Orlando Ortiz Medina*
Colombia está hoy en el peor de los mundos; no solo por los
efectos letales y dolorosos del Covid 19, que deja ya cerca de 10000 personas
fallecidas, sino también por el grave estado de postración moral y profundización
de la quiebra ética en la que durante este Gobierno nos hemos venido sumiendo, por
la forma en que con sus malos ejemplos se derruyen los cimientos y valores supremos de la democracia.
La situación es en extremo
calamitosa con un Presidente cuya legalidad y legitimidad están duramente cuestionadas,
debido a una supuesta compra de votos con dineros provenientes del narcotráfico
y por recibir para su campaña, contrario a la norma, donaciones de una familia venezolana;
con la Vicepresidenta de la República enmarañada por vínculos de sus familiares
o por negocios realizados directamente por ella con reconocidas figuras,
también del narcotráfico, y con un Embajador de la República al que, en pleno
ejercicio de su cargo, le descubren un laboratorio de producción de cocaína en
el patio de su casa.
Al inventario se suma la figura
del Fiscal General de la Nación, deslucido en su cargo por mostrarse como un
personaje que no reúne las virtudes de transparencia e imparcialidad que se le
exigen para estar al frente de uno de los órganos principales de administración
de justicia. Su amistad y su abyección al Presidente de la República acentúa la
desconfianza de una ciudadanía que no espera resultados transparentes de las
investigaciones que le corresponde realizar a su despacho, sobre el ingreso de
dineros de dudosa procedencia a su campaña. Los intentos de ocultar o manipular
información que ya es de público conocimiento han sido evidentes y, para
completar, abusa de su poder haciendo uso indebido de los bienes y recursos del
Estado, infringiendo normas con argucias arrogantes y utilizando la condición
de menor de edad de su hija.
A la sombra del Fiscal y por las mismas sendas,
se deja ir el Contralor General de la República, con quien se liga por el amiguismo
que los mantiene familiarmente cercanos e intercambiando favores en las
dependencias y funciones a su cargo. Recién se ha conocido de un negocio de
fabricación de tapabocas por cerca de mil trescientos millones de pesos, con una
empresa en cuya dirección, de acuerdo con investigaciones, lo que figura es un
taller de reparación de motocicletas. El asunto es que la compra fue firmada
por la esposa del Contralor, subalterna hasta hace pocos días del Fiscal General,
cuya esposa es a su vez subalterna del Contralor. Todo aparte de los paseos de
las dos familias con recursos del erario y en fechas restringidas por la
cuarentena.
Por si algo nos quedaba por ver,
se elige como presidente del Congreso de la República a Arturo Char, un
personaje sobre quien cursa también una investigación por la presunta comisión
de delitos electorales, por la que en pocos días, ya en ejercicio de su cargo, deberá
rendir indagatoria ante la Corte Suprema de Justicia. Además, ha tenido familiares
vinculados con el paramilitarismo y en su función como congresista sólo es
conocido por su irrelevancia, ya que nunca ha presentado un solo proyecto de ley
y tiene un elevado número de ausencias en las sesiones de trabajo
parlamentarias. A todo señor, todo honor.
Estamos pues en manos de una
dirigencia que, aunque muy bien acomodada, se muestra cada vez más carente de
virtudes, infecta, profundamente desvalorizada y con pocos activos a su favor
para regir los destinos del país; en un momento en que lo que se requiere es insuflar
el ánimo que nos ayude a superar el estado de angustia y depresión colectiva en
que nos encontramos.
Mientras el encierro agobia, la
evolución del contagio genera cada vez mayor temor y se agotan las fuentes de
subsistencia para una gran parte de los ciudadanos, la moral de las
instituciones sigue colapsando y no se advierte nada que nos permita pensar que
estamos al menos cerca de ver la luz al final del túnel. Nos vemos en una
crisis institucional y de liderazgo muy profunda, con ejecutivo, legislativo y
parte al menos de los órganos de control y del poder judicial, en cabeza de
personajes arrogantes, desdeñosos y carentes ante todo de la sabiduría y la
estatura ética que los enaltezca para lucir la dignidad de sus cargos.
Presidencia y Congreso actúan solo
para mostrarse obsecuentes con esa parte del país que continúa atada a las
lógicas del caudillismo y las castas familiares que, fundadas exclusivamente en
sus derechos de propiedad, controlan todos los hilos del poder y nos ratifican
como una nación premoderna y lejos todavía de contar con una cultura política y
un sistema institucional verdaderamente civilizado y democrático.
Eso es lo que simboliza la elección
de Arturo Char como presidente del Congreso, miembro de un clan familiar que
controla el sistema empresarial, los medios de comunicación, los cargos
principales de representación política y hasta la fanaticada del fútbol en la costa
Caribe. Aparte entonces de la debacle moral, el país se mantiene en las inercias
de un pasado cuyos umbrales civilizatorios otras sociedades superaron hace más
de dos siglos.
Para reforzar estas inercias, la estirpe presidencialista de
nuestro sistema político ha vuelto a relucir y la crisis ocasionada por el Covid 19 se ha utilizado para
que, al amparo de la declaratoria de emergencia económica y social, haya fluido
una disentería de decretos que atentan contra la división y la independencia de
poderes, razón y fundamento de cualquier sistema democrático. Al Congreso, no
solo sanitaria sino políticamente se lo ha declarado en cuarentena y a los
miembros de los partidos de oposición se los mantiene literalmente confinados y
con el tapabocas bien asegurado; más que para que se protejan del contagio, para
que eviten incomodar al reyezuelo en que ha terminado convertido el jefe del ejecutivo.
Y eso que no gobierna en nombre propio.
Con una democracia en estado de
excepción y con el predominio de personajes de la talla de Arturo Char en el Congreso
de la República, el Presidente tiene aseguradas las mayorías para que, sin
ningún óbice, sean aprobadas las iniciativas que él y su partido presentarán en
la nueva legislatura. La misma y vieja guardia bipartidista, solo que hoy diseminada
en nuevos rótulos, conserva su hegemonía para seguir legislando a espaldas de una
nación sumida en el letargo de
quienes se niegan a emprender las transformaciones que se requieren para salir
de la situación que nos mantiene como una democracia en ciernes y a una gran parte
de sus ciudadanos viviendo en condiciones de miseria y exclusión.
Para mantener su imagen, el Presidente
se exhibe en una alocución diaria de televisión,
con la que sólo busca distraer de la pobre condición de su jefatura, que pasará
sin gloria y nos dejará seguramente con la pena de sobrevivir en un país enfrascado
en la peor de las crisis. Si la historia lo recordará, será porque, en el año del
coronavirus, no había motivos para izar el pabellón nacional en la celebración
del Día de la Independencia, sino más bien la bandera roja con la que miles de
familias llamaban la atención para indicar que estaban padeciendo hambre.
Solo resta mantener la esperanza
y que no desfallezcamos quienes, en medio de tantas vicisitudes, creemos que es
posible seguir pensando en otro modelo de sociedad y en nuevas formas de
liderazgo que pongan sobre fundamentos éticos el ejercicio del poder y de la
función pública, para que las estirpes añejas de nuestra actual dirigencia no vuelvan
a tener, ojalá, una segunda oportunidad sobre
la tierra.
*Economista-Magister en Estudios
Políticos