Orlando Ortiz Medina*
Con una placa al fondo que señala la ubicación de la nueva sede de la embajada de su país en Jerusalén, Ivanka Trump, junto a su esposo, Jared Kushner, despliega una amplia sonrisa; junto a ellos está otro grupo de emisarios del gobierno norteamericano que, también sonriendo, aplauden y comparten el momento de euforia: celebran el traslado de la sede diplomática y el aniversario número setenta de la creación del Estado de Israel. Jared Kushner, además de yerno del presidente Trump y viejo amigo del primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, es también el enviado de paz de su gobierno a Oriente Próximo.
En ese mismo momento, a ochenta kilómetros, en la franja de Gaza, el ejército israelí asesina a más de sesenta palestinos y hiere a más de dos millares que justamente marchaban contra la decisión del mandatario gringo de cambiar de lugar su casa en Israel, por razones del conflicto que históricamente ha enfrentado a estas dos naciones hasta ahora ubicada en Tel Aviv.
Quienes fueron asesinados iban armados tan solo de su dignidad, que ha sido siempre la principal fortaleza de los palestinos. Fue a esa dignidad a la que los israelíes respondieron con sus armas de fuego, sin importar la presencia de niños, niñas, mujeres y adultos mayores, todos civiles, que acompañaban el acto pacífico y legítimo de protesta con el cual conmemoraban lo que para ellos no ha sido más que setenta años de catástrofe, Nakba en árabe; es decir, de usurpación y ocupación de su territorio, destierro, condena al exilio, bloqueo económico y desconocimiento de su derecho a una nacionalidad y a la soberanía de su Estado.
Además de una provocación y una criminal afrenta contra el pueblo palestino, la decisión del traslado de la sede diplomática es una más de las maneras con las que al lunático presidente le gusta lucir su soberbia y el ego henchido con que acostumbra a pasarse por encima de las normas de la decencia, y en este caso sobre todo de los protocolos de la diplomacia, el respeto a los derechos, al orden jurídico internacional y a la autonomía de las naciones.
Que su hija y su yerno rían mientras al otro lado niños, niñas, hombres y mujeres se desangran bajo el fuego del principal de sus aliados en el Oriente Próximo no significa nada; al fin y al cabo estamos frente al representante de un país que ha construido su poder y hegemonía gracias a su instinto invasor, sobre el que no ha tenido freno para perpetrar todo tipo de agresiones y poner bajo su albedrío a otras naciones del mundo; fue “un día de gloria”, como lo dijo el primer ministro Netanyahu, a quien, como punta de lanza de este acto de barbarie, ratifica como el cofrade número uno de su pandilla en la región.
Qué ofensa más grande para la humanidad que el presidente de una potencia mundial y un Primer Ministro consideren glorioso, o “un gran día para la paz”, un hecho tan luctuoso como el que hoy le corresponde vivir a los palestinos; es la máxima expresión de la quiebra ética y la cumbre de la deshumanización en el ejercicio del poder y la conducción de un Estado por parte de quienes se siguen considerando amos y señores de la humanidad y miran a los demás como simples parias que no tienen derecho a una nacionalidad, un territorio, un Estado y al respeto a su dignidad como seres humanos.
Pero es también una prueba de lo poco que significa para las potencias el derecho internacional y el insulso rol al que han reducido a organismos internacionales a los que, como las Naciones Unidas, han puesto bajo su arbitrio, dejando de paso a los demás Estados miembro como elegantes y decorativas figuras. Se refleja allí el espíritu retardatario y el ímpetu colonialista que aún se respira de los viejos gobiernos imperiales y se lesiona el espíritu civilizador que debe orientar las relaciones internacionales para que la solución de los conflictos se enmarque dentro de lógicas que no sean las de las atrocidades de la guerra.
Con su arrogancia y su impronta belicosa, Donald Trump no solo ha dado una bofetada a los esfuerzos de paz que con el apoyo de la comunidad internacional se han venido haciendo para encontrar una salida pacífica al conflicto entre israelíes y palestinos, sino que reafirma el rumbo por el que ha querido conducir las relaciones de su país con el resto del mundo, con el que solo busca afianzar su ambición de dominio, rehusando las salidas diplomáticas, a las que sustituye por su estirpe intimidadora y pendenciera; pues al traslado de su embajada a Jerusalén se suman acciones como la salida del Pacto de París contra el cambio climático, el bombardeo sobre Siria, la ruptura del acuerdo nuclear con Irán y la revisión de tratados comerciales con los que busca conculcar derechos adquiridos por otros países en las relaciones de intercambio. Lo anterior sin dejar de mencionar la dura posición que en su propio territorio ha tomado contra la población migrante, sobre la que suele pronunciarse con todo tipo de expresiones xenófobas, racistas y humillantes.
Es la sintomatología de un ego y una personalidad enferma y trastornada, que por capricho de quien es su depositario se convierte en el ego y la razón de ser de una nación; sin duda un retroceso para una ciudadanía que, como la norteamericana, se reclama como una de las más avanzadas de la civilización y la democracia moderna.
El señor se solaza con el fuego de la guerra y se pasa por encima de las vicisitudes de un conflicto de ya más de siete décadas en el que se cruzan todo tipo de complejidades de orden histórico, religioso, político, económico, cultural, etc., que lejos está de solucionarse con el prontuario y el culto a los insidiosos guerreristas que hoy se sientan en los sillones del poder.
Respaldar la actuación genocida del ejército de Israel argumentando la defensa de su soberanía en un territorio que está en disputa es un contrasentido, cuando la declaración de su Estado por parte de Israel, en 1948, fue hecha de manera unilateral y pasándose por encima de los reclamos y las pretensiones que sobre el mismo territorio legítimamente reclama la comunidad palestina. En esas circunstancias, ningún país puede legitimar derecho alguno como se ha hecho ahora por parte de los EE. UU. y se ha imitado ya por parte del gobierno de Guatemala y respaldado por el candidato presidencial Iván Duque en Colombia; es lo que acudiendo a la prudencia y con la sindéresis que ordena la diplomacia han hecho la mayoría de naciones, entre ellas algunas de las grandes potencias.
La creación de dos Estados, uno Palestino y otro Israelí, es lo que ha estado en el centro de las soluciones y es la salida por la que se debe seguir abogando; los palestinos buscan que Jerusalén Oriental sea la capital del Estado que quieren fundar en Cisjordania y en la Franja de Gaza; pero los israelíes, mientras tanto, gracias a su mayor riqueza y poderío bélico y al apoyo incondicional de su aliado americano, han ido apoderándose cada vez de una mayor porción del territorio con un costo enorme en vidas y en vulneración y violación de los derechos de la comunidad palestina, saltándose los compromisos históricos y alejando cada vez más las posibilidades de una solución pacífica.
Hoy es claro que son los derechos del pueblo palestino los que deben ser reconocidos y respetados, la comunidad internacional debe mostrar firmeza frente al capricho del Estado sionista y su aliado norteamericano; no estamos en las épocas oscuras de las barbaries invasoras y el sometimiento al espíritu colonialista de las grandes potencias, cuyas pretensiones expansionistas deben ser proscritas de las bitácoras de sus agendas.
Al señor presidente Trump, con todo respeto, como se acostumbra a decir ahora cuando se va a proferir cualquier vituperio o expresión baladí, no resta más que recordarle que, frente a la dignidad y fortaleza de los palestinos y sobre el dolor por la sangre que todavía lloran de sus hermanos muertos, él seguirá siendo nada más que un grandioso hijo de puta.
*Economista-Magister en Estudios Políticos