Orlando Ortiz Medina*
Esta paz que se dice que avanza
gracias a la desmovilización y entrega de armas por parte de las FARC no puede,
no va a ser nunca cierta si el camino para llegar a ella va a quedar
pavimentado con los cadáveres de los líderes sociales.
Carece de sentido que sea ese el
testimonio del esfuerzo de un país empeñado en terminar la guerra. Si este
proceso no lleva ante todo a la consagración de la vida, si no es para
desahuciar o ahuyentar la muerte, Colombia toda habrá perdido el tiempo y
seguirá, como hasta ahora, anegada en los ríos de su sangre. Será de nuevo una
gran frustración para quienes todavía anhelamos saber qué es vivir una
cotidianidad sin violencia, para los que aspiramos a sentir qué es respirar un
aire que no nos llegué cargado de los vapores del plomo.
No pueden, la sociedad ni el
Estado, permitir otra vergüenza como la que arrastra el país ante el mundo por el
asesinato de más de cinco mil integrantes de la Unión Patriótica, aparte de
otros tantos líderes y lideresas de otras organizaciones y sectores políticos que
han sido sacrificados en las últimas décadas.
Hay que evitar que se ahogue de
nuevo la esperanza de alcanzar lo que no fue posible con la Constitución de
1991: una sociedad en la que proceda sin temores el ejercicio de la democracia,
con plena vigencia del Estado Social de Derecho y garante de los derechos
fundamentales, en particular la integridad y la vida de los ciudadanos, cuyos saldo
es cada vez más oneroso.
Con la promulgación de la nueva Constitución
quedó claro que una sociedad capaz de resolver civilizadamente sus conflictos
no es sólo un asunto de cambios formales o modificaciones en la arquitectura institucional sino que paralelamente es necesario superar los males entronizados en el conjunto
de sus principios y valores que, en el caso de Colombia, hicieron que la guerra
y la violencia se consagraran como sustitutos de la política y como fuente principal
de la conquista y defensa del poder.
No se lograron transformar los comportamientos
que, con visos premodernos o propios de tiempos y sociedades bárbaras, permearon
el ideario de algunos partidos y organizaciones, las propias actuaciones del Estado,
por supuesto las de los grupos ilegales y las de una porción importante de los
ciudadanos. Persiste la herencia perversa del llamado “Periodo de la Violencia”
de los años cincuenta, al igual que las secuelas heredadas del Frente Nacional,
en el que un pacto amañado del bipartidismo condenó como enemigo y proscribió
de los espacios de la democracia a partidos, fuerzas políticas u organizaciones
alternativas, o a quienes simplemente se atrevían a reclamar sus derechos o a
defender la posibilidad de que se permitiera al menos un pensamiento diferente.
El Estado, en general, sigue siendo
inferior a sus responsabilidades y no tiene la presencia suficiente y adecuada
sobre la mayoría de los territorios; por el contrario, más aun ahora después de
la desmovilización de las FARC, sigue cediendo su soberanía a un conjunto cada
vez más inasible de organizaciones criminales, frente a las que los ciudadanos permanecen
en estado de indefensión y sometidos a sus normas criminales y autoritarias. Se
mantiene, como se ha dicho en otras ocasiones, como un “Estado fallido”, sin
suficiente legitimidad, lejos de poder garantizar la seguridad y conquistar la
confianza y el respaldo entre los habitantes de campos y ciudades.
Quienes están siendo asesinados
son hombres y mujeres que lideran procesos en sus comunidades, defensores de
Derechos Humanos, reclamantes de tierras, víctimas que abogan por su derecho a
la verdad, la justicia y la reparación; en fin, personas comprometidas con que
el proceso paz siga su cauce y que simbolizan, además, la memoria de los que en
otros momentos de la historia terminaron sacrificando su vida. Es decir, que nos
recuerdan que, en Colombia, las razones para disponer de la vida de quienes resultan
incómodos frente a los intereses de ciertos sectores del poder -legales o
ilegales-, en esencia, siguen siendo las mismas.
De manera que no estamos ante
nada nuevo sino que nos mantenemos atados a los nudos ciegos de una violencia
que se resiste a ceder y que nos quiere seguir enredando entre las lógicas del odio
y la barbarie.
Queda cada vez más claro que la violencia
de la que somos víctimas no descansa en las actuaciones de tal o cuales actores
sino que se recicla y fluye por entre las venas y el modus vivendi de una sociedad
incapaz de reinventarse, que tiene sus propias formas de resiliencia y se
enarbola como un fenómeno superior a la inteligencia y la dignidad humana.
Preocupa y no puede entenderse el
empeño del Gobierno en desconocer las razones y la magnitud de los hechos, así
como la actitud generalizada de una ciudadanía para la que más de un centenar de líderes asesinados en pleno
proceso de paz pareciera ser un asunto menor, lo que sólo da cuenta, en uno y
otro caso, de la dimensión de su quiebra ética y su enanismo moral.
Es cierto que la solución
política del conflicto armado con las FARC es un paso enorme y nos mantiene
todavía con esperanzas, pero todo ello será vano si el Estado no desarrolla la
capacidad para cumplir el rol que le corresponde; si no logra sobreponerse a
quienes socaban su legitimidad y con los que, antes que combatir, pareciera más
bien mimetizarse en la responsabilidad de los crímenes.
Con cada vida de un líder o
lideresa que sea asesinado se elimina una historia, se desanda un camino, se
mina la moral y se infunde un miedo que ahoga las ilusiones de grupos o
comunidades cuyos representantes no eran más que la prolongación de su voz y
del llamado a que de sus territorios se destierren de una vez por todas los
fantasmas de la guerra.
Cabe ahora preguntarnos si estamos
en riesgo de entrar o nos encontramos ya en un nuevo ciclo de violencia, una
violencia que se nos quiere mostrar como si no tuviera dueños y que pareciera advertirnos
que va a seguir siendo nuestro solaz, que el único destino que nos queda como
sociedad es el colapso, o seguir “sembrando ausencias”, de acuerdo con la
reflexión a la que nos convocó la artista Doris Salcedo hace unos meses en la Plaza
de Bolívar.
*Economista-Magister en Estudios
Políticos