domingo, 16 de marzo de 2014

Cultura política, Congreso y elecciones

 
Orlando Ortiz Medina*

  

Lo que acaba de ocurrir en el reciente debate electoral al Congreso de la República no es otra cosa que el reflejo del lento, lentísimo, desarrollo de una cultura política en Colombia. Y es que no hay nada que haga más evidente el atraso de las sociedades como la ausencia de una ética de la convivencia y la vida colectiva -elemento fundante de la actividad política-, que en este caso se refleja, entre muchas otras cosas, en el hecho de que los ciudadanos, en su mayoría, se mantengan al margen de las decisiones esenciales que afectan su vida.
 
 Las sociedades son ante todo eso, espacios de y para la vida colectiva, que demandan la inclusión de cada quien en la construcción de sus normas de convivencia, de las reglas de juego que establezcan el cómo y el qué de sus destinos, las formas de control, administración y uso de sus recursos; en fin, el quién y el cómo de la gobernanza y el qué hacer para que a todos y cada uno se les garantice la vida que merecen.  
 
Ahí toma forma y adquiere contenido la política; cuando ideas, creencias, pertenencias étnicas, sociales, culturales, partidistas, etc., se encuentran para dialogar, deliberar, disentir y llevar finalmente a que uno (s) de los tantos intereses de ese escenario variopinto que se abstrae como sociedad se sobreponga (n).  Es la manera como en los órganos de dirección y representación de las sociedades se concretan y configuran los mapas y flujos de poder en sus distintos ámbitos.
 
Un Congreso elegido, cifras más cifras menos, con alrededor de un escaso 30% del potencial de electores, teniendo en cuenta, aparte de la abstención, el alto volumen de votos nulos y en blanco, pone en cuestión la existencia de la democracia en una nación que, aún así, insiste en seguirse proclamando como la más antigua de América Latina. Peor aún si dentro de ese 30% se cuentan los votos tramitados a través de la compra venta de electores, el ofrecimiento de dádivas y prebendas, la compra de funcionarios, los trueques con cargo al erario y otras formas de presión y constreñimiento. Sería difícil comprometerse con cifras, pero en estas últimas elecciones, el voto que podríamos llamar decente, para denominarlo de alguna manera, no llega, a lo sumo, más allá del 10 o 15% del total de los votos contabilizados como válidos.
 
 Nada que satisfaga el interés general de una nación se podrá esperar de una ciudadanía que elige de esta manera. Y elegir en este caso hace referencia tanto a quienes hacen uso del derecho al voto, como a aquellos que se marginan de este que, si bien es sólo una expresión instrumental del ejercicio de la democracia, no por ello deja de tener relevancia. Quienes se abstienen simplemente aceptan que otros, y en este caso una ínfima minoría, decidan por ellos; no votar es al fin y al cabo otra forma comprometerse, solo que cediendo pasivamente derecho, poder y consentimiento a quien a bien y como quiera disponga de ellos.
 
Pero es lo propio de una sociedad que ha limitado el desarrollo del pensamiento y llevado a la formación de un sujeto incapaz de determinarse a sí mismo, muy poco vinculado con las ideas, ajeno al discernimiento y la deliberación, y que fácilmente enajena su identidad, exhibida muchas veces al mejor postor entre los mercaderes de conciencias y voluntades.
 
Es el ciudadano formado además en el conservadurismo religioso, en el que prima un espíritu de subordinación y sumisión, que aún ve y asume la política en el marco de las prácticas ancestrales del cacicazgo y caudillismo, o que en la luctuosa historia de Colombia no ha podido ver en ella más que a la violencia o la corrupción como telón de fondo, como el soporte único de su naturaleza fundacional.
 
En fin, un sujeto sin vocación de poder, que ha elevado a virtud al hecho de marginarse de la participación política y que pareciera no diferenciar donde comienza ni termina la dignidad humana, ni qué es aquello que permite considerar qué es éticamente correcto o políticamente repudiable.
 
Es esa idea de la política y ese tipo de sujeto lo que ha despejado y hecho fácil el camino para quienes siguen siendo los cómodos regentes de las instituciones colombianas, en este caso el Congreso de la República.  Es lo que explica que se reelijan sempiternamente los mismos con las mismas: herederos de castas familiares o clanes regionales, cuando no de quienes han hecho de mafia, crimen y política la combinación ideal para mantener sus feudos territoriales. Es esta la realidad en la que se legitima un sistema y unas élites que han hegemonizado un discurso y unas prácticas en las que, en la perversión de los formalismos de la democracia, encontraron los hilos con los que se tejen las redes de la cohesión social y se sostienen las estructuras de dominación, política, económica y cultural.
 
Aparte de la elevada cifra de abstención, fue claro el predominio de dos tendencias que a su vez dan lugar a dos franjas de votantes: por un lado, el voto de opinión, representado en este caso en el respaldo alcanzado por el Centro Democrático y por algunos sectores independientes y de la izquierda y, por otro, aquel que sigue atado a las prácticas non sanctas a las que ya se ha hecho referencia.
 
El triunfo del segundo es incuestionable y queda representado en cerca de las dos terceras partes del Congreso, en cabeza de los partidos Liberal, Conservador, Partido de la U y Cambio Radical, principalmente.  También, y de acuerdo con las investigaciones que previamente había realizado la Fundación Paz y Reconciliación, en los Congresistas que, a através de amigos o familiares, llegan o se mantienen como herederos del paramilitarismo, que alcanzan, de acuerdo con la investigación referida, 33 curules en el Senado y 36 en la Cámara de Representantes.
 
Esto último significa que, aunque difuminados en diferentes partidos, el paramilitarismo, legado lamentable de los ocho años de gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, es hoy la fuerza más representativa en el Senado de la República.  Recordemos que el Partido de la U, que fue el que logró el mayor número de curules, sólo alcanzó 21 escaños.
 
En cuanto al voto de opinión se refiere, son dos tendencias muy dispares pero que reflejan la polarización a la que ha llegado el país, sobre todo en los últimos diez años, luego del fracaso del proceso de paz en el Caguán y de la salida con fuerza de la extrema derecha a la arena política; representada en el Uribismo, hoy Centro Democrático; a la que hay que reconocer como la mayor fuerza de opinión que actualmente existe en la sociedad colombiana.  Es la que consagra la expresión caudillista, patriarcal y autoritaria que predomina en el imaginario del común del ciudadano colombiano; la evocación mesiánica del país encomendado al sagrado corazón y al conservadurismo católico; la que refleja la personalidad de una ciudadanía a la que pareciera no alcanzarle todavía el juicio moral y el criterio ético para juzgar a quienes elige como sus líderes y representantes.
 
La otra franja de opinión está en el voto orientado hacia la izquierda o sectores independientes, con realmente muy poco arraigo y representación, y que muestra el pobre avance que hasta ahora ha logrado en Colombia.
 
Si bien hay que admitir que en Colombia la izquierda no ha tenido un camino fácil en medio de esa situación que se viene describiendo, pues ha sido objeto de persecución, muchos de sus líderes han sido asesinados y no ha contado con suficientes garantías para el ejercicio de su actividad política; hay que reconocer también que, en sí misma, ha sido inferior a la hora de construir una propuesta que, como fuerza con opciones reales de poder, logre la confluencia de las diferentes expresiones y sectores sociales que de una u otra forma manifiestan su inconformismo con el estado de cosas y con el establecimiento en su conjunto.
 
La izquierda se manifiesta todavía como una fuerza política famélica, altamente permeada por el sectarismo y por actitudes personalistas; que no ha sabido leer y aprovechar el cuarto de hora para convocar en torno suyo el enorme descontento popular expresado en las múltiples manifestaciones de protesta que en los últimos años han realizado los campesinos, los estudiantes, los grupos étnicos, las mujeres, los usuarios y trabajadores de la salud, las organizaciones de víctimas, los desplazados, etc.; tampoco ese grueso caudal de abstencionistas y de quienes manifiestan su desaliento en el voto en blanco, que a lo sumo están a la espera de ser llamados a ser parte de esa propuesta contra hegemónica que se requiere para enfrentar los poderes, las mafias y la corrupción instalada en las instituciones.
 
Con un Congreso de la República como el que quedó conformado es poco lo que se puede esperar en cuanto a las transformaciones que el país requiere; el aumento del poder de la extrema derecha será una talanquera al proceso de negociación que se adelanta en La Habana y tratará de obstruir la refrendación de los acuerdos a que allí se llegue para avanzar hacia una paz estable y duradera para Colombia.
 
Muy poco pues para ser optimistas. La pequeña franja en que quedaron representados los independientes y los partidos de oposición al sistema, en los que obviamente no se cuenta al Centro Democrático, sólo sirve para que se mantenga viva la esperanza de ese otro sector de la sociedad que se resiste a creer que las cosas son inamovibles. Su fuerza, tendrá que tenerlo claro, no está propiamente en los salones del Congreso sino en los miles de ciudadanos que están dispuestos a movilizarse y en aquellos que todavía deben ser convocados; pues sin su concurso será imposible impulsar y producir los cambios. 
 
 
 

*Economista- Magíster en Estudios Políticos

 

 

 

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