Orlando Ortiz Medina*
Contrario a lo que se requiere después
de un pobre desempeño y con un panorama bastante incierto para la economía tanto
en Colombia como en América Latina y el resto del mundo, la reforma tributaria
recientemente aprobada por el Congreso de la República y el incremento del
salario establecido mediante decreto por el gobierno de Juan Manuel Santos, no
pasó de ser otro articulado de corte puramente fiscalista, que no responde a un
propósito realmente estructural de crear condiciones que estimulen y den
proyección y estabilidad al sistema productivo, genere condiciones de
equilibrio en la transferencia de recursos a sectores y regiones que más lo
requieren, y tiendan también a garantizar mayor equidad y justicia
distributiva, que es para lo que deben utilizarse los instrumentos de política
económica, máxime en países que, como Colombia, aún tienen en curso su consolidación
como sociedad democrática.
El crecimiento esperado en
Colombia al cierre de 2016 no estará más allá del 2%, sensiblemente inferior al
del año anterior y al valor promedio de los últimos 15 años. La inflación continúa
su ritmo ascendente y terminará el año alrededor del 6%, mientras el desempleo lo
hará con una cifra que ronda el 9 %. El deterioro de la balanza comercial continúa
al registrarse un déficit de 766,3 millones de dólares (mayor valor de importaciones
sobre exportaciones) al mes octubre, de acuerdo con las cifras del DANE. Sectores
como el agropecuario o industrial siguen estancados o mostrando un desempeño todavía
poco relevante en el conjunto de los agregados macroeconómicos.
Frente a ese escenario, una vez
más se postergaron medidas de fondo que garanticen mayor autonomía y fuentes
más sólidas y estables de captación de recursos por parte del Estado; asimismo,
eliminación de males tan endémicos como la evasión y la elusión, y el no menos
oneroso peso de la corrupción, que tan caro ha resultado en estos últimos
gobiernos. Agro Ingreso Seguro, Reficar y ahora Odebrecht, para tomar solo
algunos de los más notables ejemplos.
El pobre incremento del salario mínimo
(7%), previsto el impacto que sobre los precios de los bienes y servicios de consumo
básico tendrá la misma reforma, deteriorará aún más la capacidad de compra de
los ciudadanos, con claros efectos negativos sobre los niveles de demanda y el
dinamismo del aparato productivo, que se traducirá en mayor aumento del
desempleo, la pobreza y deterioro en general de las condiciones de vida de los sectores
de la clase media y baja.
Un manejo errado de la política
económica que durante muchos años puso a depender al Estado de los recursos provenientes
del sector minero energético, es decir del sube y baja de cotizaciones internacionales
que no están bajo su control, especialmente los precios del petróleo, se le cobra
hoy a quienes sólo han sido convidados de piedra en la toma de decisiones, aunque
hayan sido las víctimas principales de tales desaciertos, los ciudadanos de a
pie, siempre a la zaga de lo que gobierno y empresarios dispongan. Tal cual el valor
del salario mínimo que acaba de decretarse.
Es ésta la reforma tributaria más
regresiva que se haya aprobado en los últimos años, sin decir que las
anteriores hayan sido propiamente un cariñito. Se dice que una reforma es regresiva cuando grava más a quienes menos
tienen y menos recursos generan, que en este caso son, en general, aquellos cuyos
ingresos dependen básicamente de un salario. Por el contrario, es progresiva cuando los impuestos se establecen
de acuerdo a los niveles de riqueza, el valor de los ingresos o la capacidad de
pago de los contribuyentes; en este caso quien más tiene y más gana más paga.
Lo es porque busca resolver el faltante de fondos con recursos
provenientes fundamentalmente de impuestos como el IVA, que recaen especialmente
sobre los bienes de consumo básico que es a lo que los asalariados deben
destinar la mayoría de sus ingresos, mientras disminuye el cerca de diez puntos
el impuesto a la renta a los grandes empresarios, no aumentó el IVA para quienes
tienen sus empresas en las zonas francas y tampoco se les gravan sus dividendos.
Nada más regresivo que una reforma que permite seguir manteniendo ventajas o privilegios
en cabeza de sectores que más concentran la riqueza. Gracias a su inmenso poder
de Lobby, también los empresarios lograron echar para atrás el impuesto a las
bebidas azucaradas, que tanto bien hubiera hecho para la salud de los
colombianos.
Elevar a 19% el IVA a productos como la pasta, el aceite de
cocina, la margarina, la harina de trigo, embutidos, salsas, condimentos, alimentos
procesados, elementos de aseo, etc., así como el vestuario, el calzado y otro
importante grupo de bienes de la canasta familiar golpea seriamente el bolsillo
de los consumidores. Esa misma tarifa la deberá pagar quien utiliza un plan de
datos de un valor superior a cuarenta y cinco mil pesos, haga uso de internet o
compre un celular de más de $650.000. Se estableció también un impuesto adicional
de doscientos pesos a cada galón de gasolina que, todos sabemos, impacta no
sólo los costos de transporte, sino de manera indirecta otra cantidad
importante de bienes y servicios.
Hay que prever también las alzas que automáticamente se derivan del incremento
salarial, como peajes, gastos notariales, arriendos, etc., que deteriorarán
todavía más la capacidad de compra de los consumidores y aumentan los efectos
recesivos sobre el conjunto de la economía.
Así las cosas, la reforma no corregirá las falencias con que
se anunció y justificó su aprobación; por el contrario, termina de ensombrecer
el panorama en un momento en que el país, dado el escenario de posconflicto a
cuyo ingreso cada vez más se consolida, va a requerir no sólo mayor disponibilidad
de recursos, sino de un entorno económico más dinámico y capaz de absorber las
demandas de las diferentes regiones y los sectores rural y urbano para reducir las
brechas de desigualdad, el desarrollo de infraestructura y la generación de empleo
más estable y de mejor calidad.
La experiencia ha demostrado que resulta falaz el argumento de que la
reducción de los impuestos a los empresarios logra automáticamente generar
mayor competitividad y estimular la creación empleo; pues ello está relacionado
en general con la dinamización del aparato productivo, que depende sobre todo de
cuánto se estimule la capacidad de compra de los consumidores, las transformaciones
tecnológicas, la capacidad para dinamizar los mercados locales y una articulación
con los mercados internacionales no soportada únicamente en la venta de
materias primas, sino de bienes y servicios con
mayor valor agregado y mayores posibilidades de impactar el crecimiento
y desarrollo de la economía. No sobra por ello insistir en la necesidad de
trabajar en función de sectores como el de la industria, la agricultura, la
agroindustria y cierto tipo de servicios, y no aspirar a seguir bebiendo de la
teta de los hidrocarburos.
La reducción del déficit y una más segura estabilidad de las cuentas
fiscales depende también de que sectores que durante toda la vida le han huido
al pago de los impuestos, como es el caso de los intocables señores de la
tierra, sean puestos en cintura mediante una legislación que los obligue a
hacer sus contribuciones al Estado; asimismo, de la eliminación todo tipo de
medidas excepcionales, que no es más que la reglamentación de formas
adicionales de evasión o elusión, que por beneficiar sólo a los grandes
capitales lo que hace es contribuir a acentuar todavía más la equidad y
desigualdad en las formas de captación y asignación de los recursos del Estado.
Tampoco reforma alguna tendrá mayores efectos si no se busca reducir
los enormes gastos en burocracia y paliar la ineficiencia del Estado, y menos aún
si no se complementa con mecanismos de veeduría que permitan que la ciudadanía esté
al tanto del destino y la ejecución de los recursos, como una manera no sólo de
buscar la asignación más eficiente de los mismos, sino también de servir como
talanquera a la corrupción y el despilfarro que, de no existir, seguramente nos
evitarían tantas y tan onerosas medidas.
Finalmente, cualquier política carece de sentido si no está en función de
que el Estado garantice de manera efectiva los derechos individuales y
colectivos de todos los ciudadanos, guardando los principios de equidad,
eficiencia y progresividad, tal cual lo ordena el artículo 363 de nuestra
Constitución Política. Al respecto, la reforma tributaria y el incremento salarial
que nos regalaron de navidad y año nuevo marchan completamente en contravía y se
convierten en una afrenta a la esperanza de esa paz estable y duradera que
anhelamos los colombianos, que sabemos que ésta no consiste sólo en el
silenciamiento de los fusiles, sino también en la implementación de medidas
orientadas a corregir los factores desencadenantes de inequidad y de pobreza, que
explican en gran medida nuestra larga historia de
violencia.
Solo resta decir que, recibido el sablazo, debe la ciudadanía repensar a
quienes elige como sus representantes en el Congreso de la República, teniendo
en cuenta que son ellos los que toman las decisiones y otros los que resultamos afectados.
Si seguimos llevando allí a personas ajenas a nuestros intereses, no podemos
esperar otra cosa que una legislación que, como esta vez, marche en contravía del
interés público y en defensa y protección de tan sólo unos cuantos
representantes del sector privado y sus hábiles lobistas en el Congreso.
*Economista-Magister en Estudios Políticos