miércoles, 17 de diciembre de 2014

Desescalar el conflicto



Orlando Ortiz Medina*

 

Cifras registradas por OCHA[i] señalan que, mientras avanza el proceso de diálogo y negociación en La Habana, la guerrilla de las FARC ha estado implicada en el 58% del total de las acciones bélicas ocurridas entre febrero de 2012 y junio de 2014. Igualmente, que en este mismo periodo cerca del 53% de los casos de desplazamiento ocurridos en el país se deben a acciones unilaterales de las guerrillas o al enfrentamiento entre estas y la Fuerza Pública, siendo las FARC las más activas y la que más control territorial tienen, si se comparan por ejemplo con el ELN.

Estos datos nos llevan a pensar que si, unilateralmente o por acuerdo, las partes decidieran entrar en un proceso de desescalamiento del conflicto, que no es otra cosa que disminuir la intensidad y la dinámica de las acciones de guerra, se avanzaría desde ya hacia una reducción de los hechos y las consecuencias que mantener el actual estado de confrontación genera. Adicionalmente, es seguro también que ello daría mayor legitimidad, reconocimiento y respaldo al proceso por parte de la ciudadanía, y en general de la comunidad nacional e internacional.

Es cierto que lo acontecido hasta ahora muestra que ha habido avances y que hay un proceso de maduración cada vez más evidente, pero la confianza y el respaldo logrado pueden entrar en declive si al mismo tiempo la sociedad no percibe que ceden también las acciones de guerra.

Para ello es importante que las partes entiendan que negociar en medio del conflicto no implica que toda acción militar conlleve por sí misma un sentido, ni que siempre el poder y los vientos a favor van a estar fundados en la capacidad para debilitar desde el escenario de la guerra la posición de la contraparte en la mesa de negociación. Por el contrario, lo que se espera es que a medida que el proceso avance los actos de guerra vayan cediendo y que el diálogo y la acción política sean los que se consoliden y ganen cada vez más espacio.

Experiencias anteriores han mostrado que cuando unilateralmente las FARC han decretado treguas, las acciones bélicas y las consecuencias de las mismas han disminuido sensiblemente[ii]. Lo anterior ha sido evidente en las cuatro ocasiones en que esto ha ocurrido durante el gobierno de Juan Manuel Santos: en las temporadas navideñas de 2012 y 2013 y en las dos vueltas electorales del primer semestre de 2014. De acuerdo con el CERAC, por efecto de las treguas, la violencia política se redujo casi hasta desaparecer durante las dos vueltas presidenciales. También el informe de OCHA revela que en el segundo trimestre de 2014 se registró una disminución del 24% en el número de acciones bélicas[iii], frente al primer trimestre del mismo año, lo que relaciona directamente con las treguas decretadas por las FARC para la época electoral

Aunque para los expertos y negociadores confrontarse mientras se dialoga es visto como algo normal en el modelo de negociación elegido, y de hecho lo es, no es así y es difícil de aceptar por parte de una persona cualquiera del campo o la ciudad, que es quien padece directamente las consecuencias de las acciones.

Tal vez sea también falta de un ejercicio de pedagogía que llegue al ciudadano con la idea de que el hecho de que quienes están en contienda decidan negociar, así sea en medio del conflicto, es de suyo un avance; que implica por lo menos la aceptación de que el conflicto existe, que quienes son adversarios se han reconocido y validado como interlocutores, y sobre todo que se asume como un hecho posible encontrarle solución por medios que no sigan siendo los de la confrontación armada.

A estas alturas hay que lograr que la ciudadanía conecte lo que está pasando en La Habana con lo que más temprano que tarde espera ver en los campos y ciudades de Colombia; pues a veces pareciera que los dos escenarios no se interpelan, que siguen siendo realidades todavía muy distantes, lo que aumenta el escepticismo y mina los niveles de credibilidad y confianza y hace más difícil que se rompan las barreras construidas a lo largo de tantos años de confrontación.

De lo que se trata es de ganar reconocimiento y legitimidad para un proceso que hasta ahora no busca otra cosa que sacar las armas de la política; que los frentes guerrilleros, sus comandantes y sus bases salgan de la selva y que en adelante sus armas no sean otras que sus ideas, convicciones y propuestas, y que puedan llegar a defenderlas en las plazas públicas y en los espacios institucionales que para ello la constitución ha habilitado.

Las FARC deben entender que algunas de sus acciones no sólo les restan legitimidad y respaldo sino que además les da razones a los enemigos del proceso que no pierden la esperanza de ver en este un fracaso. Tienen ahora más que nunca la responsabilidad y el deber de actuar con el cuidado y la inteligencia debida para calcular el saldo político de sus acciones, de manera que puedan en efecto proyectarse para que en el inmediato futuro de un escenario de pos conflicto ganen en el terreno de las ideas lo que nunca les permitió el escenario de la guerra.

Pero también al presidente Santos le corresponde mantenerse firme y no flaquear ante los embates reiterados de los enemigos de la paz; debe de una vez por todas dejar ver que está efectivamente convencido y evitar mostrarse como ese ambiguo personaje que hace gala de un discurso con el que quisiera tener contentos al mismo tiempo a amigos y enemigos del proceso; sabe que tiene en sus manos y cada vez más cerca una importante posibilidad para que la historia lo recuerde como el hábil y ambicioso jugador que siempre ha apostado a no perder, o como el melifluo, traidor y mentiroso; que así juzgan los que le apuestan a celebrar felices su fracaso.
 


[i] http://www.salahumanitaria.co/es/visuals/tendencias-humanitarias-colombia-nov-2012-sep-2014
[ii]http://cerac.org.co/assets/pdf/Products/SemanarioCERAC_CumplimientoCompletoTreguaFARC_Junio22-Julio1.pdf
[iii] Ibíd.
 
 
*Economista- Magíster en Estudios Políticos
 

domingo, 30 de noviembre de 2014

Post conflicto: ética y economía.

 


Orlando Ortiz Medina*

 
 
Con la esperanza en firme y con una cantidad cada vez mayor de colombianos convencidos de que finalmente se llegará a un acuerdo entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC, avanzan ya las discusiones en torno a la manera como la sociedad y el Estado deberán encarar las secuelas de más de cinco décadas de confrontación armada: lo que será la sociedad del postconflicto.
 
Incluso con cifras que todavía parecen sacadas del sombrero, algunos ya se han atrevido a señalar lo que serán sus costos, el impacto que ello tendrá en la economía y la manera como Estado y sociedad deberán hacerse a los recursos que sin duda se van a necesitar.
 
Ya se advierten medidas que en su momento tomarán su curso, como el incremento o el establecimiento de nuevos impuestos; se hacen llamados a la cooperación internacional para que mantenga su presencia en Colombia y apoye no sólo económica sino políticamente las tareas que quedarán pendientes y se convocará también al sector privado que será sin duda uno de los actores fundamentales.

De allí se espera que lleguen los recursos para la reincorporación de excombatientes, la reparación a las víctimas, los planes de recuperación que habrá que implementar en aquellas regiones que resultaron más afectadas, además de los que se van a necesitar para hacer frente a los coletazos de violencia que seguramente continuarán haciendo parte de la nueva dinámica en la que entrará el país.

Pero la verdad es que, en lo que a economía y post conflicto se refiere, el tema es de mayor factura, mucho más complejo y está más allá de la discusión sobre los posibles costos y sus fuentes de financiación, que en todo caso serán siempre inferiores a los costos de la guerra; sobre todo porque nadie nunca podrá compensar lo que en vidas humanas hasta ahora la sociedad ha tenido que pagar.  El sólo silenciamiento de las armas es de entrada un paso significativo hacia la disminución de los costos que la guerra arrastra.

En la sociedad del post conflicto los asuntos de la economía pasaran antes que nada por hacerse las siguientes reflexiones:

En primer lugar, la continuidad y viabilidad de un modelo de desarrollo -y de las políticas económicas que le fueron consecuentes-, que terminó en la exclusión y la marginalidad de amplios sectores sociales, elevados índices de concentración de la riqueza y la condena de una gran cantidad de ciudadanos a padecer condiciones de pobreza o pobreza extrema, que es finalmente lo que para muchos explica el origen y desarrollo del conflicto.

En segundo lugar, la manera de hacer frente a un entorno en el que prácticas económicas legales e ilegales -explotación indebida de recursos naturales, contrabando, corrupción, lavado de dólares, cultivos de uso ilícito, etc.-, terminaron solapadas y requiriéndose mutuamente, con la participación infortunada de todos los sectores sociales; desde el campesino más pobre que sustituye sus cultivos culturales y tradicionales por la hoja de coca, el personaje que en las grandes ciudades se apropia del espacio público y vende las esquinas o cobra impuestos a los vendedores informales, hasta el gran empresario que actúa en connivencia con personas u organizaciones ligadas con las mafias y los grupos criminales.

En uno y otro caso, significa nada menos que hacer frente a la quiebra ética y moral de una sociedad en la que el afán desmedido de lucro hizo de la actividad económica un escenario más de manifestación del exacerbado individualismo, la mezquindad, la corrupción y la degradación humana.

Muchas entidades del sector privado terminaron en manos de dirigencias inescrupulosas que fraguaron todo tipo de triquiñuelas para poner a su haber los recursos que el Estado delega a su manejo, como los de la salud, por ejemplo, que afecta uno de los derechos que más pesa sobre la vida de los ciudadanos. El propio Estado fue cooptado o capturado por las mafias: entidades del orden nacional, gobernaciones, alcaldías, concejos municipales, etc., quedaron en manos de organizaciones criminales que pervirtieron todo el sistema de administración y contratación pública y se hicieron con los recursos que debieron ser utilizados para el desarrollo de los territorios y la atención de las necesidades básicas de sus ciudadanos.

Así que de lo que al fin y al cabo se trata es de poner en cuestión y profundizar sobre la relación que existe o debe existir entre dos conceptos que nunca han hallado puntos de encuentro en la sociedad colombiana: ética y economía. La sociedad del post conflicto no podrá seguir siendo aquella en la que éstas sigan siendo lógicas y realidades tan profundamente escindidas; por el contrario, hay que partir de que se requiere de una indisoluble relación entre el ser y el ejercicio económico y el deber ser ético; que hablar de post conflicto implica el arribo a una sociedad imbuida, antes que por el interés egoísta, privado y particular, por la supremacía de una ética pública, la prevalencia del bien y el interés común y colectivo, y por los principios de equidad y de justicia, tan ajenos estos últimos a la realidad colombiana.

Las estructuras oligopólicas y las elevadas tasas de intermediación en el sector bancario, la altísima concentración de la propiedad de la tierra, las desmedidas tasas de ganancia de algunos sectores de la industria y el sector agropecuario, la marcada inequidad en el acceso a ingresos, la mercantilización de los derechos, la existencia de un sistema de tributación altamente  regresivo etc., así como las variadas formas de corrupción y de ilegalidad ya referidas, deben entenderse como realidades en contravía de una sociedad que aspira a entrar en una nueva etapa de su historia y a superar las circunstancias que la llevaron a estados máximos de degradación, la tornaron excesivamente violenta y han mantenido al borde del colapso sus formas de existencia.

Si la transformación de estas condiciones no se produce, Colombia no logrará la madurez ni alcanzará la capacidad social, política e institucional que requiere para la solución de sus conflictos.

Lo anterior demanda la construcción de un nuevo saber, el abono de un nuevo campo de sentidos y significaciones sociales, una mutación de los cimientos y contenidos que han orientado el funcionamiento del Estado, la concepción del desarrollo y las políticas económicas que de él se han derivado; igualmente, del sistema de valores con que los propios ciudadanos han encarado sus lógicas de sobrevivencia.

Implica asumir que ética, economía y política son parte una misma dinámica y de rutas que se reclaman convergentes; que se requiere de una nueva forma de organización y funcionamiento del Estado y de sus instituciones, así como de sus relaciones con la sociedad civil. Por un lado, los ciudadanos deberán tener mayor presencia en la construcción y definición de las políticas y, por otro, el Estado deberá transformar los fundamentos de su legitimidad y recuperar su rol como responsable del interés general y de la construcción de una ética pública y colectiva. Igualmente, como doliente directo de las demandas y necesidades de sus ciudadanos, delegadas hoy al ilusorio papel del mercado y la mano invisible y su supuesta capacidad para equilibrar el acceso al bienestar y la superación de las desigualdades.

Hay finalmente un tercer elemento que es necesario considerar: el casi total agotamiento del aparato productivo interno que ha dejado la aplicación de las políticas neoliberales de las últimas décadas y que exige desde ahora una serie compleja de replanteamientos y rupturas.

Lo que hoy tenemos es una economía con elevados niveles de dependencia externa, pobres indicadores de desarrollo tecnológico y estructuras productivas que, en general, mantienen al país en desventaja en relación con los rangos de competitividad de otras naciones del mundo. Una economía cuyas políticas abandonaron el enorme potencial agrícola, pecuario y manufacturero nacional y que pasó a depender esencialmente de la exportación de productos primarios (en los últimos años en especial del sector minero y de hidrocarburos), cuya capacidad de generación de valor agregado y de empleo estable y de calidad es prácticamente nula.

El abandono del mercado interno como fuente y escenario que en otras épocas sirvió además como medio para la integración de nuestro rico y variado universo de territorios, pasa hoy una cuenta cobro por la enorme deuda que se tiene con algunos de ellos, cuyas capacidades productivas fueron abandonadas a su suerte, que no fue otra que la de caer, bien en la absoluta insolvencia de sus estructuras productivas, bien en las manos de especuladores y rentistas, o de emporios empresariales en cabeza de organizaciones criminales.

Es claro entonces que se requiere también recuperar la dimensión y el potencial de desarrollo que el país tiene en prácticamente todos sus renglones productivos. Existen sectores que reunirían las condiciones para llevar a que las empresas nacionales sean más que casas de ensamble de las empresas multinacionales; que lleven a que la economía dependa menos de los vaivenes de la economía internacional y tengan menos impactos negativos sobre el medio ambiente y las dinámicas sociales, políticas  y culturales.

No se trata para nada de que la economía se sustraiga de avanzar en la búsqueda de condiciones que le permitan alcanzar un crecimiento sostenido ni de lo que significa estar en el marco de una economía globalizada y un comercio internacional cada vez más articulado; pero sí de saber que ello carece de sentido si al mismo tiempo no se recupera el fin y la razón y última y superior del Estado y sus políticas, que es la de garantizar y proteger los intereses nacionales y la vida en condiciones de igualdad y dignidad de todos y cada uno de sus ciudadanos.

Que el conflicto –aun si se supera su expresión armada- va a continuar, es natural y elemental decirlo; pues no hay sin él historias ni realidades posibles. Se verá sí cuál será la capacidad de la sociedad para transformarlo y encontrarle salidas que no sigan siendo ni las de la violencia: hija de una sociedad que se degrada cuando a sus individuos se les va haciendo imposible sentir, sufrir y mirarse en la realidad del otro, ni las de enajenarse sin ser capaz de orientar con autonomía sus propios destinos.

 

*Economista-Magíster en Estudios Políticos

  
 

martes, 30 de septiembre de 2014

La Reforma Rural Integral: muchos muertos después.

  
 
Orlando Ortiz Medina*

 

Se necesitaron 220.000 muertos[i], cerca de seis millones de desplazados y despojados de sus tierras, miles de familias campesinas condenadas a la violencia, la pobreza y el atraso, para que el Gobierno y las FARC llegaran a acuerdos, hasta ahora protocolariamente, sobre temas que desde hace más de un siglo han sido objeto de debate en Colombia. Qué dolor que hubiera sido necesario ver correr tanta sangre para volverlos a poner sobre la mesa, cuando la mayoría de ellos ya habían estado inscritos en los planes de desarrollo de casi todas las administraciones o incluso habían hecho curso como leyes de la república.

Cincuenta años de lucha guerrillera son mucho y muy pocos lo logros al final obtenidos para una organización que, como las FARC, vio morir de viejos a sus fundadores sin que hubiera llegado a ver realizada al menos una de sus propuestas. Mientras tanto, eso sí, su guerra se degradó e hizo de ella una organización y un proyecto político marginal y con muy poca o ninguna proyección y legitimidad entre la población por cuyos intereses inició y ha mantenido sus acciones con una tozudez ya históricamente incomprensible. 

Lo acordado en La Habana en materia desarrollo rural no va más allá de lo que desde hace décadas ha debido haber hecho un país ya entrado en la modernidad y profundamente articulado a las dinámicas sociales, económicas, políticas y culturales de un mundo globalizado; nada que no se hubiera reclamado y advertido como necesario desde diferentes sectores de la sociedad: campesinos, indígenas, afrocolombianos, estudiantes, mujeres, organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos, etc., de los que muchos de sus principales lideres y representantes sacrificaron sus vidas.   

Para tomar sólo unos ejemplos, recordemos aspectos de algunas de las principales leyes de reforma agraria que fueron aprobadas a lo largo del siglo XX.
 
Reconocer los derechos de los trabajadores rurales al dominio de la tierra; formalizar, revisar y modificar la estructura de propiedad de la misma; mejorar las condiciones de productividad; hacer exigible la función de utilidad social y beneficio común y darle al Estado facultades para emprender acciones de expropiación en caso de que esto no se estuviera cumpliendo (extinción de dominio), fue parte sustancial del contenido de la Ley 200 de 1936, hace ya cerca de 80 años.

Luego de casi dos décadas de una situación verdaderamente dramática, desde finales de los años cuarenta y hasta comienzos de la década del sesenta, en el llamado “periodo de la violencia” en Colombia, se promulgó la Ley 135 de 1961 en la que, entre otros, se proponía dotar de tierras a los campesinos pobres e implementar programas de adecuación y mejora de infraestructura y capacidad técnica que les permitiera incorporarse con mayores ventajas a la producción y las dinámicas de mercado; asimismo, que dispusieran de los servicios sociales básicos: salud, educación, agua y saneamiento básico, etc., en un concepto integral y más avanzado de mejora de la calidad de vida. Se creó el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA), el Consejo Nacional Agrario, el Fondo Nacional Agrario (FNA) y la figura de los Procuradores Agrarios, con lo que se buscaba dar forma a una institucionalidad que pusiera al sector agropecuario a la altura de un país cuyas dinámicas rurales y urbanas se sentían cada vez más integradas y recíprocamente dependientes.

Tanto la Ley 135 de 1961 como la Ley 200 de 1936, aparte de querer ser una respuesta a los elevados niveles de conflictividad social con saldos cada vez más crecientes y onerosos en varias regiones del territorio nacional, reflejaban el propósito de algunos sectores de la dirigencia política y económica de encaminar propuestas que integraran el campo al desarrollo general del país y lograran su articulación con las dinámicas económicas urbanas que habían logrado un fuerte impulso, sobre todo desde los años veinte.

La Ley 1ª de 1968 introdujo modificaciones a la Ley 135 de 1961 y estableció mecanismos de regulación de las formas de tenencia y explotación, especialmente en lo relacionado con la venta o transferencia de predios; afinó los mecanismos para estimular y dinamizar el mercado de tierras y dio reconocimiento a la organización campesina con la creación de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos ANUC, que jugó un papel preponderante en las luchas agrarias que se libraron particularmente en la década de los setenta.

La ley 160 de 1994 retomó prácticamente todo el contenido de las leyes anteriores, cuando plantea fortalecer el acceso a la propiedad de la tierra al crear subsidios de compra para campesinos que tuvieran condición de asalariados; creó el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural, que debía ocuparse con más atención de la pequeña producción campesina, y avanzó, además, en el reconocimiento de los derechos de la mujer campesina e indígena. Buscaba estimular el mercado de tierras creando mecanismos para que los terratenientes negociaran sus tierras de forma directa con campesinos asalariados o a través del INCORA, que podía comprar terrenos para luego ser vendidos a campesinos pobres. Se reglamentó la Unidad Agrícola Familiar UAF y se reafirmó la figura de la extinción de dominio.
 
Igualmente, se crearon las Zonas de Reserva Campesina y las Zonas de Desarrollo Empresarial, con las cuales se quería establecer la titulación de baldíos y de tierras improductivas, muchas de las cuales se encontraban ya en poder de narcotraficantes y paramilitares. Planteaba además sistemas para el fomento de la agroindustria, de manera que el campo fuera avanzando hacia formas cada vez más sofisticadas de agregación de valor a las materias primas y productos primarios, logrando mayores posibilidades de articulación a mercados locales, nacionales e internacionales.
 
Como se puede ver, cada una de estas leyes, al menos en la teoría y con propuestas aparentemente cada vez más avanzadas y de corte más progresista, estuvieron enfocadas a corregir y prevenir la concentración de la propiedad de la tierra, garantizar el acceso a la misma al campesino pobre, disminuir los índices de pobreza y de pobreza extrema, mejorar la productividad y buscar sinergias entre el desarrollo urbano y rural, al tiempo que a servir como medidas de contención a la fuerte conflictividad y la violencia que venía, y aún continua, azotando al campo colombiano.
 
Pero lo cierto es que, al final, no fueron más que papel escrito, letra muerta, pues cada intento de reforma encontró su contrareforma, bien en el mismo ámbito de la ley y el ordenamiento jurídico, vía Congreso de la República; bien en la reacción de los sectores de poder que sintieron amenazados sus intereses y acudieron a la violencia como recurso para evitar que los propósitos reformistas hicieran su curso. Para tomar unos ejemplos, la Ley 200 de 1936 tuvo su contrareforma en la Ley 100 de 1944; la Ley 135 de 1961 en las Leyes 4ª y 5ª de 1973, y en la Ley 6ª de 1975.  Cada una a su manera reversó los propósitos de las anteriores, gracias a nuevos acuerdos entre políticos y terratenientes que a toda costa evitaron que fuera afectada la estructura predominante del latifundio y el poder y dominio que cómodamente ejercían sobre el mismo.
 
Pero más grave fue la contrareforma de los años ochenta, noventa y principios del presente siglo impulsada y dirigida por grupos paramilitares, que en alianza con el narcotráfico, representantes de los terratenientes y ganaderos, miembros de la clase política y agentes del Estado desataron una ola de violencia que dejó cerca de cuatro millones de hectáreas de tierra despojadas, seis millones de personas desplazados y ríos y ríos de sangre abriendo cauce por todo el territorio nacional. Durante esta época, se produjo un fuerte incremento del latifundio que llevó a que Colombia se convirtiera en uno de los países con más elevados índices de concentración de la propiedad de la tierra en el mundo, mucha de ella subutilizada por ser dedicada sólo a actividades de ganadería extensiva o por mantenerse simplemente como patrimonio rentístico.
 
Así que, volviendo a La Habana, el reciente acuerdo sobre Reforma Rural Integral sólo recoge el contenido de reformas ya hechas a lo largo de cerca de casi un siglo, pero que fueron vetadas y echadas por la borda por la persistencia y el atavismo de una clase dirigente, sobre todo la que está ligada a la tierra y a la producción ganadera, que aún hoy se resiste a aceptar que el mundo ya es otro y que las sociedades, o avanzan hacia modelos más democráticos de equidad y de justicia y hacia formas más civilizadas o pacíficas de solución de sus conflictos, o simplemente colapsan.
 
De todas maneras, no es desdeñable la iniciativa de que se den a conocer los documentos de lo que allí se ha pactado; ellos adquieren hoy una connotación esencialmente simbólica, en la medida en que sirven para dar mayor confianza a un país que se siente cada vez más optimista y cree que el proceso esta vez sí puede ser irreversible. Pero sirve sobre todo para callar las voces de quienes, con la idea de insistir en las lógicas de la guerra y deslegitimar el proceso, aseveran que lo que allí se está haciendo es entregar el país a las FARC o negociando en la mesa el camino al comunismo o a lo que torpe y eufemísticamente llaman el Castro-chavismo.
 
Lo anterior no pude ser más necio, maniqueo y alejado de la realidad, pues lo que refleja el acuerdo es que las FARC están hoy muy lejos de ser la guerrilla marxista o de inspiración socialista o comunista que todavía ven ciertos sectores, particularmente de la extrema derecha, siempre negada a aceptar que es necesario convocar distintas voces y maneras de ver y entender el desarrollo del país, para que se pueda, ahora sí, tomar el camino por el que hace tiempo ha debido conducirse. Lo que se propone, en este caso en el punto sobre desarrollo rural, no es nada que no sea más que hacer cumplir lo que desde hace mucho tiempo ha sido acordado, que reposa en los anaqueles del olvido y está expresamente inscrito en la propia constitución nacional. Nada, ya al comienzo se decía, que no sea un saldo en mora con un país que para otros menesteres se reclama moderno y democrático.
 
Sólo queda esperar que los que siempre lo han hecho esta vez no logren sobreponerse y lleven a que el país siga bañado en los ríos de sangre por los que todavía quieren ver que fluyen sin cortapisa sus intereses. No es tarea fácil en un país dividido y que todavía no ha hecho suficiente conciencia de la necesidad de que el conflicto pueda transformarse para avanzar hacia formas de resolución por caminos que no sean los de la guerra y la violencia. En la agenda del cambio van quedando escritas las profundas transformaciones y cambios institucionales, políticos y culturales que aún habrá que emprender para habilitarnos como una sociedad todavía capaz de adelantarse a su propio colapso.

 


[i] GMH ¡BASTA YA! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. Bogotá: Imprenta Nacional, 2013.
 
 
*Economista- Magíster en Estudios Políticos
 
 
 

miércoles, 11 de junio de 2014

Segunda vuelta: Ética de la paz o ética de la guerra.



Orlando Ortiz Medina*

 
Como nunca antes, estas elecciones reflejan de la mejor manera la tensión no resuelta e inmanente a la historia y la cultura política nacional, entre la opción de la guerra y la violencia o la del recurso a la política y la deliberación pacífica y civilizada como camino para la superación de los conflictos.

Poca o ninguna trascendencia tienen los programas de los candidatos, bien porque sus diferencias no son fundamentales o bien porque, a lo sumo, ni siquiera los electores los conocen, ya que no son propiamente los que han brillado en las campañas. Gane quien gane, lo único cierto es que la consecución de la paz es algo que todavía quedará por verse y que pasaran muchos lustros antes de que pueda llegar a concretarse,

Lo que sí se va a mostrar al final de la jornada es qué es lo que domina el imaginario de cada ciudadano que decida ir a las urnas; sabremos en qué medida somos todavía la nación que prefiere que siga haciendo curso el predominio histórico de una ética de la guerra, o que por el contrario está dispuesta a avanzar hacia la construcción de una ética de la paz; porque sí, decidir por la continuidad de la guerra es también una apuesta ética, y una y otra son tan válidas y respetables como reales y posibles; al fin y al cabo, no hay éticas buenas o éticas malas en sí mismas, hay apuestas éticas diferentes, y mediante el voto ciudadano y en franca lid una de las dos opciones resultará victoriosa.

Así que, aunque estemos seguros de que sea Zuluaga el que lidera la opción por la continuidad de la guerra y no lo estemos de que Santos llegue a ser efectivamente el artífice de la paz, sí es fundamental que se reflexione sobre la dimensión y el contenido principalmente simbólico que enmarca y convoca a pronunciarse en el debate electoral.

Es paradójico y suena hasta curioso decirlo tratándose de una elección presidencial,  pero programas, compromisos y candidatos pasan a un segundo plano cuando finalmente lo importante es que se va a tomar el pulso de una nación para medir su capacidad y disposición para reorientar un destino hasta ahora signado por su incapacidad para resolver de manera civilizada sus conflictos. 

Estamos pues ante una decisión trascendente que dada la polarización en que el país se encuentra, la incertidumbre que pesa sobre una gran porción de los votantes, los temores, señalamientos y llamados que se hacen sobre la supuesta falta de solidez de su conciencia y coherencia, lo primero que demanda es la reflexión sobre el sentido y la razón de ser de la política.  Es decir, una reflexión que nos lleve a valorar la decisión política no como un acto de fe, sino como la acción resultante del discernimiento, que está más allá de la estrechez de la ideología, de la inmutabilidad de la doctrina o del culto al dogma.

Asimismo, que nos lleve a asumir que la política entraña la capacidad para que, en ciertos contextos y circunstancias, actuemos con verdades divergentes; que no es posible una lógica del blanco o negro, del todo o nada, del se es o no se es; en fin, una lógica de los absolutos, que son en sí mismos la negación de la política.

Antes que de la coherencia, la ideología o la conciencia, que a veces suelen convertirse no mas que en caros eufemismos, la política nos responsabiliza del acto, pues, más que una forma de ser, la política es una forma de hacer, de obrar en circunstancia.

Podemos llegar a sentirnos equivocados si partimos del hecho de que estamos decidiendo por uno u otro de los candidatos, pero jamás lo estaremos si nos sabemos convencidos de que la razón que nos impulsa es la de que estamos optando por seguir sumando adeptos al propósito de llegar a ser los ciudadanos de un país en el que la guerra, la intolerancia y la insensatez, que nos hacen ver en muchos aspectos como el prototipo de una sociedad paralizada y premoderna, cedan espacio a un nuevo  proyecto de vida y sociedad, en el que la construcción de una paz no fundada en el fragor de los fusiles sea lo que en adelante nos convoca.

Ojalá que el hastío, el cansancio o la indiferencia con una realidad y una forma de conducirse la política que ciertamente repugna, no sea superior al juicio que requiere el ciudadano a la hora de manifestar su inconformidad. En mi caso no me abstendré ni votaré en blanco, lo haré por Juan Manuel Santos porque temo que de lo contrario sólo estaría haciendo una contribución al candidato que encarna el fanatismo de la guerra, porque, si de conciencia se trata, quiero quedar tranquilo de no haber hecho un aporte a que sigamos prolongando el festín de la violencia.
 

*Economista- Magíster en Estudios Políticos

 

viernes, 23 de mayo de 2014

Elecciones: la política, la paz o la guerra.



Restan sólo dos días para las elecciones presidenciales y no terminan de destaparse las cañerías por donde se ha conducido la campaña. Todo tipo de marañas fluyen entre las aguas turbias que, más que a los candidatos, enlodan sobre todo la imagen de un país que hace años espera poder lucir un mejor atuendo frente a sus propios ciudadanos y la comunidad internacional.

Aunque es injusto meter a todos en el mismo saco y desconocer a quienes conservan al menos algún hálito de decencia, sí preocupa y apena que sean aquellos con la mayor opción de ser elegidos los que más dan muestra de su baja estirpe y de la pobreza ética que los conduce.

¿Qué será del país si esos son los elegidos? Y si así fuera ¿qué se podrá decir de los electores? ¿Será que termina considerándose un mal menor la calaña de esos candidatos por parte de un electorado que puede llegar a mostrarse permisivo, sin atención alguna sobre sus impudores y que al final los termine premiando con su voto?

Si fuéramos un país medianamente civilizado, al menos en lo que a campañas políticas y candidaturas se refiere, antes que de las artimañas, puñaladas y golpes bajos que se propician entre ellos, estaríamos hablando de sus programas, sus propuestas de política social, sus propuestas contra el desempleo, la política agraria o industrial, la manera como plantean reducir la desigualdad, etc.; que debe ser el verdadero telón de fondo de una contienda electoral y la fuente de las razones que lleven a que los electores se pronuncien y tomen sus decisiones en uno u otro sentido.

Pero no, de eso tan bueno ya queda muy poco, porque lo que antes eran equipos programáticos en los que se discutían las ideas, se organizaban las propuestas y se afinaba a los líderes para que llegaran con altura a conquistar a los electores, hoy han sido reemplazados por una especie de bandas delincuenciales que desde cuarteles clandestinos sólo disparan improperios contra sus adversarios.

Un personaje como Oscar Iván Zuluaga, más que como un candidato con talla de estadista, actúa como un gánster moderno; como perfecta ilustración del cínico al que no le asiste un milímetro de ética ni dignidad, pero le sobra desfachatez para negar lo que a todas luces y por todas las formas ha venido siendo evidente. Fiel reflejo de la marioneta manejada por el indelicado administrador de sus hilos, que es decano en el arte del juego sucio y cuyo cerebro es una poderosa fábrica de venalidades.

Sabremos el próximo domingo si los colombianos somos todavía un pueblo descreído que se quiere mantener tolerante con unas élites que no conocen el valor la decencia; que alimentan y se soportan en el poder a través de los odios y que incuban la venganza como práctica.  Un pueblo que antes que condenar celebra el delito como suele celebrar la guerra y la violencia; que se regocija con la inmoralidad y que pareciera sentir que en medio de esta roña en la que han convertido al país tiene más sentido seguir prohijando como gobernante a un delincuente.

Ojalá que no, porque seguimos en mora de encontrar definitivamente el camino que nos ayude a exorcizar el rezago anómalo de una historia que no nos ha dejado ser y comportarnos como verdaderos ciudadanos, que no nos ha permitido construir la confianza en las virtudes de la política como fuente y posibilidad de la vida colectiva, y como la actividad por excelencia en la que descansa la plataforma civilizadora de las actividades humanas.

En las elecciones del próximo domingo, como ciudadanos tenemos que sentirnos comprometidos a participar, pues nos asisten varios retos:

Nos corresponde, en primer lugar, defender la esencia y el valor de la política, para sobreponernos a quienes se han encargado de su desprestigio y degeneración, que lleva a una gran mayoría de ciudadanos a ver en ella un asunto del que es preferible marginarse. Es esto justamente lo que favorece a quienes históricamente han mantenido sus posiciones de dominio y hegemonía, y han hecho del Estado y la administración pública un sumidero de estiércol. Votar contra quien han hecho de la campaña electoral un espectáculo grotesco es ya una forma de empezar a conquistar un espacio para la mayoría decente que quiere para el país otro destino. Bien dice alguien que antes que aspirar a la democracia hay que aspirar a la política.

Tendremos también que decidir si estamos dispuestos a que regresen al poder los malos profetas de la seguridad fundada en la violación de los derechos humanos, los falsos positivos, las chuzadas ilegales, la corrupción y el cogobierno con las mafias y el paramilitarismo; y si renunciamos al proceso de paz  y al espacio político y social que ha ido ganando, lo que sería sin duda un absurdo y oneroso retroceso histórico. Nada está asegurado, pero hay que insistir con obstinación, porque nunca antes Colombia había estado tan cerca de que cese la horrible y ya casi eterna noche de la violencia.

Es seguro que todavía hoy muchos estamos indecisos y que nos sintamos escogiendo entre lo malo, lo menos malo, lo peor o lo que simplemente vemos sin opción. Pero sí hay marcadas diferencias que cada quien sabrá con juicio valorar. La política es ante todo un llamado, la aceptación a una convocatoria, un encuentro con la reflexión, una acción y decisión que tiene su espacio y su momento, un ejercicio de la inteligencia al que nadie debe ni puede renunciar.

En medio de una campaña tan pobre y esponjosa, la única recomendación que se puede hacer es recordar la frase del poeta Gonzalo Arango: no seas canalla, no elijas para tu pueblo a los canallas.



*Economista-Magíster en Estudios Políticos

domingo, 16 de marzo de 2014

Cultura política, Congreso y elecciones

 
Orlando Ortiz Medina*

  

Lo que acaba de ocurrir en el reciente debate electoral al Congreso de la República no es otra cosa que el reflejo del lento, lentísimo, desarrollo de una cultura política en Colombia. Y es que no hay nada que haga más evidente el atraso de las sociedades como la ausencia de una ética de la convivencia y la vida colectiva -elemento fundante de la actividad política-, que en este caso se refleja, entre muchas otras cosas, en el hecho de que los ciudadanos, en su mayoría, se mantengan al margen de las decisiones esenciales que afectan su vida.
 
 Las sociedades son ante todo eso, espacios de y para la vida colectiva, que demandan la inclusión de cada quien en la construcción de sus normas de convivencia, de las reglas de juego que establezcan el cómo y el qué de sus destinos, las formas de control, administración y uso de sus recursos; en fin, el quién y el cómo de la gobernanza y el qué hacer para que a todos y cada uno se les garantice la vida que merecen.  
 
Ahí toma forma y adquiere contenido la política; cuando ideas, creencias, pertenencias étnicas, sociales, culturales, partidistas, etc., se encuentran para dialogar, deliberar, disentir y llevar finalmente a que uno (s) de los tantos intereses de ese escenario variopinto que se abstrae como sociedad se sobreponga (n).  Es la manera como en los órganos de dirección y representación de las sociedades se concretan y configuran los mapas y flujos de poder en sus distintos ámbitos.
 
Un Congreso elegido, cifras más cifras menos, con alrededor de un escaso 30% del potencial de electores, teniendo en cuenta, aparte de la abstención, el alto volumen de votos nulos y en blanco, pone en cuestión la existencia de la democracia en una nación que, aún así, insiste en seguirse proclamando como la más antigua de América Latina. Peor aún si dentro de ese 30% se cuentan los votos tramitados a través de la compra venta de electores, el ofrecimiento de dádivas y prebendas, la compra de funcionarios, los trueques con cargo al erario y otras formas de presión y constreñimiento. Sería difícil comprometerse con cifras, pero en estas últimas elecciones, el voto que podríamos llamar decente, para denominarlo de alguna manera, no llega, a lo sumo, más allá del 10 o 15% del total de los votos contabilizados como válidos.
 
 Nada que satisfaga el interés general de una nación se podrá esperar de una ciudadanía que elige de esta manera. Y elegir en este caso hace referencia tanto a quienes hacen uso del derecho al voto, como a aquellos que se marginan de este que, si bien es sólo una expresión instrumental del ejercicio de la democracia, no por ello deja de tener relevancia. Quienes se abstienen simplemente aceptan que otros, y en este caso una ínfima minoría, decidan por ellos; no votar es al fin y al cabo otra forma comprometerse, solo que cediendo pasivamente derecho, poder y consentimiento a quien a bien y como quiera disponga de ellos.
 
Pero es lo propio de una sociedad que ha limitado el desarrollo del pensamiento y llevado a la formación de un sujeto incapaz de determinarse a sí mismo, muy poco vinculado con las ideas, ajeno al discernimiento y la deliberación, y que fácilmente enajena su identidad, exhibida muchas veces al mejor postor entre los mercaderes de conciencias y voluntades.
 
Es el ciudadano formado además en el conservadurismo religioso, en el que prima un espíritu de subordinación y sumisión, que aún ve y asume la política en el marco de las prácticas ancestrales del cacicazgo y caudillismo, o que en la luctuosa historia de Colombia no ha podido ver en ella más que a la violencia o la corrupción como telón de fondo, como el soporte único de su naturaleza fundacional.
 
En fin, un sujeto sin vocación de poder, que ha elevado a virtud al hecho de marginarse de la participación política y que pareciera no diferenciar donde comienza ni termina la dignidad humana, ni qué es aquello que permite considerar qué es éticamente correcto o políticamente repudiable.
 
Es esa idea de la política y ese tipo de sujeto lo que ha despejado y hecho fácil el camino para quienes siguen siendo los cómodos regentes de las instituciones colombianas, en este caso el Congreso de la República.  Es lo que explica que se reelijan sempiternamente los mismos con las mismas: herederos de castas familiares o clanes regionales, cuando no de quienes han hecho de mafia, crimen y política la combinación ideal para mantener sus feudos territoriales. Es esta la realidad en la que se legitima un sistema y unas élites que han hegemonizado un discurso y unas prácticas en las que, en la perversión de los formalismos de la democracia, encontraron los hilos con los que se tejen las redes de la cohesión social y se sostienen las estructuras de dominación, política, económica y cultural.
 
Aparte de la elevada cifra de abstención, fue claro el predominio de dos tendencias que a su vez dan lugar a dos franjas de votantes: por un lado, el voto de opinión, representado en este caso en el respaldo alcanzado por el Centro Democrático y por algunos sectores independientes y de la izquierda y, por otro, aquel que sigue atado a las prácticas non sanctas a las que ya se ha hecho referencia.
 
El triunfo del segundo es incuestionable y queda representado en cerca de las dos terceras partes del Congreso, en cabeza de los partidos Liberal, Conservador, Partido de la U y Cambio Radical, principalmente.  También, y de acuerdo con las investigaciones que previamente había realizado la Fundación Paz y Reconciliación, en los Congresistas que, a através de amigos o familiares, llegan o se mantienen como herederos del paramilitarismo, que alcanzan, de acuerdo con la investigación referida, 33 curules en el Senado y 36 en la Cámara de Representantes.
 
Esto último significa que, aunque difuminados en diferentes partidos, el paramilitarismo, legado lamentable de los ocho años de gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, es hoy la fuerza más representativa en el Senado de la República.  Recordemos que el Partido de la U, que fue el que logró el mayor número de curules, sólo alcanzó 21 escaños.
 
En cuanto al voto de opinión se refiere, son dos tendencias muy dispares pero que reflejan la polarización a la que ha llegado el país, sobre todo en los últimos diez años, luego del fracaso del proceso de paz en el Caguán y de la salida con fuerza de la extrema derecha a la arena política; representada en el Uribismo, hoy Centro Democrático; a la que hay que reconocer como la mayor fuerza de opinión que actualmente existe en la sociedad colombiana.  Es la que consagra la expresión caudillista, patriarcal y autoritaria que predomina en el imaginario del común del ciudadano colombiano; la evocación mesiánica del país encomendado al sagrado corazón y al conservadurismo católico; la que refleja la personalidad de una ciudadanía a la que pareciera no alcanzarle todavía el juicio moral y el criterio ético para juzgar a quienes elige como sus líderes y representantes.
 
La otra franja de opinión está en el voto orientado hacia la izquierda o sectores independientes, con realmente muy poco arraigo y representación, y que muestra el pobre avance que hasta ahora ha logrado en Colombia.
 
Si bien hay que admitir que en Colombia la izquierda no ha tenido un camino fácil en medio de esa situación que se viene describiendo, pues ha sido objeto de persecución, muchos de sus líderes han sido asesinados y no ha contado con suficientes garantías para el ejercicio de su actividad política; hay que reconocer también que, en sí misma, ha sido inferior a la hora de construir una propuesta que, como fuerza con opciones reales de poder, logre la confluencia de las diferentes expresiones y sectores sociales que de una u otra forma manifiestan su inconformismo con el estado de cosas y con el establecimiento en su conjunto.
 
La izquierda se manifiesta todavía como una fuerza política famélica, altamente permeada por el sectarismo y por actitudes personalistas; que no ha sabido leer y aprovechar el cuarto de hora para convocar en torno suyo el enorme descontento popular expresado en las múltiples manifestaciones de protesta que en los últimos años han realizado los campesinos, los estudiantes, los grupos étnicos, las mujeres, los usuarios y trabajadores de la salud, las organizaciones de víctimas, los desplazados, etc.; tampoco ese grueso caudal de abstencionistas y de quienes manifiestan su desaliento en el voto en blanco, que a lo sumo están a la espera de ser llamados a ser parte de esa propuesta contra hegemónica que se requiere para enfrentar los poderes, las mafias y la corrupción instalada en las instituciones.
 
Con un Congreso de la República como el que quedó conformado es poco lo que se puede esperar en cuanto a las transformaciones que el país requiere; el aumento del poder de la extrema derecha será una talanquera al proceso de negociación que se adelanta en La Habana y tratará de obstruir la refrendación de los acuerdos a que allí se llegue para avanzar hacia una paz estable y duradera para Colombia.
 
Muy poco pues para ser optimistas. La pequeña franja en que quedaron representados los independientes y los partidos de oposición al sistema, en los que obviamente no se cuenta al Centro Democrático, sólo sirve para que se mantenga viva la esperanza de ese otro sector de la sociedad que se resiste a creer que las cosas son inamovibles. Su fuerza, tendrá que tenerlo claro, no está propiamente en los salones del Congreso sino en los miles de ciudadanos que están dispuestos a movilizarse y en aquellos que todavía deben ser convocados; pues sin su concurso será imposible impulsar y producir los cambios. 
 
 
 

*Economista- Magíster en Estudios Políticos

 

 

 

jueves, 6 de marzo de 2014

LAS TRAMPAS DEL VOTO EN BLANCO

 

Orlando Ortiz Medina*

 

El Congreso como institución debe ser defendido como recinto máximo de la democracia, pero, como tal, se denigra si quienes allí toman asiento siguen siendo en su mayoría la escoria de la sociedad; los que representan la ley pero patrocinan el hampa. Es contra ellos que hay que manifestarse. 

 El voto en blanco es ciertamente una manifestación del rechazo de los electores a un conjunto de propuestas, candidatos y formas de representación política en las que no ven reflejados sus intereses. En Colombia es hoy una manifestación fundamentalmente simbólica, que adquiere sentido y validez para una ciudadanía que quiere expresar su cansancio con un sistema de participación, en este caso el sistema electoral, al que encuentra profundamente corroído y permeado por toda clase de vicios y expresiones venales. Así que sobrarían razones para entender e incluso respaldar a quienes piensan que esa es la mejor opción en el actual debate electoral que se vive en Colombia.

Sin embargo, en el caso específico de las elecciones para el Congreso de la República (otra cosa son las presidenciales), hay que advertir que, en sus efectos prácticos, el remedio puede llegar a ser peor que la enfermedad y que quienes voten en blanco van a terminar haciendo un favor gratuito a aquellos a quienes desean manifestar su rechazo.

 Veamos:
 
Para alcanzar una curul en el Congreso los partidos deben superar el umbral electoral, que en este caso implica tener una votación de como mínimo un tres por ciento del total de los votos válidos. El voto en blanco es un voto válido y por lo tanto suma para el cálculo del umbral.

 Conseguir ese tres por ciento NO es un problema para aquellos partidos que históricamente han contado con un caudal seguro de votos, los partidos tradicionales o sus derivaciones, que de forma non santa mantienen sus clientelas, hacen campañas con los recursos del erario, controlan las nóminas de los departamentos o municipios, o cuentan con el patrocinio de las grandes empresas y los grandes medios de comunicación.

  lo es para las pequeñas fuerzas políticas, que normalmente son los partidos de oposición o fuerzas nuevas que se crean justamente como alternativa frente a los tradicionalmente representados. Estas no cuentan con el mismo respaldo ni de las empresas, ni de los medios, e infortunadamente tampoco de la mayoría los ciudadanos. Esa es la realidad, pues los medios y las dádivas cumplen sus propósitos.
 
Si no gana el voto en blanco, de todas maneras contribuiría a aumentar el valor absoluto umbral, lo que hace más difícil la situación para los partidos y movimientos pequeños que, todos sabemos, están en alto riesgo de quedar por fuera, de acuerdo con los comportamientos históricos de los resultados electorales.     
 
De llegar a ganar el voto en blanco, lo que matemáticamente veo muy difícil, lo único que pasaría es que se debe convocar a nuevas elecciones y no habría impedimento para que quienes aspiraron la primera vez vuelvan a estar de nuevo en las listas.  Eso sí, quedarían por fuera los partidos que no logren alcanzar el umbral. En conclusión, tendríamos al final un Congreso de cuyas curules quedarían posicionados, reposicionados, los mismos de siempre con sus triquiñuelas y artimañas.

Seguro entonces que quienes más celebran en el momento el alto guarismo que pueda llegar a tener el voto en blanco son quienes, gracias a sus amarres, ya tienen asegurado su paso al Congreso de la República. 

Las decisiones políticas a veces, casi siempre, nos exigen ser pragmáticos y saber valorar en la medida y el momento justo la relación entre medios y fines. Si el fin es mostrar de una vez por todas nuestro rechazo a quienes ha hecho del Congreso una institución insulsa y desprestigiada, el medio, por lo menos por ahora, no parece ser la opción del voto en blanco, con todo el sentido y lo válida y respetable que sea.
 
Más sentido puede tener respaldar a fuerzas y/o candidatos (as) nuevos (as) o que por lo menos no sean los siempre voceros del establecimiento.

Hay opciones con personas que provienen de la academia o los movimientos sociales, otras que ya han mostrado una labor pulcra y han cumplido una función crítica y de control en el Senado o la Cámara de Representantes: Ángela María Robledo del Partido Verde, Jorge Enrique Robledo, Iván Cepeda y Germán Navas Talero en el Polo Democrático, para hablar sólo de algunos de los que ya han estado. O personas que aspiran a llegar por primera vez y cuya Hoja de Vida muestra su trayectoria crítica y su compromiso con el rescate de la honestidad y la transparencia en el ejercicio de la actividad política: Claudia López en el Partido Verde, Rodolfo Arango y Alirio Uribe en el Polo Democrático; otros tanto que no sólo merecen la oportunidad sino en los cuales todavía albergamos alguna esperanza. Cada quien sabrá cual considera su mejor opción. 

  

*Economista- Magíster en Estudios Políticos

 

martes, 4 de marzo de 2014

Renovar el Congreso, una apuesta por la democracia.



Orlando Ortiz Medina*


El próximo domingo nueve de marzo se realizarán las elecciones para el Congreso de la República, sin lugar a dudas, y no sin razón, la institución más desprestigiada en Colombia. Una apuesta por su renovación sería no sólo la acción más audaz e inteligente de los electores, sino la muestra más fehaciente de que el país ha madurado y de que todo el descontento y la agitación social que ha precedido el más bien pobre debate electoral se ha ido encausando políticamente.
Al que se considera por excelencia el recinto de la democracia han arribado históricamente personas de todos los pelambres, aunque casi siempre de las mismas corrientes políticas; para no decir maquinarias.  Por demás, quienes han logrado alcanzar las curules, muy pocas veces lo han hecho por sus méritos y realizaciones; por el contrario, su llegada ha dejado una estela de dudas sobre su estatura moral y ética, que es, a mi juicio, la máxima exigencia que debemos hacer a quienes aspiran a proclamarse como delegados del poder que como electores, y antes que nada como ciudadanos, les confiamos.
 Muchos de los que allí han estado, que en su mayoría insisten en mantenerse, han hecho de la institución un extraordinario monumento a la deshonra; literalmente han comprado su asiento, enajenándose a oscuros intereses de empresarios, cuando no de mafiosos o criminales que requieren de sus favores para ponerle cercos a la justicia o para diseñar su arquitectura a su acomodo, de manera que no tengan óbices para seguir delinquiendo. No es gratuito que, en los últimos años, alrededor de un centenar de ellos hayan sido juzgados y condenados por actos criminales.  Algunos todavía se encuentran en prisión.
 Lo cierto es que, aun así y pese a su desprestigio, a los ciudadanos nos corresponde seguir votando e insistir hasta lograr la conformación de un Congreso cuyos elegidos garanticen al menos su honestidad y transparencia. Después de todo, los cuestionamientos no deben ser sobre la institución –El Congreso- como tal, sino sobre quienes logran allí su acceso y sobre los mecanismos que utilizan para lograr el favor de los sufragantes: compra de votos, ofrecimiento de puestos de trabajo, promesas de construcción de obras, otorgamiento de dádivas, etc., que de suyo atentan contra la libertad y corrompen no sólo su conciencia sino la del elector, lo que mina la esencia de la democracia, en este caso de la acción de elegir, que es tan solo una de sus manifestaciones.
Ni qué decir de aquellos que resultan favorecidos gracias a la ventaja que les ofrece el que se les haya financiado costosas campañas por parte de grupos empresariales, a quienes, una vez posesionados, deberán pagar el favor con la presentación y aprobación de leyes, decretos y reformas que beneficien sus intereses. Las reformas a la salud en favor de las EPS o a los regimenes tributario o laboral que otorgan ventajas a las empresas, son tan solo uno de los muchos ejemplos que se pueden citar.
Es imperioso entonces decir que la responsabilidad sobre la conformación del Congreso y lo que serán a futuro sus realizaciones recae en principio sobre quien ejerce su derecho al voto; este sabe que elige a un cuerpo colegiado al que se le otorgan poderes para que, entre otros, haga las leyes, nombre a los funcionarios que representarán al Estado en los organismos de control, ejerza control sobre el ejecutivo, decida sobre asuntos primordiales que afectan, en conjunto, la vida de los ciudadanos: la salud, la educación, los derechos sociales y laborales, los impuestos, la política agraria, la distribución de regalías, la aplicación de justicia, la preservación de la paz, etc.
Así que la acción de elegir es un acto de suma responsabilidad, demanda rectitud, compromiso ético, entereza moral; todo ello independientemente de cuales sean las ideologías, las pertenencias partidistas o las apuestas programáticas, suponiendo que las haya; pues es justamente lo que le da razón y sentido a la política: la existencia de distintas miradas y maneras de ver y entender el mundo, que se ponen en discusión para dar lugar a los haceres y quehaceres que ordenan los destinos de nuestras naciones.
Si, hasta ahora, Colombia ha mantenido aplazadas las grandes reformas que se requieren para ser un país en paz; es decir, más equitativo, con menos desigualdad y con más y mejores oportunidades para todos, es precisamente porque ha carecido de un Congreso en donde, en vez de que se legisle para los intereses de unos pocos, se ponga por encima el interés general y colectivo de todos sus ciudadanos y ciudadanas. Esa es la gran tarea y el enorme compromiso sobre el que debemos reflexionar y tomar conciencia, ya a las puertas del debate electoral que elegirá al nuevo Congreso de la República.
Vale recordar que al nuevo Congreso le corresponderá la asunción de una tarea de alto calado histórico en la actual coyuntura nacional; nada menos que la aprobación de las reformas que deberán emprenderse a partir de los acuerdos que se deriven de las negociaciones entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC en la ciudad de La Habana; razón de más para insistir en que, o renovamos una institución que hasta ahora ha estado en manos de quienes no precisamente actúan en  favor del interés nacional, o seguimos aplazando la posibilidad definitiva de una paz verdadera, estable y duradera para Colombia.
Pensar el voto, analizar muy bien antes de tomar la decisión, conocer la hoja de vida del candidato, su historia, su nivel de compromiso, sus propuestas, es parte de la tarea; pero asumir el compromiso ético de elegir en soberana autonomía y libertad, sin endosar, vender o alquilar la decisión, es sin duda lo que acarrea el mayor compromiso.
Por mi parte, como la renovación del Congreso es, a mi juicio, lo que demanda la mayor urgencia, considero necesario el apoyo a personas que, cumpliendo con el requisito de tener una conducta intachable, sean también la voz de esa parte del país que hasta ahora ha sido silenciada y relegada al olvido, no solo en el Congreso sino, en general, en todos los órganos de representación.  
Por supuesto, estas no se encuentran en las tradicionales representaciones políticas: Partido Liberal o Conservador, o sus derivaciones en el Partido de la U, Cambio Radical o Centro Democrático, que al fin y al cabo son lo mismo, y en donde muchos de los que se encuentran en sus listas como aspirantes al nuevo Congreso están cuestionados porque ellos o sus familiares tienen antecedentes de vinculación con organizaciones criminales, sobre todo por casos de paramilitarismo. Al respecto, vale la pena consultar el informe de la Fundación Paz y Reconciliación sobre el mapa de riesgo electoral.
En mi caso votaré e invito a votar por Iván Cepeda Castro al Senado de la República (N° 10 en el tarjetón del Polo Democrático) y por Alirio Uribe a la Cámara de Representantes (N° 110 en el tarjetón del Polo Democrático). Dos personas, dos historias, dos vidas íntegramente comprometidas con la búsqueda de la paz y la defensa de los Derechos Humanos; tienen el pasaporte moral que los habilita para ser elegidos, uno y otro han hecho eco a las víctimas del conflicto armado, dentro y fuera del país, y ofrecen un programa en el que toman curso las grandes transformaciones que la nación requiere.
Elegir a personas como Iván Cepeda y Alirio Uribe es avanzar algo en el propósito de tener un Congreso efectivamente renovado.
*Economista- Magíster en Estudios Políticos