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sábado, 26 de diciembre de 2020

Migrantes, vacunas y derechos

 

Orlando Ortiz Medina*

 

El argumento de no generar un posible “efecto llamado”, con el que quiere justificar su decisión de negarle la vacuna a los migrantes venezolanos en situación irregular, carece de razones éticas y jurídicas


Foto de Xavier Donat
Las declaraciones del señor Iván Duque señalando que no se vacunará en Colombia a los migrantes venezolanos que se encuentren en situación irregular, deja claro el vacío de protección del que esta población es objeto, (Louidor, 2017)[i].

Las cargas ideológicas de ciertos sectores sociales y regímenes políticos, la ignorancia que de los tratados o acuerdos internacionales tienen algunos gobernantes o la simple negligencia para darles reconocimiento y asegurar su la aplicación, está dejando en la intemperie y condenando a la exclusión a este grupo poblacional, el migrante, que en el mundo alcanza ya cerca de trescientos millones de personas.

Lo que en estricto sentido es, en principio, un asunto de garantía y obligatoriedad en el cumplimiento de derechos, queda, sin mayor fundamentación, al arbitrio de quienes ocupan transitoriamente posiciones de gobierno. 

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, para ir a la fuente de esta argumentación, obliga a los Estados a hacer sujeto de los mismos a cualquier ciudadano ”…sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”; señala además que ”…no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”[ii].  Los resaltados son propios.

Si se lee bien, queda claro que incluye la atención inexcusable en cualquier territorio a aquel que por alguna razón se haya visto obligado a abandonar su país de origen, sin que sea posible alegar en su contra estatus o condición de regularidad, u otra por el estilo. Si hiciera falta, podemos recordar las características de universalidad, inviolabilidad, imprescriptibilidad, entre otras, inherentes a los Derechos Humanos, y el deber de los Estados de protegerlos, promoverlos y garantizarlos.

Pero habría que decir que es un asunto para considerar incluso más allá del ámbito estrictamente jurídico, si aceptamos que frente al sufrimiento humano se impone ante todo un imperativo ético para todos los Estados y sociedades, que es finalmente lo que debería guiar las decisiones políticas y cualquiera de las acciones humanas.

Tal vez ningún hecho tan contemporáneo haya puesto en cuestión el concepto, ya de por sí obsoleto, de Estado Nación y de paso el concepto mismo de su soberanía, que asigna todavía mayor vigencia a la característica de universalidad de los derechos y a la imposibilidad de los Estados de argumentar razones relacionadas con sus políticas domésticas o sus marcas de frontera para sustraerse de su cumplimiento.      

La migración es el resultado de la configuración de una nueva geografía humana hecha al tenor de las crisis económicas, de la movilidad generada por las transformaciones en el mercado de trabajo, las diferencias salariales, los efectos del cambio climático, las crisis alimentarias, las guerras regionales y las crisis o conflictos políticos internos; es producto también de los juegos de poder en que está inmersa la geopolítica mundial, todo a su vez enmarcado en las secuelas de la globalización y las políticas que han orientado el desarrollo.

No es entonces una nueva figura del paisaje, por el contrario, es parte de las dinámicas del orden mundial en el que va tomando forma un proceso de hibridación de culturas, razas, nacionalidades, etc., que configura hoy un mapa de países, sociedades y ciudadanías de primera, segunda y tercera categoría, en donde se condensan los factores que llevan a que se abandonen sus lugares de origen por parte de quienes huyen en búsqueda una mejor oportunidad para sus vidas.

Un escenario caótico y cuyos sufrimientos se agravan hoy con la crisis sanitaria causada por la pandemia del coronavirus, que deja ya cerca de 80´000.000 de personas contagiadas y alrededor 1´800.000 fallecidas en el mundo.    

Se equivoca y muestra un discurso de doble moral el señor Duque; hacer frente a la migración y atender a quienes sufren sus consecuencias es un asunto en el que todos los Estados deben tomar parte.

El argumento de no generar un posible “efecto llamado” con el que quiere justificar su decisión de negarle la vacuna a los migrante venezolanos en situación irregular carece de razones éticas y jurídicas. La crisis venezolana es parte de un conflicto con serios efectos para el conjunto de los países de la región, en el que Colombia, en una u otra dirección, ha estado muy comprometido, pues así como ha sido el más acucioso para liderar el bloque de países que se oponen al régimen de Nicolás Maduro, es también el que mayor cantidad de población proveniente de ese país alberga. 

Entonces, no se puede, por un lado, estar atizando el fuego de la crisis y las fuentes de la discordia, mientras que, por otro, se niega la atención a una población a la que no se puede hacer responsable de la indolencia, la arrogancia, la tozudez y los malos oficios de sus gobernantes. Estamos en mal momento para promover desde Colombia una especie de apatridia, de construcción de muros en lugar de puentes[iii], como de alguna forma se está haciendo con la decisión de su gobierno.

Antes que seguir exaltando odios, promoviendo directa o indirectamente actitudes xenofóbicas o nuevas formas de apartheid, se requiere contribuir a fraternizar las relaciones entre dos pueblos que históricamente han construido y compartido sus vidas, donde hay familias en cuya sangre y cuerpos no aparecen trazos que real o imaginariamente les demarquen fronteras: padres y madres colombianas, hijos e hijas venezolanas, que allá y acá echaron raíces intentando asegurar sus vidas.

Los tiempos no dan para promover el desconocimiento del otro y negar el paso a la posibilidad de construir un nosotros no excluyente que, más allá de ciudadanías o nacionalidades, nos integre como comunidad humana. La población migrante es una más de las tantas identidades que hoy hay que reconocer como parte de ese flujo de nuevas expresiones que ocupan un lugar en el escenario de una ciudadanía mundial y que se allega más allá de fronteras, razas, etnias,  géneros, etc. 

Si alguien requiere atención, son precisamente quienes no han podido regularizar su situación y que provienen de un gobierno que los dejó a la intemperie;  los que se vieron obligados a ingresar por pasos ilegales, en donde seguramente fueron sometidos a delitos y vejámenes, incluso por parte de agentes del Estado de los dos países; los que se ven obligados a trabajar en condiciones de mayor explotación y están más expuestos a delitos como la trata, la explotación o el abuso sexual, como ocurre principalmente en el caso de las mujeres.

Algo deberá decirnos y llevarnos a reflexionar si sabemos que el 55% de los migrantes con asiento en Colombia están en  condición irregular y, más aun, que frente a la pandemia no se puede dejar a nadie al descuido porque las consecuencias de una actuación negligente y equivocada podrían ser peores.

Cúcuta, principal ciudad de ingreso de migración venezolana en Colombia, alcanza hoy la mayor tasa de contagios y de letalidad del virus, está al tope en el nivel de ocupación de Unidades de Cuidados Intensivos y su sistema de salud está prácticamente colapsado.   

Recordémosle finalmente al señor Duque que, de acuerdo también con el Artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas,toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que sus derechos y libertades se hagan plenamente efectivos”, y que toda persona quiere decir también la población migrante.  

 

*Economista-Magister en Estudios políticos     

 



[i] Louidor, W. (2017), Introducción a los estudios migratorios: Migración y Derechos Humanos en la era de la globalización. Bogotá, Editorial  Pontifica Universidad Javeriana

[ii] Artículo 2, Declaración Universal de los Derechos Humanos, disponible en: https://www.defensoria.gov.co/public/pdf/DUDDHH2017.pdf, recuperado: 26 de diciembre de 2020.

[iii] Bauman, Z. (2016), Extraños llamando a la puerta. Barcelona, España. Editorial Paidós 

 

lunes, 24 de agosto de 2020

Masacres que vuelven y duelen



*Orlando Ortiz Medina

Colombia hiede a muerte, entre masacres y covid-19 se nos está yendo la vida. La tarea de cada mañana es revisar el conteo de muertos, cuántos por contagio y cuántos por la “nueva masacre que sacude al país”, como acostumbran a titular los medios.

En menos de una semana fueron tres en el departamento de Nariño, una en Cali, otra en Cauca y una más en Arauca, con alrededor de 30 personas asesinadas.  Cerrando esta nota, llega una nueva en Antioquia. Van treinta y cuatro masacres en lo que va corrido del año en distintas regiones de Colombia; 36 se habían cometido en 2019, la cifra más alta desde 2014, cuando estaba en curso el proceso de negociación del acuerdo de paz con las FARC, que este gobierno decidió tirar por la borda. 

De ninguna hasta ahora se conocen los responsables. Fueron los “presuntos”: presuntos miembros de bandas delincuenciales, presuntas disidencias, presuntos paramilitares, presuntos narcotraficantes con presunta participación de las fuerzas del Estado; tal y como presuntamente habrá una autoridad que se encargue de esclarecer los hechos y presuntamente nos quedemos esperando a que haya justicia. Mientras tanto, Colombia se convierte en un país que presuntamente exista para las próximas generaciones.

Son distintos los factores que confluyen y ponen en juego la estabilidad de la sociedad colombiana en sus múltiples niveles y escenarios.

En primer lugar, la ausencia de una figura respetable de autoridad. En un momento tan crítico como el que estamos viviendo, con la crisis del covid-19 atravesada en su gestión, el presidente Duque ha sido incapaz de personificar un liderazgo que convoque a la nación en torno a sus problemas más apremiantes.

Durante su gobierno, en Colombia ha iniciado un nuevo ciclo de violencia; volvimos a las épocas de barbarie, cuando los señores de la guerra tomaron por su cuenta el ejercicio de la autoridad en casi la totalidad de los territorios. Algo se había avanzado con el acuerdo de paz, pero la idea de hacerlo trizas con que voceros de su partido amenazaron desde los tiempos de la campaña presidencial, hoy es un hecho en prácticamente toda la geografía nacional.

No hay nada que pueda exhibir o reconocérsele por su gestión, avanzados ya dos años de su periodo de gobierno. Su desconexión con la realidad es total, su bagaje y conocimientos en asuntos de Estado son primarios y su credibilidad no va más allá de la que, incluso con reservas, le ofrecen algunos miembros de su partido o de sus seguidores en la opinión, que responde antes que nada al respaldo fanático que existe sobre su mentor, el expresidente Álvaro Uribe, quien también ha sido el principal encargado de invisibilizarlo y restarle protagonismo.

En segundo lugar, tenemos una institucionalidad desvertebrada, disfuncional, que no genera ni los vínculos ni las mediaciones necesarias para el trámite formal de las demandas de los diferentes sectores sociales; una institucionalidad permeada por la corrupción y con casi todos los órganos de control cooptados por los amigos del Presidente y su partido, que pone en entre dicho el equilibrio de poderes que corresponde a cualquier sistema democrático.

En tercer lugar, seguimos siendo un país renuente a que haya nuevos espacios y formas de participación y representación política, que teme a que se profundice la democracia y a que la ciudadanía o nuevos sectores políticos tomen parte en los asuntos de interés público. Se insiste en preservar un régimen que se cuida de ver menoscabado el poder de quienes históricamente han mantenido su hegemonía.

En estos tres factores se encuentra, en parte, la explicación de las actuales manifestaciones de violencia que se encargan de llenar el vacío de autoridad, crean una institucionalidad paralela que impone las reglas de los grupos armados y delincuenciales, y reafirman el dominio de los que se oponen a cualquier iniciativa que tenga origen en las organizaciones sociales o en sectores políticos que no comulguen con el establecimiento. El asesinato de líderes sociales y de excombatientes de las FARC, así como la criminalización de la protesta ciudadana, son algunas de esas manifestaciones.

Se establecen así formas de control político y social y sistemas de sanción en los territorios: disciplinamiento, destierro, despojo de bienes, silenciamiento, vinculación forzada a estructuras criminales, restricciones a la movilización, toques de queda o pena de muerte, cuando alguna de ellas no es acatada. En el desacato de cualquiera de estas normas podría explicarse algunas de las masacres ocurridas recientemente, en tanto que el uso de la violencia se inscribe también como un símbolo de amedrentamiento que busca neutralizar cualquier asomo de inconformidad.

Es la quiebra de la legalidad y del Estado de derecho como forma de articulación y cohesión social; la misma que ha dado lugar a un proceso de hibridación entre las mafias y el poder económico y político que se vislumbra a nivel nacional y de las regiones; allí está el origen de quienes financian las campañas electorales, controlan los presupuestos públicos, las economías, lícitas o ilícitas; etc.; todo alrededor de lo cual se estructura el ejercicio del poder.

En ese marco le quedan dos años de gobierno al presidente Duque, dos años largos e inciertos que seguirán siendo un calvario para el país; con una violencia exacerbada, con su líder tratando de evadir la justicia, con las secuelas ya nefastas que deja el coronavirus, con unas relaciones internacionales en declive y pendiente de que, amanecerá y veremos, lo llamen para aclarar los asuntos relacionados con la financiación de su campaña.

Ya sabremos si tiene escondido algo de sabiduría y aprovechará el tiempo que le resta para hacer valer la dignidad de su cargo. Le vendría bien un impulso de autonomía para que decida si, en esta segunda etapa de Gobierno, va a ser el Presidente de todos los colombianos o únicamente el vocero de la agenda revanchista y beligerante de quienes representan tan solo una parte de esa sociedad que quieren mantener bajo un régimen oprobioso de violencia e ilegalidad.

Le bastaría con tomar conciencia de que, a dos años de estar sentado en la silla presidencial, va superando el récord como el peor presidente que Colombia ha tenido en toda su historia, de lo que solo Andrés Pastrana podría estarle agradecido.

Rindamos, entretanto, homenaje a todos los hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes,  que han sido asesinados. Hagamos votos para que al país no lo enlute una nueva masacre y, es un llamado, no dejemos de lado nuestra capacidad de reaccionar e indignarnos -que a veces pareciera no existir-, mientras salimos del estado de orfandad y de intemperie en que nos encontramos y recuperamos también la desdibujada figura de Presidente de la República.

*Economista-Magister en Estudios Políticos


martes, 28 de abril de 2020

Covid 19, el orden en cuestión



Covid 19, el orden en cuestión


Orlando Ortiz Medina*


Si las consecuencias de la pandemia no son un llamado a la refundación del pensamiento, la antesala de una transformación cultural y el ingreso a un nuevo umbral de la civilización, tanto más pesarán sobre la historia y la conciencia humana las miles de vida sacrificadas en los diferentes países del mundo. 

Y es que, si bien el virus tiene por sí mismo su cuota de responsabilidad, no menos la tiene el escenario en el que emprende su propagación, que facilita su velocidad de crecimiento y la letalidad de sus efectos. El virus saca a flote las dolencias de una humanidad ya enferma por la manera como se ha organizado, gestionado y controlado el pensamiento y la forma de vida de los ciudadanos. Así que el componente sanitario es solo uno de los factores que vienen a sumarse a otro tipo de pandemias, no menos letales y ya enquistadas en el discurrir de las sociedades. 

Empecemos por decir que en medio de unas instituciones profundamente debilitadas, inconexas  y en cabeza de  mandatarios en cuyas prioridades no está el respeto y el valor de la vida, más lentas son las respuestas y más amplio y cómodo el cauce por donde fluye el saldo doloroso que ya hemos venido presenciando. Nunca antes la política y la posibilidad de la vida se habían visto tan entrelazadas como ahora que, antes que del cuerpo médico o científico, dependemos de las decisiones de gobernantes desprovistos de cualquier criterio o contenido ético, y que se arrogan la autoridad de decidir, invocando el “interés nacional”, a quiénes corresponde salvar o sacrificar primero. 

A lo anterior, sumemos las marcadas condiciones de desigualdad e inequidad social que hacen más vulnerables a ciertos sectores sociales, los excluidos de siempre, las miles de familias que aún no tienen un sistema básico de higiene o de acceso agua potable, los desempleados, los trabajadores informales, los que viven del rebusque o todos a los que por su situación de pobreza no tienen otra opción que dejar a la suerte que los mate la pandemia o encerrarse a morir de hambre.  

La conservación de la vida se convirtió en un privilegio e hizo inevitable recurrir, como en la tesis darwiniana, a la selección de las especies. Tal cual se ha visto reflejado en la precariedad del sistema de salud pública, cuyo colapso en algunos países llevó a que el personal médico tuviera que jugar entre sus pacientes el turno para la morgue ante la insuficiencia de camas o unidades de cuidados intensivos. Se crean así y se legitiman una serie de categorías arbitrarias que no hacen más que confirmar otro hito de discriminación sobre aquellos a quienes consideran viejos o enfermos y que se extiende incluso a grupos poblacionales como los migrantes, los pobres y los negros. Qué horror. 

Es allí donde, sin saber todavía para dónde nos conducimos, asistimos al quiebre histórico de un modelo de civilización que hizo del individualismo, la segregación, la depredación de la naturaleza, el consumismo exacerbado y el desprecio por la vida la divisa principal de su cultura. 

Quienes pensaban que éramos parte de una realidad totalmente aprehensible y controlable, que teníamos asegurada no solo la existencia sino la mejor de las formas de existencia, se han quedado sin fundamento. Hoy somos como especie mucho menos de lo que nos creíamos, la humanidad está en ciernes, encerrada, temerosa, dispuesta incluso a aceptar el recorte de sus libertades y a vivir bajo el control de un Estado que aprovechará para fortalecer sus mecanismos de represión y control disciplinario, que tan necesarios le van a ser ante el rebrote de la movilización social, que sin duda será otra consecuencia inevitable de la pandemia, si es que a ella sobrevivimos.

Al empuje de un virus, nos llegó la hora de poner en cuestión el orden de cosas existente, de deconstruir y resignificar los valores, sentidos, estilos y prácticas de vida que hemos llevado en ese estado de confort en el que nos encontrábamos y que hoy nos muestra frágiles para dar respuesta a una crisis que pone en vilo a la humanidad entera.

Estamos obligados a reelaborar el discurso de verdad que hasta ahora ha hegemonizado el devenir de la historia, es imprescindible que nos apropiemos de un nuevo conjunto de comprensiones en el que se asuma que la posibilidad de preservación de la vida -no solo humana sino de todas las especies del planeta- es parte de la tarea inaplazable de una profunda refundación ética que admita que situaciones como la pobreza, la inequidad y la falta, en este caso, de un sistema universal de salud pública no deberían existir porque no hay nada material, moral, ni políticamente que las justifique; que si existen es porque son resultado de las creaciones, las decisiones y de las indolencias y las mezquindades humanas.

Así, entonces, tendrá que ponérsele otra cara al desarrollo; hay que sacarle el acelerador a la desbocada carrera de depredación y uso abusivo de los recursos naturales; superar el dogma de que desarrollo es economía y que economía es crecimiento ilimitado y producción superflua de bienes materiales; asumir que el progreso tecnológico no necesariamente resuelve los problemas y atiende las necesidades humanas, sino que a veces, por el contrario, es origen de nuevas calamidades como los devastadores efectos producidos sobre el cambio climático. 

Se requiere además de una economía armonizada con un Estado al que se reasigne un rol activo y no el de pasivo espectador en que lo dejo convertido el discurso neoliberal en las últimas cuatro décadas. Un Estado que recupere su primacía frente al discurso dominante del mercado, a cuyas lógicas terminaron subordinadas todas las políticas y programas de gobierno y en general las decisiones y posibilidades de realización de la vida.

Nada falta ya para demostrar que el mercado definitivamente no es un mecanismo democrático para el ordenamiento de las sociedades; por el contrario, es una fuente permanente de desequilibrios que ha dejado en el desamparo a un amplio número sectores sociales. Si la salud, la educación, la vivienda... que fueron conquistas de los trabajadores, se van a seguir viendo como mercancías al alcance solo de quienes dispongan de recursos para comprarlas, el saldo en pobreza y desigualdades va a seguir aumentando, y con ello los niveles de convulsión social y exposición al riesgo de miles de personas excluidas, frente a contingencias tan dolorosas como la que hoy nos tiene haciendo este tipo de reflexiones. 

Si fuera verdad que después de esta crisis diéramos paso a una transformación cultural y a una  nueva de civilización, podríamos decir que hemos honrado las miles de vidas que se han sacrificado. Que la sentencia letal del virus sea un llamado a que los gobernantes pongan los pies sobre  la tierra, porque  si no cambiamos, la naturaleza tarde o temprano nos volverá a pasar  factura, pero ya será demasiado tarde. 


*Economista-Magister en Estudios Políticos

jueves, 19 de marzo de 2020

Estado de Emergencia


Orlando Ortiz Medina*


En un sistema democrático, los estados de excepción (llámese en este caso estado de emergencia) siempre serán polémicos, aún ahora en el que parece plenamente justificado por la grave situación que atraviesa el país, debido a la pandemia del coronavirus. El estado de emergencia faculta al Presidente para tomar medidas extraordinarias, sin que tenga que consultar con los otros órganos del poder; una especie de presidencialismo o dictadura legalmente autorizada, que suele derivar en abusos cuando lleva al desconocimiento de normas elementales de la democracia o a afectar el ejercicio de los derechos.

Es lo que ha ocurrido con el Decreto 0418 del 3 de marzo de 2020, con el que el presidente Iván Duque desconoce el ejercicio de gobierno y la autonomía de los gobernantes locales, así como de quienes los eligieron con sus votos. Fue claramente un hábil artificio de su parte para zanjar sus diferencias con las medidas anunciadas por algunos alcaldes y gobernadores, que no están más que dejando ver su inconformidad con la falta de rigor y la poca confianza que genera la actuación del gobierno nacional. Es decir, aunque con el ropaje legal que le permite el estado de emergencia, se trató evidentemente de una salida autoritaria, frente a la que no solo algunos alcaldes y gobernadores sino las propias comunidades de los municipios interesados, han manifestado su rechazo.

Aunque sean en efecto decisiones polémicas, el toque de queda, la intención de cerrar el ingreso a algunos departamentos y el simulacro de aislamiento durante el fin de semana al que llama la Alcaldesa de Bogotá responden a una legítima preocupación de quienes saben lo que significaría un contagio masivo de sus ciudadanos. Ellos, más que nadie, son conscientes de que no tendrían la capacidad de respuesta para salirle al paso a una posible exacerbación de la crisis, pues ninguno de nuestros municipios y ciudades cuentan con la infraestructura hospitalaria requerida, no hay camas ni Unidades de Cuidados Intensivos suficientes, no hay el personal médico requerido, ni siquiera los que están cuentan con los aditamentos, materiales o insumos que necesitan para poder llevar a cabo sus actividades científicas y profesionales.

A lo anterior, habría que sumar las precarias condiciones de comunidades que, entre muchas otras falencias, no cuentan si quiera con el servicio de agua potable para lavarse las manos, que es lo mínimo y en lo que más se insiste en las campañas de prevención. Tampoco hay alcantarillado, sistemas de saneamiento básico y de disposición final de residuos, etc., lo que agravaría aún más los efectos de la pandemia letal y gratuitamente cedida por nuestros visitantes extranjeros, o por colombianos provenientes del exterior, gracias a que tampoco fue debidamente controlado su ingreso por los aeropuertos del país, especialmente en la ciudad de Bogotá. Es patente la escasez de productos básicos como alcohol, gel desinfectante, tapabocas y guantes, suponiendo, además, que todas las personas dispusieran de los recursos para acceder a ellos. Sabemos que no es así. 

Es claro y entendible que en esta situación de angustia, desespero y estrés colectivo nadie esté dispuesto a poner los muertos y no van a ser los mandatarios locales los que asuman en ese aspecto cuotas de responsabilidad frente a sus ciudadanos, que son a quienes primero social y constitucionalmente se deben.

Desde las alejadas oficinas del Palacio de Nariño, al Presidente y sus Ministros no parece alcanzarles ni la vista ni la vara para medir las consecuencias que tendría una rápida y prolongada expansión del virus. ¿Quién más entonces que los gobernantes locales para tomar las decisiones y las medidas de prevención que consideren pertinentes, frente a una situación de calamidad tan grande como a la que se podrían estar enfrentando? La experiencia internacional ha sido elocuente, el aislamiento es la medida más efectiva y tal vez la única posible; no hay que darle largas, Italia y España se relajaron y demoraron en darle curso, pero al final tuvieron que acogerla, sólo que después de miles de contagiados y muchos muertos ya inscritos en su actas de defunción.  

No hay que desconocer, incluso independiente de la pandemia, que existe una distancia entre el grado de reconocimiento y legitimidad que tienen los gobernantes locales por parte de la ciudadanía y el que tiene el gobierno nacional, agravado por la situación de un Presidente que vive su propio viacrucis en medio de denuncias de corrupción, compra de votos para su elección y, en general, un muy bajo nivel de aceptación por su deslucido ejercicio de gobierno.

Hoy más que nunca, el Presidente tiene la oportunidad de mostrar que no está gobernando sólo para ciertos sectores, como desde el comienzo de su mandato se le ha señalado, en especial por su estrecha cercanía con los gremios económicos. Tiene por ello que despejar el manto de dudas que suscita con el decreto de emergencia, en el que parece advertirse una nueva cesión a sus intereses, cuando algunos de ellos han señalado como disparatadas las medidas tomadas por los gobernantes locales.

Es cierto que nos debe preocupar el deterioro de la situación económica, que al final nos terminará afectando a todos, pero debe entenderse que, por encima de quienes ven  en ella sus principales preocupaciones, primero está la salud y la vida de las personas. El reclamo de muchos sectores para que se cierre el aeropuerto de Bogotá, por donde ha entrado orondo el coronavirus, está inscrito dentro de esa polémica. Ojalá sepa administrar lo poco que le queda de legitimidad y reconocimiento entre la ciudadanía; que se le encienda el bombillo y encuentre luces para administrar de manera inteligente la crisis que en mala hora le sobrevino a su ya de por sí enmarañada agenda.

Finalmente, y saliéndonos un poco de estas reflexiones tan directas, es necesario ir más allá y pensar que, en medio del caos y la incertidumbre, nos van a quedar muchas tareas por hacer, que van a poner a prueba nuestra capacidad de reinventarnos. Porque la vida después de la pandemia ya no será igual.

Habrá consecuencias letales, ya las estamos viendo, pero igualmente muchos aprendizajes, pues vendrán serias mutaciones, entraremos en un nuevo umbral del desarrollo y seguramente de transformaciones culturales. Tal vez nos quedemos con nuevas maneras de saludar, las urgencias posiblemente ya no serán las que antes creíamos, habremos aprendido que la dimensión del tiempo es otra, que la vida es lo primero y que todo en ella puede ser leve; que el largo plazo es una ilusión; que raza, color, religión, estatus social, género, no cuentan; nunca debieron haber contado a la hora de enfrentar los males de los que podemos ser víctimas. Tal vez ahora diferenciemos menos el espacio de la casa y del trabajo; entenderemos de manera diferente eso de las nacionalidades, ahora que somos una sola nación enferma; aprenderemos a utilizar más responsablemente las redes y sabremos que, más allá de bienes, orgullos y vanidades, todos somos igualmente vulnerables.

Un poco de angustia o miedo seguro que en estos días nos habrá afectado; nos habremos acercado más y manifestado mayor preocupación por nuestros familiares, amigos y personas cercanas; tal vez nos habremos arrepentido y vuelto sobre aquellos a quienes hemos hecho daño. Estamos renovando el valor de la solidaridad y de los afectos y somos más convencidos de lo imprescindible que es unir esfuerzos para responder a esta y otras crisis sobrevinientes.

Es lo único que nos queda después de que una simple sopa de murciélago servida en un plato chino nos hizo caer en la cuenta de que la solidez de la civilización, la fuerza del progreso, la entereza que teníamos sobre la bondad  de los logros científicos y tecnológicos no son más que una vana ilusión; sabemos que la humanidad pende de un hilo en un momento en el que, como decía Shakespeare, el tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que temen, muy largo para los que sufren, muy corto para los que gozan… pero, continúa Shakespeare, porque tambien para quienes aman, el tiempo es eternidad.

*Economista-Magister en Estudios Políticos.