Orlando Ortiz Medina*
Lo que acaba de ocurrir en el reciente debate
electoral al Congreso de la República no es otra cosa que el reflejo del lento,
lentísimo, desarrollo de una cultura política en Colombia. Y es que no hay nada
que haga más evidente el atraso de las sociedades como la ausencia de una ética
de la convivencia y la vida colectiva -elemento fundante de la actividad
política-, que en este caso se refleja, entre muchas otras cosas, en el hecho
de que los ciudadanos, en su mayoría, se mantengan al margen de las decisiones esenciales
que afectan su vida.
Ahí toma forma y adquiere contenido la política;
cuando ideas, creencias, pertenencias étnicas, sociales, culturales,
partidistas, etc., se encuentran para dialogar, deliberar, disentir y llevar finalmente
a que uno (s) de los tantos intereses de ese escenario variopinto que se abstrae
como sociedad se sobreponga (n). Es la
manera como en los órganos de dirección y representación de las sociedades se
concretan y configuran los mapas y flujos de poder en sus distintos ámbitos.
Un Congreso elegido, cifras más cifras menos,
con alrededor de un escaso 30% del potencial de electores, teniendo en cuenta,
aparte de la abstención, el alto volumen de votos nulos y en blanco, pone en
cuestión la existencia de la democracia en una nación que, aún así, insiste en seguirse
proclamando como la más antigua de América Latina. Peor aún si dentro de ese 30%
se cuentan los votos tramitados a través de la compra venta de electores, el
ofrecimiento de dádivas y prebendas, la compra de funcionarios, los trueques con
cargo al erario y otras formas de presión y constreñimiento. Sería difícil
comprometerse con cifras, pero en estas últimas elecciones, el voto que podríamos
llamar decente, para denominarlo de alguna manera, no llega, a lo sumo, más
allá del 10 o 15% del total de los votos contabilizados como válidos.
Pero es lo propio de una sociedad que ha limitado
el desarrollo del pensamiento y llevado a la formación de un sujeto incapaz de
determinarse a sí mismo, muy poco vinculado con las ideas, ajeno al discernimiento
y la deliberación, y que fácilmente enajena su identidad, exhibida muchas veces
al mejor postor entre los mercaderes de conciencias y voluntades.
Es el ciudadano formado además en el
conservadurismo religioso, en el que prima un espíritu de subordinación y
sumisión, que aún ve y asume la política en el marco de las prácticas
ancestrales del cacicazgo y caudillismo, o que en la luctuosa historia de
Colombia no ha podido ver en ella más que a la violencia o la corrupción como
telón de fondo, como el soporte único de su naturaleza fundacional.
En fin, un sujeto sin vocación de poder, que ha
elevado a virtud al hecho de marginarse de la participación política y que
pareciera no diferenciar donde comienza ni termina la dignidad humana, ni qué
es aquello que permite considerar qué es éticamente correcto o políticamente
repudiable.
Es esa idea de la política y ese tipo de sujeto
lo que ha despejado y hecho fácil el camino para quienes siguen siendo los cómodos
regentes de las instituciones colombianas, en este caso el Congreso de la
República. Es lo que explica que se reelijan
sempiternamente los mismos con las mismas: herederos de castas familiares o
clanes regionales, cuando no de quienes han hecho de mafia, crimen y política
la combinación ideal para mantener sus feudos territoriales. Es esta la
realidad en la que se legitima un sistema y unas élites que han hegemonizado un
discurso y unas prácticas en las que, en la perversión de los formalismos de la
democracia, encontraron los hilos con los que se tejen las redes de la cohesión
social y se sostienen las estructuras de dominación, política, económica y
cultural.
Aparte de la elevada cifra de abstención, fue
claro el predominio de dos tendencias que a su vez dan lugar a dos franjas de
votantes: por un lado, el voto de opinión, representado en este caso en el
respaldo alcanzado por el Centro Democrático y por algunos sectores independientes
y de la izquierda y, por otro, aquel que sigue atado a las prácticas non sanctas
a las que ya se ha hecho referencia.
El triunfo del segundo es incuestionable y
queda representado en cerca de las dos terceras partes del Congreso, en cabeza
de los partidos Liberal, Conservador, Partido de la U y Cambio Radical,
principalmente. También, y de acuerdo
con las investigaciones que previamente había realizado la Fundación Paz y
Reconciliación, en los Congresistas que, a através de amigos o familiares,
llegan o se mantienen como herederos del paramilitarismo, que alcanzan, de
acuerdo con la investigación referida, 33 curules en el Senado y 36 en la
Cámara de Representantes.
Esto último significa que, aunque difuminados
en diferentes partidos, el paramilitarismo, legado lamentable de los ocho años
de gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, es hoy la fuerza más
representativa en el Senado de la República. Recordemos que el Partido de la U, que fue el que logró el mayor número
de curules, sólo alcanzó 21 escaños.
En cuanto al voto de opinión se refiere, son dos
tendencias muy dispares pero que reflejan la polarización a la que ha llegado
el país, sobre todo en los últimos diez años, luego del fracaso del proceso de
paz en el Caguán y de la salida con fuerza de la extrema derecha a la arena
política; representada en el Uribismo, hoy Centro Democrático; a la que hay que
reconocer como la mayor fuerza de opinión que actualmente existe en la sociedad
colombiana. Es la que consagra la expresión
caudillista, patriarcal y autoritaria que predomina en el imaginario del común
del ciudadano colombiano; la evocación mesiánica del país encomendado al
sagrado corazón y al conservadurismo católico; la que refleja la personalidad de
una ciudadanía a la que pareciera no alcanzarle todavía el juicio moral y el
criterio ético para juzgar a quienes elige como sus líderes y representantes.
La otra franja de opinión está en el voto orientado
hacia la izquierda o sectores independientes, con realmente muy poco arraigo y
representación, y que muestra el pobre avance que hasta ahora ha logrado en
Colombia.
Si bien hay que admitir que en Colombia la
izquierda no ha tenido un camino fácil en medio de esa situación que se viene describiendo,
pues ha sido objeto de persecución, muchos de sus líderes han sido asesinados y
no ha contado con suficientes garantías para el ejercicio de su actividad
política; hay que reconocer también que, en sí misma, ha sido inferior a la
hora de construir una propuesta que, como fuerza con opciones reales de poder,
logre la confluencia de las diferentes expresiones y sectores sociales que de
una u otra forma manifiestan su inconformismo con el estado de cosas y con el establecimiento
en su conjunto.
La izquierda se manifiesta todavía como una
fuerza política famélica, altamente permeada por el sectarismo y por actitudes
personalistas; que no ha sabido leer y aprovechar el cuarto de hora para convocar
en torno suyo el enorme descontento popular expresado en las múltiples
manifestaciones de protesta que en los últimos años han realizado los
campesinos, los estudiantes, los grupos étnicos, las mujeres, los usuarios y
trabajadores de la salud, las organizaciones de víctimas, los desplazados,
etc.; tampoco ese grueso caudal de abstencionistas y de quienes manifiestan su
desaliento en el voto en blanco, que a lo sumo están a la espera de ser llamados
a ser parte de esa propuesta contra hegemónica que se requiere para enfrentar
los poderes, las mafias y la corrupción instalada en las instituciones.
Con un Congreso de la República como el que
quedó conformado es poco lo que se puede esperar en cuanto a las
transformaciones que el país requiere; el aumento del poder de la extrema
derecha será una talanquera al proceso de negociación que se adelanta en La
Habana y tratará de obstruir la refrendación de los acuerdos a que allí se
llegue para avanzar hacia una paz estable y duradera para Colombia.
Muy poco pues para ser optimistas. La pequeña
franja en que quedaron representados los independientes y los partidos de
oposición al sistema, en los que obviamente no se cuenta al Centro Democrático,
sólo sirve para que se mantenga viva la esperanza de ese otro sector de la
sociedad que se resiste a creer que las cosas son inamovibles. Su fuerza,
tendrá que tenerlo claro, no está propiamente en los salones del Congreso sino
en los miles de ciudadanos que están dispuestos a movilizarse y en aquellos que
todavía deben ser convocados; pues sin su concurso será imposible impulsar y
producir los cambios.
*Economista- Magíster en
Estudios Políticos