miércoles, 29 de mayo de 2019

Semana sin Coronell


Orlando Ortiz Medina*


Deplorable, además de torpe y vergonzosa, la salida del periodista Daniel Coronell de la revista Semana.

Coronell se va con la frente en alto después de anticiparse a su despido con una potente  lección de dignidad y estatura ética para quienes ejercen el periodismo y para el propio medio al que prestaba sus servicios.  La causa de su despido fue haberle exigido a sus jefes que explicaran su decisión de engavetar una investigación en la que se hacía evidente el propósito del gobierno de reeditar la tenebrosa época de los llamados falsos positivos, en la que más de cuatro mil civiles inocentes fueron asesinados a manos de miembros de las fuerzas armadas para hacerlos pasar como guerrilleros dados de baja en combate.

La decisión de Semana ratifica que, en Colombia, antes que periodismo, lo que existe es una caricatura de periodismo, sobre todo aquel que regentan las directivas de los grandes medios, abyectos al poder y temerosos a la hora de honrar la misión a la que deben su existencia.

Bien ido Coronell de una casa editorial  que no merecía seguir alimentándose de los servicios de quien, al lado de uno o dos más de sus columnistas, le daba altura a su revista y le garantizaba un gran caudal de lectores y suscriptores; era su cara de mostrar, literalmente, su traje dominguero.

La decisión de Semana no merece sino el rechazo de quienes, más allá de sus posturas ideológicas, amigos o lectores o no de Coronell, defienden la libertad de expresión, el ejercicio del periodismo y el rol e imparcialidad de los medios como soporte inexorable de la democracia. Bien vale que cada ciudadano y ciudadana muestren su indignación y reaccionen frente a un hecho que reafirma la etapa de regresión en que actualmente se encuentra el país. No merece ser leído o escuchado un medio que banaliza su rol y deshonra a sus lectores cuando se autocensura y, peor aún, cuando con inusitada torpeza pone un cierre en la boca de uno de sus más afamados columnistas.

A Coronell -y al periodismo- lo enaltece su abrupta salida de Semana; quien reúne las virtudes que su profesión demanda, más aún cuando del periodismo investigativo y de opinión se trata, encontrará siempre un espacio y mantendrá el respeto y la fidelidad de sus lectores, aun de quienes lo siguen para increparlo, pues es también de eso que se trata, son los gajes del oficio.

La investigación sobre las directrices emanadas de la cúpula militar ya habían sido publicadas por el New York Times y causado un revuelo internacional que puso en la mira al ya de por sí débil y cuestionado gobierno del presidente Duque. De manera que a estas alturas no había nada que no se supiera y la salida de Coronell solo sirvió para mostrar que, dolorosamente, Colombia sigue padeciendo de un fuerte déficit de democracia porque sus principales medios de comunicación se mantienen en manos de una suerte de gurús a los que les cuesta mucho deshacer sus miedos y ser capaces de actuar con independencia, en este caso de un gobierno que, con muy poco que decir si de aciertos se trata, mucho tiene sí de capacidad para comprar conciencias o para hacerse sin escrúpulos y por el medio que sea al silencio de sus críticos.

*Economista-Magister en Estudios Políticos


martes, 14 de mayo de 2019

Es cuestión de dignidad

Orlando Ortiz Medina*

Es cuestión de dignidad que el señor presidente de la República o, en su defecto, su canciller se pronuncien frente a los recientes hechos de presión que los Estados Unidos, a través de su embajada, han hecho para tratar de incidir en decisiones que corresponden estrictamente al fuero interno de las instituciones y la sociedad colombiana. Se trata de las objeciones a la Justicia Especial para la Paz (JEP), presentadas por él mismo al Congreso de la República, y del pronunciamiento que se espera de la Corte Constitucional frente a la posibilidad de que se retorne al uso del glifosato para la erradicación de los cultivos de uso ilícito.

Es lo poco que puede esperar una ciudadanía que mayoritariamente hace rato dejó de sentirse como parte de una de esas republiquetas a las que ciertos Estados miraban como insignificantes gusarapos y sobre las que se sentían autorizados para obligarlas a obrar, sí o sí, en consecuencia con sus propios caprichos e  intereses.  

Que un Estado, por poderoso que sea, pretenda incidir en decisiones que afectan la autonomía y soberanía de una nación es, además de un atavismo, un hecho que rebasa todos los límites de la arrogancia y la insolencia, más aún cuando se trata de su sistema de aplicación de justicia y cuando lo que está en juego es nada menos que la consolidación de la paz, la preservación de su orden interno y la salud y seguridad de sus ciudadanos.

Al embajador Kevin Whitaker se le fue la mano cuando quiso con un desayuno, y ahora con la suspensión de las visas, llamar al orden y poner bajo chantaje a algunos congresistas y a miembros de las Cortes; parece no haber notado que un buen número de quienes hoy ocupan cargos en las instituciones republicanas han superado la abyección y pusilanimidad características de otras épocas, y que honrando su cargo están lejos de permitir que sus conciencias sean compradas con jugo de naranja, chocolate y huevos con tocineta. Lástima que no sean todos.  

Whitaker hace honor a su presidente, le copia de su vena autoritaria, cree como él que América Latina es todavía lo que siempre han considerado los EEUU: su patio trasero, su conejillo de indias, su despensa, el piloto de prueba de sus laboratorios, la causa de sus desgracias, el leimotiv de su seguridad nacional. Pero cree también, y en eso hay que concederle algo de razón, que los presidentes de los países latinoamericanos son sus súbditos y que puede por ello manosearlos a su antojo y pasearlos como a perritos con lazo por los puntos de su agenda y los jardines de su arrogancia. No todos, por fortuna, se dejan atar sus cuellos.

Volviendo sobre Colombia, al asunto de la dignidad y a la espera de que su presidente se pronuncie, me estoy refiriendo a Iván Duque, es lastimoso decir que el lazo sí está bien atado y que nos vamos a quedar viendo un chispero; atentos ad infinitum a que tal manifestación se produzca, aferrados a la esperanza de que un asomo de decoro asalte su humanidad y logre elevar en algo su escasa dote de estadista, tal cual la valoró el presidente Trump, quien de todas maneras le regaló un cumplido afirmando que era un buen hombre… algo es algo.

Pero difícil pedirle muestra alguna de dignidad, autonomía y defensa de la soberanía de un país a quien sólo está puesto en la silla por encargo y con la misión de esperar que le muevan los hilos, dictándole lo que debe o no hacer. Difícil para quien ni dentro de sus propios predios ha logrado el respeto y reconocimiento de su investidura y que por lo único que se ha destacado es por haberse convertido en rey de burlas y protagonista de primer orden para memes y caricaturas.

Estamos mal, muy mal, pues, aparte del cuestionado manejo de sus relaciones internacionales, en donde además de todo se ha mostrado como un gobernante faltón y líder de propuestas que, por ejemplo frente a la crisis venezolana, no han sido más que actos fallidos, el país se encuentra en un momento preocupante y peligroso de regresión. Los grupos armados y las bandas criminales han vuelto a ocupar espacios que ya habían perdido; han retornado las masacres y se han acrecentado de nuevo los desplazamientos; el asesinato de líderes sociales crece y crece sin que en el gobierno se advierta una real voluntad de respuesta; el proceso de paz, el hecho  político más importante de los últimos cincuenta años, no encuentra cabida en el orden del día de un gobierno al que los defensores a ultranza del establecimiento le han impuesto la agenda, hoy más cómodos y con el camino a sus anchas para atravesarse y evitar que tomen curso los acuerdos que allí fueron pactados.

La actual legislatura del Congreso pasará con más pena que gloria, porque a la hora de los grandes debates que la sociedad quiere oír para sentirse incursa en el camino hacia las reformas que la consoliden como una república verdaderamente moderna y democrática, han sido más efectivas estrategias como el ausentismo y la marrullería, cuando no el insulto, que pesa más ahora que la solidez de los argumentos.

El presidente nominado vive una seria crisis de gobernabilidad; a sus aliados en el Congreso, incluidos algunas veces los propios miembros de su partido, les resulta más fructífero y políticamente correcto hacerle el favor de ayudar a que se le hundan sus propuestas porque las saben livianas en su contenido y muy pesadas eso sí para sus intereses y las de aquellos a quienes representan.

Si en el concierto internacional no queremos dejar de ser mirados como una nación borrega y liliputiense, en el interior nos reafirmamos en la siempre aplazada espera por la consolidación de la democracia, a la que nunca de manera seria se le ha rendido culto en Colombia. Frente a los hechos esperanzadores y de cierto optimismo que nos había dejado el acuerdo de paz y la capacidad de resistencia de algunos movimientos sociales, se siente con vehemencia la reacción del conservadurismo y el poder criminal de quienes siempre se han opuesto a que se superen las inercias que nos mantienen como una nación, además de injusta, dolorosamente enlutada y más cerca de la barbarie que de lo que todavía siguen llamando civilización.

*Economista-Magíster en Estudios Políticos


martes, 26 de febrero de 2019

Venezuela: del concierto al desconcierto


Orlando Ortiz Medina*


Después del concierto pasamos al desconcierto por la malograda intención de resquebrajar la fidelidad de la guardia nacional venezolana a su presidente, lo que terminó siendo un revés para Juan Guaidó y quienes lo acompañaban en ese propósito.

El fracaso del ingreso de la carga de alimentos y otros bienes enviados desde los EEUU y la ruptura de relaciones políticas y diplomáticas con Colombia son, por las consecuencias que puedan desencadenar, las noticias a destacar del pasado 23 de febrero, antes que el éxito esperado de una mal llamada intervención humanitaria que, por el contrario, para lo único que sirvió fue para aumentar las tensiones y los niveles de riesgo de quienes como migrantes, repatriados o como ciudadanos de una u otra de las dos naciones están sufriendo las consecuencias de la torpeza de sus gobernantes y de los cercos de intereses a los que mantienen atadas sus actuaciones.

El que no haya sido posible la entrada de los camiones da cuenta de que la Guardia Nacional -pese a algunas deserciones individuales- se mantiene fiel a Nicolás Maduro y le otorga la tranquilidad que necesita para negarse a ceder a las presiones que algunos sectores de la comunidad internacional y grupos internos de oposición le vienen haciendo. La ruptura definitiva de relaciones políticas y diplomáticas con Colombia, su vecino inmediato y el principal de los aliados entre los países que apoyan la política de intervención de los EEUU, reflejan, por su parte, la configuración de un escenario en el que aparentemente se produce el agotamiento de las vías de diálogo.

Esta es la antesala perfecta para que, más temprano que tarde, pueda darse paso a una acción militar de parte de los EEUU o de una fuerza aliada, con consecuencias todavía imprevisibles, aunque en cualquier caso trágicas e inconvenientes para América Latina e incluso más allá de la región y el continente.

Estamos pues frente a la posibilidad de una guerra civil interna o a un conflicto de carácter internacional, en el que Colombia sería el primer afectado, y que sencillamente muestra la poca capacidad que como Estados, como naciones, en fin, como seres humanos o como sociedades, hemos logrado alcanzar para encarar civilizadamente la solución de nuestros conflictos.

De fondo, lo cierto es que somos parte de una sociedad que a escala planetaria ha ido quebrando la fuerza vinculante de las instituciones y de las normas y protocolos del derecho internacional, así como el rol de ciertas entidades y organismos de carácter supranacional, que muy faltos de creatividad se han mostrado para contribuir a encontrar salidas inteligentes frente a conflictos como el que hoy vivimos con Venezuela. Mucho, así parece, les cuesta a estos últimos aportar en la comprensión de la complejidad de la crisis y en la creación de entornos y rutas de abordaje que eviten desenlaces que puedan terminar siendo onerosos.

Cada quien habla, busca obrar y se arroga presentes y futuros a nombre de pueblos, patrias, ciudadanos, víctimas… pero sin ir más allá de acomodar su discurso al juego de sus propios intereses, o de aquellos que representan, en medio de ambiciones de dominio geopolítico, usufructo de recursos naturales y control de dinámicas y juegos de mercado, que es lo que final y verdaderamente está en juego.

Luego de los más recientes sucesos, por ejemplo, muchas voces afirman que Nicolás Maduro traspasó la línea roja y acabó con lo poco o nada de legitimidad y autoridad política y moral que le quedaba, lo que justificaría ya sin rodeos la intervención militar en los próximos días. Lejos podemos estar de darle la razón a Nicolás Maduro y validar su permanencia en el poder, pero menos seguros estamos de que quienes así lo juzgan tengan, ellos sí, la legitimidad y la autoridad política y moral que predican; asimismo, de que conocen y acatan que hay líneas rojas que tampoco pueden traspasar, y si en verdad les asisten razones para proclamarse defensores de derechos y democracias que tampoco viven, respetan o hacen respetar dentro de sus propios dominios.

Nada se puede aceptar que deje al descuido la libre autodeterminación de los pueblos, la soberanía de las naciones, el respeto a los Estados y, hoy más que nunca, la sindéresis que deben tener los gobernantes y los organismos internacionales para actuar de manera que se evite un derramamiento de sangre que simplemente sería inútil, como ya ha quedado de sobra demostrado en otras latitudes, donde el país de origen del mismo promotor de “todas las opciones están consideradas” ha dirigido sus intervenciones.

El desencadenamiento de una guerra o de cualquier tipo de intervención militar debe quedar descartado frente a la crisis de Venezuela; la vida de cientos o miles de ciudadanos venezolanos, eventualmente de colombianos o norteamericanos, o quizá de otras naciones, no puede quedar en manos de la intemperancia de un señor de mechón amarillo y agresiva elegancia, de la falta de agenda de otro de cabello prematuramente cano y pensamiento enajenado, o del temor a perder el poder de aquel a quien, literalmente, cada vez le queda menos petróleo para mantenerse al frente de un país que ya no puede decir que gobierna. 

Peor sería poner a Colombia como cabeza de playa para una intervención de los EEUU o de una coalición internacional, no puede el presidente Duque actuar en esa dirección a nombre de todos los colombianos, que seguramente en mayoría se muestran contrarios a una decisión de esa naturaleza. Más allá de circunstancias coyunturales, que lo son con la permanencia en el poder de Nicolás Maduro, sería un contrasentido histórico con un pueblo que en otros momentos ha sido solidario con miles de colombianos que, aunque en circunstancias diferentes, también se vieron obligados a migrar para sortear una mejor oportunidad para sus vidas, de igual manera negada dentro de su propio suelo.

Bien nos iría si la crisis fronteriza cediera, cuando más pronto mejor, para que el señor Duque libere tiempo y comience a gobernar en Colombia, en donde, entre otras calamidades, mientras algunos ríos se le secan otros se le desbordan, afectando en todo caso a quienes más lo necesitan, siempre víctimas como han sido del abandono del Estado. Más aún, en donde, a propósitos de vidas, paz y derechos humanos, casi a diario un líder social ha sido asesinado en lo que va corrido del año.

Ya es bastante con haber prestado el territorio para que uno a uno se birlaran los principios humanitarios, otra vergüenza a la que el señor presidente se somete, pero que al parecer no le importa en su ya consabida inclinación a desconocer los acuerdos y protocolos internacionales.  

Ojalá el nuevo aire que el fracaso de esta operación significa para Nicolás Maduro no se torne en una tempestad, en la que no solo en Venezuela sino también en Colombia terminemos ahogando las pocas esperanzas de paz que nos van quedando.

Esperemos que sea la sensatez y el interés por la defensa de la  paz y de la vida lo que, ojalá, sirva de faro a quienes aquí y allá tenemos acomodados en los sillones del poder. Querámoslo o no, tienen en sus manos gran parte del destino de nuestras naciones.


*Economista-Magister en Estudios Políticos