Mostrando entradas con la etiqueta JEP. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta JEP. Mostrar todas las entradas

domingo, 8 de octubre de 2023

La insolencia de Uribe, la integridad de Uprimny

Orlando Ortiz Medina*

Lo dicho por el profesor Uprimny está sustentado desde su condición de jurista, pero también en las declaraciones de algunos militares en retiro que, en audiencias ante la JEP, aceptaron su participación en los actos criminales. 


Foto tomada de Infobae
El expresidente Álvaro Uribe reaccionó con su acostumbrada virulencia a una columna escrita por el profesor Rodrigo Uprimny, en la que afirma que, a pesar de que no es comprobable que él haya ordenado los falsos positivos, le asiste sí una grave responsabilidad, cuando menos política y moral.   

Los llamados falsos positivos, que en realidad son crímenes de guerra, fueron una serie de asesinatos cometidos por miembros del ejército nacional contra jóvenes humildes, a quienes, engañados con ofertas de trabajo, llevaban a las zonas rurales, los vestían de guerrilleros, los fusilaban y luego presentaban como dados de baja en combate.

El propósito final de esta macabra práctica era mostrar que se estaban alcanzando resultados en la guerra que, en el marco de la llamada Política de Seguridad Democrática -PSD-, se libró contra las organizaciones insurgentes. El Auto 033 de 2021, expedido por la sala de reconocimiento de la Justicia Especial para la Paz -JEP-, estableció que 6402 personas fueron víctimas de este delito entre 2002 y 2008. 

No sorprende la reacción de quien durante sus ocho años de mandato redujo el ejercicio de la política y la función del Estado a las lógicas estrictas de la guerra. Nadie como Uribe se enarbola como el prototipo de la escisión que existe entre la ética y la política, que en su caso se encuentran a distancias inconmensurables. Es un personaje siniestro, hábil manipulador, que se siente más allá del bien y del mal y para quien el Estado de derecho es solo uno más de los reyes de burla con los que juega desde sus oscuros laberintos del poder. 

Lo dicho por el profesor Uprimny está sustentado desde su condición de jurista, pero también en las declaraciones de algunos militares en retiro que, en audiencias ante la JEP, aceptaron su participación en los actos criminales. Habla también desde un sector mayoritario de la sociedad que se siente profundamente lesionada y considera que no es posible que un suceso tan doloroso pase inadvertido y que sus responsables, cualquiera sea la orilla de sus actuaciones u omisiones, se mantengan en la impunidad.

La PSD, telón de fondo de los falsos positivos, terminó siendo un capítulo oneroso para la historia de Colombia. Su contenido, el alcance esperado en rendimientos militares y la dimensión simbólica que adquirió para los directamente encargados de su ejecución, llevaron a su degradación y dejaron al descubierto el ausente sentido de humanidad de una parte significativa de miembros del ejército nacional y el poco honor que les asiste para lucir los uniformes y las armas del Estado. 

La PSD encontró justificación en el escalamiento del conflicto armado y el fracaso del proceso de negociación con las FARC, heredado del Gobierno de Andrés Pastrana Arango, que habían llevado al país a una especie desesperanza colectiva. Fue por ello y por algunos factores de orden internacional que ponían en el centro de la preocupación la lucha contra el terrorismo, que Uribe Vélez situó a la seguridad como el asunto de mayor preocupación para Colombia y la salida militar como única alternativa de garantizarla.

Los falsos positivos terminaron siendo una manera particular, al fin de cuentas fraudulenta, de legitimar una política de Estado que convirtió al ejército nacional en una máquina de muerte.

Pero si la intención era poner al ejército como el elemento fundamental e integrador de la apuesta por la seguridad, el efecto fue absolutamente contrario. Los falsos positivos terminaron siendo una manera particular, al fin de cuentas fraudulenta, de legitimar una política de Estado que convirtió al ejército nacional en una máquina de muerte.

Antes que fortalecerlas, la PSD fue la mayor fuente de debilidad las fuerzas armadas, no en lo militar, claro está, pero si en sus fundamentos éticos y la estatura moral a que se deben. Como obligación del Estado, la seguridad se desvirtuó y llevó a la quiebra los cánones de civilidad que orientan los regímenes democráticos, los cuales sucumbieron al tenor de estos métodos crueles que hoy, gracias al trabajo de la JEP, se develan ante la opinión pública nacional e internacional.  

Pese a lo que entonces se vitoreó por parte del gobierno y su estela de seguidores, por ejemplo, con aquello de que “se podía viajar por carretera”, se hizo de Colombia una sociedad más violenta e insegura, se prohijó la ilegalidad y se deshojó la confianza en las instituciones. 

Ese fue el resultado de ponerle precio a la vida humana ofreciendo a los soldados recompensas, permisos, vacaciones y otro tipo de canonjías, mientras se medían sus logros en litros, barriles de sangre y conteo de muertos. En nombre de la eficacia y la dictadura de las cifras, en este caso una especie de necro-estadística, nos reafirmamos en el imaginario de una sociedad que disculpa todo y sigue palpitando mientras les toma el pulso a los muertos. 

El acatamiento ciego al deber de obediencia llevó, como nos lo enseñó la prestigiosa filósofa Hanna Arendt, a la banalización del mal, esa situación en la que, a nombre de la fijación a la ley, la irreflexión, la abyección, la falta de ética y la pobreza de pensamiento, cualquiera puede terminar convertido en criminal.   

De acuerdo con Uprimny, por ser, en su momento, el comandante supremo de las fuerzas armadas, a Uribe lo compromete su condición de mando y, por esa vía, las actuaciones de sus subalternos, en este caso de la comisión de sus delitos

De acuerdo con Uprimny, por ser, en su momento, el comandante supremo de las fuerzas armadas, a Uribe lo compromete su condición de mando y, por esa vía, las actuaciones de sus subalternos, en este caso de la comisión de sus delitos, frente a los que no dispuso tampoco de ningún tipo de medida de prevención o de castigo. De esta manera, el llamado a que se considere su responsabilidad política y moral, posiblemente penal, es justo, sensato y de toda conveniencia para un país que necesita para su reconciliación y avance hacia la consolidación de la paz, el esclarecimiento de la verdad y el compromiso de quienes están relacionados con el que sin duda es el hecho más monstruoso de la historia reciente de Colombia. 

Las confesiones de oficiales, suboficiales y soldados de que fueron presionados para mostrar resultados, no dejan dudas de que esta fue una práctica que se convirtió en un patrón de comportamiento, se volvió sistemática y se validó amparada en el convencimiento ideológico y doctrinario de quien sobrepuso sus ímpetus dictatoriales a los principios de la democracia y el Estado de derecho. 

Frente a Álvaro Uribe, la justicia no puede seguir siendo una convidada de piedra y permitirle seguir durmiendo el sueño de los justos. No puede una sociedad condonar un comportamiento abiertamente delictivo y sustraerse de exigir que se haga un juicio de responsabilidades. Difícilmente se puede esperar que el país supere el estado de polarización en que se encuentra si no se garantiza la aplicación de la justicia. Se necesita del ejemplo que le otorgue confianza a las instituciones, que le permita a la ciudadanía creer en el Estado de derecho y en unos organismos de seguridad que se mostraron como una más de las organizaciones que han sembrado de violencia al territorio colombiano. 

Aunque es difícil esperar que haya cargas penales sobre Alvaro Uribe, sobre todo porque no hay en Colombia quien lo llame a juicio, si nos atenemos al organismo que sería el encargado de juzgarlo, la Comisión de Acusaciones de la Cámara de representantes, más conocida como la "comisión de absoluciones”, nada lo exime ni lo deja libre de culpas. Ya veremos si las cortes internacionales se ocupan de llamar a cuentas al expresidente.  

Con todo, cuesta creer que, pese a lo absolutamente atroz de los hechos que rodearon su Gobierno, al enorme costo en vidas y al descrédito que ello significó para el Estado de derecho y el sistema democrático en Colombia, Uribe siga siendo el faro iluminador de su partido, el encargado de orientar sus principios doctrinarios y el que todavía ordena avales y aparece como guía moral y espiritual de candidatos a gobernaciones, alcaldías y concejos municipales.

El dolor de las víctimas debe ser resarcido con la verdad y no con respuestas altaneras, calumnias e improperios o con prácticas dilatorias como las que acostumbra el expresidente.

Muy mal está el país y muy pobres de entereza son quienes acuden a su protección para allanar sus carreras políticas, que no es otra cosa que ayudarle a mantener su vigencia y la proyección de sus andanzas. Se insiste a toda costa en llevarlo de villano a héroe.

El dolor de las víctimas debe ser resarcido con la verdad y no con respuestas altaneras, calumnias e improperios o con prácticas dilatorias como las que acostumbra el expresidente. El llamado del profesor Uprimny, por ser quien es, un personaje sin tacha, que habla desde la inteligencia, el saber y, él sí, desde la ética, la prudencia y el juicio intelectual que siempre ha caracterizado sus reflexiones, le da más sentido a los juicios que sobre estos hechos luctuosos debe hacer la sociedad entera. 

A propósito, hay que saludar el perdón que el presidente Gustavo Petro, el ministro de Defensa y el comandante del ejército ofrecieron en días recientes a los familiares de las víctimas. Es un gesto importante y la muestra de que política, cultural e institucionalmente nos movemos hacia nuevos hitos históricos, que la sociedad avanza y se construye en la aprehensión de un nuevo sistema de valores, una nueva doctrina militar y un conjunto diferente de significaciones sociales.

Entre la insolencia de Uribe y la integridad de Uprimny debemos darle la razón a este último; necesitamos una justicia que opere sin privilegios y un tejido social e institucional que se sobreponga al que fue creado al ritmo de la exclusión y violencia; que anime y posibilite la consolidación de un sistema democrático enmarcado en la civilidad y en donde el respeto por la vida sea el fundamento de las formas de actuación de la sociedad y del Estado.


*Economista-Magister en estudios políticos


martes, 14 de mayo de 2019

Es cuestión de dignidad

Orlando Ortiz Medina*

Es cuestión de dignidad que el señor presidente de la República o, en su defecto, su canciller se pronuncien frente a los recientes hechos de presión que los Estados Unidos, a través de su embajada, han hecho para tratar de incidir en decisiones que corresponden estrictamente al fuero interno de las instituciones y la sociedad colombiana. Se trata de las objeciones a la Justicia Especial para la Paz (JEP), presentadas por él mismo al Congreso de la República, y del pronunciamiento que se espera de la Corte Constitucional frente a la posibilidad de que se retorne al uso del glifosato para la erradicación de los cultivos de uso ilícito.

Es lo poco que puede esperar una ciudadanía que mayoritariamente hace rato dejó de sentirse como parte de una de esas republiquetas a las que ciertos Estados miraban como insignificantes gusarapos y sobre las que se sentían autorizados para obligarlas a obrar, sí o sí, en consecuencia con sus propios caprichos e  intereses.  

Que un Estado, por poderoso que sea, pretenda incidir en decisiones que afectan la autonomía y soberanía de una nación es, además de un atavismo, un hecho que rebasa todos los límites de la arrogancia y la insolencia, más aún cuando se trata de su sistema de aplicación de justicia y cuando lo que está en juego es nada menos que la consolidación de la paz, la preservación de su orden interno y la salud y seguridad de sus ciudadanos.

Al embajador Kevin Whitaker se le fue la mano cuando quiso con un desayuno, y ahora con la suspensión de las visas, llamar al orden y poner bajo chantaje a algunos congresistas y a miembros de las Cortes; parece no haber notado que un buen número de quienes hoy ocupan cargos en las instituciones republicanas han superado la abyección y pusilanimidad características de otras épocas, y que honrando su cargo están lejos de permitir que sus conciencias sean compradas con jugo de naranja, chocolate y huevos con tocineta. Lástima que no sean todos.  

Whitaker hace honor a su presidente, le copia de su vena autoritaria, cree como él que América Latina es todavía lo que siempre han considerado los EEUU: su patio trasero, su conejillo de indias, su despensa, el piloto de prueba de sus laboratorios, la causa de sus desgracias, el leimotiv de su seguridad nacional. Pero cree también, y en eso hay que concederle algo de razón, que los presidentes de los países latinoamericanos son sus súbditos y que puede por ello manosearlos a su antojo y pasearlos como a perritos con lazo por los puntos de su agenda y los jardines de su arrogancia. No todos, por fortuna, se dejan atar sus cuellos.

Volviendo sobre Colombia, al asunto de la dignidad y a la espera de que su presidente se pronuncie, me estoy refiriendo a Iván Duque, es lastimoso decir que el lazo sí está bien atado y que nos vamos a quedar viendo un chispero; atentos ad infinitum a que tal manifestación se produzca, aferrados a la esperanza de que un asomo de decoro asalte su humanidad y logre elevar en algo su escasa dote de estadista, tal cual la valoró el presidente Trump, quien de todas maneras le regaló un cumplido afirmando que era un buen hombre… algo es algo.

Pero difícil pedirle muestra alguna de dignidad, autonomía y defensa de la soberanía de un país a quien sólo está puesto en la silla por encargo y con la misión de esperar que le muevan los hilos, dictándole lo que debe o no hacer. Difícil para quien ni dentro de sus propios predios ha logrado el respeto y reconocimiento de su investidura y que por lo único que se ha destacado es por haberse convertido en rey de burlas y protagonista de primer orden para memes y caricaturas.

Estamos mal, muy mal, pues, aparte del cuestionado manejo de sus relaciones internacionales, en donde además de todo se ha mostrado como un gobernante faltón y líder de propuestas que, por ejemplo frente a la crisis venezolana, no han sido más que actos fallidos, el país se encuentra en un momento preocupante y peligroso de regresión. Los grupos armados y las bandas criminales han vuelto a ocupar espacios que ya habían perdido; han retornado las masacres y se han acrecentado de nuevo los desplazamientos; el asesinato de líderes sociales crece y crece sin que en el gobierno se advierta una real voluntad de respuesta; el proceso de paz, el hecho  político más importante de los últimos cincuenta años, no encuentra cabida en el orden del día de un gobierno al que los defensores a ultranza del establecimiento le han impuesto la agenda, hoy más cómodos y con el camino a sus anchas para atravesarse y evitar que tomen curso los acuerdos que allí fueron pactados.

La actual legislatura del Congreso pasará con más pena que gloria, porque a la hora de los grandes debates que la sociedad quiere oír para sentirse incursa en el camino hacia las reformas que la consoliden como una república verdaderamente moderna y democrática, han sido más efectivas estrategias como el ausentismo y la marrullería, cuando no el insulto, que pesa más ahora que la solidez de los argumentos.

El presidente nominado vive una seria crisis de gobernabilidad; a sus aliados en el Congreso, incluidos algunas veces los propios miembros de su partido, les resulta más fructífero y políticamente correcto hacerle el favor de ayudar a que se le hundan sus propuestas porque las saben livianas en su contenido y muy pesadas eso sí para sus intereses y las de aquellos a quienes representan.

Si en el concierto internacional no queremos dejar de ser mirados como una nación borrega y liliputiense, en el interior nos reafirmamos en la siempre aplazada espera por la consolidación de la democracia, a la que nunca de manera seria se le ha rendido culto en Colombia. Frente a los hechos esperanzadores y de cierto optimismo que nos había dejado el acuerdo de paz y la capacidad de resistencia de algunos movimientos sociales, se siente con vehemencia la reacción del conservadurismo y el poder criminal de quienes siempre se han opuesto a que se superen las inercias que nos mantienen como una nación, además de injusta, dolorosamente enlutada y más cerca de la barbarie que de lo que todavía siguen llamando civilización.

*Economista-Magíster en Estudios Políticos