Orlando Ortiz Medina*
Lo ocurrido recientemente en el Congreso de la República, en el marco de
las discusiones sobre la implementación de los acuerdos de paz de La Habana,
fue más que elocuente para develar el que es el punto de mayor relieve en el
ejercicio de la política colombiana: la profunda escisión que existe entre la
ética y el modo de actuar de quienes ostentan elevadas magistraturas. Una
crisis que bien se puede hacer extensiva al conjunto de la institucionalidad,
tal cual lo muestra lo ocurrido en el sistema de administración de justicia,
que tiene a algunos de quienes formaban parte de las altas cortes pernoctando en
la cárcel, mientras otros hacen fila para, ojalá más temprano que tarde, llegar
a hacerles compañía.
No es nada nuevo, en efecto, ni será lo último que nos permita decir que
hemos tocado fondo, pues para continuar con la degradación de nuestra dirigencia
y nuestro sistema político infortunadamente en Colombia todavía nos queda
margen; máxime en una coyuntura en la que la ilusión de dar cierre a más de
cinco décadas de conflicto armado y allanar caminos hacia la consolidación de la
todavía incipiente democracia se enfrenta con conjunto perverso de condiciones en
las que el establecimiento y quienes han sido sus más tozudos defensores se
siguen sosteniendo.
Valga como ejemplo la permanencia de las viejas maquinarias partidistas,
que aunque absolutamente disminuidas en su condición de fuerzas políticas, siguen
dominando el panorama y posibilitan que se prolongue la hegemonía de los sectores
precisamente menos interesados en que el estado de cosas cambie.
Lo que hay en el Congreso, en cuanto a las representaciones mayoritarias
se refiere, no son más que rezagos espurios de los que otrora por lo menos
aspiraron a ser colectividades revestidas de alguna identidad y con alguna
fundamentación ideológica o doctrinaria. Hoy, su máxima no ha sido más que
enlodar la majestad y diluir la razón de ser de la política, además de
mantenerse como la correa de transmisión entre unas viciadas formas de representación
y una pervertida visión del ejercicio del poder.
Minúsculos a la hora de argumentar y siempre lejos de interpretar y
convocar al país en torno a los grandes temas y problemas nacionales, se
mostraron como campeones del ausentismo y actuaron como meras cofradías de
pilluelos, recurriendo a la argucia electorera, la triquiñuela, el filibusterismo,
la actitud pendenciera o la modorra para dilatar o frustrar la aprobación de las
propuestas
La división, el equilibrio de poderes y el sistema de pesos y
contrapesos, base cuando menos formal del sistema de democracia representativa,
se fueron al bajo fondo por culpa de quienes, haciendo gala de su baja estirpe,
alejan cada vez más la posibilidad de que la política se realice como prolongación
de una ética fundada en el interés general y colectivo, a la que siempre se ha
sobrepuesto el espíritu egoísta y calculador que está en la esencia promedio
del político colombiano, en especial aquel que milita en o proviene de los
llamados partidos tradicionales.
Nos vemos lejos todavía de contar con una institución parlamentaria en
donde ojalá sus integrantes hicieran superflua la necesidad de las normas
jurídicas y los corsés de las formalidades institucionales -que más bien han
sido expertos en burlar- y actuaran antes que nada movidos por un sistema de
valores y un comportamiento que los exalte como verdaderos merecedores de los lugares
que allí ocupan, y que hoy solo utilizan para usurpar el poder del verdadero sujeto
fundante de la democracia, el constituyente primario, que en mala hora y con
tretas y francachelas los pone en ese lugar.
Nos encontramos con un Congreso que en su mayoría se opuso a que pasaran
las reformas necesarias para que nuevos actores tomen parte en los asuntos que conciernen al debate público, de
los que hasta ahora han estado proscritos, y en donde en gran medida tiene
origen la confrontación armada en Colombia. Un Congreso que todavía no asume que
la democracia es tal porque se nutre del pluralismo, que el unanimismo hasta
ahora predominante ha sido terriblemente oneroso y que no podemos dejar que se sigan
arrastrando condiciones que frenen el avance hacia la civilización política, aletargada
por tantos años de un conflicto cuyas fuentes no se han resuelto y frente al
que le cabe una elevadísima cuota de responsabilidad.
Estaba claro, al menos así parecía, que el sentido de la desmovilización
de las FARC como organización guerrillera era sacar las armas de la política;
quitarle más de ocho mil combatientes a la guerra para que actúen dentro de los
marcos legales e institucionales es algo cuyas razones se sostienen por sí
mismas en cualquier país que haya padecido de manera tan cruda los embates de
la guerra. Así que, de quién más que del órgano legislativo, se esperaba la
validación que hiciera más fácil el camino para que Colombia pueda seguir
avanzando hacia ese nuevo umbral en el que el uso de las armas quede de una vez por todas proscrito
de cualquiera de las actuaciones en el ejercicio de la política.
Lo cierto es que no fue ello lo que ocurrió; entre oportunismo,
evasivas, marrullas, deslealtades y actos claramente extorsivos, las mayorías en
el Congreso develaron el peor de sus rostros y buscaron por todos los medios
bloquear el desarrollo de los acuerdos, reafirmando que están por encima de
cualquier intento que se haga de sacudir unas estructuras a las que de manera
tan férrea se mantiene amarrado un universo de privilegiados para quienes el
tema de la paz es un asunto menor, no importa que signifique el sacrificio de
quién sabe cuántas nuevas generaciones o quién sabe cuántas décadas más de una guerra
en la que al fin y al cabo no son ellos los que ponen muertos.
Se quiere así mantener el modelo de una democracia de procedimientos, vacía
de contenidos y ajena a un concepto más amplio y complejo en la que se vea como
parte de un nuevo acervo cultural de todos y cada uno de los ciudadanos y
ciudadanas; es decir, como parte de un saber social fundante de una nueva ética,
que tenga en cuenta que las sociedades colapsan cuando la política deja de ser el
espacio en donde individuos y sociedades deliberan para resolver colectiva y
civilizadamente sus conflictos. Una nueva ética de la que se apropien quienes
son elegidos, pero igualmente quienes eligen, quienes se marginan de la
política y quienes todavía se muestran incapaces de reaccionar frente a hechos
que en cualquier otro lugar del mundo generarían indignación, especialmente
cuando se trata de actos innobles cometidos por quienes ocupan cargos públicos.
Si dejamos que la majestad de la política y las instancias de representación
se sigan diluyendo entre los laberintos de la corrupción y el enanismo moral de
quienes allí concurren, seguiremos siendo una sociedad incapaz de recrear los vínculos
entre los ciudadanos y entre estos el Estado; asimismo, de poner en diálogo los
diferentes intereses y formas de organización, lo que haría imposible avanzar
hacia un nuevo proyecto de país en donde, además de la violencia, se debe superar otro conjunto de males que
como sociedad nos aquejan y que es parte también de esa nueva apuesta ética de
la que debemos ocuparnos, de forma que la construcción de la paz y la consolidación
de la democracia sean también el resultado de una mayor inclusión social y una
forma de vida más digna para todas y todos los colombianos.
*Economista-Magister en Estudios
Político