Mostrando entradas con la etiqueta crisis. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta crisis. Mostrar todas las entradas

jueves, 29 de abril de 2021


Réquiem por Keynes y por la reforma tributaria 


La propuesta no hace más que reafirmar lo lejos y desconectado que está el señor Duque de la situación por la que el país y el mundo atraviesan; ni siquiera el sentido común le alcanza para advertir que en vez de apagar está atizando el fuego, en un momento en que el país está ad portas de un profundo estallido social que nadie sabe a dónde podría conducirnos. 


Orlando Ortiz Medina*


John Maynard Keynes (1883-1949), fue el economista británico que en los años 30 del siglo pasado logró oxigenar al capitalismo en el momento en que pasaba por la más grande crisis que hasta entonces se había vivido, luego de terminada la primera guerra mundial.

En el mundo las industrias estaban paralizadas, el desempleo llegaba a cifras inmanejables, los bancos habían perdido liquidez ante la imposibilidad de los acreedores de pagar sus créditos, las bolsas de valores se desplomaron, la pobreza aumentaba en todos los sectores, la depresión, no solo económica, cundía en todas las capas de población; parecía el apocalipsis. 
  
Hoy, en un contexto que ya venía siendo crítico y vino a ser afianzado por la pandemia, vivimos una situación con características similares; aunque con distintas magnitudes, la depresión económica afecta a todo los países del mundo, la quiebra o parálisis de las empresas no cede, la informalidad y el desempleo arrastran a millones de personas a la pobreza, la desigualdad crece y la crisis sanitaria sigue cobrando la vida de millones de personas. 

De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional -FMI-, en 2020 la economía mundial se contrajo cerca de 4.5 puntos, siendo la peor caída desde la década de 1920. En su más reciente informe, la Comisión Económica para América Latina ¬¬–CEPAL-, da cuenta de que en América Latina, la región más afectada del planeta, en 2020 se cerraron 2,7 millones de empresas y se presentó una caída del 7.7% en su economía, la cifra más elevada durante los últimos 120 años. El número de personas pobres en la región paso de 192 a 209 millones entre 2019 y 2020; de ellas 78 millones se encuentran en situación de pobreza extrema, ocho millones más que en 2019 . 

En Colombia, por su parte, el DANE  reportó una caída del 6,8% del PB durante 2020 y 3,75 millones de personas desempleadas, que corresponde una tasa promedio de desempleo de 15,9%, aunque algunas ciudades están por encima de esa cifra. La tasa de informalidad bordea el 65% y la pobreza monetaria aumentó de 29 % en 2019 a 31,5% a final de 2020, cerca del 30% de la cual está en situación de pobreza extrema, es decir, un 14,3% del total de la población del país. 

El escenario es muy preocupante cuando la solución al tema de la pandemia se ve todavía muy lejos, a juzgar por la lentitud con que avanza el proceso de vacunación, especialmente en Latinoamérica, que a pesar de tener solo el 8,4% de la población mundial, participa con el 28% de las muertes por Covid-19 y solo el 3,2% de la población ha recibido las dos dosis de la vacuna . Sería más rápido si no hubiera acaparamiento por parte de los países ricos -el 80% de la producción ha sido comprado por ellos- y si frente al cálculo egoísta de los laboratorios que controlan las patentes de producción se prefiriera la vida de los millones de seres humanos de los que nos estamos despidiendo mientras se llenan sus arcas. Ese, el de la quiebra ética y moral de los que subsumen la vida al cálculo económico es, más que la pandemia, el peor desastre de la humanidad.  

Pero preocupa también por la incertidumbre que existe sobre lo atinadas o no que puedan ser las medidas de los gobiernos, tanto para impulsar la recuperación de las economías como para dar respuesta a los enormes problemas sociales que la crisis sanitaria ha ido acrecentando. Lo cierto es que no será en el corto plazo y que superará cualquier cálculo que las lógicas tecnocráticas de las oficinas de planeación pudieran presentarnos. 

Como parece estar ocurriendo ahora, por lo menos en Colombia, la teoría económica vigente en la gran depresión de los años treinta se quedó sin bases para dar una respuesta adecuada a la solución de la crisis. Los llamados economistas neoclásicos, entonces en boga, partían de que el libre albedrio del mercado se encargaba de generar los ajustes y llevar la economía a situaciones de equilibrio; las crisis se consideraban transitorias y los mercados: de trabajo, de bienes y servicios, de capitales, principalmente, encontrarían por sí mismos y llegado el momento su punto de estabilidad. 

En consonancia con lo anterior, el rol del Estado era secundario e incluso su intervención se consideraba contraproducente para la buena marcha de la economía. Punto nodal de lo que hoy se conoce como neoliberalismo.  

Fue entonces cuando Keynes, retando los postulados neoclásicos, puso sobre la mesa nuevos propuestas que, aunque con resistencia, fueron asumidas por los gobiernos de las grandes potencias y de prácticamente todos los países. Se apartó de la tesis de la transitoriedad de las crisis, desestimó el poder del mercado para corregir por sí mismo las fallas y reivindicó el papel del Estado para moderar los auges y caídas de la actividad económica.

El punto sustancial de Keynes es que la dinámica de la economía descansa en el hecho de que haya los niveles de demanda suficientes para absorber la capacidad productiva y garantizar los canales por donde fluyan los mercados de bienes y servicios; en otras palabras, contar con consumidores con ingreso disponible y capacidad de compra, lo que solo el mercado no resuelve. De ahí el papel fundamental del Estado a través de políticas, especialmente fiscales, que incentiven la inversión y eviten el encarecimiento de los bienes de consumo, de los equipos, insumos, materias primas, etc., para mantener en vigor las dinámicas productivas y corregir además los desequilibrios sociales. 

Contrasta lo anterior con la propuesta de reforma de tributaria presentada por el gobierno al Congreso de la República, que eufemísticamente llama de solidaridad sostenible. Una reforma que vuelve a golpear a los sectores medios y de más bajos ingresos, en cuyos hombros quiere descargar el peso del desequilibrio entre los ingresos y gastos del Estado, que se busca atribuir a los efectos de la pandemia, pero que en realidad es el resultado de un manejo equivocado de sus finanzas, expresado en el despilfarro, la corrupción, el gasto inoportuno e innecesario, entre otros en burocracia, y la cantidad de exenciones que se mantienen sobre los niveles empresariales de más alto rango.

Contrario a lo que expuso Keynes, la propuesta del gobierno, antes que alentar el crecimiento de la economía irá a profundizar la crisis. La idea de extender el IVA a bienes de consumo básico, gravar los  servicios públicos y extender el impuesto a la renta para un mayor número de asalariados, en un momento especialmente tan crítico, limitará más la capacidad  de crecimiento de la demanda y con ello la posibilidad de que el país se conduzca por una senda de crecimiento y de estímulo a la producción y al empleo.  

Peor aún, es una propuesta que va profundizar las desigualdades y a condenar todavía más a la exclusión a una mayor porción de los ciudadanos: los que van a descender de la clase media, los altamente vulnerables que caerán en la pobreza y los que ya se están sumando a las cifras crecientes de pobreza extrema porque ya ni siquiera pueden ejercer en la informalidad y han quedado por fuera del mercado de trabajo debido a su edad o a que no reúnen las condiciones de calificación requeridas.

La propuesta no hace más que reafirmar lo lejos y desconectado que está el señor Duque de la situación por la que el país y el mundo atraviesan; ni siquiera el sentido común le alcanza para advertir que en vez de apagar está atizando el fuego, en un momento en que el país está ad portas de un profundo estallido social que nadie sabe a dónde podría conducirnos. Es tan evidente su falta de criterio para hacer frente a la crisis, como tan sobrada su abyección a la ortodoxia neoliberal del FMI y el Banco Mundial y sus políticas de ajuste, de cuyas políticas lo único que va quedando es el oneroso saldo social y la práctica destrucción del aparato productivo nacional.

Lo que se requiere es de medidas dirigidas a lograr una más equitativa redistribución del ingreso, perfectamente posible a través de un sistema de tributación progresivo, donde paguen más lo que tienen más; que eliminen las exenciones que se mantienen sobre grandes capitales, cuyo peso es protuberante sobre el déficit fiscal; que controle la evasión y la elusión; además, un gobierno austero y capaz de leer el momento que no solo el país sino el mundo entero enfrenta para dirigir a donde y como corresponde la captación de los ingresos y la dirección de los gastos.
 
La  idea de que es una propuesta para la solidaridad sostenible es tan falaz como absurdo y desatinado que hoy se nos convoque a pagar la culpa de quienes por gobernar de espaldas al país y de rodillas ante los intereses de unos pocos hoy solo tengan para mostrarnos el saldo en rojo de las cuentas del Estado. Más absurdo todavía que al mismo tiempo se decida invertir quince billones de pesos en la compra de aviones de combate que terminarán oxidándose en los hangares del aeropuerto militar, y que miles de millones de pesos se destinen a maquillar la deslucida imagen del gobernante con nuevos noticieros o programas diarios de televisión, que podrían tener un mejor destino si se pensara en las necesidades más urgentes que nos acusan. 

Vale en este momento un réquiem por el alma y el retorno, por lo menos transitorio, del pensamiento de Keynes, que ilumine con algo de sensatez a un gobernante que en mala hora todavía le queda tiempo para seguir agobiándonos con sus disparates; también de paso un réquiem por la desatinada propuesta de reforma tributaria, que por fortuna parece haber nacido muerta.  

*Economista-Magister en estudios políticos  

martes, 28 de abril de 2020

Covid 19, el orden en cuestión



Covid 19, el orden en cuestión


Orlando Ortiz Medina*


Si las consecuencias de la pandemia no son un llamado a la refundación del pensamiento, la antesala de una transformación cultural y el ingreso a un nuevo umbral de la civilización, tanto más pesarán sobre la historia y la conciencia humana las miles de vida sacrificadas en los diferentes países del mundo. 

Y es que, si bien el virus tiene por sí mismo su cuota de responsabilidad, no menos la tiene el escenario en el que emprende su propagación, que facilita su velocidad de crecimiento y la letalidad de sus efectos. El virus saca a flote las dolencias de una humanidad ya enferma por la manera como se ha organizado, gestionado y controlado el pensamiento y la forma de vida de los ciudadanos. Así que el componente sanitario es solo uno de los factores que vienen a sumarse a otro tipo de pandemias, no menos letales y ya enquistadas en el discurrir de las sociedades. 

Empecemos por decir que en medio de unas instituciones profundamente debilitadas, inconexas  y en cabeza de  mandatarios en cuyas prioridades no está el respeto y el valor de la vida, más lentas son las respuestas y más amplio y cómodo el cauce por donde fluye el saldo doloroso que ya hemos venido presenciando. Nunca antes la política y la posibilidad de la vida se habían visto tan entrelazadas como ahora que, antes que del cuerpo médico o científico, dependemos de las decisiones de gobernantes desprovistos de cualquier criterio o contenido ético, y que se arrogan la autoridad de decidir, invocando el “interés nacional”, a quiénes corresponde salvar o sacrificar primero. 

A lo anterior, sumemos las marcadas condiciones de desigualdad e inequidad social que hacen más vulnerables a ciertos sectores sociales, los excluidos de siempre, las miles de familias que aún no tienen un sistema básico de higiene o de acceso agua potable, los desempleados, los trabajadores informales, los que viven del rebusque o todos a los que por su situación de pobreza no tienen otra opción que dejar a la suerte que los mate la pandemia o encerrarse a morir de hambre.  

La conservación de la vida se convirtió en un privilegio e hizo inevitable recurrir, como en la tesis darwiniana, a la selección de las especies. Tal cual se ha visto reflejado en la precariedad del sistema de salud pública, cuyo colapso en algunos países llevó a que el personal médico tuviera que jugar entre sus pacientes el turno para la morgue ante la insuficiencia de camas o unidades de cuidados intensivos. Se crean así y se legitiman una serie de categorías arbitrarias que no hacen más que confirmar otro hito de discriminación sobre aquellos a quienes consideran viejos o enfermos y que se extiende incluso a grupos poblacionales como los migrantes, los pobres y los negros. Qué horror. 

Es allí donde, sin saber todavía para dónde nos conducimos, asistimos al quiebre histórico de un modelo de civilización que hizo del individualismo, la segregación, la depredación de la naturaleza, el consumismo exacerbado y el desprecio por la vida la divisa principal de su cultura. 

Quienes pensaban que éramos parte de una realidad totalmente aprehensible y controlable, que teníamos asegurada no solo la existencia sino la mejor de las formas de existencia, se han quedado sin fundamento. Hoy somos como especie mucho menos de lo que nos creíamos, la humanidad está en ciernes, encerrada, temerosa, dispuesta incluso a aceptar el recorte de sus libertades y a vivir bajo el control de un Estado que aprovechará para fortalecer sus mecanismos de represión y control disciplinario, que tan necesarios le van a ser ante el rebrote de la movilización social, que sin duda será otra consecuencia inevitable de la pandemia, si es que a ella sobrevivimos.

Al empuje de un virus, nos llegó la hora de poner en cuestión el orden de cosas existente, de deconstruir y resignificar los valores, sentidos, estilos y prácticas de vida que hemos llevado en ese estado de confort en el que nos encontrábamos y que hoy nos muestra frágiles para dar respuesta a una crisis que pone en vilo a la humanidad entera.

Estamos obligados a reelaborar el discurso de verdad que hasta ahora ha hegemonizado el devenir de la historia, es imprescindible que nos apropiemos de un nuevo conjunto de comprensiones en el que se asuma que la posibilidad de preservación de la vida -no solo humana sino de todas las especies del planeta- es parte de la tarea inaplazable de una profunda refundación ética que admita que situaciones como la pobreza, la inequidad y la falta, en este caso, de un sistema universal de salud pública no deberían existir porque no hay nada material, moral, ni políticamente que las justifique; que si existen es porque son resultado de las creaciones, las decisiones y de las indolencias y las mezquindades humanas.

Así, entonces, tendrá que ponérsele otra cara al desarrollo; hay que sacarle el acelerador a la desbocada carrera de depredación y uso abusivo de los recursos naturales; superar el dogma de que desarrollo es economía y que economía es crecimiento ilimitado y producción superflua de bienes materiales; asumir que el progreso tecnológico no necesariamente resuelve los problemas y atiende las necesidades humanas, sino que a veces, por el contrario, es origen de nuevas calamidades como los devastadores efectos producidos sobre el cambio climático. 

Se requiere además de una economía armonizada con un Estado al que se reasigne un rol activo y no el de pasivo espectador en que lo dejo convertido el discurso neoliberal en las últimas cuatro décadas. Un Estado que recupere su primacía frente al discurso dominante del mercado, a cuyas lógicas terminaron subordinadas todas las políticas y programas de gobierno y en general las decisiones y posibilidades de realización de la vida.

Nada falta ya para demostrar que el mercado definitivamente no es un mecanismo democrático para el ordenamiento de las sociedades; por el contrario, es una fuente permanente de desequilibrios que ha dejado en el desamparo a un amplio número sectores sociales. Si la salud, la educación, la vivienda... que fueron conquistas de los trabajadores, se van a seguir viendo como mercancías al alcance solo de quienes dispongan de recursos para comprarlas, el saldo en pobreza y desigualdades va a seguir aumentando, y con ello los niveles de convulsión social y exposición al riesgo de miles de personas excluidas, frente a contingencias tan dolorosas como la que hoy nos tiene haciendo este tipo de reflexiones. 

Si fuera verdad que después de esta crisis diéramos paso a una transformación cultural y a una  nueva de civilización, podríamos decir que hemos honrado las miles de vidas que se han sacrificado. Que la sentencia letal del virus sea un llamado a que los gobernantes pongan los pies sobre  la tierra, porque  si no cambiamos, la naturaleza tarde o temprano nos volverá a pasar  factura, pero ya será demasiado tarde. 


*Economista-Magister en Estudios Políticos

lunes, 31 de agosto de 2015

Del lado de allá, del lado de acá.

Orlando Ortiz Medina*


Del lado de allá, se pasó por encima de los derechos y se ignoró que aun en condición de indocumentados o inmigrantes ilegales, quienes estaban en la frontera eran merecedores del respeto y el trato digno que como seres humanos les asiste. Al gobierno de Venezuela le correspondía acatar las normas y tratados internacionales a las que está obligado, antes de proceder de facto y sin ningún tipo de miramiento sobre la condición de los cientos de familias a las que, sin mediar investigación y sin un debido proceso, se les puso en situación de delincuentes.

Del lado de acá, indigna la hipocresía y la doble moral de los que megáfono o biblia en mano se desplazaron a solidarizarse y a prodigar abrazos y mercados cuando, como  políticos o gobernantes, de ahora o de antes, son también responsables de que éstas personas hayan tenido que abandonar origen, familias, afectos y propiedades.

En el centro, entre el lado de allá y el de acá, en ese lugar de nadie, a menos que de quienes hicieron de él el escenario de sus pillerías, están  los condenados de siempre, los que se deben comer la mierda y sufrir los vejámenes y la desgracia de haber nacido en una tierra que los dejó a la intemperie, que los hizo nómadas, trashumantes y huérfanos de un Estado indolente que hoy quiere lucirse con gestos insulsos de solidaridad y patriotismo, aunque ayer haya sido sordo y mudo ante una población a la que no protegió ni escuchó, y que se vio por ello obligada a abandonar ese lugar ajeno al que retórica y eufemísticamente llaman patria. 

La migración, incluso muchas veces la legal, es uno de los productos de esa geografía configurada por realidades desiguales, por países, sociedades y ciudadanos de primera y de segunda, que dio lugar, además, a la creación de todo tipo de espejismos y contemplaciones quiméricas, muchas de ellas motivadoras del éxodo de quienes empezaron a sentirse relegados en sus propias tierras o viviendo en un país hecho y diseñado a la medida de algunos que no somos nosotros. 

Las fronteras son hoy antes que nada canales de irrigación de las miserias de quienes han optado por arriesgarse a florecer en el herbario de malezas y podredumbre en que terminaron convertidas. Son, en esencia, el lugar de paso de todas las plagas e ignominias que en cada país prosperan al ritmo de la pobreza, las malas políticas, la urgencia de sobrevivir, y sobre todo de la corrupción y la quiebra ética y moral que compromete a funcionarios, gobiernos y sociedades. 

El contrabando, el narcotráfico, la prostitución, la explotación sexual, etc., deslucen a quienes solo huyen en búsqueda de una mejor oportunidad para sus vidas. Pero todos a una deben pagar a quienes, bien como como ilegales o bien como defraudadores de uniformes, chalecos o placas oficiales, del lado de allá y del lado de acá, les cobran peaje como sustitutos de los verdaderos agentes de aduana.

La migración es también un acto de coraje; sobre todo para quienes su partida es un salto al vacío, un viaje hacia ninguna parte y con tiquete sin fecha de regreso; en donde saben que lo único que llevan es la tristeza, el dolor y la rabia por aquello que abandonan y por el miedo de llegar a un lugar al que ni su nostalgia ni su dolor les pertenece.

En las actuales circunstancias de Colombia y Venezuela, duele saber, además, que hay familias en cuya sangre y cuerpos no aparecen trazos que real o imaginariamente les demarquen fronteras: padres y madres colombianas, hijos e hijas venezolanas, y viceversa, que allá y acá echaron raíces intentando reconstruir sus vidas.

Entonces lo que se requiere son gobiernos que, independiente de sus ideologías y diferencias en las concepciones de sociedad y desarrollo, asuman la responsabilidad y el compromiso de garantizar la vida, la integridad y los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos, dentro y fuera de sus fronteras. Se trata también de que se revisen las venas rotas por las que hoy fluyen degradadas sus relaciones y se tejen sus entornos, cada vez más en manos de quienes aprovechan para hacer del pillaje y la piratería su forma de vida, que esperemos no lleguen a imitar en su tenebroso estilo a los coyotes y polleros mexicanos.

Ojalá también que, en el caso colombiano, las circunstancias no lleven a que el polifónico as de la ayuda humanitaria, sin duda necesaria en estos momentos, se convierta una vez más en el mecanismo para seguir haciéndole el quite a verdaderas soluciones duraderas y permita que se estire el ya perverso y alargado cordón umbilical que mantiene en la dependencia y el miserabilismo a quienes, a veces con sensatez, pero a veces con odioso oportunismo, terminan pernoctando en la incomodidad de su pobreza.



*Economista- Magister en Estudios Políticos.