Orlando Ortiz Medina*
Muy cuestionable el balance del año 2017 y mucha la
incertidumbre sobre lo que nos espera en materia política para el 2018, año de
debate electoral para el Congreso y la presidencia de la República.
Distintos hechos empañaron el primer año de implementación de
los acuerdos logrados en La Habana y dejaron en evidencia que, más allá de la
confrontación armada, había otro tipo de falencias tanto o más urgentes de
resolver y que son muchos y muy fuertes los factores de resistencia que todavía
hay que vencer para dejar atrás ese modelo de sociedad todavía sostenido en
formas patrimoniales, caudillistas y excluyentes de acceder o mantenerse en el
ejercicio del poder.
Quedó claro que en el Congreso sigue dominando una mayoría anclada
en el conservadurismo, que insiste en mantener una institucionalidad hace rato
caduca y lejos de estar a la medida de ese nuevo amanecer de país en el que
anhelamos despertar. Más que el ideario de esa nueva nación que a mediano y
largo plazo esperamos ser en la sociedad del posacuerdo, primaron los intereses
inmediatos de quienes en las próximas elecciones aspiran a seguir ocupando un
espacio de representación y a la que nada le dice el sumidero de descomposición
por el que hoy se conduce el llamado recinto de la democracia.
Quienes se opusieron a
que se aprobaran la reformas no asumen que la sola finalización de la
confrontación armada no resuelve por sí sola las causas que le dieron origen, y
que no modificar las condiciones que hicieron del sistema democrático una mera
formalidad es dejar abierta la posibilidad que se editen, de hecho ya se está
viendo, nuevas formas de violencia, fundadas en el reafincamiento de quienes
aspiran a mantener el control de sus feudos políticos, el usufructo de las
rentas legales o ilegales en los territorios y la captura del aparato
institucional del Estado, como hasta ahora ha venido ocurriendo.
Se hizo caso omiso de
que, en paralelo con el proceso de finalización del conflicto con las organizaciones
insurgentes, sobre el que también ya se avanza con el ELN, el país necesita fortalecer
su democracia habilitando las condiciones para que grupos minoritarios y nuevas
fuerzas políticas accedan al debate público; de igual manera, sistemas más
abiertos y pluralistas de participación en la contiendas electorales, mecanismos
más equitativos y transparentes de financiación de las campañas y un órgano de
control electoral asegure independencia e imparcialidad frente a todos los
sectores políticos a los que deben su funcionamiento; no hay que olvidar que en
la precariedad de las formas de representación e integración al tejido de la
democracia se explica en parte el origen y desarrollo del conflicto armado en
Colombia.
Ese era justamente el
propósito del proyecto de reforma política presentado al Congreso de la
República, que al final y como el personaje de Franz Kafka terminó convertido
en un horrible insecto, sin forma ni pies ni cabeza; tal así que perdió sentido
incluso para el propio gobierno que lo había presentado. Nadie al final daba un
peso por el bodrio a que fue reducida la propuesta de articulado, recocinada para
ser servida en bandeja y satisfacer la gula de los eternos comensales del
Congreso de la República.
El hundimiento del
proyecto anegó, entre otras, las posibilidades de que por lo menos se empezara
a promover, tanto desde los viejos como de los nuevos partidos y otras formas
de representación, la apropiación de la democracia como forma y contenido de
una nueva narrativa de la vida y la actividad política.
En esa línea se explica
también lo ocurrido con las Circunscripciones Especiales de Paz, aún hoy en el
limbo jurídico, que pretenden dar representación a las víctimas de regiones que
debido al conflicto no saben todavía lo que es formar parte de un Estado y
menos aún de lo que significa haber ejercido sus derechos políticos. Acudir a
argumentos maniqueos como que éstas fueron concebidas para beneficiar al nuevo
partido político FARC, es desconocer que se trata de un espacio de apertura al
país de las lejanías, que avanzado el siglo XXI está hasta ahora en las
primeras de cambio para ser integrado a la institucionalidad y al espectro
político nacional. Lamentable que la participación de las víctimas, que en sana
lógica es parte de su derecho a la verdad, la justicia, la reparación y las
garantía de no repetición, siga hasta ahora perdida en los intríngulis
interpretativos y las leguleyadas de los presidentes de Cámara y Senado.
Entre tanto, mientras un Congreso en contravía decide la
suerte de una nación anhelosa de cambio, cerca de 100 líderes sociales fueron
asesinados durante el curso del año. Frente a ello, ese mismo ente y el propio gobierno
no solo se mostraron indolentes, sino que se han negado a reconocer que se
trata de hechos que responden a un propósito deliberado y sistemático,
originado en la resistencia de sectores que buscan impedir que se emprenda la
transformación de las situaciones en cuya base han estado los factores en que
se ha sostenido el conflicto, es decir, la elevada concentración de la propiedad
de la tierra, un modelo de explotación de los recursos que sirve en lo
fundamental a los intereses de ciertos grupos económicos, y la corrupción fundada
en el deseo de permanencia en el poder de algunas élites locales y regionales
que actúan en connivencia con mafias instaladas en el modo de funcionamiento de
la institucionalidad pública y privada.
Quienes están siendo asesinados son la representación de esa parte
del país que en la sociedad del posacuerdo clama todavía por tener espacio
propio, porque se garantice la seguridad, se proteja la vida y se deje para su
disfrute la riqueza de sus territorios, además de que se cuente por fin con la
presencia de un Estado que cumpla con sus
deberes y obligaciones de promoción, protección y realización de sus derechos,
que hasta ahora no han tenido la oportunidad de conocer.
Para ensombrecer un
poco más el escenario en el que toma curso la implementación de los acuerdos, la
aprobación de la Justicia Especial para la Paz –JEP-, su columna vertebral,
pasó raspando y con modificaciones cuestionables tanto en el Congreso como en la
revisiones de que ha sido objeto por parte de la Corte Constitucional.
El Congreso introdujo una
limitante, prácticamente un veto, para quienes en los últimos cinco años,
directamente o a través de terceros, hubieran gestionado o representado
intereses en contra del Estado en materia de reclamaciones por violaciones a
los Derechos Humanos, al Derecho Internacional Humanitario, al Derecho Penal
Internacional o, en general, en hechos relacionados con el conflicto armado;
asimismo, para quien pertenezca o haya pertenecido a organizaciones o entidades
que hubieren ejercido tal representación. Es una posición que, además de
inconstitucional, refleja el estigma que pesa sobre los defensores de derechos
humanos, el temor de algunos agentes del Estado y de terceros que están
implicados en la comisión de delitos y el sesgo ideológico que se quiere poner
sobre el tribunal que se encargará de juzgarlos.
La Corte Constitucional,
por su parte, abrió el camino para que civiles implicados en el conflicto, por
ejemplo como financiadores de los grupos armados, o agentes del Estado
distintos a los miembros de la fuerza pública dejen a su discrecionalidad si
comparecen o no ante la JEP o deciden acogerse a los sistemas ordinarios de
juzgamiento. Mal presagio frente a una justicia que hasta ahora se ha
caracterizado por su inoperancia, y porque desconoce el objetivo que se busca
con el modelo de justicia transicional, cual es el de que todos los actores
comprometidos asuman su cuota de responsabilidad, como una forma también de
despejar el camino que nos ayude a sanar las heridas, que sí que van ser duras de
cicatrizar.
Resta esperar lo que ocurra en las próximas elecciones de
Congreso y Presidente de la República, en una campaña que vuelve sobre la
polarización que se ha vivido en los últimos debates electorales en torno a una
salida negociada o la confrontación militar con las organizaciones guerrilleras,
que ahora se relaciona con el futuro que les espera a los acuerdos. Es decir,
si a uno y otro llegarán quienes están dispuestos a continuar con su implementación
o, por el contrario, quienes buscarán desconocerlos y van a reversar lo poco
que hasta ahora se ha logrado avanzar.
La consolidación de la paz o la continuidad de la guerra,
convertidos ahora más que nada en factores de manipulación del electorado,
vuelven a ser entonces decisorios, especialmente para saber quién llegue a
ocupar la silla presidencial. Las volteretas en el Congreso de algunos partidos
que formaron parte del gobierno de la Unidad Nacional, particularmente el del
exvicepresidente y hoy candidato de Cambio Radical, Germán Vargas Lleras, son
la evidencia de cómo los viejos zorros de la política saben disponer las cargas
para que mejor anden sus mulas. No importa el qué dirán. A lo mejor nadie dice
nada.
Pero es también una manera de poner un velo sobre uno de los
hechos que más debería llamar la atención a los ciudadanos a la hora de elegir,
como es el de la corrupción, que tanto eco ha tenido en estos últimos años y en
los que están implicados buena parte de los representantes de los partidos
cuyos líderes aspiran a la presidencia o a ser elegidos o reelegidos al Senado
o la Cámara de Representantes.
De manera que si los electores no reaccionan tendremos
nuevamente en el Congreso a personajes como el heredero de Kiko Gómez en La
Guajira, los Ñoños, los Musa Besaile, los Zuccardi, los Char, los Gnecco, los
Aguilar, etc., corruptos o parapolíticos de diferente cuño partidista, para
nombrar solo a algunos de los que quedaron incluidos en las listas de Cambio
Radical, el partido de La U, Opción ciudadana o Centro Democrático, que no son
más que los nuevos odres a los que han ido a parar los antiguos militantes de
los partidos Liberal o Conservador, también contaminados y de los que por ahora
no va quedando sino el nombre.
Pero también hay que entender el reflejo de una polarización
en la que se sintetizan dos modelos o visiones de país: por un lado, la de un sector
retardatario que quiere que el estado de cosas se mantenga, en el que se
inscriben los sectores de derecha y extrema derecha y, por otro, la de los sectores
de izquierda o progresistas, dispuestos a dejar que se produzcan las
transformaciones para que, en todas sus manifestaciones, la democracia y la paz
sean el hecho fundante de una nueva versión de país y sociedad.
El
hecho novedoso será la participación de la FARC en el debate electoral, que
independiente de cuáles sean sus resultados es de todas maneras una señal
positiva e inédita en la etapa más reciente de la historia de Colombia; les
calla la boca a quienes todavía descreen que son posibles soluciones distintas
a las que sólo buscan eternizar la guerra, reafirmando que su desmovilización
es un hecho y que está en firme su acogida a los acuerdos y su disposición a
seguir en la lucha política, esta vez por la vías legales y constitucionales.
Esperemos a ver si los electores castigan a quienes pese a sus
antecedentes en hechos de corrupción, su doble moral y su negativa a dejar que
el país avance en la creación de condiciones más dignas para todos los
colombianos, esperan seguir gozado de las mieles del poder. Ojalá esta vez le den
la oportunidad a fuerzas renovadas, que lleven al país al umbral civilizatorio
que corresponde, avanzadas ya casi dos décadas del siglo XXI.
*Economista-Magister en Estudios
Políticos