martes, 4 de abril de 2017

De Cajamarca a Mocoa



Orlando Ortiz Medina*


La tragedia que acaba de ocurrir en la ciudad de Mocoa, Putumayo, que deja alrededor de trescientas personas muertas, decenas de desaparecidos y miles de damnificados, nos lleva inevitablemente a que la relacionemos con lo ocurrido recientemente en el municipio de Cajamarca, Tolima, en donde sus habitantes dijeron no a la continuación de proyectos de exploración y explotación minera en su territorio.

Mientras en el municipio tolimense la comunidad celebra de manera entusiasta que haya triunfado la voluntad mayoritaria de defender la naturaleza, en Mocoa es esa misma naturaleza la que se reveló con toda su furia, dejando que el torrente impetuoso de tres de sus ríos se desbordara para arrastrar consigo, cada uno con su historia, barrios, hogares, personas, animales, enseres, vehículos… y todo lo que fue necesario para recuperar en la oscuridad de la noche el tamaño robado a sus cauces.

Lo de Cajamarca fue el rechazo ciudadano a un modelo de utilización y aprovechamiento del suelo y sus recursos frente al que se advierten enormes y onerosas consecuencias, como es el de la transformación abrupta de su vocación productiva, esencialmente agrícola, que llevaría a la deforestación, la contaminación y el agotamiento de sus fuentes hídricas y el agrietamiento y la erosión de sus montañas, entre otros; es decir, a un modelo que los dejaría expuestos a eventuales desastres como el que acaba de pasar en Mocoa.

¿Cómo no van a saber los campesinos lo que implica una explotación de oro a cielo abierto que exige el levantamiento de la placa vegetal, la remoción de miles de toneladas de tierra y seguramente el resecamiento o desvío de ríos y quebradas? El oro no es para ellos una riqueza sino una maldición que, por ahora, está enterrada; por eso prefieren que se quede allí, en el subsuelo, en el lugar que originalmente le asignó la madre tierra.      

Lo ocurrido en Mocoa es otra de esas ya consabidas tragedias anunciadas en las que la naturaleza pasa su cuenta de cobro, lastimosamente sobre los habitantes de las zonas más empobrecidas; es una ciudad de 45.000 habitantes, capital de un departamento que, además de haber sufrido todas las formas posibles de violencia, ha estado expuesto al saqueo y la explotación inmisericorde de su riqueza cultural y material, de la que sí ha estado muy bien dotado, sólo que puesta al servicio y la ambición desmedida de unos pocos, legales o ilegales.  

Así que esta tragedia no se debe estrictamente al torrencial aguacero del viernes 31 de marzo en las horas de la noche, sino a que los ríos, que hacen parte del paisaje de la ciudad, no encontraron el suficiente espacio para que fluyeran sus aguas, debido a que sus cauces han sido invadidos por basuras, desechos y otros residuos que los contaminan, ante la falta también de políticas gubernamentales para la adecuada disposición final de los mismos.

También es producto de la deforestación indiscriminada de los bosques, que sabemos sirven de contención a las aguas y a todo lo que ellas arrastran cuando estos fenómenos intempestivos de precipitación se presentan. Fenómenos que cada vez menos debemos considerar intempestivos, porque no son más que una de las manifestaciones del cambio climático, poco o nada tenido en cuenta en los planes de ordenamiento territorial o los planes de desarrollo de la mayoría de nuestros municipios, incluida por supuesto la majestuosa ciudad de Bogotá, pese a la supuesta capacidad gerencial de su actual alcalde.

En las imágenes pudimos apreciar, además, que también las riberas de los ríos estaban invadidas; allí, de manera improcedente, habitaban cientos de familias, muchas de las cuales hoy nos enlutan y otras permanecen a la intemperie, después de haber perdido sus pertenencias.

Ya sabemos que habitar en las riberas de los ríos es en Colombia otra forma de manifestación de la pobreza, pues allí suelen ubicarse, generalmente como invasores, personas en alto grado de vulnerabilidad, despojados de sus tierras, desplazados por la violencia o migrantes de las zonas rurales que buscan en las cabeceras municipales una mejor oportunidad para sus vidas. Qué ironía. 

El desastre, pues, no es natural, es el producto de un modelo de “desarrollo” que ha alterado la vocación y el uso del suelo con actividades económicas y prácticas de explotación insostenibles: extracción de madera, ganadería extensiva, minería, para citar sólo algunas. Asimismo, de la falta de políticas de prevención y, hay que decirlo, de una cultura ciudadana que lleve a que las comunidades asuman un sentido de pertenencia con sus territorios y adquieran mayor conocimiento y conciencia sobre la manera como se debe actuar con y frente a la naturaleza.

Cobra así mayor sentido el llamado de los habitantes de Cajamarca, que al unísono con lo ocurrido en Mocoa, demanda que autoridades nacionales, departamentales y municipales, así como sus ciudadanos, tomen nota de lo que en cada una de estas dos regiones ha acontecido. La consulta popular celebrada allí y las cerca de trescientas víctimas mortales en Mocoa deben verse como las dos caras de una misma moneda, que no es necesario lanzar al aire para saber cuál es la decisión que se debe tomar: reorientar las políticas de desarrollo, repensar las formas de explotación de los recursos naturales -o tomar la decisión de no hacerlo- e involucrar a la ciudadanía en decisiones que le conciernen en sus territorios, incluidos los planes de prevención o mitigación de riesgos, a los que inevitablemente está expuesta. Cuánto menos nos hubiera costado esta tragedia si ellos existieran

Propuestas que se acojan a lógicas integrales, a principios democráticos que respondan al interés colectivo y sobrepongan el bienestar público sobre el privado, son parte de las condiciones requeridas para lograr un desarrollo que genere menos desequilibrios con la naturaleza, más capacidad de adaptación y respuesta frente a los embates del cambio climático y caminos más expeditos para llegar a ser sociedades realmente sostenibles y ajenas a este tipo de calamidades.

Se requiere, además, una visión no escindida de fundamentos éticos, es decir, en donde se entienda que más allá de la racionalidad meramente económica existen otro tipo de opciones que es necesario tener en cuenta, sobre todo si se trata de actuar en función de una vida en dignidad para los seres humanos y para la preservación general de todas las especies vivas.

Es necesario promover una mayor autonomía de los territorios más alejados de los centros de poder y decisión, para lo que se requiere profundizar el modelo de descentralización, de manera que se reconozcan los contextos, las particularidades y potencialidades locales y por esa vía el respeto a la voluntad de sus autoridades y sus ciudadanos. Para ello se requiere superar el menosprecio que hasta ahora se ha tenido por la democracia local y el papel de las regiones en la formación del Estado y la construcción de nuevos horizontes.

La regiones no se pueden seguir mirando como esos lugares atrasados e inhóspitos que sirven sólo como despensas de recursos para ciertas actividades y sectores de la economía, pasando muchas veces por encima de los intereses de sus legítimos pobladores, a quienes se somete a la voluntad de las empresas nacionales o transnacionales, cuando no de los grupos armados o las mafias que actúan muchas veces en connivencia con los grupos económicos y políticos que han acaudillado el poder.

La solidaridad que el gobierno despliega y a la que convoca con los habitantes de Mocoa debe estar en correspondencia con el reconocimiento y el respeto que se debe a la decisión soberana recientemente tomada por los habitantes de Cajamarca; no se entendería que se muestre compungido ante la evidente magnitud del desastre y al mismo tiempo se empeñe en desconocer la voluntad de quienes precisamente esperan que se les escuche en su afán de evitar que este tipo de hechos se sigan presentando.

Nada ni nadie nos va a devolver a quienes lastimosamente fallecieron en ésta que es nuestra más reciente tragedia, y ojalá fuera la última; por eso suenan un tanto odiosas las insistentes afirmaciones del Presidente de la República de que “Mocoa después de la reconstrucción quedará mejor que antes”, como si hubiera paisaje alguno que reconstruido fuera capaz de recuperar y devolver al menos una vida, como si ello fuera suficiente para resarcir el dolor de las decenas de niñas y niños que han quedado huérfanos, de las madres  y padres que no volverán a ver a sus hijos, a sus esposos o esposas,  a sus amigos, a todos con los que compartir, incluso su pobreza, ya no será más que un doloroso recuerdo.

Cajamarca y Mocoa simbolizan hoy el sabor agridulce de dos realidades que se encuentran para enviarnos un solo mensaje: o se escucha a las comunidades y su llamado a que se respeten los sabios designios de la naturaleza o nos veremos condenados a seguir escuchando tan solo los cantos lúgubres del dolor y de la muerte.



*Economista-Magister en Estudios Políticos