martes, 30 de abril de 2024

Un féretro es la imagen de la democracia en Colombia


Orlando Ortiz Medina*

Lo ocurrido en la marcha es una muestra de los trazos que todavía quedan de esa escisión heredada de la llamada época de La Violencia en Colombia, en cuyos imaginarios navega todavía el subconsciente de muchos colombianos.


Foto tomada del diario El País, de Cali
Un féretro con una corona encima fue una de las muchas imágenes exhibidas durante la marcha convocada por el uribismo y otros partidos de oposición el pasado 21 de abril. La imagen es espeluznante y eriza la piel en un país en el que violencia y política han corrido de la mano con un saldo terriblemente trágico, donde miles y miles de estas cajas mortuorias, no precisamente vacías, históricamente han desfilado por campos y ciudades.

El uso de esta lúgubre enseña simbólica no es sorpresa en un país en el que, desde mediados de la década de los cuarenta del siglo pasado, la violencia política ha dejado alrededor de nueve millones de víctimas, entre las que se cuentan cinco candidatos presidenciales y casi toda la militancia de un partido político, la Unión Patriótica, cuyos pocos sobrevivientes forman parte hoy de la coalición que por primera vez en Colombia llevó a un líder de izquierda, Gustavo Petro, a la presidencia de la República.   

Evoca los cerca de trescientos mil muertos de la época de la confrontación bipartidista en la que, enervados por el odio y arrastrados por sus dirigencias, conservadores y liberales hicieron de la muerte un festín y acudieron a todo tipo de prácticas para salir de aquellos a quienes, antes que contradictores, consideraron enemigos a los que había que liquidar. Evoca también los otros tantos miles de muertos que ha dejado la confrontación con las organizaciones insurgentes -ya algunas desmovilizadas-, surgidas en su mayoría durante el llamado periodo del Frente Nacional, como respuesta a la proscripción de que fueron objeto cualquiera de las fuerzas políticas no inscritas bajo la égida bipartidista, que ha sido tal cual la égida del establecimiento. 

De manera que lo ocurrido en la marcha es una muestra de los trazos que todavía quedan de esa escisión heredada de la llamada época de La Violencia en Colombia, en cuyos imaginarios navega todavía el subconsciente de muchos colombianos. Vale decir que para algunos puede que se ubique realmente en el más puro nivel de su conciencia. El asesinato recurrente de líderes sociales, comunales, ambientales, firmantes del Acuerdo de paz y defensores de derechos humanos, para nombrar solo unos de los más considerados no afectos al establecimiento, sigue dando cuenta de ello. 

Cuesta entender que en una marcha en la que se proclamaba la defensa de las instituciones se haga un llamado, así sea simbólico, a matar al presidente de la República.

Quienes acompañaban a los cargueros del féretro coreaban la consigna de “Petro, en serio, te vas pal cementerio”, expresada con un don tan natural que parecía un simple cántico de infantes, sin advertir el mensaje tremendamente violento que estaban promoviendo. Cuesta entender que en una marcha en la que se proclamaba la defensa de las instituciones se haga un llamado, así sea simbólico, a matar al presidente de la República. Desdice totalmente de lo que se proclamaba como una marcha pacífica y en la que se han ufanado en destacar el comportamiento cívico de quienes concurrieron. Nada más contrario a lo que realmente ocurrió.

La marcha, totalmente legítima como corresponde en un sistema democrático, contó con el respeto absoluto de parte del Gobierno. No fue este el caso de lo ocurrido en gobiernos anteriores, que estigmatizaron y criminalizaron la protesta social, respondiendo a las manifestaciones con el uso indebido y desproporcionado de la fuerza por parte de las autoridades militares y de policía. Basta solo recordar el más de un centenar de jóvenes asesinados y otros tantos mutilados ocularmente durante las jornadas de protesta ocurridas entre los meses de abril y junio de 2021, durante el gobierno de Iván Duque, para tomar solo el caso más reciente y lamentable. 

Colombia es un país en donde la violencia ha estado siempre imbricada en su historia y ha sido fácilmente acogida por una dirigencia tozudamente negada a que se impriman los cambios durante tanto tiempo aplazados, lo que explica en buena medida las razones de la confrontación de la cual pareciera imposible salir. 

Es la misma dirigencia a la que la sola idea de que alguien ajeno al establecimiento pueda llegar a las más altas instancias del poder la mantiene estresada y le suena delirante, en tanto no concibe otra cosa que la fidelidad al viejo orden, hecho a su medida. Es al fin y al cabo la sustancia de una premisa antidemocrática, en la que cualquier opción diferente se considera un exabrupto, el riesgo de un salto al vacío o la inminencia de un fracaso. Nada nuevo es posible, ni siquiera pensable. 

Fue esa la lógica establecida desde mediados del siglo XIX, cuando alrededor de los intereses de comerciantes, terratenientes, caudillos, familias y castas locales y regionales tuvo su origen la conformación de los partidos tradicionales que, aunque difuminados hoy en otras colectividades partidarias, siguen siendo en esencia los mismos. Vino viejo en odres nuevos. 

Dentro de ese universo la violencia tomó visos de naturalización e identidad y terminó siendo un instrumento útil y la vía más expedita para el acaparamiento de tierras, la extracción de rentas legales e ilegales, la apropiación de los presupuestos públicos, etc., además de cumplir su función como soporte y fuente de legitimación de las hegemonías y estructuras de poder, también legales e ilegales, que dominan en los territorios. Fue así como se impusieron las reglas de juego y como otras fuerzas políticas y formas de representación quedaron condenadas al destierro o listas para ser llevadas y exhibidas en cajas mortuorias. 

Es la puesta en escena de ese híbrido que somos de ufanos celebrantes de la democracia y de la vida, al tiempo que danzantes acuciosos de la negación del otro y de la acogida sin rubor a la paz perpetua de los cementerios. 

Proclamar la muerte del presidente de la república, así sea con una manifestación alegórica, fue un hecho tan propio del paisaje como, en el caso de Bogotá, los árboles tocados por la lluvia que iban quedando atrás con el paso de la marcha. Es la puesta en escena de ese híbrido que somos de ufanos celebrantes de la democracia y de la vida, al tiempo que danzantes acuciosos de la negación del otro y de la acogida sin rubor a la paz perpetua de los cementerios. 

Es, finalmente, el reflejo de una sociedad a la que le ha costado dar forma a otro tipo de hitos integradores, a nuevos referentes de identidad, que permitan que se abran espacios en los que el valor y la defensa de la vida y no la negación o eliminación del otro den lugar a formas de convivencia en las que justamente ser, pensar, creer y tener historias y pertenencias políticas distintas sea el sustrato fundante del ejercicio de la libertad y de un nuevo país en el que, en las marchas, los féretros al hombro no sean propiamente los que simbolicen la manera de diferenciarnos; y sobre todo de entendernos. 


*Economista-Magister en Estudios políticos 

lunes, 8 de abril de 2024

Sobre la reforma a la salud

 Orlando Ortiz Medina* 


Tomada de: Change.org
Nada es nuevo en relación con los más recientes hechos respecto del sistema de salud en Colombia; particularmente la intervención en los últimos días de las EPS Sanitas y Nueva EPS.

Basta recordar que, de acuerdo con la Super intendencia de Salud, entre 2003 y 2015 fueron liquidadas 102 EPS, es decir, que a fecha de hoy alrededor de 120 de estas entidades han sido liquidadas, 13 de ellas solo durante el gobierno de Iván Duque.

Entre las razones se encuentran casos de corrupción (Tal vez de los más sonados es el de SaludCoop), insolvencia económica, elevado número de quejas por parte de los usuarios debido a la precariedad en la prestación del servicio, y en algunos casos problemas relacionados con ineficiencia administrativa.

De manera que el juicio que se le quiere hacer al actual gobierno como responsable de la crisis que afecta al conjunto del sistema es a todas luces insensato y responde antes que nada al propósito de la oposición de querer enlodar su gestión y desdeñar su deseo de dar curso a una reforma que garantice mayor solidez y ofrezca un mejor servicio a los usuarios.

¿Por qué el grito en el cielo se pone hoy y no cuando, como ya se dijo, fue mayor el número de empresas que se tuvieron que intervenir en los anteriores gobiernos? ¿Fue hasta ahora que partidos de oposición, medios de comunicación, gremios y empresas se dieron cuenta de que los colombianos venimos siendo sometidos a un sistema que ha estado lejos de prestar un servicio eficiente, oportuno y de calidad, sobre todo para las poblaciones más desprotegidas y vulnerables?

¿Por qué entonces si, como parece obvio, la crisis ha sido recurrente, los partidos de derecha, que son la mayoría en el Congreso, se encargaron de que la propuesta de reforma fuera hundida en la Comisión Séptima del Senado de la República?

Las razones son claras: por un lado, la privatización del sistema a principios de la década del 90 hizo de la salud un jugoso negocio a cuyo usufructo no quieren renunciar quienes se han ido concentrando como sus principales benefactores; por otro, esos mismos benefactores financiaron las campañas de los partidos cuyos representantes tenían en sus manos la decisión de dejar o no que la reforma fuera aprobada. El Centro Democrático, el Partido de la U, el Partido Liberal, el Partido Conservador y la Alianza Social Independiente, que conformaban la mayoría en la Comisión Séptima, recibieron dinero de la empresa Keralty, propietaria de la EPS Sánitas, de acuerdo con denuncias hechas por el propio presidente y ratificadas en la edición del domingo 7 de abril por la revista Cambio

Este hecho configuraba por lo menos un impedimento ético que, si de ello estuvieran medianamente arropados los congresistas, los hubiera conminado a declararse impedidos a la hora de votar y expresar su decisión.

Así que si la reforma se hundió no fue porque no fuera pertinente y estuviera debidamente justificada, sino por una jugada política y un hecho inmoral en cabeza de los congresistas de la oposición, financiados por una de las empresas con intereses en el negocio.

Si la crisis empezó a manifestarse hace ya más de veinte años, aquí lo único nuevo es un gobierno cuya agenda de reformas quiere poner el interés general y colectivo sobre el de aquellos que durante toda la vida se han lucrado, a costa de quienes han carecido de voceros en los espacios de representación a la hora de tomar las decisiones.

Gustavo Petro es un presidente atenazado por un Congreso cuyas mayorías de la derecha le apuestan al fracaso de su gobierno. Un Congreso que se propone seguir legislando en contravía de los derechos y el bienestar de quienes solo son utilizados para cooptar su voto, y a los que luego los congresistas olvidan para mantenerse al servicio de aquellos a quienes mantienen endosadas sus conciencias.

Era de sobra sabido que este era el sino que iba a marcar el gobierno de Gustavo Petro, bloqueado por unas dirigencias partidistas que se mantienen intactas en sus costumbres, anegadas en  prácticas non santas y con muy baja estofa ética y moral.

Pero, si bien no es nuevo esto de las intervenciones y/o liquidaciones de EPS, lo cierto es que el presidente y su equipo de gobierno asumen una enorme responsabilidad con la reciente decisión de intervenir a dos de las empresas en este campo más representativas. Le va a costar mucho si se muestra inferior a los retos que tales determinaciones le imponen y debe sí o sí asegurar una mejor y más eficiente prestación del servicio a los afiliados.

Si optó por ese camino, le corresponde dotarse del mejor equipo humano posible y disponer de los recursos tecnológicos y financieros que eviten una nueva frustración a los usuarios. Debe saber que es mucho lo que se está jugando y que el universo infinito de enemigos que en torno a él se agrupan están a la orden y en disposición para disparar desde todos los frentes para verlo fenecer en su intento de que por fin algún día la democracia y la vida digna sea una posibilidad para todos y todas en Colombia.

Es también tarea de todos los ciudadanos disponer y manifestarse en su apoyo al gobierno en sus diferentes propuestas de reforma. Hay que entender que frente a los anhelos de cambio, tantas décadas aplazados, existen y van a seguir existiendo barreras muy difíciles de sortear. Los dueños del establecimiento no ahorrarán esfuerzos para cerrarles el paso y dejar que su hálito conservador, el egoísmo de sus intereses y sus ímpetus regresivos sean los que se sigan imponiendo. La derecha en Colombia ha sido siempre enemiga del progreso, mezquina en sus designios y claramente enemiga de quienes más requieren de un Estado de Derecho que esté efectivamente a su servicio.

Bien hace el señor presidente en llamar a todos a quienes hacen parte del sistema de salud en Colombia a que se unan al propósito de reforma: clínicas, hospitales, médicos, enfermeras y demás empleados que no disfrutan de sistemas de contratación estables y con remuneraciones dignas, además de los propios usuarios, deben sumarse a un objetivo que al final no busca otra cosa que el cuidado y la protección de la vida mediante políticas en las que se priorice la prevención, el servicio oportuno, el manejo transparente y la eficiencia y estabilidad financiera. 

Si las reformas se siguen aplazando y el sistema sigue en declive, los únicos responsables de la debacle social a que ello va a conducir serán los partidos que acomodados en el poder y a espaldas de las mayorías se siguen negando como desde hace más de dos siglos a que el país tenga un sistema de distribución más justo y equitativo y en dónde todos los sectores sociales tengan cabida.

Que más de 100 EPS hayan sido liquidadas, que se tenga que hacer una fila de cuatro horas o cien llamadas telefónicas para acceder a una cita que bien puede ser para dos o tres meses después, no importa que sea para una enfermedad que revista gravedad, indica que el sistema debe ser reformado y que el Acetaminofén, la Loratadina o el Ibuprofeno no son la solución.

La supuesta insolvencia financiera de las EPS no tiene explicación más allá de lo que podrían ser las ineficiencias o los manejos turbios de los recursos, algunos ya comprobados por los organismos de control e investigación.

En cualquier caso, no pueden ser los beneficiarios los más perjudicados ni se puede permitir tampoco que sean los de siempre los que sigan imponiendo las reglas de juego. Más de doscientos años de los mismos en el poder deberían considerarse suficientes para que esta vez y con un gobierno realmente diferente no se frustre la posibilidad de un cambio. 


*Economista-Magister en estudios políticos