidatos al Senado (N°10) y la Cámara de Representantes (N° 110), respectivamente, por el Polo Democrático, que ya han mostrado un excelente desempeño y su gestión ha sido muy bien calificada en el Congreso de la República.

Esperemos, con optimismo y con el compromiso honesto y responsable de la ciudadanía, que esta primera jornada electoral de 2018 nos ponga en el camino para ir hacia los cambios que imprescindiblemente y con tanta urgencia Colombia necesita.

*Economista-Magister en Estudios Políticos

martes, 16 de enero de 2018

S.O.S. TUMACO



Orlando Ortíz Medina*

Catorce personas asesinadas en las dos primeras semanas del año advierten sobre lo que será el 2018 si se siguen aplazando medidas para atender la situación cada vez más deteriorada y violenta del municipio de Tumaco. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, en 2017 se cometieron 222 asesinatos, 46 % más que los ocurridos en 2016, según un informe anterior del Instituto de Medicina Legal.

Para los organismos del Estado, son hechos que obedecen a la disputa por el control territorial que se libra entre organizaciones como el ELN, las disidencias de las Farc, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y otros grupos, rezagos del paramilitarismo o la delincuencia organizada, que operan en zonas tanto urbanas como rurales.

La verdad es que la situación debe verse desde una perspectiva diferente, pues lo que ocurre es el reflejo de la falta casi total de capacidad que ha mostrado el Estado para ejercer su soberanía, lo que se expresa también en la precariedad de los indicadores de desarrollo del municipio; eso sí, si se entiende la soberanía como algo que va más allá de la presencia militar.

Tumaco es un municipio de cerca de 200.000 mil habitantes, con predominio de población afrocolombiana e indígena, 88,8 % y 5,1 %, respectivamente. El 48,74 % que habita en la zona urbana vive con Necesidades Básicas Insatisfechas –NBI- y el 16,73 % en condiciones de miseria, situación que es todavía más dramática en la zona rural, en donde el 59,32 % de su población padece NBI y el 25,90 % vive en condiciones de miseria; tasas de lejos superiores a la del departamento de Nariño, que llega al 26.09 %, y a la nacional que llega a 27,78 %[i]. El Índice de Pobreza Multidimensional -IPM- es de 84.5 % para el total de población del municipio, con un 74 % en la parte urbana y 96.3 % en la zona rural[ii].

El envío de 2000 soldados con el que el gobierno inauguró sus acciones para el 2018 es una respuesta que preocupa, por un lado, porque no ofrece nada nuevo y, por otro, porque al final puede resultar peor el remedio que la enfermedad. Está comprobado que la militarización, lejos de ser una solución eficaz y definitiva a los problemas, puede llevar a exacerbar la situación de violencia y generar nuevos hechos de desplazamiento de sus pobladores, que son los que al final tienen que buscar cómo sobrevivir al fuego cruzado de quienes, incluidas las fuerzas del Estado, convierten sus lugares de vivienda y de trabajo en escenarios de guerra. 

La envalentonada del ejército será insuficiente sin medidas que ataquen integralmente una problemática con profundas raíces sociales y producto del abandono de un Estado con fuertes rezagos centralistas, que ha dejado al descuido no solo a este sino a la mayoría de municipios de la costa pacífica, pese a su importancia estratégica y su abundante y variada riqueza natural y cultural.

Aunque también, producto de un modelo de explotación de los recursos naturales de corte esencialmente extractivista que, antes que generar retorno y valor agregado sobre el territorio, ha llevado a su degradación y mantiene a la mayoría de sus habitantes deambulando en el desempleo o la informalidad, cuando no inmersos en una variada gama de actividades económicas ilícitas, parte de lo cual explica la dramática situación que hoy se vive en las zonas urbanas y rurales. Un modelo de explotación, no de desarrollo, en el que tienen origen diversas modalidades de exclusión, traducida en concentración de la propiedad de la tierra[iii], despojo, desplazamiento[iv], agotamiento del mercado interno y transformación abrupta de la vocación productiva.

Fue precisamente la ausencia de Estado lo que posibilitó que floreciera y se extendiera hasta niveles hoy prácticamente inmanejables el cultivo de hoja de coca, que terminó sustituyendo a los productos de comercialización o consumo tradicional, los cuales poco a poco se han ido acabando ante la falta de una infraestructura que potencie su desarrollo y los consolide como verdaderas fuentes de vida de quienes históricamente allí han habitado.

Tumaco tiene el innoble privilegio de ser el primer productor de hoja de coca, con 23.148 hectáreas sembradas, 16 % del total de hoja de coca producida en el país, de acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito –UNODC-[v]; una situación que alimenta los niveles de conflictividad y soporta la existencia de los grupos que se disputan el control de las rentas ilícitas, mostrando capacidad superior a la del Estado para ejercer un poder que ha permeado la institucionalidad y las formas de vida e integración social. Algo supremamente costoso para comunidades que, por su tradición cultural, fundan en el ser y el quehacer colectivo sus fuentes de sobrevivencia.

Y es que, aunque no se reconozca, la política con que se ha intentado hacer frente a esta problemática, basada fundamentalmente en el despliegue de las fuerzas del Estado y la erradicación de los cultivos, ha sido hasta ahora un rotundo fracaso, tanto en Tumaco como en cualquier otro de los municipios del país. Es difícil actuar contra un producto al que, en medio de la quiebra ética que a todos los niveles se vive en el país, le ha sido fácil romper las barreras que pudieran impedirle moverse dentro de la ilegalidad, incluidos los cordones de seguridad de las autoridades civiles y militares, algunos de los cuales terminaron más bien formando parte de sus escudos de protección.

Lo anterior sin dejar de mencionar las enormes ventajas con que cuenta para su producción y comercialización: mercado asegurado, fácil acceso a insumos, redes de distribución, precios normalmente al alza, mano de obra disponible, pago en efectivo y contra entrega, elevados porcentajes de rentabilidad, etc., que es justamente de lo que carecen los productos de uso y consumo tradicional de la zona. 

Cierto es que con las propuestas de erradicación se han formulado iniciativas de sustitución, una modalidad que, en teoría, tendría cauces mejores por donde conducirse, porque conlleva paralelamente la implementación de alternativas para que los campesinos encuentren opciones que les permitan retornar a sus cultivos de tradición o a otros que en todo caso los alejen de la producción y el comercio de ilícitos. Es, además, una forma distinta de entender tanto la problemática como las propuestas de solución, que implica la construcción de acuerdos con las comunidades y el compromiso del Estado de disponer del apoyo financiero, técnico, logístico y las condiciones de seguridad que las hagan viables.  

Pero es cierto también que tampoco ellas han funcionado, porque las condiciones complejas en que se han tratado de implementar suelen no responder a situaciones urgentes de resolver, como cuando los campesinos tienen que lograr el flujo de caja diario que requieren para su subsistencia. Asimismo, porque estamos frente a un Estado que no sólo no cuenta con la capacidad institucional sino tampoco con la solvencia fiscal que le exige una intervención de tan costosa factura luego de tantos años de atraso; menos aún sin la confianza de las comunidades que una y otra vez reclaman por el reiterado incumplimiento de los cientos de acuerdos que durante los últimos años han firmado.

Si de capacidad institucional se trata, nos referimos a la existencia de un entramado burocrático que en sus ámbitos local, departamental y nacional ha sido incapaz de armonizar el tejido social, construir significaciones colectivas y crear lazos vinculantes entre las comunidades y entre estas con el Estado; que arrastra las inercias de un pasado desde el que ha estado permeada por las élites y que hoy, peor aún, ha sido cooptada por las mafias y la corrupción. En fin, que avanzadas ya dos décadas del siglo XXI se mantiene lejos de reunir las condiciones que la pongan a la altura de los requerimientos de un nuevo modelo de gobernanza moderno, trasparente y eficiente, que dé reconocimiento y legitimidad a las actuaciones del Estado.

En el entrevero de esa institucionalidad se sostiene la hegemonía de unos sectores que, con origen en el bipartidismo, hoy difuso en una gama variopinta de representaciones personalizadas, enlodaron el ejercicio de la política y negaron la posibilidad de que otros sectores y otras formas de representación cobraran vida, frenando así el desarrollo de una cultura democrática que hoy se expresa en los bajos niveles de participación ciudadana, el clientelismo, el nepotismo, la compraventa de votos  y, más grave aún, en el asesinato sistemático de quienes intentan emerger con propuestas alternativas venidas de las propias organizaciones sociales y de las comunidades que hasta ahora han estado marginadas.

La solución al problema de los cultivos de uso ilícito es desde luego una condición imperativa para la consolidación de la paz y la recuperación del orden y el tejido social y productivo de Tumaco,  pero tiene que tener origen en una perspectiva que salga al paso a la continuidad del proyecto militarista que ha estado en cabeza de los grupos paramilitares, las organizaciones guerrilleras, las bandas delincuenciales y todavía del propio Estado, que hoy se reafirma  con la llamada operación “Éxodo 2018”.

Se trata entonces fortalecer la capacidad institucional del Estado y el establecimiento de medidas que den forma a un proceso de recuperación del tejido social y productivo, mejoramiento de la infraestructura pública, acceso a servicios básicos de uso colectivo y ampliación del espectro democrático que se traduzca en la apertura de canales de diálogo y concertación, que den lugar a agendas viables y en las que el Estado tenga claro cómo disponer de los recursos físicos, humanos, técnicos y financieros, además de las garantías de seguridad, que demanda lo que finalmente es un proceso de restablecimiento de condiciones que solo será posible con horizontes de mediano y largo plazo.

Lo anterior sin perjuicio de que se fijen medidas dirigidas a resolver factores que deban ser resueltos en el corto plazo, pero que en todo caso deben entenderse como parte de una ruta que inevitablemente debe conducir al establecimiento de soluciones duraderas. La atención de emergencia, las medidas puramente humanitarias y de connotación asistencial, la oenegización de la solución de las problemáticas no pueden sustituir las acciones que sólo desde el Estado deben tomar lugar a través de políticas públicas emanadas de escenarios de participación y concertación entre los diferentes actores que tienen asiento en los territorios.

Son los fundamentos de una ética civil lo que debe imponerse y que implica la consideración del conflicto en una órbita que nos habla de la quiebra de un modelo de sociedad y de sus formas de supervivencia. Pero, sobre todo, una ética que se asuma como el nuevo norte a alcanzar en el ejercicio de la política y que tenga como base el cumplimiento de la obligación del Estado de garantizar su realización. Máxime cuando se trata de quienes desde posiciones críticas reivindican su derecho a ser, a pensar y a actuar diferente, sin que ello implique el sacrificio de sus vidas.

*Economista-Magister en Estudios Políticos

[ii] Documento complementario al Perfil Productivo del Municipio de San Andrés de Tumaco Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Tomado de: http://www.redormet.org/wp-content/uploads/2016/01/documento-complementario-san-andres-de-tumaco.pdf
[iii] El coeficiente de Gini de tierras del municipio para el año 2012 era de 0.85, con una tendencia al aumento durante los últimos años. Ver: Documento complementario al Perfil Productivo del Municipio de San Andrés de Tumaco, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Tomado de: http://www.redormet.org/wp-content/uploads/2016/01/documento-complementario-san-andres-de-tumaco.pdf
[iv] Tumaco es el segundo municipio con mayor número de población desplazada interna a nivel nacional. De acuerdo con la UARIV hasta noviembre de 2016 se habían registrado un total de 121.329[iv] personas desplazadas, uno de los más altos a nivel nacional. 
[v] https://www.unodc.org/documents/colombia/2017/julio/CENSO_2017_WEB_baja.pdf

sábado, 6 de enero de 2018

¿Se retrocede o se avanza en el 2018?

Orlando Ortiz Medina*


Muy cuestionable el balance del año 2017 y mucha la incertidumbre sobre lo que nos espera en materia política para el 2018, año de debate electoral para el Congreso y la presidencia de la República.

Distintos hechos empañaron el primer año de implementación de los acuerdos logrados en La Habana y dejaron en evidencia que, más allá de la confrontación armada, había otro tipo de falencias tanto o más urgentes de resolver y que son muchos y muy fuertes los factores de resistencia que todavía hay que vencer para dejar atrás ese modelo de sociedad todavía sostenido en formas patrimoniales, caudillistas y excluyentes de acceder o mantenerse en el ejercicio del poder.

Quedó claro que en el Congreso sigue dominando una mayoría anclada en el conservadurismo, que insiste en mantener una institucionalidad hace rato caduca y lejos de estar a la medida de ese nuevo amanecer de país en el que anhelamos despertar. Más que el ideario de esa nueva nación que a mediano y largo plazo esperamos ser en la sociedad del posacuerdo, primaron los intereses inmediatos de quienes en las próximas elecciones aspiran a seguir ocupando un espacio de representación y a la que nada le dice el sumidero de descomposición por el que hoy se conduce el llamado recinto de la democracia.

Quienes se opusieron a que se aprobaran la reformas no asumen que la sola finalización de la confrontación armada no resuelve por sí sola las causas que le dieron origen, y que no modificar las condiciones que hicieron del sistema democrático una mera formalidad es dejar abierta la posibilidad que se editen, de hecho ya se está viendo, nuevas formas de violencia, fundadas en el reafincamiento de quienes aspiran a mantener el control de sus feudos políticos, el usufructo de las rentas legales o ilegales en los territorios y la captura del aparato institucional del Estado, como hasta ahora ha venido ocurriendo.  

Se hizo caso omiso de que, en paralelo con el proceso de finalización del conflicto con las organizaciones insurgentes, sobre el que también ya se avanza con el ELN, el país necesita fortalecer su democracia habilitando las condiciones para que grupos minoritarios y nuevas fuerzas políticas accedan al debate público; de igual manera, sistemas más abiertos y pluralistas de participación en la contiendas electorales, mecanismos más equitativos y transparentes de financiación de las campañas y un órgano de control electoral asegure independencia e imparcialidad frente a todos los sectores políticos a los que deben su funcionamiento; no hay que olvidar que en la precariedad de las formas de representación e integración al tejido de la democracia se explica en parte el origen y desarrollo del conflicto armado en Colombia.  

Ese era justamente el propósito del proyecto de reforma política presentado al Congreso de la República, que al final y como el personaje de Franz Kafka terminó convertido en un horrible insecto, sin forma ni pies ni cabeza; tal así que perdió sentido incluso para el propio gobierno que lo había presentado. Nadie al final daba un peso por el bodrio a que fue reducida la propuesta de articulado, recocinada para ser servida en bandeja y satisfacer la gula de los eternos comensales del Congreso de la República.

El hundimiento del proyecto anegó, entre otras, las posibilidades de que por lo menos se empezara a promover, tanto desde los viejos como de los nuevos partidos y otras formas de representación, la apropiación de la democracia como forma y contenido de una nueva narrativa de la vida y la actividad política.

En esa línea se explica también lo ocurrido con las Circunscripciones Especiales de Paz, aún hoy en el limbo jurídico, que pretenden dar representación a las víctimas de regiones que debido al conflicto no saben todavía lo que es formar parte de un Estado y menos aún de lo que significa haber ejercido sus derechos políticos. Acudir a argumentos maniqueos como que éstas fueron concebidas para beneficiar al nuevo partido político FARC, es desconocer que se trata de un espacio de apertura al país de las lejanías, que avanzado el siglo XXI está hasta ahora en las primeras de cambio para ser integrado a la institucionalidad y al espectro político nacional. Lamentable que la participación de las víctimas, que en sana lógica es parte de su derecho a la verdad, la justicia, la reparación y las garantía de no repetición, siga hasta ahora perdida en los intríngulis interpretativos y las leguleyadas de los presidentes de Cámara y Senado.

Entre tanto, mientras un Congreso en contravía decide la suerte de una nación anhelosa de cambio, cerca de 100 líderes sociales fueron asesinados durante el curso del año. Frente a ello, ese mismo ente y el propio gobierno no solo se mostraron indolentes, sino que se han negado a reconocer que se trata de hechos que responden a un propósito deliberado y sistemático, originado en la resistencia de sectores que buscan impedir que se emprenda la transformación de las situaciones en cuya base han estado los factores en que se ha sostenido el conflicto, es decir, la elevada concentración de la propiedad de la tierra, un modelo de explotación de los recursos que sirve en lo fundamental a los intereses de ciertos grupos económicos, y la corrupción fundada en el deseo de permanencia en el poder de algunas élites locales y regionales que actúan en connivencia con mafias instaladas en el modo de funcionamiento de la institucionalidad pública y privada.

Quienes están siendo asesinados son la representación de esa parte del país que en la sociedad del posacuerdo clama todavía por tener espacio propio, porque se garantice la seguridad, se proteja la vida y se deje para su disfrute la riqueza de sus territorios, además de que se cuente por fin con la presencia de un Estado que cumpla con sus deberes y obligaciones de promoción, protección y realización de sus derechos, que hasta ahora no han tenido la oportunidad de conocer.

Para ensombrecer un poco más el escenario en el que toma curso la implementación de los acuerdos, la aprobación de la Justicia Especial para la Paz –JEP-, su columna vertebral, pasó raspando y con modificaciones cuestionables tanto en el Congreso como en la revisiones de que ha sido objeto por parte de la Corte Constitucional.

El Congreso introdujo una limitante, prácticamente un veto, para quienes en los últimos cinco años, directamente o a través de terceros, hubieran gestionado o representado intereses en contra del Estado en materia de reclamaciones por violaciones a los Derechos Humanos, al Derecho Internacional Humanitario, al Derecho Penal Internacional o, en general, en hechos relacionados con el conflicto armado; asimismo, para quien pertenezca o haya pertenecido a organizaciones o entidades que hubieren ejercido tal representación. Es una posición que, además de inconstitucional, refleja el estigma que pesa sobre los defensores de derechos humanos, el temor de algunos agentes del Estado y de terceros que están implicados en la comisión de delitos y el sesgo ideológico que se quiere poner sobre el tribunal que se encargará de juzgarlos.

La Corte Constitucional, por su parte, abrió el camino para que civiles implicados en el conflicto, por ejemplo como financiadores de los grupos armados, o agentes del Estado distintos a los miembros de la fuerza pública dejen a su discrecionalidad si comparecen o no ante la JEP o deciden acogerse a los sistemas ordinarios de juzgamiento. Mal presagio frente a una justicia que hasta ahora se ha caracterizado por su inoperancia, y porque desconoce el objetivo que se busca con el modelo de justicia transicional, cual es el de que todos los actores comprometidos asuman su cuota de responsabilidad, como una forma también de despejar el camino que nos ayude a sanar las heridas, que sí que van ser duras de cicatrizar.  

Resta esperar lo que ocurra en las próximas elecciones de Congreso y Presidente de la República, en una campaña que vuelve sobre la polarización que se ha vivido en los últimos debates electorales en torno a una salida negociada o la confrontación militar con las organizaciones guerrilleras, que ahora se relaciona con el futuro que les espera a los acuerdos. Es decir, si a uno y otro llegarán quienes están dispuestos a continuar con su implementación o, por el contrario, quienes buscarán desconocerlos y van a reversar lo poco que hasta ahora se ha logrado avanzar.

La consolidación de la paz o la continuidad de la guerra, convertidos ahora más que nada en factores de manipulación del electorado, vuelven a ser entonces decisorios, especialmente para saber quién llegue a ocupar la silla presidencial. Las volteretas en el Congreso de algunos partidos que formaron parte del gobierno de la Unidad Nacional, particularmente el del exvicepresidente y hoy candidato de Cambio Radical, Germán Vargas Lleras, son la evidencia de cómo los viejos zorros de la política saben disponer las cargas para que mejor anden sus mulas. No importa el qué dirán. A lo mejor nadie dice nada.  

Pero es también una manera de poner un velo sobre uno de los hechos que más debería llamar la atención a los ciudadanos a la hora de elegir, como es el de la corrupción, que tanto eco ha tenido en estos últimos años y en los que están implicados buena parte de los representantes de los partidos cuyos líderes aspiran a la presidencia o a ser elegidos o reelegidos al Senado o la Cámara de Representantes.

De manera que si los electores no reaccionan tendremos nuevamente en el Congreso a personajes como el heredero de Kiko Gómez en La Guajira, los Ñoños, los Musa Besaile, los Zuccardi, los Char, los Gnecco, los Aguilar, etc., corruptos o parapolíticos de diferente cuño partidista, para nombrar solo a algunos de los que quedaron incluidos en las listas de Cambio Radical, el partido de La U, Opción ciudadana o Centro Democrático, que no son más que los nuevos odres a los que han ido a parar los antiguos militantes de los partidos Liberal o Conservador, también contaminados y de los que por ahora no va quedando sino el nombre.

Pero también hay que entender el reflejo de una polarización en la que se sintetizan dos modelos o visiones de país: por un lado, la de un sector retardatario que quiere que el estado de cosas se mantenga, en el que se inscriben los sectores de derecha y extrema derecha y, por otro, la de los sectores de izquierda o progresistas, dispuestos a dejar que se produzcan las transformaciones para que, en todas sus manifestaciones, la democracia y la paz sean el hecho fundante de una nueva versión de país y sociedad.

El hecho novedoso será la participación de la FARC en el debate electoral, que independiente de cuáles sean sus resultados es de todas maneras una señal positiva e inédita en la etapa más reciente de la historia de Colombia; les calla la boca a quienes todavía descreen que son posibles soluciones distintas a las que sólo buscan eternizar la guerra, reafirmando que su desmovilización es un hecho y que está en firme su acogida a los acuerdos y su disposición a seguir en la lucha política, esta vez por la vías legales y constitucionales.

Esperemos a ver si los electores castigan a quienes pese a sus antecedentes en hechos de corrupción, su doble moral y su negativa a dejar que el país avance en la creación de condiciones más dignas para todos los colombianos, esperan seguir gozado de las mieles del poder. Ojalá esta vez le den la oportunidad a fuerzas renovadas, que lleven al país al umbral civilizatorio que corresponde, avanzadas ya casi dos décadas del siglo XXI.

*Economista-Magister en Estudios Políticos