sábado, 26 de diciembre de 2020

Migrantes, vacunas y derechos

 

Orlando Ortiz Medina*

 

El argumento de no generar un posible “efecto llamado”, con el que quiere justificar su decisión de negarle la vacuna a los migrantes venezolanos en situación irregular, carece de razones éticas y jurídicas


Foto de Xavier Donat
Las declaraciones del señor Iván Duque señalando que no se vacunará en Colombia a los migrantes venezolanos que se encuentren en situación irregular, deja claro el vacío de protección del que esta población es objeto, (Louidor, 2017)[i].

Las cargas ideológicas de ciertos sectores sociales y regímenes políticos, la ignorancia que de los tratados o acuerdos internacionales tienen algunos gobernantes o la simple negligencia para darles reconocimiento y asegurar su la aplicación, está dejando en la intemperie y condenando a la exclusión a este grupo poblacional, el migrante, que en el mundo alcanza ya cerca de trescientos millones de personas.

Lo que en estricto sentido es, en principio, un asunto de garantía y obligatoriedad en el cumplimiento de derechos, queda, sin mayor fundamentación, al arbitrio de quienes ocupan transitoriamente posiciones de gobierno. 

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, para ir a la fuente de esta argumentación, obliga a los Estados a hacer sujeto de los mismos a cualquier ciudadano ”…sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”; señala además que ”…no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”[ii].  Los resaltados son propios.

Si se lee bien, queda claro que incluye la atención inexcusable en cualquier territorio a aquel que por alguna razón se haya visto obligado a abandonar su país de origen, sin que sea posible alegar en su contra estatus o condición de regularidad, u otra por el estilo. Si hiciera falta, podemos recordar las características de universalidad, inviolabilidad, imprescriptibilidad, entre otras, inherentes a los Derechos Humanos, y el deber de los Estados de protegerlos, promoverlos y garantizarlos.

Pero habría que decir que es un asunto para considerar incluso más allá del ámbito estrictamente jurídico, si aceptamos que frente al sufrimiento humano se impone ante todo un imperativo ético para todos los Estados y sociedades, que es finalmente lo que debería guiar las decisiones políticas y cualquiera de las acciones humanas.

Tal vez ningún hecho tan contemporáneo haya puesto en cuestión el concepto, ya de por sí obsoleto, de Estado Nación y de paso el concepto mismo de su soberanía, que asigna todavía mayor vigencia a la característica de universalidad de los derechos y a la imposibilidad de los Estados de argumentar razones relacionadas con sus políticas domésticas o sus marcas de frontera para sustraerse de su cumplimiento.      

La migración es el resultado de la configuración de una nueva geografía humana hecha al tenor de las crisis económicas, de la movilidad generada por las transformaciones en el mercado de trabajo, las diferencias salariales, los efectos del cambio climático, las crisis alimentarias, las guerras regionales y las crisis o conflictos políticos internos; es producto también de los juegos de poder en que está inmersa la geopolítica mundial, todo a su vez enmarcado en las secuelas de la globalización y las políticas que han orientado el desarrollo.

No es entonces una nueva figura del paisaje, por el contrario, es parte de las dinámicas del orden mundial en el que va tomando forma un proceso de hibridación de culturas, razas, nacionalidades, etc., que configura hoy un mapa de países, sociedades y ciudadanías de primera, segunda y tercera categoría, en donde se condensan los factores que llevan a que se abandonen sus lugares de origen por parte de quienes huyen en búsqueda una mejor oportunidad para sus vidas.

Un escenario caótico y cuyos sufrimientos se agravan hoy con la crisis sanitaria causada por la pandemia del coronavirus, que deja ya cerca de 80´000.000 de personas contagiadas y alrededor 1´800.000 fallecidas en el mundo.    

Se equivoca y muestra un discurso de doble moral el señor Duque; hacer frente a la migración y atender a quienes sufren sus consecuencias es un asunto en el que todos los Estados deben tomar parte.

El argumento de no generar un posible “efecto llamado” con el que quiere justificar su decisión de negarle la vacuna a los migrante venezolanos en situación irregular carece de razones éticas y jurídicas. La crisis venezolana es parte de un conflicto con serios efectos para el conjunto de los países de la región, en el que Colombia, en una u otra dirección, ha estado muy comprometido, pues así como ha sido el más acucioso para liderar el bloque de países que se oponen al régimen de Nicolás Maduro, es también el que mayor cantidad de población proveniente de ese país alberga. 

Entonces, no se puede, por un lado, estar atizando el fuego de la crisis y las fuentes de la discordia, mientras que, por otro, se niega la atención a una población a la que no se puede hacer responsable de la indolencia, la arrogancia, la tozudez y los malos oficios de sus gobernantes. Estamos en mal momento para promover desde Colombia una especie de apatridia, de construcción de muros en lugar de puentes[iii], como de alguna forma se está haciendo con la decisión de su gobierno.

Antes que seguir exaltando odios, promoviendo directa o indirectamente actitudes xenofóbicas o nuevas formas de apartheid, se requiere contribuir a fraternizar las relaciones entre dos pueblos que históricamente han construido y compartido sus vidas, donde hay familias en cuya sangre y cuerpos no aparecen trazos que real o imaginariamente les demarquen fronteras: padres y madres colombianas, hijos e hijas venezolanas, que allá y acá echaron raíces intentando asegurar sus vidas.

Los tiempos no dan para promover el desconocimiento del otro y negar el paso a la posibilidad de construir un nosotros no excluyente que, más allá de ciudadanías o nacionalidades, nos integre como comunidad humana. La población migrante es una más de las tantas identidades que hoy hay que reconocer como parte de ese flujo de nuevas expresiones que ocupan un lugar en el escenario de una ciudadanía mundial y que se allega más allá de fronteras, razas, etnias,  géneros, etc. 

Si alguien requiere atención, son precisamente quienes no han podido regularizar su situación y que provienen de un gobierno que los dejó a la intemperie;  los que se vieron obligados a ingresar por pasos ilegales, en donde seguramente fueron sometidos a delitos y vejámenes, incluso por parte de agentes del Estado de los dos países; los que se ven obligados a trabajar en condiciones de mayor explotación y están más expuestos a delitos como la trata, la explotación o el abuso sexual, como ocurre principalmente en el caso de las mujeres.

Algo deberá decirnos y llevarnos a reflexionar si sabemos que el 55% de los migrantes con asiento en Colombia están en  condición irregular y, más aun, que frente a la pandemia no se puede dejar a nadie al descuido porque las consecuencias de una actuación negligente y equivocada podrían ser peores.

Cúcuta, principal ciudad de ingreso de migración venezolana en Colombia, alcanza hoy la mayor tasa de contagios y de letalidad del virus, está al tope en el nivel de ocupación de Unidades de Cuidados Intensivos y su sistema de salud está prácticamente colapsado.   

Recordémosle finalmente al señor Duque que, de acuerdo también con el Artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas,toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que sus derechos y libertades se hagan plenamente efectivos”, y que toda persona quiere decir también la población migrante.  

 

*Economista-Magister en Estudios políticos     

 



[i] Louidor, W. (2017), Introducción a los estudios migratorios: Migración y Derechos Humanos en la era de la globalización. Bogotá, Editorial  Pontifica Universidad Javeriana

[ii] Artículo 2, Declaración Universal de los Derechos Humanos, disponible en: https://www.defensoria.gov.co/public/pdf/DUDDHH2017.pdf, recuperado: 26 de diciembre de 2020.

[iii] Bauman, Z. (2016), Extraños llamando a la puerta. Barcelona, España. Editorial Paidós 

 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Diego, pies de América

 

Orlando Ortiz Medina*

Se murió “el Diego”, como le decían sus coterráneos en Argentina. Una pena máxima para la hinchada del futbol. Pero no solo para la hinchada del futbol, porque fue más que eso, humano demasiado humano, como perfecto exponente que era de lo dionisiaco, si se permite la doble alusión a Nietzsche. 

Irreverente, trasgresor de moralinas hipócritas izadas desde púlpitos de pederastas o de oficinas de corruptos héroes palaciegos. Altivo frente al poder, que nunca lo sedujo a pesar de su propia gloria, ganada con esos pies de oro con los que escribió una historia que lo deja consagrado, a él sí, como un verdadero dios de carne y hueso: imperfecto, errabundo, feliz y melancólico, llorón, capaz de amar y de sufrir, como cualquier hijo de barrio que fue y del que nunca renegó su origen.

Hecho a imagen y semejanza de su garra de triunfador estuvo siempre al lado de su gente. Marchó con las madres de la Plaza de Mayo, a quienes acompañó en la búsqueda de sus hijos y nietos desaparecidos. Con su mano humilde, su mano de Dios como él mismo le decía, le devolvió a Inglaterra la humillación que, en cambio, ella con sangre le había causado a su pueblo en las Islas Malvinas. Fue el golazo de su vida. 

Le escupió un merecido madrazo al papa por vivir en un palacio con techo de oro al tiempo que hacía votos de pobreza, cuestionó imperios, estuvo al lado de las causas sociales y fue zurdo, no solo de pierna, en un país criminalizado durante muchos años por las dictaduras militares. 

Sí, se alucinaba consumiendo drogas, mal de muchos. Pero quién era quién para juzgarlo, sobre todo en un mundo en el que los baluartes de la doble moral, que aún hoy lo siguen juzgando mientras medio mundo lo llora, se viven alucinando entre las mieles del poder o como consumidores compulsivos de tantas frivolidades y oropeles no menos tóxicos. 

Cómo y hasta donde pudo, gambeteó la vida, a la que le hizo pero también le metió muchos goles. No fue solo su maestría con el balón lo que lo hizo grande, fue su gente, que aprendió a amarlo por lo que fue, el más sabio exponente de la imperfecta condición humana. 

América Latina lo recordará por su maestría con el balón, sin duda, pero también porque era un símbolo de su identidad, de su díscola y accidentada historia, sobre todo esa América del Sur de la que encarnó su rebeldía e hizo de su voz la voz de sus pueblos. 

No será éste el pitazo final a su grandeza, vendrán más segundos y terceros tiempos. Con los pies de oro, la mano de Dios y la voz irreverente de Diego, América Latina estará siempre lista para jugar el partido.


Economista-Magister en estudios políticos 


miércoles, 11 de noviembre de 2020

Hasta nunca, Mr. Trump


 Orlando Ortiz Medina*

 

... se va Trump pero queda el trumpismo como parte de ese síndrome de regresión histórica que no solo en EE.UU se ha venido instalando en este ya casi primer cuarto de siglo; esa nueva vuelta al ruedo del totalitarismo –nunca totalmente superado- que cercenó las libertades y bañó en sangre una inmensa porción de la geografía terráquea durante casi toda la anterior centuria.


Lo verdaderamente relevante del resultado de las elecciones de los Estados Unidos es que Donald Trump no fue reelegido y que todo lo que venga después de él será ganancia. Pues sin muchas certezas de cómo el nuevo gobierno demócrata va a encarar el convulsionado contexto en que está sumido no solo su país sino la humanidad entera, nos libraremos por lo menos de seguir viendo al frente de una de las principales potencias a la más elaborada muestra de lo peor del sujeto que ha creado la modernidad y la antítesis de lo que cabría esperar del ser humano que reclama una nueva apuesta civilizatoria.

Los EE.UU. quedarán en una de sus peores crisis, una crisis que arrastra sobre todo el peso de la degradación de los valores y las virtudes humanas; la herencia más nutrida que deja su actual presidente es el ejemplo de un personaje inescrupuloso y dispuesto a pasarse por encima de los sentimientos y la dignidad de aquellos a quienes por razón de su color, su género, su condición física, su religión o su nacionalidad, considera de categorías inferiores. Nunca se les había visto como una nación tan dividida y en un estado tan fuerte de polarización, que dejan en vilo los fundamentos de su unidad y su cohesión como sociedad.

Pero vale decir que el hecho de que ese modelo de personaje haya tenido en tensión al mundo por su eventual reelección, de la que estuvo muy cerca, es en realidad lo más preocupante y el reto al que principalmente tendrá que enfrentarse el nuevo presidente y en general la sociedad norteamericana. Porque se va Trump pero queda el trumpismo como parte de ese síndrome de regresión histórica que no solo en EE.UU se ha venido instalando en este ya casi primer cuarto de siglo; esa nueva vuelta al ruedo del totalitarismo –nunca totalmente superado- que cercenó las libertades y bañó en sangre una inmensa porción de la geografía terráquea durante casi toda la anterior centuria.

Los más de setenta millones de ciudadanos que votaron por el republicano se suman a quienes también en otros países se empeñan en revivir el ideario fascista que ya la historia parecía haber dejado. Renace o se recrudece el racismo, se exaltan con arrogancia ya caducos nacionalismos y se exacerba el trato indigno a la población migrante con el establecimiento de nuevas y peligrosas marcas de frontera. La custodia de los valores y las instituciones más representativas de la democracia quedan anegadas por una autocracia en cabeza de personajes que lejos están de ser un tributo a la rectitud y a la inteligencia humana. Colombia entre ellos como uno de los más deplorables ejemplos.

El escenario entonces seguirá siendo muy complejo y por ahora no nos queda más que pensar con el deseo para que la derrota del señor Trump sea el comienzo del fin de esa mala racha por la que se ha conducido el mundo en estos últimos años. Ojalá fuera un avance hacia la superación de esa visión binaria de buenos y malos, amigos y enemigos, con la que aquí y allá se insiste en imponer el ideario de la guerra y de la negación del otro como base del mantenimiento de ciertas élites o partidos en el poder, o de la supremacía de algunas naciones, cuando de la geopolítica internacional se trata.

Es cierto, querámoslo o no, el peso que los EE.UU. siguen teniendo en los asuntos de la política, la economía y la diplomacia mundial, así se vean hoy como una nación en decadencia. Justamente por esto último les viene bien entender que ya no son, si es que en verdad lo han sido, el paradigma de la democracia, en un escenario en el que en su interior se han incrementado las manifestaciones de violencia, que podrían llegar a incrementarse, agravadas por las secuelas dejadas por la pandemia, de la que la han sido una de los principales afectados.   

Si América –del Norte- quiere ser grande otra vez, no puede ser sobre las viejas bases del dominio imperial, sino contribuyendo al ideario de un nuevo desarrollo, que lleve consigo una apuesta por la revitalización de la naturaleza, la exaltación de la vida y el respeto universal de los DD.HH.

Les corresponde hacerse partícipes de una nueva agenda de cooperación, retomar sin arrogancias su rol en el seno de los organismos internacionales y promover pactos y acuerdos que tiendan a hermanar antes que a dividir más el mundo. Es hora – no solo para los EE.UU.-, de que se empiece a abandonar el recurso a posiciones dominantes que a través de políticas comerciales, control monopólico de las tecnologías y uso del poderío bélico, entre otros, refrendan la idea de que hay naciones cuya naturaleza es la de mantenerse subordinadas.

En cuanto a América Latina, en donde siempre nos han faltado razones para llenarnos de optimismo con independencia de cuál sea el partido que gobierne, los EE.UU tendrán que reconocer que no es ya el cuerpo homogéneo y abnegado que siempre han querido ver; los tiempos han cambiado y el reclamo por el respeto de la autonomía de su países tendrá que ser parte del nuevo repertorio de su política internacional.

La región venía ya convulsionada por una situación social y política particularmente tensa y enfrenta ahora mayores dificultades para superar los elevados índices de desigualdad y de pobreza, incrementados por la secuelas dejadas por el impacto de la pandemia. Ello implica pensar en un marco de relaciones que faciliten la dinamización de sus economías, a las que no se les puede seguir mirando solo como la despensa de materias primas y mano de obra de bajo costo, ni tampoco como las consumidoras pasivas de productos de importación, que antes que promover lesionan sus aparatos productivos.

Finalmente, en el caso de Colombia, en donde –sin par en el área- Iván Duque se ha mantenido como el más abyecto de todos los mandatarios a las políticas del presidente Trump, los temas relevantes sí que deberán marcar un punto de inflexión. El cumplimiento del acuerdo de paz y la revisión de la fracasada política antidrogas, que nunca han estado entre sus prioridades, pasarán a ocupar, es lo que creemos, un lugar de primer orden. A lado de ello, el tema del cambio climático, ajeno también a uno y a otro, pese a la retórica con la que sobre el particular el presidente Duque suele presentarse en algunos escenarios internacionales.

Colombia tiene también un saldo en rojo en materia de garantías para el ejercicio de las libertades políticas, la protección de la vida y respeto a los DDHH; la creciente ola de masacres, el asesinato de líderes sociales y de excombatientes de las FARC, así como de integrantes del principal partido de oposición, Colombia Humana, dibuja un escenario que seguirá llamando la atención del conjunto de la comunidad internacional. Si de ello Trump y Duque han hecho caso omiso, lo esperado es que para la dupla Biden-Harris este pase a ser un tema verdaderamente prioritario.

Con la ayuda de una cuota de optimismo, deseémosle buen viento y buena mar a la nueva fórmula que durante los próximos cuatro años gobernará en los EE.UU., ojalá que para sus propios ciudadanos, para el mundo y en nuestro caso en especial para América Latina no vaya a ser una nueva frustración; que la mala hierba dejada por el trumpismo no vaya a tener la posibilidad de florecer y no veamos marchitado el anhelo de que otra realidad es posible.  Hasta nunca mr. Trump.   

 

*Economista-magister en estudios políticos

sábado, 19 de septiembre de 2020

Estado-policía

Video tomado del canal de YouTube de Pacifista Colombia.

 

Orlando Ortiz Medina*

 


Ni ser vándalo es una condición inherente al ser de quienes por su indignación hicieron blanco a los bienes públicos, ni el calificativo de manzana podrida puede utilizarse para tratar a quienes actúan en nombre de un Estado.


Lo ocurrido en los últimos días en Colombia es una  muestra de cómo el Estado de derecho se ha convertido en un mero cascarón institucional que encubre la existencia de un verdadero régimen policivo.

Es así cuando los propios agentes del Estado se pasan por la faja el acatamiento de las normas, se burla el sistema de división de poderes, se suprimen las libertades, se compra, copta o silencia la prensa, y los mecanismos de control disciplinario y represivo se sobreponen en la manera como se establecen las relaciones con los ciudadanos.

Nos vemos frente una crisis de confianza en las instituciones, están en cuestión la legitimidad y la autoridad de quienes encabezan las distintas posiciones del Gobierno o el Estado, principalmente la del Presidente de la República, que no logra asumir el liderazgo y en todos los órdenes nos deja ver como un país a la deriva. Hay una crisis de representación y de hegemonía que consecuentemente está dando paso a un estado de dictadura encriptada en el formalismo de una democracia de procedimientos,  pero vacía en esencia de sus valores y contenidos. 

La reacción ciudadana frente al brutal asesinato del abogado Javier Ordoñez por parte de dos agentes de la Policía en Bogotá fue producto del acumulado de una serie de situaciones de tensión frente a las  que la ciudadanía no ha encontrado ni las respuestas ni los canales institucionales para  tramitarlas.

De ello pueden dar cuenta los vendedores ambulantes, los artistas callejeros, la comunidad LGTBIQ+, las mujeres, los jóvenes, todos de alguna manera víctimas de agresiones que van desde la tortura y el maltrato físico, el decomiso o daño de sus pertenencias, el abuso sexual, hasta la detención arbitraria y la práctica aplicación de la pena de muerte, como ocurrió con el abogado Ordóñez y trece personas más que fueron asesinadas las noches del 9 y 10 de septiembre.

La reacción de la policía es parte de la sintomatología de un cuerpo institucional que no solo está profundamente degradado, sino que es también la vena por donde principalmente se conduce la sangre del régimen, sobre todo en un Gobierno de cuyas propuestas la ciudadanía se siente cada vez más distanciada y en cabeza de un gobernante con las manos atadas a quienes desde afuera le manejan los hilos y que no encuentra otra salida que la exacerbación del uso de la fuerza para contener el descontento que inevitablemente se produce.

Su actuación se asemejó más a la de una banda de forajidos que a la de la institución encargada de resguardar el orden y garantizar la seguridad. Antes que hacer acatar y respetar la ley, su misión fue demostrar que se siente facultada para pasarse por encima de la misma, respaldada en la impronta militarista que le ha dado cuerpo en Colombia, contrario a cualquier país civilizado y democrático en donde cumple funciones de naturaleza estrictamente civil.

Abrieron fuego indiscriminado contra personas que siendo o no parte de la protesta circulaban a esa hora por las calles, ingresaron a los barrios rompiendo puertas y ventanas y agrediendo verbalmente  a sus vecinos, patearon en gavilla a personas que estaban heridas en el suelo y en pleno estado de indefensión. Hay suficiente ilustración de estos hechos en los videos que circulan en las redes y que han sido recopilados por organizaciones de derechos humanos y por la misma alcaldesa de la ciudad.

Los protocolos nacionales e internacionales que limitan el uso de la fuerza y prohíben las armas de fuego en el control a las protestas no fueron acatados; se olvidaron de que dentro de sus funciones de Policía están también las de promover, proteger y abstenerse ellos mismos de violar los derechos humanos, en especial el derecho a la vida y la dignidad de las personas.

La  reducción de los hechos  a simples acciones de vándalos, en el caso de los manifestantes, o de manzanas podridas cuando de la Policía se trata, es un intento torpe de tapar el sol con un dedo y buscar disfrazar lo que realmente corresponde a un estado de crisis de la democracia en Colombia. 

Habría que preguntarse, al menos como hipótesis, si en un escenario como el que se ha vivido en estos últimos meses y frente a una actuación tan brutal, era posible esperar una reacción no violenta. Hay que tener en cuenta que a todo lo ya descrito se suman el impacto de las recientes masacres, los efectos de la pandemia y sus secuelas de desempleo, hambre, encierro, imposibilidad de seguir estudiando por parte de muchos jóvenes, etc., todo un conjunto de hechos que conllevan también factores de orden psíquico y emocional, de los que en algún momento se esperaba su estallido.

Fue un fenómeno espontáneo de indignación colectiva cuyas interpretaciones no pueden ser usadas para encubrir la incompetencia de un Gobierno; la acepción de vándalos o de manzanas podridas solo busca simplificar y reconducir discursivamente la dimensión y comprensión de los hechos.

Ni ser vándalo es una condición inherente al ser de quienes por su indignación hicieron blanco a los bienes públicos, ni el calificativo de manzana podrida puede utilizarse para tratar eufemísticamente a quienes actúan en nombre de un Estado y de una doctrina a la que deben su comportamiento.

Aquí se trata, en su mayoría, de una juventud que constantemente ha sido agredida, se siente desprotegida, no encuentra canales para expresar su inconformidad y no ve salidas respecto a las diferentes situaciones a las que se ha venido enfrentando. Asimismo, de una institución que, antes que ganarse el respeto y la legitimidad, ha cosechado el odio entre los ciudadanos.

Así que lo que está en el centro de las preocupaciones es la ruptura institucional  y el anegamiento casi que total de las condiciones para el ejercicio de la democracia, que se ha afianzado con el actual Gobierno; algo que tenderá a hacerse más insostenible si al Presidente no se le prenden las neuronas e intenta salir del oscuro callejón por el que, prisionero del extremismo de las cabezas de su partido, se está conduciendo.

Los vacíos de autoridad y la falta de realizaciones no se pueden llenar con salidas autoritarias, no es aumentando el número de policías como se va a recuperar la confianza ciudadana y se le va a salir al paso a la desesperación y el descontento que carga una gran parte de la sociedad.  

Será inevitable que las fuerzas políticas y sociales distintas al partido de Gobierno se sigan sintiendo llamadas a defender el Estado de derecho y a evitar que el desborde autoritario continúe quebrando los propósitos de paz que, contrario a la tozudez del gobierno, reclama la mayoría de los colombianos.

No es la quietud la que nos va a librar de llevarnos al abismo si seguimos en manos de un personaje que como Presidente ha resultado bastante asintomático, mientras que como policía, ahora con uniforme, se muestra cada vez más elocuente.

 

*Economista-Magister en Estudios políticos

lunes, 24 de agosto de 2020

Masacres que vuelven y duelen



*Orlando Ortiz Medina

Colombia hiede a muerte, entre masacres y covid-19 se nos está yendo la vida. La tarea de cada mañana es revisar el conteo de muertos, cuántos por contagio y cuántos por la “nueva masacre que sacude al país”, como acostumbran a titular los medios.

En menos de una semana fueron tres en el departamento de Nariño, una en Cali, otra en Cauca y una más en Arauca, con alrededor de 30 personas asesinadas.  Cerrando esta nota, llega una nueva en Antioquia. Van treinta y cuatro masacres en lo que va corrido del año en distintas regiones de Colombia; 36 se habían cometido en 2019, la cifra más alta desde 2014, cuando estaba en curso el proceso de negociación del acuerdo de paz con las FARC, que este gobierno decidió tirar por la borda. 

De ninguna hasta ahora se conocen los responsables. Fueron los “presuntos”: presuntos miembros de bandas delincuenciales, presuntas disidencias, presuntos paramilitares, presuntos narcotraficantes con presunta participación de las fuerzas del Estado; tal y como presuntamente habrá una autoridad que se encargue de esclarecer los hechos y presuntamente nos quedemos esperando a que haya justicia. Mientras tanto, Colombia se convierte en un país que presuntamente exista para las próximas generaciones.

Son distintos los factores que confluyen y ponen en juego la estabilidad de la sociedad colombiana en sus múltiples niveles y escenarios.

En primer lugar, la ausencia de una figura respetable de autoridad. En un momento tan crítico como el que estamos viviendo, con la crisis del covid-19 atravesada en su gestión, el presidente Duque ha sido incapaz de personificar un liderazgo que convoque a la nación en torno a sus problemas más apremiantes.

Durante su gobierno, en Colombia ha iniciado un nuevo ciclo de violencia; volvimos a las épocas de barbarie, cuando los señores de la guerra tomaron por su cuenta el ejercicio de la autoridad en casi la totalidad de los territorios. Algo se había avanzado con el acuerdo de paz, pero la idea de hacerlo trizas con que voceros de su partido amenazaron desde los tiempos de la campaña presidencial, hoy es un hecho en prácticamente toda la geografía nacional.

No hay nada que pueda exhibir o reconocérsele por su gestión, avanzados ya dos años de su periodo de gobierno. Su desconexión con la realidad es total, su bagaje y conocimientos en asuntos de Estado son primarios y su credibilidad no va más allá de la que, incluso con reservas, le ofrecen algunos miembros de su partido o de sus seguidores en la opinión, que responde antes que nada al respaldo fanático que existe sobre su mentor, el expresidente Álvaro Uribe, quien también ha sido el principal encargado de invisibilizarlo y restarle protagonismo.

En segundo lugar, tenemos una institucionalidad desvertebrada, disfuncional, que no genera ni los vínculos ni las mediaciones necesarias para el trámite formal de las demandas de los diferentes sectores sociales; una institucionalidad permeada por la corrupción y con casi todos los órganos de control cooptados por los amigos del Presidente y su partido, que pone en entre dicho el equilibrio de poderes que corresponde a cualquier sistema democrático.

En tercer lugar, seguimos siendo un país renuente a que haya nuevos espacios y formas de participación y representación política, que teme a que se profundice la democracia y a que la ciudadanía o nuevos sectores políticos tomen parte en los asuntos de interés público. Se insiste en preservar un régimen que se cuida de ver menoscabado el poder de quienes históricamente han mantenido su hegemonía.

En estos tres factores se encuentra, en parte, la explicación de las actuales manifestaciones de violencia que se encargan de llenar el vacío de autoridad, crean una institucionalidad paralela que impone las reglas de los grupos armados y delincuenciales, y reafirman el dominio de los que se oponen a cualquier iniciativa que tenga origen en las organizaciones sociales o en sectores políticos que no comulguen con el establecimiento. El asesinato de líderes sociales y de excombatientes de las FARC, así como la criminalización de la protesta ciudadana, son algunas de esas manifestaciones.

Se establecen así formas de control político y social y sistemas de sanción en los territorios: disciplinamiento, destierro, despojo de bienes, silenciamiento, vinculación forzada a estructuras criminales, restricciones a la movilización, toques de queda o pena de muerte, cuando alguna de ellas no es acatada. En el desacato de cualquiera de estas normas podría explicarse algunas de las masacres ocurridas recientemente, en tanto que el uso de la violencia se inscribe también como un símbolo de amedrentamiento que busca neutralizar cualquier asomo de inconformidad.

Es la quiebra de la legalidad y del Estado de derecho como forma de articulación y cohesión social; la misma que ha dado lugar a un proceso de hibridación entre las mafias y el poder económico y político que se vislumbra a nivel nacional y de las regiones; allí está el origen de quienes financian las campañas electorales, controlan los presupuestos públicos, las economías, lícitas o ilícitas; etc.; todo alrededor de lo cual se estructura el ejercicio del poder.

En ese marco le quedan dos años de gobierno al presidente Duque, dos años largos e inciertos que seguirán siendo un calvario para el país; con una violencia exacerbada, con su líder tratando de evadir la justicia, con las secuelas ya nefastas que deja el coronavirus, con unas relaciones internacionales en declive y pendiente de que, amanecerá y veremos, lo llamen para aclarar los asuntos relacionados con la financiación de su campaña.

Ya sabremos si tiene escondido algo de sabiduría y aprovechará el tiempo que le resta para hacer valer la dignidad de su cargo. Le vendría bien un impulso de autonomía para que decida si, en esta segunda etapa de Gobierno, va a ser el Presidente de todos los colombianos o únicamente el vocero de la agenda revanchista y beligerante de quienes representan tan solo una parte de esa sociedad que quieren mantener bajo un régimen oprobioso de violencia e ilegalidad.

Le bastaría con tomar conciencia de que, a dos años de estar sentado en la silla presidencial, va superando el récord como el peor presidente que Colombia ha tenido en toda su historia, de lo que solo Andrés Pastrana podría estarle agradecido.

Rindamos, entretanto, homenaje a todos los hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes,  que han sido asesinados. Hagamos votos para que al país no lo enlute una nueva masacre y, es un llamado, no dejemos de lado nuestra capacidad de reaccionar e indignarnos -que a veces pareciera no existir-, mientras salimos del estado de orfandad y de intemperie en que nos encontramos y recuperamos también la desdibujada figura de Presidente de la República.

*Economista-Magister en Estudios Políticos


martes, 11 de agosto de 2020

Señora Lina


Orlando Ortiz Medina*


“El dolor calculado no existe. Si esta señora en realidad sufriera, esas no
serían las palabras. Parece más un trabajo para una clase de español.
Yo no tengo mayor estudio, pero de sufrir sí sé”.
Luz Marina Bernal,
Una de las madres de Soacha, sobre la carta de Lina Moreno.
Tomado de un mensaje recibido por WhatsApp. 


Muy oportuna la frase de Francis Scott Fitzgerald con la que la ex primera dama de Colombia, Lina Moreno de Uribe, encabeza su comunicado a propósito de la detención domiciliaria de su esposo, el expresidente y senador Alvaro Uribe Vélez. 

Habría que comprender que las cosas no tienen remedio y, sin embargo, estar decidido a cambiarlas”

Es justamente lo que se ha venido intentando hacer en Colombia frente a lo que, pareciera, no tiene remedio, pero que con obstinación hay que estar decidido a cambiar: el sistema de administración de justicia que ha sido inoperante, poco efectivo y fundado sobre un régimen de privilegios burlado por los delincuentes de alta alcurnia, como ellos se creen, amparados en su historia, su linaje, su caudal económico o político, o la influencia con que logran desenvolverse entre los laberintos del poder.   

Debemos decirle a doña Lina que también es mucho “el silencio que ha guardado un país que, atravesado por el dolor, no ha logrado encontrar la prudencia y el pudor que le sirva para renovar ese lenguaje desgastado por el rencor y los fanatismos políticos”;  de paso recordarle que ello ha sido ante todo responsabilidad de quienes, como su esposo, han formado parte de esa dirigencia que se ha encargado de avivar los odios para hacernos sumir en la violencia  y el desangre.

Pero si de pudor y prudencia se trata, desdice de ello el comunicado de doña Lina, por más que lo adorne con frases de escritores célebres. Pues, a pesar de que dice que hay un lazo común que une la divergencia de opiniones sobre la sentencia, que es acatar el fallo, lo que hace justamente es desconocer y tratar de infamar la decisión que en estricto derecho han tomado por unanimidad los jueces de la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia.

Si estuvieran vivos, lejos se encontrarían Mann, Fitzgerald y Marai de dejarse utilizar por quien muy hábil se muestra para despojar la medida de su halo de juridicidad, con el argumento claramente maniqueo de que, además de magistrados, quienes emitieron sentencia “son seres humanos que piensan, actúan, hablan, sueñan y, como no puede ser de otra manera, reciben las influencias de su entorno”. De esa manera, con toda falta de pudor y de prudencia, doña Lina se atreve a afirmar que el fallo de la Corte no fue en Derecho.

Pero no, señora Lina, pues cuando de la ley se trata, para una Corte a la altura, que infunde respeto y hace gala de su sabiduría, son las pruebas y nada más que las pruebas las que fundamentan sus fallos; no despoje de su ropaje de jueces, a quienes presuntamente pareciera reivindicar, para lucirse en cambio tildándolos de peleles volubles y faltos de criterio a la hora de tomar sus decisiones.

No es cierto que hayan sido el entorno y los intereses políticos los que estuvieron en la base de la sentencia que ordena casa por cárcel al señor expresidente; fue el voluminoso acervo probatorio recogido en los más de 1500 folios que componen el expediente el que llevó a la Corte a tomar la decisión; la enorme cantidad de grabaciones, videos, testimonios, interceptaciones telefónicas, las contradicciones y mentiras –comprobadas- de su abogado defensor, que la Corte no tenía por qué obviar y la obligaba a tomar las medidas necesarias para el caso. 

No es sensato y desluce la pompa de su texto y la alcurnia de los autores citados que quiera irrespetar  las decisiones judiciales, nunca bien vistas por el expresidente, su entorno familiar y el de toda la cohorte de su partido y los círculos que la rodean. Tampoco es cierto que la ley sea antes que nada lenguaje e interpretación, cualquiera que sea el erudito que lo haya dicho. En este caso es más ilustrado decir, en lenguaje vernáculo, que cuando los hechos son tozudos y las pruebas fehacientes, no hay tutía que valga, y hay que acogerse sí o sí, cualquiera que sea el santo o el implicado, a lo que la ley dispone. Fue ello y no otra cosa lo que hizo la Corte.  

Aquí no hay ninguna doble naturaleza en juego, solo una sociedad cansada que puja y reclama  por  un sistema de justicia a la altura de un orden civilizado, que quiere salirle al paso al estado de impudicia en que la han mantenido los regidores que han usurpado y puesto a su haber los códigos y las leyes para rehuir sus crímenes y obviar su responsabilidad ante el delito.

Y, cuando pareciera que estamos dando el paso, curiosamente despierta de su letargo una dama que hasta ahora nos había acostumbrado a su silencio, para decirnos con frases célebres que la justicia es tan solo un asunto de interpretación, camuflando un llamado a la impunidad, cuya muestra se enseñorea en el domicilio prisión de 1300 hectáreas en que hoy se retiene a su marido.      

Serán las Cortes las que nieguen o reafirmen si Uribe “es el instigador y determinador de un aparato criminal, culpable de las peores atrocidades políticas y sociales vividas en Colombia en los últimos cuarenta años”. Si esa es la imagen que de él ha llegado a los estrados judiciales, como afirma tambien doña Lina, no se debe propiamente a las malas energías del ambiente, sino a que no son pocas las andanzas de dudosa factura o los delitos en los que se le sindica de haber participado directa o indirectamente, antes, durante y después de sus ocho años de Gobierno.

De manera que, señora Lina, parafraseando con su venia el texto citado de Sandor Marai, hay que dejar que la justicia por fin y algún día opere para que no sea solo un cuerpo celeste, nebuloso, sino para que en verdad alguna vez brille y tenga alma.

Invoquemos, cómo no, pero sin entorpecer a los jueces, “el sentido espiritual que guíe los destinos del país y de todos nosotros” para que empiece a resolverse esa narrativa de odio que ya alcanza a nuestras nuevas generaciones.

Queda entonces preguntarnos, trayendo ahora la frase que la señora Lina nos regala de Thomas Mann, si será posible que “de esta fiesta universal de la muerte, del terrible fuego febril que enciende el cielo vespertino y lluvioso a nuestro alrededor”, algún día los uribistas nos dejarán el paso abierto para que surja el amor.

*Economista-Magister en estudios políticos

sábado, 25 de julio de 2020

Char y las nuevas añejas dirigencias


Orlando Ortiz Medina*

Colombia está hoy  en el peor de los mundos; no solo por los efectos letales y dolorosos del Covid 19, que deja ya cerca de 10000 personas fallecidas, sino también por el grave estado de postración moral y profundización de la quiebra ética en la que durante este Gobierno nos hemos venido sumiendo, por la forma en que con sus malos ejemplos se derruyen los cimientos y valores supremos de la democracia.

La situación es en extremo calamitosa con un Presidente cuya legalidad y legitimidad están duramente cuestionadas, debido a una supuesta compra de votos con dineros provenientes del narcotráfico y por recibir para su campaña, contrario a la norma, donaciones de una familia venezolana; con la Vicepresidenta de la República enmarañada por vínculos de sus familiares o por negocios realizados directamente por ella con reconocidas figuras, también del narcotráfico, y con un Embajador de la República al que, en pleno ejercicio de su cargo, le descubren un laboratorio de producción de cocaína en el patio de su casa.

Al inventario se suma la figura del Fiscal General de la Nación, deslucido en su cargo por mostrarse como un personaje que no reúne las virtudes de transparencia e imparcialidad que se le exigen para estar al frente de uno de los órganos principales de administración de justicia. Su amistad y su abyección al Presidente de la República acentúa la desconfianza de una ciudadanía que no espera resultados transparentes de las investigaciones que le corresponde realizar a su despacho, sobre el ingreso de dineros de dudosa procedencia a su campaña. Los intentos de ocultar o manipular información que ya es de público conocimiento han sido evidentes y, para completar, abusa de su poder haciendo uso indebido de los bienes y recursos del Estado, infringiendo normas con argucias arrogantes y utilizando la condición de menor de edad de su hija.  

A  la sombra del Fiscal y por las mismas sendas, se deja ir el Contralor General de la República, con quien se liga por el amiguismo que los mantiene familiarmente cercanos e intercambiando favores en las dependencias y funciones a su cargo. Recién se ha conocido de un negocio de fabricación de tapabocas por cerca de mil trescientos millones de pesos, con una empresa en cuya dirección, de acuerdo con investigaciones, lo que figura es un taller de reparación de motocicletas. El asunto es que la compra fue firmada por la esposa del Contralor, subalterna hasta hace pocos días del Fiscal General, cuya esposa es a su vez subalterna del Contralor. Todo aparte de los paseos de las dos familias con recursos del erario y en fechas restringidas por la cuarentena.

Por si algo nos quedaba por ver, se elige como presidente del Congreso de la República a Arturo Char, un personaje sobre quien cursa también una investigación por la presunta comisión de delitos electorales, por la que en pocos días, ya en ejercicio de su cargo, deberá rendir indagatoria ante la Corte Suprema de Justicia. Además, ha tenido familiares vinculados con el paramilitarismo y en su función como congresista sólo es conocido por su irrelevancia, ya que nunca ha presentado un solo proyecto de ley y tiene un elevado número de ausencias en las sesiones de trabajo parlamentarias. A todo señor, todo honor.

Estamos pues en manos de una dirigencia que, aunque muy bien acomodada, se muestra cada vez más carente de virtudes, infecta, profundamente desvalorizada y con pocos activos a su favor para regir los destinos del país; en un momento en que lo que se requiere es insuflar el ánimo que nos ayude a superar el estado de angustia y depresión colectiva en que nos encontramos.

Mientras el encierro agobia, la evolución del contagio genera cada vez mayor temor y se agotan las fuentes de subsistencia para una gran parte de los ciudadanos, la moral de las instituciones sigue colapsando y no se advierte nada que nos permita pensar que estamos al menos cerca de ver la luz al final del túnel. Nos vemos en una crisis institucional y de liderazgo muy profunda, con ejecutivo, legislativo y parte al menos de los órganos de control y del poder judicial, en cabeza de personajes arrogantes, desdeñosos y carentes ante todo de la sabiduría y la estatura ética que los enaltezca para lucir la dignidad de sus cargos.

Presidencia y Congreso actúan solo para mostrarse obsecuentes con esa parte del país que continúa atada a las lógicas del caudillismo y las castas familiares que, fundadas exclusivamente en sus derechos de propiedad, controlan todos los hilos del poder y nos ratifican como una nación premoderna y lejos todavía de contar con una cultura política y un sistema institucional verdaderamente civilizado y democrático.

Eso es lo que simboliza la elección de Arturo Char como presidente del Congreso, miembro de un clan familiar que controla el sistema empresarial, los medios de comunicación, los cargos principales de representación política y hasta la fanaticada del fútbol en la costa Caribe. Aparte entonces de la debacle moral, el país se mantiene en las inercias de un pasado cuyos umbrales civilizatorios otras sociedades superaron hace más de dos siglos. 

Para reforzar estas inercias, la estirpe presidencialista de nuestro sistema político ha vuelto a relucir y la crisis  ocasionada por el Covid 19 se ha utilizado para que, al amparo de la declaratoria de emergencia económica y social, haya fluido una disentería de decretos que atentan contra la división y la independencia de poderes, razón y fundamento de cualquier sistema democrático. Al Congreso, no solo sanitaria sino políticamente se lo ha declarado en cuarentena y a los miembros de los partidos de oposición se los mantiene literalmente confinados y con el tapabocas bien asegurado; más que para que se protejan del contagio, para que eviten incomodar al reyezuelo en que ha terminado convertido el jefe del ejecutivo. Y eso que no gobierna en nombre propio.

Con una democracia en estado de excepción y con el predominio de personajes de la talla de Arturo Char en el Congreso de la República, el Presidente tiene aseguradas las mayorías para que, sin ningún óbice, sean aprobadas las iniciativas que él y su partido presentarán en la nueva legislatura. La misma y vieja guardia bipartidista, solo que hoy diseminada en nuevos rótulos, conserva su hegemonía para seguir legislando a espaldas de una nación sumida en el letargo de quienes se niegan a emprender las transformaciones que se requieren para salir de la situación que nos mantiene como una democracia en ciernes y a una gran parte de sus ciudadanos viviendo en condiciones de miseria y exclusión.

Para mantener su imagen, el Presidente se exhibe en una alocución diaria  de televisión, con la que sólo busca distraer de la pobre condición de su jefatura, que pasará sin gloria y nos dejará seguramente con la pena de sobrevivir en un país enfrascado en la peor de las crisis. Si la historia lo recordará, será porque, en el año del coronavirus, no había motivos para izar el pabellón nacional en la celebración del Día de la Independencia, sino más bien la bandera roja con la que miles de familias llamaban la atención para indicar que estaban padeciendo hambre.

Solo resta mantener la esperanza y que no desfallezcamos quienes, en medio de tantas vicisitudes, creemos que es posible seguir pensando en otro modelo de sociedad y en nuevas formas de liderazgo que pongan sobre fundamentos éticos el ejercicio del poder y de la función pública, para que las estirpes añejas de nuestra actual dirigencia no vuelvan a tener, ojalá, una segunda oportunidad sobre la tierra.

*Economista-Magister en Estudios Políticos



lunes, 29 de junio de 2020

Cadena perpetua hecha trizas

Orlando Ortiz Medina*

Ahí está su cadena perpetua, señores del Gobierno, ahí les quedó claro la vacuidad y lo insulso de la medida que con un tinte más político y maniqueo que otra cosa recién aprobaron sus mayorías en el Congreso de la República. 

Bastaron muy pocos días, luego de aprobada la Ley, para que con la violación de una niña indígena por parte de siete miembros del ejército nacional, la tozudez de los hechos demostrara, y de qué horrible  manera,  que no son el tipo y la magnitud de las penas las que sirven para prevenir y redimir el delito.

La evidencia se impuso para decirnos que con medidas de corte demagógico y populista lo único que se hace es dejar de lado las verdaderas causas de fenómenos tan graves como éste, que se originan sobre todo en la falta de políticas de protección, estando como estamos en una geografía generalizada de violencia y con un entorno social y cultural profusamente adverso para garantizar la seguridad de las y los menores de edad.

Más grave todavía que quienes enrostraron lo inútiles que al final resultan los castigos pensados sobre todo para ganar eco en las tribunas, fueron nada menos que hombres que vestían los uniformes y las armas del Estado: soldados de la patria, tan bien ponderados y consentidos por el partido al que el Gobierno representa y a los que siempre ha buscado encubrir en sus delitos. No en vano, más tardó en conocerse la noticia de la violación de la niña indígena, que el trino de la congresista del Centro Democrático, María Fernanda Cabal, en alertar al Ministerio de Defensa sobre un posible falso positivo, que no buscara más que enlodar el nombre del ya poco glorioso Ejército Nacional.

A tanto llega el fanatismo ideológico y el deseo de proteger a la cohorte que le garantiza su permanencia en el poder que, incluso siendo mujer y madre, además de ocupar una curul en el Congreso de la República, deja ver primero su indolencia con una niña y un hecho que solo una mente tan estrecha y una desfachatez como la suya pudo poner en duda. 

Hay que decir que la congresista se retractó luego de que los soldados hubieran aceptado sus cargos, argumentando que fue de su parte una reacción ligera y emocional. Conociéndola como la conocemos, ni siquiera vale preguntarse en qué lugar de su aparato digestivo habitan sus emociones. 

Aunque el desenlace que finalmente se tenga apenas comienza a elucidarse y es objeto de discusión por parte de juristas, se sabe que en la imputación de cargos se asumió que en el hecho hubo consentimiento de la niña, razón por la que el delito tipificado, con la anuencia del Fiscal General de la Nación, fue acceso carnal abusivo y no acceso carnal violento, lo que podría  atenuar la pena para los responsables. Todo porque, según ellos, la niña no opuso resistencia o  porque fue ella quien los había ido a visitar, dado que “uno de los soldados le había caído bien”, tal como lo dijo en su columna de la revista Semana la periodista Salud Hernández Mora. Es decir, que pudo ser la niña la propia responsable de su violación. Se cae de su peso, y suena por demás absurdo, que una niña de once años hubiera podido resistir a siete hombres armados, así hubiera sido uno o así estuvieran desarmados. 

Se olvida que en una menor de once años no hay consentimiento que valga y que el hecho no ocurrió en la casa de los siete enanitos del cuento de Blanca Nieves, que en ocasiones nos ha recordado el presidente Duque, sino en el lugar en donde se resguardaban siete hombres armados y uniformados que tenían la obligación de protegerla.     

El día de la aprobación de la cadena perpetua para violadores, dijo Yohana Jiménez, principal promotora de la Ley, que se partía en dos la historia de Colombia, que era el principio del fin de la violencia contra los niños y las niñas. Pero ya sabemos que no solo no se partió en dos la historia de Colombia, sino que, haciendo eco a un trillado lema de Gobierno, lo que empezó fue a hacerse trizas, antes de entrar en vigencia, el propósito que inspiraba la Ley: salirle al paso a uno de los delitos de mayor ocurrencia y con los más elevados índices de impunidad en el país.

No sobra entonces volver a decir que no se trata de llegar hasta el hartazgo de una proliferación normativa, pues el país cuenta ya con los mecanismos e instrumentos jurídicos suficientes para castigar este tipo de delitos. Lo que se requiere es garantizar su aplicación con la oportunidad y  diligencia debida y que no sean utilizados con oportunismo e interés politiquero, que es solo otra manera de ponerse del lado de los delincuentes.

La aplicación de justicia es más que un asunto de técnica jurídica, se trata también del impulso de transformaciones culturales, en cuya falta están en buena medida explicadas las causas de este y otro tipo de delitos. Racismo, machismo, clasismo, etc., además de la simbología y el poder de que se arroga quien ostenta un cargo, porta un uniforme o, peor aún, exhibe un arma, son telón de fondo que suelen obviarse a la hora de elucidar el leitmotiv de los hechos.  

En el caso particular que nos ocupa, habrá que preguntar sobre los protocolos de enrolamiento de los miembros del ejército y los procesos de instrucción y formación que tiene para ellos la institución, porque, si existen, deben de estar fallando cuando los vemos tambien implicados en hechos de corrupción, divirtiéndose con el sacrificio de animales, como sucedió hace unos días cuando vimos a un soldado lanzar por los aires a un perro en un batallón en Puerres Nariño, o cometiendo asesinatos de civiles indefensos, como pasó con el desmovilizado de las FARC, Dimar Torres, en  Norte de Santander.

Unos y otros no pueden verse como hechos aislados, sino como el reflejo de una situación  calamitosa que pone en vilo la legitimidad y la capacidad de gestión de la estructura de mando, tanto como la factura ética y moral de la institución que representan.  

Cuesta pensar que en la doctrina del ejército y en el ideario de sus superiores brille aún la vieja idea de que a los soldados, listos como deben estar para la guerra, les corresponde ante todo ser indómitos, ajenos al miedo, indolentes y faltos de sentimientos, porque es ello lo que los pone a la altura y evita reducir su osadía y disposición frente al combate. Mala insignia para un país tan de manera recurrente sumido en el dolor y que padece casi a diario de las malas acciones de quienes ocupan cargos públicos, incluidas las más altas distinciones del Gobierno o el Estado.  

Probablemente la cadena perpetua no pasará el control constitucional, pero eso es ya un asunto secundario, lo importante sería que  el delito no vaya a quedar impune y no se vaya a ser laxo con quienes lo cometieron; que ojalá llegue el día en que en Risaralda o en cualquiera de las ciudades y departamentos del país, como quería la indígena Emberá, las niñas puedan salir felices a recoger guayabas.

*Economista-Magister en Estudios políticos

martes, 28 de abril de 2020

Covid 19, el orden en cuestión



Covid 19, el orden en cuestión


Orlando Ortiz Medina*


Si las consecuencias de la pandemia no son un llamado a la refundación del pensamiento, la antesala de una transformación cultural y el ingreso a un nuevo umbral de la civilización, tanto más pesarán sobre la historia y la conciencia humana las miles de vida sacrificadas en los diferentes países del mundo. 

Y es que, si bien el virus tiene por sí mismo su cuota de responsabilidad, no menos la tiene el escenario en el que emprende su propagación, que facilita su velocidad de crecimiento y la letalidad de sus efectos. El virus saca a flote las dolencias de una humanidad ya enferma por la manera como se ha organizado, gestionado y controlado el pensamiento y la forma de vida de los ciudadanos. Así que el componente sanitario es solo uno de los factores que vienen a sumarse a otro tipo de pandemias, no menos letales y ya enquistadas en el discurrir de las sociedades. 

Empecemos por decir que en medio de unas instituciones profundamente debilitadas, inconexas  y en cabeza de  mandatarios en cuyas prioridades no está el respeto y el valor de la vida, más lentas son las respuestas y más amplio y cómodo el cauce por donde fluye el saldo doloroso que ya hemos venido presenciando. Nunca antes la política y la posibilidad de la vida se habían visto tan entrelazadas como ahora que, antes que del cuerpo médico o científico, dependemos de las decisiones de gobernantes desprovistos de cualquier criterio o contenido ético, y que se arrogan la autoridad de decidir, invocando el “interés nacional”, a quiénes corresponde salvar o sacrificar primero. 

A lo anterior, sumemos las marcadas condiciones de desigualdad e inequidad social que hacen más vulnerables a ciertos sectores sociales, los excluidos de siempre, las miles de familias que aún no tienen un sistema básico de higiene o de acceso agua potable, los desempleados, los trabajadores informales, los que viven del rebusque o todos a los que por su situación de pobreza no tienen otra opción que dejar a la suerte que los mate la pandemia o encerrarse a morir de hambre.  

La conservación de la vida se convirtió en un privilegio e hizo inevitable recurrir, como en la tesis darwiniana, a la selección de las especies. Tal cual se ha visto reflejado en la precariedad del sistema de salud pública, cuyo colapso en algunos países llevó a que el personal médico tuviera que jugar entre sus pacientes el turno para la morgue ante la insuficiencia de camas o unidades de cuidados intensivos. Se crean así y se legitiman una serie de categorías arbitrarias que no hacen más que confirmar otro hito de discriminación sobre aquellos a quienes consideran viejos o enfermos y que se extiende incluso a grupos poblacionales como los migrantes, los pobres y los negros. Qué horror. 

Es allí donde, sin saber todavía para dónde nos conducimos, asistimos al quiebre histórico de un modelo de civilización que hizo del individualismo, la segregación, la depredación de la naturaleza, el consumismo exacerbado y el desprecio por la vida la divisa principal de su cultura. 

Quienes pensaban que éramos parte de una realidad totalmente aprehensible y controlable, que teníamos asegurada no solo la existencia sino la mejor de las formas de existencia, se han quedado sin fundamento. Hoy somos como especie mucho menos de lo que nos creíamos, la humanidad está en ciernes, encerrada, temerosa, dispuesta incluso a aceptar el recorte de sus libertades y a vivir bajo el control de un Estado que aprovechará para fortalecer sus mecanismos de represión y control disciplinario, que tan necesarios le van a ser ante el rebrote de la movilización social, que sin duda será otra consecuencia inevitable de la pandemia, si es que a ella sobrevivimos.

Al empuje de un virus, nos llegó la hora de poner en cuestión el orden de cosas existente, de deconstruir y resignificar los valores, sentidos, estilos y prácticas de vida que hemos llevado en ese estado de confort en el que nos encontrábamos y que hoy nos muestra frágiles para dar respuesta a una crisis que pone en vilo a la humanidad entera.

Estamos obligados a reelaborar el discurso de verdad que hasta ahora ha hegemonizado el devenir de la historia, es imprescindible que nos apropiemos de un nuevo conjunto de comprensiones en el que se asuma que la posibilidad de preservación de la vida -no solo humana sino de todas las especies del planeta- es parte de la tarea inaplazable de una profunda refundación ética que admita que situaciones como la pobreza, la inequidad y la falta, en este caso, de un sistema universal de salud pública no deberían existir porque no hay nada material, moral, ni políticamente que las justifique; que si existen es porque son resultado de las creaciones, las decisiones y de las indolencias y las mezquindades humanas.

Así, entonces, tendrá que ponérsele otra cara al desarrollo; hay que sacarle el acelerador a la desbocada carrera de depredación y uso abusivo de los recursos naturales; superar el dogma de que desarrollo es economía y que economía es crecimiento ilimitado y producción superflua de bienes materiales; asumir que el progreso tecnológico no necesariamente resuelve los problemas y atiende las necesidades humanas, sino que a veces, por el contrario, es origen de nuevas calamidades como los devastadores efectos producidos sobre el cambio climático. 

Se requiere además de una economía armonizada con un Estado al que se reasigne un rol activo y no el de pasivo espectador en que lo dejo convertido el discurso neoliberal en las últimas cuatro décadas. Un Estado que recupere su primacía frente al discurso dominante del mercado, a cuyas lógicas terminaron subordinadas todas las políticas y programas de gobierno y en general las decisiones y posibilidades de realización de la vida.

Nada falta ya para demostrar que el mercado definitivamente no es un mecanismo democrático para el ordenamiento de las sociedades; por el contrario, es una fuente permanente de desequilibrios que ha dejado en el desamparo a un amplio número sectores sociales. Si la salud, la educación, la vivienda... que fueron conquistas de los trabajadores, se van a seguir viendo como mercancías al alcance solo de quienes dispongan de recursos para comprarlas, el saldo en pobreza y desigualdades va a seguir aumentando, y con ello los niveles de convulsión social y exposición al riesgo de miles de personas excluidas, frente a contingencias tan dolorosas como la que hoy nos tiene haciendo este tipo de reflexiones. 

Si fuera verdad que después de esta crisis diéramos paso a una transformación cultural y a una  nueva de civilización, podríamos decir que hemos honrado las miles de vidas que se han sacrificado. Que la sentencia letal del virus sea un llamado a que los gobernantes pongan los pies sobre  la tierra, porque  si no cambiamos, la naturaleza tarde o temprano nos volverá a pasar  factura, pero ya será demasiado tarde. 


*Economista-Magister en Estudios Políticos