lunes, 11 de diciembre de 2017

Congreso: la política en decadencia

Orlando Ortiz Medina*


 Lo ocurrido recientemente en el Congreso de la República, en el marco de las discusiones sobre la implementación de los acuerdos de paz de La Habana, fue más que elocuente para develar el que es el punto de mayor relieve en el ejercicio de la política colombiana: la profunda escisión que existe entre la ética y el modo de actuar de quienes ostentan elevadas magistraturas. Una crisis que bien se puede hacer extensiva al conjunto de la institucionalidad, tal cual lo muestra lo ocurrido en el sistema de administración de justicia, que tiene a algunos de quienes formaban parte de las altas cortes pernoctando en la cárcel, mientras otros hacen fila para, ojalá más temprano que tarde, llegar a hacerles compañía.

No es nada nuevo, en efecto, ni será lo último que nos permita decir que hemos tocado fondo, pues para continuar con la degradación de nuestra dirigencia y nuestro sistema político infortunadamente en Colombia todavía nos queda margen; máxime en una coyuntura en la que la ilusión de dar cierre a más de cinco décadas de conflicto armado y allanar caminos hacia la consolidación de la todavía incipiente democracia se enfrenta con conjunto perverso de condiciones en las que el establecimiento y quienes han sido sus más tozudos defensores se siguen sosteniendo.

Valga como ejemplo la permanencia de las viejas maquinarias partidistas, que aunque absolutamente disminuidas en su condición de fuerzas políticas, siguen dominando el panorama y posibilitan que se prolongue la hegemonía de los sectores precisamente menos interesados en que el estado de cosas cambie.

Lo que hay en el Congreso, en cuanto a las representaciones mayoritarias se refiere, no son más que rezagos espurios de los que otrora por lo menos aspiraron a ser colectividades revestidas de alguna identidad y con alguna fundamentación ideológica o doctrinaria. Hoy, su máxima no ha sido más que enlodar la majestad y diluir la razón de ser de la política, además de mantenerse como la correa de transmisión entre unas viciadas formas de representación y una pervertida visión del ejercicio del poder.

Minúsculos a la hora de argumentar y siempre lejos de interpretar y convocar al país en torno a los grandes temas y problemas nacionales, se mostraron como campeones del ausentismo y actuaron como meras cofradías de pilluelos, recurriendo a la argucia electorera, la triquiñuela, el filibusterismo, la actitud pendenciera o la modorra para dilatar o frustrar la aprobación de las propuestas

La división, el equilibrio de poderes y el sistema de pesos y contrapesos, base cuando menos formal del sistema de democracia representativa, se fueron al bajo fondo por culpa de quienes, haciendo gala de su baja estirpe, alejan cada vez más la posibilidad de que la política se realice como prolongación de una ética fundada en el interés general y colectivo, a la que siempre se ha sobrepuesto el espíritu egoísta y calculador que está en la esencia promedio del político colombiano, en especial aquel que milita en o proviene de los llamados partidos tradicionales.

Nos vemos lejos todavía de contar con una institución parlamentaria en donde ojalá sus integrantes hicieran superflua la necesidad de las normas jurídicas y los corsés de las formalidades institucionales -que más bien han sido expertos en burlar- y actuaran antes que nada movidos por un sistema de valores y un comportamiento que los exalte como verdaderos merecedores de los lugares que allí ocupan, y que hoy solo utilizan para usurpar el poder del verdadero sujeto fundante de la democracia, el constituyente primario, que en mala hora y con tretas y francachelas los pone en ese lugar.

Nos encontramos con un Congreso que en su mayoría se opuso a que pasaran las reformas necesarias para que nuevos actores tomen parte en los asuntos que conciernen al debate público, de los que hasta ahora han estado proscritos, y en donde en gran medida tiene origen la confrontación armada en Colombia. Un Congreso que todavía no asume que la democracia es tal porque se nutre del pluralismo, que el unanimismo hasta ahora predominante ha sido terriblemente oneroso y que no podemos dejar que se sigan arrastrando condiciones que frenen el avance hacia la civilización política, aletargada por tantos años de un conflicto cuyas fuentes no se han resuelto y frente al que le cabe una elevadísima cuota de responsabilidad.

Estaba claro, al menos así parecía, que el sentido de la desmovilización de las FARC como organización guerrillera era sacar las armas de la política; quitarle más de ocho mil combatientes a la guerra para que actúen dentro de los marcos legales e institucionales es algo cuyas razones se sostienen por sí mismas en cualquier país que haya padecido de manera tan cruda los embates de la guerra. Así que, de quién más que del órgano legislativo, se esperaba la validación que hiciera más fácil el camino para que Colombia pueda seguir avanzando hacia ese nuevo umbral en el que el uso de las armas quede de una vez por todas proscrito de cualquiera de las actuaciones en el ejercicio de la política.

Lo cierto es que no fue ello lo que ocurrió; entre oportunismo, evasivas, marrullas, deslealtades y actos claramente extorsivos, las mayorías en el Congreso develaron el peor de sus rostros y buscaron por todos los medios bloquear el desarrollo de los acuerdos, reafirmando que están por encima de cualquier intento que se haga de sacudir unas estructuras a las que de manera tan férrea se mantiene amarrado un universo de privilegiados para quienes el tema de la paz es un asunto menor, no importa que signifique el sacrificio de quién sabe cuántas nuevas generaciones o quién sabe cuántas décadas más de una guerra en la que al fin y al cabo no son ellos los que ponen muertos.

Se quiere así mantener el modelo de una democracia de procedimientos, vacía de contenidos y ajena a un concepto más amplio y complejo en la que se vea como parte de un nuevo acervo cultural de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas; es decir, como parte de un saber social fundante de una nueva ética, que tenga en cuenta que las sociedades colapsan cuando la política deja de ser el espacio en donde individuos y sociedades deliberan para resolver colectiva y civilizadamente sus conflictos. Una nueva ética de la que se apropien quienes son elegidos, pero igualmente quienes eligen, quienes se marginan de la política y quienes todavía se muestran incapaces de reaccionar frente a hechos que en cualquier otro lugar del mundo generarían indignación, especialmente cuando se trata de actos innobles cometidos por quienes ocupan cargos públicos.

Si dejamos que la majestad de la política y las instancias de representación se sigan diluyendo entre los laberintos de la corrupción y el enanismo moral de quienes allí concurren, seguiremos siendo una sociedad incapaz de recrear los vínculos entre los ciudadanos y entre estos el Estado; asimismo, de poner en diálogo los diferentes intereses y formas de organización, lo que haría imposible avanzar hacia un nuevo proyecto de país en donde, además de la violencia, se debe superar otro conjunto de males que como sociedad nos aquejan y que es parte también de esa nueva apuesta ética de la que debemos ocuparnos, de forma que la construcción de la paz y la consolidación de la democracia sean también el resultado de una mayor inclusión social y una forma de vida más digna para todas y todos los colombianos.


*Economista-Magister en Estudios Político


jueves, 12 de octubre de 2017

La paz es el bien supremo, lo ratificó la Corte.


Orlando Ortiz Medina*


Complace sobremanera el espaldarazo que la Corte Constitucional le da al acuerdo de paz firmado entre el gobierno y las FARC, al otorgarle blindaje jurídico durante los próximos doce años, que significa que, sea quien sea que llegue al gobierno, no podrá desconocer ni modificar su contenido. La decisión es saludable en medio del ambiente de incertidumbre y las dificultades a que se ha venido enfrentando el proceso de implementación, enrarecido aún más por la campaña electoral en curso.

No se hubiera entendido que el guarda superior de la constitución hubiera fallado en sentido contrario,  habida cuenta de que el derecho supremo a la paz prima sobre cualquier otro derecho y es, contra toda evidencia y en el mar de  controversias que todavía se susciten, el anhelo principal de la mayoría de los colombianos.

El fallo es también un reconocimiento a los efectos positivos del proceso, pues nadie, ni sus más enconados enemigos, pueden desconocer  lo que ha significado en disminución de acciones de violencia, pérdida de vidas y mayor tranquilidad para los colombianos, en especial para quienes viven en los lugares más apartados del país, a los que sí que se les debe en materia de garantía de derechos constitucionales. Aunque no únicamente, especialmente con ellos en este caso se reivindica la Corte. 

La paz, como con toda razón se ha venido reclamando desde muchos sectores, es una política de Estado y no el siempre precario desarrollo de la política coyuntural de un gobierno; más de cinco décadas de confrontación armada tuvieron que haber servido para iluminar a la Corte en su acertada decisión; nada, ya se dijo, puede estar por encima del bien supremo de la paz para un país que ha pagado con un sacrifico innoble las equivocaciones de unos y la tozudez de otros, que todavía ven en la idea de “hacer trizas los acuerdos” un compromiso patriótico y un acto de defensa de la institucionalidad y del estado de derecho, como maniqueamente lo han venido reclamando. Contra ellos y sus vacuos argumentos también se pronunció  la Corte.

Eso sí, debemos ser conscientes de que el blindaje jurídico, con todo lo que ello significa, no redime del todo los riesgos ni les quita bríos a quienes desde otros frentes se van a seguir atravesando hasta ver consumado su fracaso. Algunos sectores políticos redoblarán sus esfuerzos y dispararán a cualquier blanco y con  cualquiera de sus alfiles para atizar el fuego, porque saben que en las próximas presidenciales el dilema entre la posibilidad de que se consolide la paz o se siga por el camino de la guerra continuará siendo un factor decisivo para ganar el voto de los electores, en medio de ese discurso de odio con el que a muchos de ellos se les ha envenenado su criterio y su voluntad de decisión.

Otros deseábamos que, superado el dilema de la paz o de la guerra que ha orientado la campaña presidencial de los últimos veinte años,  en la agenda de hoy se destacaran otros puntos: el de la corrupción, por ejemplo, tan sensible a la honra de una nación que naufraga en el fango de heces que brota por las venas de unas élites descompuestas, y otros que se siguen aplazando, como la búsqueda de respuestas frente a la disminución de la pobreza, la corrección de las brechas de desigualdad y el abandono en que se mantiene una inmensa parte de la población. Pero, otra vez, ello no será posible, por un lado, porque ventilar el problema de la corrupción va a tocar a líderes y bases de esas mismas élites, untados como están de sus propias excreciones y, por otro, porque posibles salidas al flagelo de la pobreza y la desigualdad ponen en cuestión sus intereses y su sistema de privilegios.

Paz o guerra seguirán pues en la cartelera, porque ayudan a distraer de los problemas a los que verdaderamente la sociedad y el Estado deben encararse para allanar los caminos que conduzcan a una paz estable y duradera, y porque frente a una tribuna voluble, desinformada y no menos pendenciera es más fácil actuar como pandilleros que como auténticos adalides de ideas y propuestas, en un país que no merece más el destino que en mala hora los prohombres de su burocracia le han endilgado. 

El Centro Democrático, Cambio Radical y algunos sectores del Partido Conservador o el Partido de la U, alinean hoy sus fichas y dejan ver sus coincidencias, que siempre las han tenido, y se muestran como el bloque poderoso que seguirá capitalizando a su favor –qué vergüenza y qué ausencia de fundamento ético- los horrores de la guerra. El presidente de la Cámara de Representantes, Rodrigo Lara Restrepo, el Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez –de nuevo qué vergüenza-, son la muestra más fehaciente de cómo desde posiciones claves del establecimiento se cocina la campaña electoral en favor de los que, sólo por ver realizados sus intereses y ambiciones personales, no les importaría un siglo más de sangre y de vidas inmoladas, que por supuesto no serán las de ellos ni las de sus familias. Para ello están los campesinos, los indígenas, los afrocolombianos, los habitantes de los barrios populares que son los que, en cualquiera de los frentes, siempre han tenido la tarea de poner los muertos.

Con el beneplácito del fallo de exequibilidad, a las fuerzas políticas alternativas y progresistas les corresponde hacer lo propio para resistir el embate de quienes aspiran a que el país retorne a los tiempos de barbarie, de los que, si bien todavía hemos salido muy poco, hay hechos que nos muestran que sí es posible encontrar la luz al final del túnel. Mal harían en equivocarse en el camino y en medio de sus egos, divisiones y personalismos terminar abonándole el camino a quienes, ahora más que nunca, por el bien supremo de la paz que en buena hora ha ratificado la Corte, se les debe cerrar el paso. Amanecerá y veremos.



*Economista-Magister en Estudios Políticos

martes, 5 de septiembre de 2017

Bienvenido Francisco, por la renovación de la iglesia

Orlando Ortiz Medina*


Sin que tenga porqué sorprendernos, aunque curiosamente algunos sectores lo vean como algo inaudito, es claro y no podría ser de otra manera el alto grado de significación política que tiene la visita del Papa Francisco a Colombia. De hecho, se sabe que fue aplazada más de una vez, en espera de que el proceso de paz avanzara y se concretara el acuerdo final con las FARC, hoy ya desmovilizadas y convertidas en partido político legal.

Francisco viene, en buena hora, a darle la bendición al acuerdo y a reafirmar su apoyo, que ya en varias oportunidades había manifestado, pese a que, siempre bien informado, conoce de la oposición de ciertos sectores en Colombia, entre los que se encuentra una gran parte de la más alta jerarquía católica.

Frente a sus antecesores, y sin ser precisamente un gran reformador, este papa ha mostrado un talante en alguna medida progresista y posiciones más avanzadas en temas que hasta ahora habían sido vedados y estaban lejos de poder ser puestos en cuestión, incluso por sectores que sin necesidad de vestir los ornamentos religiosos acogen con profundo dogmatismo el pensamiento y doctrina de la iglesia.

Así que si algo podríamos esperar los colombianos es que la visita de Francisco sirva para hacer un llamado a esa enorme mayoría de la iglesia que todavía se mantiene en el más acendrado conservadurismo, y pedirle que entre en una etapa de reflexión que la ponga al corriente del nuevo universo de comprensiones y significaciones a que el proceso de modernización y secularización de la sociedad inevitablemente nos ha conducido. 

Sería asumir, como corresponde, que la consolidación de la paz sólo es posible si se produce en paralelo con el reconocimiento a la emergencia de otras maneras de ver y entender el mundo, que implica abandonar el uninanimismo y facilitar el camino hacia una sociedad capaz de reconocerse en su diversidad y de acoger el pluralismo como condición imperativa para garantizar su desarrollo y sus posibilidades de sobrevivencia.

La idea de un orden que se explica y se sostiene solamente a partir del culto a lo sagrado, los dogmas religiosos o las ataduras de la fe, hoy es no sólo insostenible sino que pone en riesgo las propias posibilidades de la iglesia para mantener a sus fieles. Ante la resistencia de la iglesia para renovarse y aceptar que las sociedades, las culturas y los valores no sólo no son estáticos sino que el ser humano está inscrito en universos y dimensiones que la sola religión no está en posibilidades de entender, éstos se ven obligados a migrar hacia otros sistemas de creencias o simplemente se abandonan a la búsqueda del libre albedrio. 

Negarse a aceptar que principios sacros y fundamentaciones metafísicas puedan ser reinterpretadas por el pensamiento o el uso de la razón termina siendo, además, una privación a la posibilidad de discernir y de deshacer o reelaborar comprensiones que la transformación de la sociedad trae consigo. No se trata de proponer la completa o parcial eliminación del catolicismo o su sistema de creencias, ni más faltaba, se trata de un llamado a la aceptación de ciertos grados de ruptura que se le están planteando incluso sectores que forman parte de su grupo de creyentes, como personas de la comunidad LGBTI, mujeres que irrumpen en la defensa de sus derechos y religiosos o religiosas que velada o abiertamente desobedecen las limitaciones que se les impone al ejercicio de su sexualidad, por ejemplo.

Los sectores conservadores, civiles o religiosos, no pueden seguir concibiendo el proceso de secularización y adelgazamiento de lo sagrado como una afrenta; por el contrario, deben reconocer que nuevos tiempos dan lugar a nuevos modelos de individuos, familias y sociedades, y que no es posible seguir considerando como naturales y objeto de imposición dogmas, estilos y formas de vida que ni siquiera quienes les suscriben su pertenencia están dispuestos a acatar sin que medien reparos o revisiones.

La rigidez, la tesis de que todo orden es natural, inmodificable e incontrovertible, cuando es en realidad el resultado de una construcción social e histórica, reducen al individuo en su autonomía, lo limitan para el discernimiento y lo atrofian en su criterio a la hora de decidir, incluso en temas y escenarios que no necesariamente forman parte de las creencias religiosas, sino de los que toman lugar en los asuntos del Estado, el debate público y la deliberación política.

Fue justamente lo que ocurrió en el plebiscito con el que se buscaba refrendar los acuerdos de paz el pasado dos de octubre, cuando a nombre de la inclusión de una supuesta ideología género que atentaba contra la “condición natural del ser mujer y se incitaba al homosexualismo” –algo sumamente oprobioso para el fundamentalismo religioso- se manipuló y se indujo el voto del electorado. 

En Colombia, el perverso maridaje entre iglesia y política, que de nuevo toma fuerza en estos últimos años, es en parte responsable de que seamos una sociedad devota de un pasado que nos mantiene hincados a tiempos y ante líderes nostálgicos de las épocas de los caudillos y gamonales, en donde se reafirma la idea de que hay que rendir culto ciego a las jerarquías y se asume como natural que algunos vinieron al mundo solamente con la función de obedecer.

El conservadurismo católico ha estado en la base de formación de un pensamiento que en lo fundamental ha servido para legitimar un orden muchas veces contrario a lo que desde el púlpito pregonan obispos y sacerdotes, y que en ocasiones se ha utilizado para validar algunas formas de violencia, además de las que están implícitas en imaginarios que enarbolan como virtudes o condiciones naturales el autoritarismo, el machismo y el desprecio por ciertos grupos o sectores de población, que aunque comulgan con sus doctrinas y se asumen como practicantes de la fe religiosa no aceptan cierto tipo de limitaciones al ejercicio de su autonomía.

La jerarquía católica, aparte de su innegable alianza con ciertos intereses y sectores de poder, ha sido temerosa para abrirse y enfrentar su liderazgo, desconociendo no sólo la transformación de los valores y las costumbres sociales, sino sus propias falencias a la hora de  garantizar la fidelidad de sus creyentes, incursa como ha estado por parte de algunos de sus integrantes en situaciones que debilitan y ponen en duda su entereza ética, moral y espiritual: pederastia, compromiso con actores armados y hechos de corrupción, para nombrar algunos.

En la actual coyuntura, le corresponde entender que a nombre del fundamentalismo religioso no se pueden subsumir apuestas de tanta trascendencia como la terminación del conflicto armado y la búsqueda de la paz, frente a lo que gran parte de sus integrantes se han mostrado reticentes, como ha quedado claro frente a los contenidos del acuerdo alcanzado con las FARC en La Habana. No es posible entender el llamado a la bendición de la paz al que se invita a los fieles en cada uno de los actos litúrgicos, al tiempo con una hostilidad manifiesta a que se llame al perdón y la reconciliación con quienes han tomado la decisión abandonar el camino de las armas. A Dios rogando y con el mazo dando.

Se requiere de una iglesia capaz de mirar el mundo con los ojos puestos en el horizonte de un siglo que hasta ahora comienza y cuando menos dispuesta a aceptar que es necesario revisar el saldo de un pasado del que no en todas las circunstancias puede hacer un balance completamente satisfactorio, tanto para sí misma como para la sociedad a la que en asuntos religiosos mayoritariamente lidera.

La mayoría de los colombianos saben que la visita de Francisco expresa su profunda conexión con el proceso de paz, al que viene presencialmente a darle un espaldarazo, sumándose a quienes, creyentes o no, desean que el país logre salir del pasado tenebroso de guerra que le ha tocado vivir. Aunque se nieguen a reconocerlo, es también un llamado de atención a quienes se siguen oponiendo, que no son ya los que hasta hace unos pocos meses eran combatientes atrincherados en el monte, sino quienes desde cómodas posiciones y nutridos sistemas de seguridad se empeñan en que, a costa de defender su soberbia y su lugar de privilegios, el país se siga recreando en el sonar de los fusiles y los hedores de la muerte. 

Si en una sociedad tan polarizada como la colombiana Francisco logra que se entienda que la consolidación de la paz sólo es posible mediante la reafirmación de una ética del pluralismo, la inclusión y el abandono de toda forma de fundamentalismo, político o religioso, su visita habrá valido la pena. 



*Economista-Magister en Estudios Políticos

lunes, 29 de mayo de 2017

La falla de la Corte

Orlando Ortiz Medina*


El abrupto reversazo de la Corte Constitucional que declaró inexequibles los literales h y j del Acto Legislativo 01 de 2016, mediante el cual se creó el procedimiento especial, conocido como fast track, para simplificar en el Congreso los trámites de aprobación de los acuerdos pactados con las FARC, nos lleva a pensar si, más que jurídica, el órgano de control tomó esta vez una decisión política, a juzgar también por los cambios que últimamente han tenido lugar en su composición, en donde viene ganando terreno un sector perteneciente a un ala más conservadora del derecho y la política.

Si así fuera, sería profundamente grave para la democracia y, más aún, para el propósito superior que anima hoy a la mayoría de los colombianos: el de lograr por fin la consolidación de una paz estable y duradera.

Los dos literales establecían que los proyectos de ley y de acto legislativo no podrían ser modificados si con ello se alteraba el contenido de los acuerdos y que cualquier modificación requería el visto bueno del Gobierno; asimismo, que para su aprobación, tanto en comisiones como en plenarias de Senado y Cámara, se debería votar en bloque y no uno a uno los articulados. Con esta nueva decisión, la Corte deja sin piso tales disposiciones y abre la posibilidad no sólo de que el Acuerdo sea modificado sino de que se haga más lento su trámite en el Congreso; es decir, lo golpea en su médula y pone en vilo lo que era ya el resultado de un pacto sellado luego de cuatro largos años de negociación. Se asimila también a esa parte del país para el que la búsqueda de la paz es un asunto secundario, el mismo que dijo no en el plebiscito, el que prefiere seguir danzando al son de los tambores de la guerra y al que hoy, ya desmovilizadas y resguardadas en sus zonas de concentración, le cuesta reconocer que las FARC le han venido cumpliendo al país en su promesa de renunciar a las armas como medio para alcanzar y defender sus ideales políticos. 

Hasta ahora la Corte se había manifestado a favor de la constitucionalidad de las decisiones tomadas tanto en el ejecutivo como en el legislativo. Recordemos, por ejemplo, que avaló la convocatoria al plebiscito del pasado dos de octubre, para el que se redujo incluso el umbral de participación al 13 %; le otorgó al Congreso la potestad de refrendar el Acuerdo después de la derrota sufrida en las elecciones; aprobó el mecanismo de vía rápida  para dar trámite a las reformas que de inmediato debían emprenderse para facilitar la reinserción  de los miembros de las FARC a la vida civil, y le dio curso  a la amnistía y a la creación de la Justicia Especial para la Paz -JEP-. Sorprende entonces la cabriola con la que hace ahora más tediosa la tarea y genera más incertidumbre frente a su proceso de implementación.

Los magistrados que mayoritariamente votaron a favor de la modificación del acto legislativo se ampararon en este caso en una mirada dogmática e instrumentalista del derecho, al que convirtieron en una barrera inflexible, apegados a esa obsesión leguleya tan propia de nuestra historia constitucional. Olvidaron que éste ha sido un acuerdo pactado en el marco de un modelo de justicia transicional, con características especiales que lo dotan de cierto grado de excepcionalidad y, si se quiere, de “anormalidad jurídica”. 

Más inexplicable aún, desconocieron la supremacía del derecho a la paz, consagrado en el Artículo 22 de la Constitución Nacional, en cuya defensa argumentaron su polémica decisión. Qué mayor defensa de la Constitución –cabría preguntarles- que la de evitar ponerle cortapisas al propósito de seguir avanzando en el camino hacia la paz para un país que, como Colombia, intenta salir de más de cinco décadas de estar tan duramente golpeado por la violencia.  

No es procedente que la búsqueda de la paz y la consolidación de la democracia queden subordinadas a cierta forma de interpretación de las prescripciones legales, que al fin y al cabo no son más que eso, interpretaciones. De lo que se trata hoy es de entender el momento histórico que vive Colombia y saber estimar en su justa medida la cuota válida e incontrovertible de los fundamentos legales, pero sin dejar valorar lo que corresponde al campo más complejo de las demandas y las condiciones políticas, casi siempre en franca confrontación.

Una decisión dogmáticamente apegada al positivismo jurídico puede afectar, y de qué manera, las relaciones políticas y los juegos de poder inmersos en ellas; aquí ha sido evidente que la decisión de la Corte provocó la hilaridad y una inclinación de la balanza a favor de quienes quieren “hacer trizas” el Acuerdo de paz. La sabiduría de la Corte como guardiana principal de la Constitución está cifrada en este caso en cuánto logra encontrar el equilibrio entre la necesidad de cuidar el mero instrumental jurídico y normativo que otorga el derecho, y la de poder asegurar para toda la sociedad el bien supremo e insustituible de la paz, que está más allá de lógicas puramente procedimentales.

Hay que tener presente la responsabilidad ética que le asiste a quienes tienen en sus manos este tipo de decisiones, en este caso la Corte y lo que a partir de este fallo pueda ocurrir en el Congreso de la República. No sería nada ético -que es en lo que se debe cifrar la estatura y estructura de cualquier Estado y de su orden institucional-, desconocer el contenido de un acuerdo entre un Gobierno y un grupo armado que luego de cuatro duros años de negociación han encontrado el punto medio para terminar con una confrontación de más de cincuenta años. Denotaría una falta absoluta de seriedad, una burla a las FARC y a esa parte del país que de distintas formas participó en la definición de los acuerdos; asimismo, a la comunidad internacional que tanto ha apoyado y tan pendiente ha estado del desarrollo de estos acontecimientos en Colombia.

Se debe insistir en que la mejor forma de defender y evitar que sea sustituida la Constitución es facilitando las condiciones para que el país supere el estado de violencia, todo lo contrario a lo que dejó la Corte luego de su discernimiento.

Lo anterior, máxime cuando hablamos de una institucionalidad que sí que ha estado ausente o ha sido sustituida en gran parte del país, sobre todo en el de la periferia, en donde son los actores armados, la corrupción, las economías ilegales, las maquinarias políticas y distintas formas de para-Estado las que han impuesto sus propias reglas de juego; en fin, en donde lo que menos ha estado vigente es la Constitución, justamente porque el derecho a la paz no ha sido garantizado y el Estado de derecho no han sido para sus pobladores más que una realidad ficcional en la que no se han visto representados, o una entelequia jurídica que se puede manosear al antojo de las coyunturas, los intereses o la filiación política de ciertos núcleos de privilegiados.

El Gobierno ha tratado de suavizar el impacto del mazazo de la Corte con el argumento de que aún conserva mayorías en el Congreso, lo que le facilitaría garantizar la aprobación de los acuerdos; es parcialmente cierto y olvida que entramos ya en plena campaña para elecciones de Congreso y Presidente en el 2018 y que, habilidosos como son, los congresistas se van a llenar de bríos y lo van a condicionar para aprobarle sus propuestas. Ya los veremos haciendo cálculos para saber en qué momento y a cuál bus finalmente se suben, si al que quiere seguir por el camino hacia la paz o al que quiere retornar a los parajes de la guerra; todo depende de en donde se aviste más pulposa la bolsa de los votos.

Así que, gracias a la falla de la Corte seguirán endosados nuestros anhelos de paz a los ardides de los parlamentarios, sus instintos pecuniarios y sus aspiraciones burocráticas; los problemas fundamentales del país volverán a estar al margen de la agenda de partidos y candidatos y nos veremos de nuevo decidiendo entre el menos malo de los aspirantes. La continuación o no de la guerra definirá otra vez nuestro destino, por lo menos en lo que a elección de presidente se refiere. 


*Economista-Magister en Estudios Políticos.

martes, 4 de abril de 2017

De Cajamarca a Mocoa



Orlando Ortiz Medina*


La tragedia que acaba de ocurrir en la ciudad de Mocoa, Putumayo, que deja alrededor de trescientas personas muertas, decenas de desaparecidos y miles de damnificados, nos lleva inevitablemente a que la relacionemos con lo ocurrido recientemente en el municipio de Cajamarca, Tolima, en donde sus habitantes dijeron no a la continuación de proyectos de exploración y explotación minera en su territorio.

Mientras en el municipio tolimense la comunidad celebra de manera entusiasta que haya triunfado la voluntad mayoritaria de defender la naturaleza, en Mocoa es esa misma naturaleza la que se reveló con toda su furia, dejando que el torrente impetuoso de tres de sus ríos se desbordara para arrastrar consigo, cada uno con su historia, barrios, hogares, personas, animales, enseres, vehículos… y todo lo que fue necesario para recuperar en la oscuridad de la noche el tamaño robado a sus cauces.

Lo de Cajamarca fue el rechazo ciudadano a un modelo de utilización y aprovechamiento del suelo y sus recursos frente al que se advierten enormes y onerosas consecuencias, como es el de la transformación abrupta de su vocación productiva, esencialmente agrícola, que llevaría a la deforestación, la contaminación y el agotamiento de sus fuentes hídricas y el agrietamiento y la erosión de sus montañas, entre otros; es decir, a un modelo que los dejaría expuestos a eventuales desastres como el que acaba de pasar en Mocoa.

¿Cómo no van a saber los campesinos lo que implica una explotación de oro a cielo abierto que exige el levantamiento de la placa vegetal, la remoción de miles de toneladas de tierra y seguramente el resecamiento o desvío de ríos y quebradas? El oro no es para ellos una riqueza sino una maldición que, por ahora, está enterrada; por eso prefieren que se quede allí, en el subsuelo, en el lugar que originalmente le asignó la madre tierra.      

Lo ocurrido en Mocoa es otra de esas ya consabidas tragedias anunciadas en las que la naturaleza pasa su cuenta de cobro, lastimosamente sobre los habitantes de las zonas más empobrecidas; es una ciudad de 45.000 habitantes, capital de un departamento que, además de haber sufrido todas las formas posibles de violencia, ha estado expuesto al saqueo y la explotación inmisericorde de su riqueza cultural y material, de la que sí ha estado muy bien dotado, sólo que puesta al servicio y la ambición desmedida de unos pocos, legales o ilegales.  

Así que esta tragedia no se debe estrictamente al torrencial aguacero del viernes 31 de marzo en las horas de la noche, sino a que los ríos, que hacen parte del paisaje de la ciudad, no encontraron el suficiente espacio para que fluyeran sus aguas, debido a que sus cauces han sido invadidos por basuras, desechos y otros residuos que los contaminan, ante la falta también de políticas gubernamentales para la adecuada disposición final de los mismos.

También es producto de la deforestación indiscriminada de los bosques, que sabemos sirven de contención a las aguas y a todo lo que ellas arrastran cuando estos fenómenos intempestivos de precipitación se presentan. Fenómenos que cada vez menos debemos considerar intempestivos, porque no son más que una de las manifestaciones del cambio climático, poco o nada tenido en cuenta en los planes de ordenamiento territorial o los planes de desarrollo de la mayoría de nuestros municipios, incluida por supuesto la majestuosa ciudad de Bogotá, pese a la supuesta capacidad gerencial de su actual alcalde.

En las imágenes pudimos apreciar, además, que también las riberas de los ríos estaban invadidas; allí, de manera improcedente, habitaban cientos de familias, muchas de las cuales hoy nos enlutan y otras permanecen a la intemperie, después de haber perdido sus pertenencias.

Ya sabemos que habitar en las riberas de los ríos es en Colombia otra forma de manifestación de la pobreza, pues allí suelen ubicarse, generalmente como invasores, personas en alto grado de vulnerabilidad, despojados de sus tierras, desplazados por la violencia o migrantes de las zonas rurales que buscan en las cabeceras municipales una mejor oportunidad para sus vidas. Qué ironía. 

El desastre, pues, no es natural, es el producto de un modelo de “desarrollo” que ha alterado la vocación y el uso del suelo con actividades económicas y prácticas de explotación insostenibles: extracción de madera, ganadería extensiva, minería, para citar sólo algunas. Asimismo, de la falta de políticas de prevención y, hay que decirlo, de una cultura ciudadana que lleve a que las comunidades asuman un sentido de pertenencia con sus territorios y adquieran mayor conocimiento y conciencia sobre la manera como se debe actuar con y frente a la naturaleza.

Cobra así mayor sentido el llamado de los habitantes de Cajamarca, que al unísono con lo ocurrido en Mocoa, demanda que autoridades nacionales, departamentales y municipales, así como sus ciudadanos, tomen nota de lo que en cada una de estas dos regiones ha acontecido. La consulta popular celebrada allí y las cerca de trescientas víctimas mortales en Mocoa deben verse como las dos caras de una misma moneda, que no es necesario lanzar al aire para saber cuál es la decisión que se debe tomar: reorientar las políticas de desarrollo, repensar las formas de explotación de los recursos naturales -o tomar la decisión de no hacerlo- e involucrar a la ciudadanía en decisiones que le conciernen en sus territorios, incluidos los planes de prevención o mitigación de riesgos, a los que inevitablemente está expuesta. Cuánto menos nos hubiera costado esta tragedia si ellos existieran

Propuestas que se acojan a lógicas integrales, a principios democráticos que respondan al interés colectivo y sobrepongan el bienestar público sobre el privado, son parte de las condiciones requeridas para lograr un desarrollo que genere menos desequilibrios con la naturaleza, más capacidad de adaptación y respuesta frente a los embates del cambio climático y caminos más expeditos para llegar a ser sociedades realmente sostenibles y ajenas a este tipo de calamidades.

Se requiere, además, una visión no escindida de fundamentos éticos, es decir, en donde se entienda que más allá de la racionalidad meramente económica existen otro tipo de opciones que es necesario tener en cuenta, sobre todo si se trata de actuar en función de una vida en dignidad para los seres humanos y para la preservación general de todas las especies vivas.

Es necesario promover una mayor autonomía de los territorios más alejados de los centros de poder y decisión, para lo que se requiere profundizar el modelo de descentralización, de manera que se reconozcan los contextos, las particularidades y potencialidades locales y por esa vía el respeto a la voluntad de sus autoridades y sus ciudadanos. Para ello se requiere superar el menosprecio que hasta ahora se ha tenido por la democracia local y el papel de las regiones en la formación del Estado y la construcción de nuevos horizontes.

La regiones no se pueden seguir mirando como esos lugares atrasados e inhóspitos que sirven sólo como despensas de recursos para ciertas actividades y sectores de la economía, pasando muchas veces por encima de los intereses de sus legítimos pobladores, a quienes se somete a la voluntad de las empresas nacionales o transnacionales, cuando no de los grupos armados o las mafias que actúan muchas veces en connivencia con los grupos económicos y políticos que han acaudillado el poder.

La solidaridad que el gobierno despliega y a la que convoca con los habitantes de Mocoa debe estar en correspondencia con el reconocimiento y el respeto que se debe a la decisión soberana recientemente tomada por los habitantes de Cajamarca; no se entendería que se muestre compungido ante la evidente magnitud del desastre y al mismo tiempo se empeñe en desconocer la voluntad de quienes precisamente esperan que se les escuche en su afán de evitar que este tipo de hechos se sigan presentando.

Nada ni nadie nos va a devolver a quienes lastimosamente fallecieron en ésta que es nuestra más reciente tragedia, y ojalá fuera la última; por eso suenan un tanto odiosas las insistentes afirmaciones del Presidente de la República de que “Mocoa después de la reconstrucción quedará mejor que antes”, como si hubiera paisaje alguno que reconstruido fuera capaz de recuperar y devolver al menos una vida, como si ello fuera suficiente para resarcir el dolor de las decenas de niñas y niños que han quedado huérfanos, de las madres  y padres que no volverán a ver a sus hijos, a sus esposos o esposas,  a sus amigos, a todos con los que compartir, incluso su pobreza, ya no será más que un doloroso recuerdo.

Cajamarca y Mocoa simbolizan hoy el sabor agridulce de dos realidades que se encuentran para enviarnos un solo mensaje: o se escucha a las comunidades y su llamado a que se respeten los sabios designios de la naturaleza o nos veremos condenados a seguir escuchando tan solo los cantos lúgubres del dolor y de la muerte.



*Economista-Magister en Estudios Políticos

domingo, 19 de marzo de 2017

El asesinato de líderes sociales: “sembrando ausencias”



Orlando Ortiz Medina*


Esta paz que se dice que avanza gracias a la desmovilización y entrega de armas por parte de las FARC no puede, no va a ser nunca cierta si el camino para llegar a ella va a quedar pavimentado con los cadáveres de los líderes sociales. 

Carece de sentido que sea ese el testimonio del esfuerzo de un país empeñado en terminar la guerra. Si este proceso no lleva ante todo a la consagración de la vida, si no es para desahuciar o ahuyentar la muerte, Colombia toda habrá perdido el tiempo y seguirá, como hasta ahora, anegada en los ríos de su sangre. Será de nuevo una gran frustración para quienes todavía anhelamos saber qué es vivir una cotidianidad sin violencia, para los que aspiramos a sentir qué es respirar un aire que no nos llegué cargado de los vapores del plomo.

No pueden, la sociedad ni el Estado, permitir otra vergüenza como la que arrastra el país ante el mundo por el asesinato de más de cinco mil integrantes de la Unión Patriótica, aparte de otros tantos líderes y lideresas de otras organizaciones y sectores políticos que han sido sacrificados en las últimas décadas.

Hay que evitar que se ahogue de nuevo la esperanza de alcanzar lo que no fue posible con la Constitución de 1991: una sociedad en la que proceda sin temores el ejercicio de la democracia, con plena vigencia del Estado Social de Derecho y garante de los derechos fundamentales, en particular la integridad y la vida de los ciudadanos, cuyos saldo es cada vez más oneroso.

Con la promulgación de la nueva Constitución quedó claro que una sociedad capaz de resolver civilizadamente sus conflictos no es sólo un asunto de cambios formales o modificaciones en la arquitectura institucional sino que paralelamente es necesario superar los males entronizados en el conjunto de sus principios y valores que, en el caso de Colombia, hicieron que la guerra y la violencia se consagraran como sustitutos de la política y como fuente principal de la conquista y defensa del poder. 

No se lograron transformar los comportamientos que, con visos premodernos o propios de tiempos y sociedades bárbaras, permearon el ideario de algunos partidos y organizaciones, las propias actuaciones del Estado, por supuesto las de los grupos ilegales y las de una porción importante de los ciudadanos. Persiste la herencia perversa del llamado “Periodo de la Violencia” de los años cincuenta, al igual que las secuelas heredadas del Frente Nacional, en el que un pacto amañado del bipartidismo condenó como enemigo y proscribió de los espacios de la democracia a partidos, fuerzas políticas u organizaciones alternativas, o a quienes simplemente se atrevían a reclamar sus derechos o a defender la posibilidad de que se permitiera al menos un pensamiento diferente.

El Estado, en general, sigue siendo inferior a sus responsabilidades y no tiene la presencia suficiente y adecuada sobre la mayoría de los territorios; por el contrario, más aun ahora después de la desmovilización de las FARC, sigue cediendo su soberanía a un conjunto cada vez más inasible de organizaciones criminales, frente a las que los ciudadanos permanecen en estado de indefensión y sometidos a sus normas criminales y autoritarias. Se mantiene, como se ha dicho en otras ocasiones, como un “Estado fallido”, sin suficiente legitimidad, lejos de poder garantizar la seguridad y conquistar la confianza y el respaldo entre los habitantes de campos y ciudades.

Quienes están siendo asesinados son hombres y mujeres que lideran procesos en sus comunidades, defensores de Derechos Humanos, reclamantes de tierras, víctimas que abogan por su derecho a la verdad, la justicia y la reparación; en fin, personas comprometidas con que el proceso paz siga su cauce y que simbolizan, además, la memoria de los que en otros momentos de la historia terminaron sacrificando su vida. Es decir, que nos recuerdan que, en Colombia, las razones para disponer de la vida de quienes resultan incómodos frente a los intereses de ciertos sectores del poder -legales o ilegales-, en esencia, siguen siendo las mismas.

De manera que no estamos ante nada nuevo sino que nos mantenemos atados a los nudos ciegos de una violencia que se resiste a ceder y que nos quiere seguir enredando entre las lógicas del odio y la barbarie.

Queda cada vez más claro que la violencia de la que somos víctimas no descansa en las actuaciones de tal o cuales actores sino que se recicla y fluye por entre las venas y el modus vivendi de una sociedad incapaz de reinventarse, que tiene sus propias formas de resiliencia y se enarbola como un fenómeno superior a la inteligencia y la dignidad humana.

Preocupa y no puede entenderse el empeño del Gobierno en desconocer las razones y la magnitud de los hechos, así como la actitud generalizada de una ciudadanía para la que más de un centenar de líderes asesinados en pleno proceso de paz pareciera ser un asunto menor, lo que sólo da cuenta, en uno y otro caso, de la dimensión de su quiebra ética y su enanismo moral.

Es cierto que la solución política del conflicto armado con las FARC es un paso enorme y nos mantiene todavía con esperanzas, pero todo ello será vano si el Estado no desarrolla la capacidad para cumplir el rol que le corresponde; si no logra sobreponerse a quienes socaban su legitimidad y con los que, antes que combatir, pareciera más bien mimetizarse en la responsabilidad de los crímenes.

Con cada vida de un líder o lideresa que sea asesinado se elimina una historia, se desanda un camino, se mina la moral y se infunde un miedo que ahoga las ilusiones de grupos o comunidades cuyos representantes no eran más que la prolongación de su voz y del llamado a que de sus territorios se destierren de una vez por todas los fantasmas de la guerra.

Cabe ahora preguntarnos si estamos en riesgo de entrar o nos encontramos ya en un nuevo ciclo de violencia, una violencia que se nos quiere mostrar como si no tuviera dueños y que pareciera advertirnos que va a seguir siendo nuestro solaz, que el único destino que nos queda como sociedad es el colapso, o seguir “sembrando ausencias”, de acuerdo con la reflexión a la que nos convocó la artista Doris Salcedo hace unos meses en la Plaza de Bolívar.

*Economista-Magister en Estudios Políticos

sábado, 18 de febrero de 2017

¿La revocatoria, un mecanismo inútil?

Orlando Ortiz Medina*

Más que la revocatoria del actual alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, la iniciativa ha puesto en entredicho, por parte de quienes se oponen, la validez misma de la figura consagrada dentro de los mecanismos de participación, Artículo 103 de la Constitución Nacional. De acuerdo con algunos de los argumentos, sería inútil y lo que correspondería hacer es eliminarla del articulado, pese a ser uno de los más importantes logros del constituyente de 1991.

Después de más de cien años de una constitución marcadamente centralista, en la que la democracia se reducía a convocar a la ciudadanía a las jornadas electorales, con la nueva constitución se buscaba, entre otros, posibilitar un sistema de representación y participación más cualificado, que diera lugar a una ciudadanía más deliberante, más informada y responsable con los asuntos de Gobierno y de la política, y más comprometida en las cuestiones concernientes al interés general y colectivo.

A decir verdad, este propósito se encuentra todavía en ciernes. Difícil ha sido sobreponerse a unas prácticas políticas herederas del clientelismo, el nepotismo, la corrupción… y toda otra serie de circunstancias que le han negado al país la posibilidad de ponerse a la altura de las sociedades y las democracias modernas. Lo anterior sin dejar de lado, adicionalmente, las secuelas de un conflicto armado de más de cincuenta años, del que, si todo sale bien, apenas empezamos a liberarnos.

En esa dirección, independiente de cuál sea el momento y quien sea el gobernante, suena contradictorio que haya quienes se oponen a que se haga uso de este tipo de iniciativas ciudadanas, que son parte de un camino que no hemos logrado recorrer hacia la transformación de la cultura política e institucional, especialmente en lo que concierne al rol del ciudadano frente a la gestión de Gobierno, que permanecen todavía en el desinterés y la apatía, con un costo muy alto para el desarrollo, la eficiencia y la transparencia de la administración pública.

Parte de quienes se manifiestan en contra de la revocatoria se basan en el hecho de que haya transcurrido tan sólo un año de gobierno, razón por la que no habría criterios suficientes para hacer una evaluación objetiva de su gestión. Otros, fundados en el mismo criterio, consideran que, de llegar a hacerse efectiva, quien resultara luego elegido tendría solo un año o año y medio para cumplir con su mandato, lo que tampoco le alcanzaría para dejar en firme sus realizaciones y desarrollar sus propuestas. Se afirma entonces que lo único que se haría es generar un vacío o caos institucional, pues, en cualquier caso, sería peor el remedio que la enfermedad. Así que, sobre este aspecto en particular, se equivocó y perdió su tiempo el constituyente del 91 creando un mecanismo que sería en la práctica inoperante.    

Lo claro es que estamos frente a una interpretación puramente algorítmica,  que reduce el concepto de institucionalización y así mismo el de democracia a lógicas meramente instrumentales y procedimentales que nada dicen de la democracia como virtud, como pensamiento, como conjunto de valores, en fin, como cultura y como parte de una historia que hay que recrear hacia la construcción de nuevas prácticas y significaciones que permitan refundar el rol del ciudadano en el ejercicio de la política.  

Si bien es cierto que en un año no es suficiente para hacer una valoración de las realizaciones alcanzadas por el gobernante, sí se sabe ya el qué, el cómo y el para dónde va, que es finalmente lo que corresponde al interés de los ciudadanos. En esencia, no se gobierna para el periodo que se fue elegido, por el contrario, es el futuro de la ciudad y de las próximas generaciones lo que está en juego. A un año de su mandato, el gobernante ya ha definido su agenda, se sabe cuál es el modelo de ciudad que propone, cuál es su estilo de gobierno, cuáles los ejes en los que ha centrado su gestión y las estrategias con que se propone llevarlos a cabo. ¿Cómo no valorar entonces que los gobernados tengan la posibilidad de pronunciarse y manifestar su aprobación o rechazo, si son ellos al fin y al cabo los destinatarios?

En el caso de Bogotá, no son menores los puntos de controversia: el modelo de expansión o urbanización, el alistamiento frente a los efectos del cambio climático, la movilidad y el sistema de transporte que sería de mayor conveniencia, la privatización de empresas, la seguridad ciudadana, la garantía en el acceso a derechos como la salud, el trabajo, la educación, entre otros, están en el centro del debate como quiera que marcarán su destino las próximas décadas.

Suenan pues inconsistentes y sobre todo banales los argumentos de quienes ven en que se convoque a una revocatoria una pretensión puramente revanchista o de malos perdedores, o que la reduzcan simplemente a un asunto de formalidades institucionales.

Es una cuestionable lectura del significado y la razón de ser de la democracia y de lo que para un país como Colombia, con muy pobre desarrollo de su cultura política, tienen este tipo de iniciativas. Imposible esperar una sociedad políticamente más cualificada y una democracia más sólida si no se promueve que el ciudadano tome parte en los asuntos que competen al presente y el futuro del territorio en que habita.

Si algo requiere este país es adentrarse en un proceso que lo deshaga de prácticas como la apatía, la desidia o el inmiscuirse en la política, el control y el ejercicio de Gobierno solo a partir de redes e intereses particulares o familiares, que es lo que verdaderamente se ha institucionalizado en el ser, el saber y el quehacer ciudadano; además de la desconfianza en la legalidad y el modo de funcionamiento del Estado. Lo que ahora se llama institucionalidad no es más que una urdimbre de prácticas prohijadas por una tecnocracia cómodamente erigida en el nepotismo, el clientelismo, el amiguismo, el CVY, la ausencia de criterios de meritocracia y un muy pobre desempeño en el ejercicio de la función pública.

A menos que se asuma la institucionalidad como la formalidad de un periodo de gobierno, un sistema de normas y procedimientos que habitualmente no se acogen, planes y programas que no se cumplen y no como virtudes, hitos y significaciones sociales enraizadas en el comportamiento, los hábitos, las costumbres, es decir, en la cultura, la tarea que corresponde es justamente la de institucionalizar un nuevo saber y unas nuevas prácticas en el ejercicio de la política y de la ciudadanía, que se traduzcan en la existencia de un sujeto con criterios para actuar en las decisiones sustantivas de sus territorios.

De manera que no se debe aceptar que se satanice el llamado a la participación ciudadana con el argumento de que es obstaculizar al gobernante y afectar por esa vía el desarrollo de la ciudad. La ciudad tampoco es tal si se desconoce tal vez el principal mecanismo con que cuenta el ciudadano para ejercer su rol político y pronunciarse sobre el ejercicio de gobierno. Es claro que en ésta, como en cualquier democracia, quien ha sido elegido no tiene un poder omnímodo y la medida de su gestión está en cabeza de los gobernados. Es de la esencia de la democracia que el poder del elegido pueda ser puesto en cuestión y confirmado o relevado si así lo consideran los ciudadanos. No hay que olvidar también que en una democracia el gobernante no representa sólo a los que lo eligieron.

El solo llamado a la revocatoria no define nada, hay que dejar que el electorado se pronuncie; es la condición para garantizar efectividad de las leyes, la vigencia de los derechos, el afianzamiento de la institucionalidad, la recreación de la política y la profundización de la democracia. No puede ser que nos cueste tanto valorar y aceptar el uso de mecanismos que por algo fueron previstos en la constitución y que hay que permitir que se desarrollen. No puede ganar la incertidumbre o el miedo del que prefiere lo malo por conocido que lo bueno por conocer.       


  *Economista-Magister en Estudios Políticos 

martes, 3 de enero de 2017

¿Peñalosa, una revocatoria posible?

Orlando Ortíz Medina*

Bogotá podría ser este año pionera en el uso de la figura de revocatoria del mandato ciudadano. Es un derecho consagrado en la Constitución Nacional -Artículo 103- que establece los mecanismos de participación ciudadana, y en la Ley 134 de 1994 que los reglamenta. Por medio de ella los ciudadanos pueden solicitar la terminación del periodo de gobierno del mandatario en ejercicio, cuando consideren insatisfacción general con su gestión o porque no haya cumplido con los compromisos adquiridos en su programa de gobierno.

Si bien ya se ha hecho uso de este mecanismo en diferentes oportunidades y en diferentes ciudades y municipios, hasta ahora no ha sido efectivo, bien porque no se cumple el umbral de participación requerido (número mínimo de personas que deben ir a las urnas) o bien porque no se cumple el umbral aprobatorio (número mínimo de votos afirmativos que se necesitan para que el mandatario sea revocado)[i].

Las razones para no alcanzar el umbral son de diferente naturaleza: la desinformación característica de la ciudadanía, la apatía hacia la participación, el peso que incluso en este tipo elecciones tienen prácticas como el clientelismo, el nepotismo, el amiguismo, etc. y siempre los intereses que en una u otra perspectiva están en juego cuando se trata de las administraciones locales.

De todas maneras, tal como están las cosas y en medio del escenario político que se viene con el inicio en firme de la campaña presidencial que, quiérase o no, se va a cruzar en cualquiera de los acontecimientos que durante este año y el próximo se van a manifestar, no es descartable –tampoco fácil- que Bogotá pudiera, al respecto, llegar a marcar un hito.  

El alcalde Enrique Peñalosa terminó su primer año de gobierno con un índice de favorabilidad de sólo un 22 %, de acuerdo con la encuesta del programa Bogotá cómo vamos,  algo que no deja de sorprender cuando, contrario al anterior gobernante, Gustavo Petro, tiene a su favor un Concejo distrital que le ha aprobado la casi totalidad de los proyectos (17 de 19), no ha tenido el bloqueo y la afrenta mediática de éste último y sus propuestas han contado con pleno respaldo del gobierno nacional y los sectores empresariales de la ciudad.

De manera que, con esos nada despreciables factores a su favor, es claro que la vara que está midiendo su gestión es pura y simplemente la de la percepción ciudadana, que no ha visto las realizaciones de la llamada capacidad gerencial con la que se ha vendido siempre su figura.

Frente a las principales demandas de la ciudad, la administración no despega y antes que gerencia y planificación eficiente lo que ha mostrado es una alta dosis de improvisación, falta de claridad y serios problemas de comunicación con los ciudadanos, incluidos factores que pusieron en entredicho su estatura ética, como es el de mentir y haberse mostrando ostentoso frente a títulos profesionales que en realidad no poseía. Esto último quiebra enormemente la figura de cualquier gobernante, pues si algo cuesta para asegurar condiciones de gobernabilidad es la confianza que se debe mantener con los ciudadanos, independiente de que, como en este caso, los títulos no se requirieran.

Lo cierto es que lo que realmente está en juego es una concepción de desarrollo y un modelo de ciudad que marcará el futuro de muchas generaciones, frente a los que el alcalde se ha mostrado demasiado arrogante y reacio al diálogo, negándose incluso a asistir a los debates de control a los que ha sido citado en el Congreso de la República.

Su visión no parece coincidir con la de la mayoría de los ciudadanos que ven con preocupación cómo toma distancia de problemáticas que el mundo entero llama a poner en sus agendas como el calentamiento global, la segregación o falta de inclusión de amplios sectores sociales, la solución estructural a los problemas de movilidad, la seguridad y el fortalecimiento de lo público, para tomar sólo algunas de ellas.

Por el contrario, sin haber renovado su discurso respecto de su anterior administración, el Alcalde fija su agenda en conceptos sesgados hacia la competitividad económica, el desarrollo empresarial, el desmedro de lo público y el liderazgo fundamental del sector privado, en contravía de una apuesta más acorde con un desarrollo humano y sostenible, orientado a la búsqueda del equilibrio ambiental, la participación ciudadana  en la configuración de las políticas y los planes de desarrollo y la garantía de acceso a derechos individuales y colectivos para todos los ciudadanos.

En el tema ambiental, la urbanización de la reserva Thomas Van Der Hammen es lo que más ha estado en el centro de la controversia, máxime cuando se sabe que obedece también a compromisos adquiridos con quienes fueron los principales financiadores de su campaña, en este caso las empresas constructoras, que serían las más beneficiadas en caso de que finalmente lograra obtener las respectivas autorizaciones de construcción y no prosperen las demandas que por ese efecto tiene en su contra. Para Enrique Peñalosa, la tal reserva es un potrero.

Respecto de la movilidad, la ciudad no sólo no registra avances sino que tampoco está claro el panorama de lo que realmente va a hacer la actual administración. La congestión vehicular continúa y el malestar con el servicio de Transmilenio, que en materia de movilidad es lo que centra su atención, pesa todavía sobre una ciudadanía que sigue soportando demoras, incomodidades y robos, sin advertir cambios o esperar soluciones en el corto o siquiera mediano plazo.

A propósito, la del metro es una solución que el Alcalde ha asumido a regañadientes, más por la presión que porque sea un sistema que realmente le convenza o sea de su interés. La ciudadanía no ve con buenos ojos que los miles de millones de pesos que ya se habían invertido para los estudios del metro subterráneo se vayan a echar a la basura, pues sabe que el palo no está para cucharas como para que, golpeada con nuevos impuestos y cansada de tantos hechos de corrupción, se acepte que se dilapiden de esa manera los recursos. Tampoco la propuesta de un metro elevado satisface a quienes por experiencia y conocimiento saben que éste es un modelo antitécnico, además de antiestético y que resultaría a la larga más costoso que la versión subterránea.

Por demás, a propósito de improvisación, la propuesta que le fue aprobada en el Concejo sobre plan de vigencias futuras para garantizar los recursos que financiarían la primera línea del metro no cumplía al parecer con los requisitos formales ni tenía los estudios técnicos requeridos, razón por la que el Alcalde, algunos de sus funcionarios y concejales del Distrito han sido demandados por prevaricato. De acuerdo con lo que se ha conocido, la demanda tendría altas posibilidades de prosperar, lo que sería un duro revés para la administración.  

En otro aspecto, antes que su fortalecimiento, el Alcalde prioriza una visión que desprecia y subordina el rol del Estado a la iniciativa privada, a quien ha vendido importantes activos como la ETB y el porcentaje de participación que tenía en la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá, que son empresas rentables y estaban generando importantes dividendos para la ciudad.

En materia de derechos fundamentales ha sido fuertemente cuestionado el tratamiento del que han sido objeto distintos sectores sociales, entre ellos los vendedores ambulantes, que no ven una solución que no sea la de correrlos con la policía y quitarles sus pertenencias, cuando se sabe que el fenómeno del rebusque y la informalidad sintetiza una problemática heredada de la violencia rural y urbana, el desplazamiento, la pobreza y la imposibilidad de acceder formalmente a un empleo por parte de propios o foráneos que habitan en la ciudad. Al lado de ello, la ciudad ha retrocedido en materia de atención en salud, con un modelo que, de acuerdo con manifestaciones hechas por usuarios y trabajadores, por diferentes medios, ha desmejorado la capacidad operativa y logística de atención, contrario a lo que se había proyectado con el nuevo modelo de integración en redes.

En los temas de seguridad, aunque la Alcaldía se adjudica cifras positivas, la percepción para el ciudadano no es la mejor. Sobre el particular, lo más destacado durante este primer año ha sido la intervención en el Bronx, que si bien estuvo justificada por todo lo que allí ocurría, dejó ver también una nueva muestra de improvisación, cuando fue claro que no estaba previsto el plan a seguir con las personas que permanecían en el lugar y que, en su mayoría, hoy deambulan por distintas localidades generando mayor sensación de inseguridad en sus habitantes.

Son muchos más los temas en controversia que están sobre la mesa y que deberán ser al final los que determinen si se decide o no revocar el mandato del alcalde Enrique Peñalosa. Lo importante en todo caso es que, cualquiera sea la decisión que se tome frente a esta iniciativa, nos sirva para sentirnos parte de una sociedad más deliberante, políticamente más íntegra y más cualificada, y más pendiente de lo que hacen y no hacen sus gobernantes; en fin, que nos ayude a superar ese déficit que todavía nos impide decir que realmente somos parte de una ciudad y que en efecto somos ciudadanos.


*Economista-Magister en Estudios Políticos




[i] Para que la revocatoria sea válida, se requiere que en las elecciones participe al menos el 40 por ciento del total de votos válidos registrados el día que fue elegido el mandatario: 1´092.229 personas. Será revocado si de ese 40% la mitad más mas uno vota afirmativamente: 546.115 personas.