Orlando Ortiz Medina*
Después del concierto pasamos al
desconcierto por la malograda intención de resquebrajar la fidelidad de la
guardia nacional venezolana a su presidente, lo que terminó siendo un revés
para Juan Guaidó y quienes lo acompañaban en ese propósito.
El fracaso del ingreso de la carga de
alimentos y otros bienes enviados desde los EEUU y la ruptura de relaciones políticas
y diplomáticas con Colombia son, por las consecuencias que puedan desencadenar,
las noticias a destacar del pasado 23 de febrero, antes que el éxito esperado de
una mal llamada intervención humanitaria que, por el contrario, para lo único
que sirvió fue para aumentar las tensiones y los niveles de riesgo de quienes
como migrantes, repatriados o como ciudadanos de una u otra de las dos naciones
están sufriendo las consecuencias de la torpeza de sus gobernantes y de los
cercos de intereses a los que mantienen atadas sus actuaciones.
El que no haya sido posible la
entrada de los camiones da cuenta de que la Guardia Nacional -pese a algunas
deserciones individuales- se mantiene fiel a Nicolás Maduro y le otorga la tranquilidad
que necesita para negarse a ceder a las presiones que algunos sectores de la
comunidad internacional y grupos internos de oposición le vienen haciendo. La
ruptura definitiva de relaciones políticas y diplomáticas con Colombia, su
vecino inmediato y el principal de los aliados entre los países que apoyan la
política de intervención de los EEUU, reflejan, por su parte, la configuración
de un escenario en el que aparentemente se produce el agotamiento de las vías
de diálogo.
Esta es la antesala perfecta para que,
más temprano que tarde, pueda darse paso a una acción militar de parte de los
EEUU o de una fuerza aliada, con consecuencias todavía imprevisibles, aunque en
cualquier caso trágicas e inconvenientes para América Latina e incluso más allá
de la región y el continente.
Estamos pues frente a la posibilidad
de una guerra civil interna o a un conflicto de carácter internacional, en el
que Colombia sería el primer afectado, y que sencillamente muestra la poca capacidad
que como Estados, como naciones, en fin, como seres humanos o como sociedades, hemos
logrado alcanzar para encarar civilizadamente la solución de nuestros conflictos.
De fondo, lo cierto es que somos parte
de una sociedad que a escala planetaria ha ido quebrando la fuerza vinculante de
las instituciones y de las normas y protocolos del derecho internacional, así
como el rol de ciertas entidades y organismos de carácter supranacional, que
muy faltos de creatividad se han mostrado para contribuir a encontrar salidas
inteligentes frente a conflictos como el que hoy vivimos con Venezuela. Mucho,
así parece, les cuesta a estos últimos aportar en la comprensión de la complejidad
de la crisis y en la creación de entornos y rutas de abordaje que eviten desenlaces que puedan terminar siendo onerosos.
Cada quien habla, busca obrar y se
arroga presentes y futuros a nombre de pueblos, patrias, ciudadanos, víctimas… pero
sin ir más allá de acomodar su discurso al juego de sus propios intereses, o de
aquellos que representan, en medio de ambiciones de dominio geopolítico,
usufructo de recursos naturales y control de dinámicas y juegos de mercado, que
es lo que final y verdaderamente está en juego.
Luego de los más recientes sucesos,
por ejemplo, muchas voces afirman que Nicolás Maduro traspasó la línea roja y
acabó con lo poco o nada de legitimidad y autoridad política y moral que le
quedaba, lo que justificaría ya sin rodeos la intervención militar en los
próximos días. Lejos podemos estar de darle la razón a Nicolás Maduro y validar
su permanencia en el poder, pero menos seguros estamos de que quienes así lo
juzgan tengan, ellos sí, la legitimidad y la autoridad política y moral que
predican; asimismo, de que conocen y acatan que
hay líneas rojas que tampoco pueden traspasar, y si en verdad les asisten razones
para proclamarse defensores de derechos y democracias que tampoco viven,
respetan o hacen respetar dentro de sus propios dominios.
Nada se puede aceptar que deje al
descuido la libre autodeterminación de los pueblos, la soberanía de las
naciones, el respeto a los Estados y, hoy más que nunca, la sindéresis que
deben tener los gobernantes y los organismos internacionales para actuar de
manera que se evite un derramamiento de sangre que simplemente sería inútil,
como ya ha quedado de sobra demostrado en otras latitudes, donde el país de
origen del mismo promotor de “todas las opciones están consideradas” ha
dirigido sus intervenciones.
El desencadenamiento de una guerra o de
cualquier tipo de intervención militar debe quedar descartado frente a la
crisis de Venezuela; la vida de cientos o miles de ciudadanos venezolanos,
eventualmente de colombianos o norteamericanos, o quizá de otras naciones, no
puede quedar en manos de la intemperancia de un señor de mechón amarillo y agresiva
elegancia, de la falta de agenda de otro de cabello prematuramente cano y
pensamiento enajenado, o del temor a perder el poder de aquel a quien,
literalmente, cada vez le queda menos petróleo para mantenerse al frente de un
país que ya no puede decir que gobierna.
Peor sería poner a Colombia como
cabeza de playa para una intervención de los EEUU o de una coalición
internacional, no puede el presidente Duque actuar en esa dirección a nombre de
todos los colombianos, que seguramente en mayoría se muestran contrarios a una
decisión de esa naturaleza. Más allá de circunstancias coyunturales, que lo son
con la permanencia en el poder de Nicolás Maduro, sería un contrasentido
histórico con un pueblo que en otros momentos ha sido solidario con miles de
colombianos que, aunque en circunstancias diferentes, también se vieron
obligados a migrar para sortear una mejor oportunidad para sus vidas, de igual
manera negada dentro de su propio suelo.
Bien nos iría si la crisis fronteriza
cediera, cuando más pronto mejor, para que el señor Duque libere tiempo y
comience a gobernar en Colombia, en donde, entre otras calamidades, mientras
algunos ríos se le secan otros se le desbordan, afectando en todo caso a
quienes más lo necesitan, siempre víctimas como han sido del abandono del
Estado. Más aún, en donde, a propósitos de vidas, paz y derechos humanos, casi a
diario un líder social ha sido asesinado en lo que va corrido del año.
Ya es bastante con haber prestado el
territorio para que uno a uno se birlaran los principios humanitarios, otra vergüenza
a la que el señor presidente se somete, pero que al parecer no le importa en su
ya consabida inclinación a desconocer los acuerdos y protocolos
internacionales.
Ojalá el nuevo aire que el fracaso de
esta operación significa para Nicolás Maduro no se torne en una tempestad, en
la que no solo en Venezuela sino también en Colombia terminemos ahogando las
pocas esperanzas de paz que nos van quedando.
Esperemos que sea la sensatez y el
interés por la defensa de la paz y de la
vida lo que, ojalá, sirva de faro a quienes aquí y allá tenemos acomodados en los
sillones del poder. Querámoslo o no, tienen en sus manos gran parte del destino
de nuestras naciones.
*Economista-Magister en Estudios
Políticos