Orlando Ortiz Medina*
El argumento de no generar un posible “efecto llamado”, con el que quiere justificar su decisión de negarle la vacuna a los migrantes venezolanos en situación irregular, carece de razones éticas y jurídicas
Foto de Xavier Donat |
Las
cargas ideológicas de ciertos sectores sociales y regímenes políticos, la ignorancia
que de los tratados o acuerdos internacionales tienen algunos gobernantes o la simple
negligencia para darles reconocimiento y asegurar su la aplicación, está dejando
en la intemperie y condenando a la exclusión a este grupo poblacional, el
migrante, que en el mundo alcanza ya cerca de trescientos millones de personas.
Lo
que en estricto sentido es, en principio, un asunto de garantía y
obligatoriedad en el cumplimiento de derechos, queda, sin mayor fundamentación,
al arbitrio de quienes ocupan transitoriamente posiciones de gobierno.
La Declaración
Universal de los Derechos Humanos, para ir a la fuente de esta argumentación, obliga
a los Estados a hacer sujeto de los mismos a cualquier ciudadano ”…sin distinción alguna de raza, color, sexo,
idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición
económica, nacimiento o cualquier
otra condición”; señala además que ”…no
se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o
territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”[ii]. Los resaltados son propios.
Si
se lee bien, queda claro que incluye la atención inexcusable en cualquier
territorio a aquel que por alguna razón se haya visto obligado a abandonar su
país de origen, sin que sea posible alegar en su contra estatus o condición de
regularidad, u otra por el estilo. Si hiciera falta, podemos recordar las
características de universalidad, inviolabilidad, imprescriptibilidad, entre
otras, inherentes a los Derechos Humanos, y el deber de los Estados de
protegerlos, promoverlos y garantizarlos.
Pero
habría que decir que es un asunto para considerar incluso más allá del ámbito estrictamente
jurídico, si aceptamos que frente al sufrimiento humano se impone ante todo un
imperativo ético para todos los Estados y sociedades, que es finalmente lo que
debería guiar las decisiones políticas y cualquiera de las acciones humanas.
Tal
vez ningún hecho tan contemporáneo haya puesto en cuestión el concepto, ya de
por sí obsoleto, de Estado Nación y de paso el concepto mismo de su soberanía, que
asigna todavía mayor vigencia a la característica de universalidad de los
derechos y a la imposibilidad de los Estados de argumentar razones relacionadas
con sus políticas domésticas o sus marcas de frontera para sustraerse de su cumplimiento.
La
migración es el resultado de la configuración de una nueva geografía humana
hecha al tenor de las crisis económicas, de la movilidad generada por las
transformaciones en el mercado de trabajo, las diferencias salariales, los
efectos del cambio climático, las crisis alimentarias, las guerras regionales y
las crisis o conflictos políticos internos; es producto también de los juegos
de poder en que está inmersa la geopolítica mundial, todo a su vez enmarcado en
las secuelas de la globalización y las políticas que han orientado el desarrollo.
No
es entonces una nueva figura del paisaje, por el contrario, es parte de las dinámicas
del orden mundial en el que va tomando forma un proceso de hibridación de
culturas, razas, nacionalidades, etc., que configura hoy un mapa de países,
sociedades y ciudadanías de primera, segunda y tercera categoría, en donde se
condensan los factores que llevan a que se abandonen sus lugares de origen por
parte de quienes huyen en búsqueda una mejor oportunidad para sus vidas.
Un
escenario caótico y cuyos sufrimientos se agravan hoy con la crisis sanitaria
causada por la pandemia del coronavirus, que deja ya cerca de 80´000.000 de
personas contagiadas y alrededor 1´800.000 fallecidas en el mundo.
Se equivoca y muestra un discurso de doble moral el señor
Duque; hacer frente a la migración y atender a quienes sufren sus consecuencias
es un asunto en el que todos los Estados deben tomar parte.
El argumento de no generar un posible “efecto llamado” con el que quiere justificar su decisión de negarle la vacuna a los migrante venezolanos en situación irregular carece de razones éticas y jurídicas. La crisis venezolana es parte de un conflicto con serios efectos para el conjunto de los países de la región, en el que Colombia, en una u otra dirección, ha estado muy comprometido, pues así como ha sido el más acucioso para liderar el bloque de países que se oponen al régimen de Nicolás Maduro, es también el que mayor cantidad de población proveniente de ese país alberga.
Entonces, no se puede, por un lado, estar atizando el fuego de la crisis y las fuentes de la discordia, mientras que, por otro, se niega la atención a una población a la que no se puede hacer responsable de la indolencia, la arrogancia, la tozudez y los malos oficios de sus gobernantes. Estamos en mal momento para promover desde Colombia una especie de apatridia, de construcción de muros en lugar de puentes[iii], como de alguna forma se está haciendo con la decisión de su gobierno.
Antes
que seguir exaltando odios, promoviendo directa o indirectamente actitudes
xenofóbicas o nuevas formas de apartheid, se requiere contribuir a fraternizar
las relaciones entre dos pueblos que históricamente han construido y compartido
sus vidas, donde hay familias en cuya sangre y cuerpos no aparecen trazos que
real o imaginariamente les demarquen fronteras: padres y madres colombianas,
hijos e hijas venezolanas, que allá y acá echaron raíces intentando asegurar sus
vidas.
Los
tiempos no dan para promover el desconocimiento del otro y negar el paso a la
posibilidad de construir un nosotros no excluyente que, más allá de ciudadanías
o nacionalidades, nos integre como comunidad humana. La población migrante es
una más de las tantas identidades que hoy hay que reconocer como parte de ese
flujo de nuevas expresiones que ocupan un lugar en el escenario de una
ciudadanía mundial y que se allega más allá de fronteras, razas, etnias, géneros, etc.
Si alguien
requiere atención, son precisamente quienes no han podido regularizar su
situación y que provienen de un gobierno que los dejó a la intemperie; los que se vieron obligados a ingresar por
pasos ilegales, en donde seguramente fueron sometidos a delitos y vejámenes, incluso
por parte de agentes del Estado de los dos países; los que se ven obligados a
trabajar en condiciones de mayor explotación y están más expuestos a delitos
como la trata, la explotación o el abuso sexual, como ocurre principalmente
en el caso de las mujeres.
Algo deberá decirnos y llevarnos a reflexionar si sabemos que el 55% de los migrantes con asiento en Colombia están en condición irregular y, más aun, que frente a la pandemia no se puede dejar a nadie al descuido porque las consecuencias de una actuación negligente y equivocada podrían ser peores.
Cúcuta, principal ciudad de ingreso de migración venezolana en Colombia, alcanza hoy la mayor tasa de contagios y de letalidad del virus, está al tope en el nivel de ocupación de Unidades de Cuidados Intensivos y su sistema de salud está prácticamente colapsado.
Recordémosle finalmente al señor Duque que, de acuerdo también con el Artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, “toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que sus derechos y libertades se hagan plenamente efectivos”, y que toda persona quiere decir también la población migrante.
*Economista-Magister en Estudios
políticos
[i] Louidor, W. (2017), Introducción a los estudios
migratorios: Migración y Derechos Humanos en la era de la globalización.
Bogotá, Editorial Pontifica Universidad
Javeriana
[ii] Artículo 2, Declaración Universal de los Derechos
Humanos, disponible en: https://www.defensoria.gov.co/public/pdf/DUDDHH2017.pdf,
recuperado: 26 de diciembre de 2020.
[iii]
Bauman, Z. (2016), Extraños llamando a la puerta.
Barcelona, España. Editorial Paidós