Orlando Ortíz
Medina*
Difícil digerir que quien hoy enarbola el llamado a la
resistencia civil sea justamente el
que en la Colombia contemporánea se
ha destacado como el más enconado enemigo de la civilidad. Nadie como él
representa mejor la estirpe guerrerista y de acendrado militarismo que ha
caracterizado pensamiento y acción de una inmensa porción de la sociedad
colombiana, incluidos partidos, gobernantes, movimientos armados de izquierda y
de derecha, y no menos una buena parte de la sociedad civil, que ha prohijado
el uso de las armas y de la violencia como el recurso fundamental para la
conquista y defensa de la autoridad y del poder.
En su caso, a Álvaro Uribe hay
que abonarle, aunque no celebrarle, el haber logrado convocar en su entorno a esa
especie de identidad y sentido común que se ha construido alrededor de que solo
fuerza y la acción militar constituyen el fundamento de la seguridad, el orden y
la legitimidad del gobierno y el Estado.
En efecto, la significativa
acogida de su Política de Seguridad Democrática, se explica justamente como producto
del encuentro entre las bases de su propuesta de gobierno y un discurso social erigido
históricamente alrededor del militarismo, con el que en su momento pudo fácilmente ponerse en sintonía.
También el país había
llegado a una especie desesperanza colectiva luego
del fracaso del proceso de negociación con las FARC durante el gobierno
de Andrés Pastrana Arango (1998-2002), y estaba en boga la llamada cruzada mundial
contra el terrorismo promovida por el gobierno norteamericano después de los atentados
del 11 de septiembre de 2001. Dos circunstancias adicionales que sumadas a su ya
conocido talante autoritario le permitieron copar a su antojo la institucionalidad
y los espacios mediáticos, además de poner a su favor a la mayoría de los
sectores políticos y sociales, más allá incluso de las fronteras nacionales.
Terminó así como protagonista
de un gobierno en el que las fronteras entre lo civil y lo militar tendieron a
desdibujarse, o se confundieron como sangre de una misma vena en los distintos ámbitos
de la vida social, política y cultural de la nación. Basta recordar la manera
como en su gobierno se entendió y convocó la solidaridad y la cooperación
ciudadana, que llevó a la vinculación o mimetización de los civiles en tareas
de estricta competencia de las fuerzas armadas y de los organismos de
inteligencia y seguridad del Estado, a través de figuras como las Redes de
Informantes, los Frentes de Seguridad Ciudadana y los soldados campesinos, principalmente;
un híbrido ampliamente cuestionado con el que se quiso hacer de cada ciudadano
un policía o un soldado más al servicio de la política de seguridad del Estado.
Así ha entendido Álvaro Uribe
la cooperación y la solidaridad a que se deben y se obligan los ciudadanos con
el Estado; una curiosa dimensión en la que el estamento y la doctrina militar terminan
siendo la fuerza integradora y de cohesión de la sociedad y la nación, y que se
invocan a favor del establecimiento y no de la ciudadanía que padece los
rigores de la guerra y la violencia.
Si sobre la base de estos
principios Uribe logró poner en cuestión la existencia de un conflicto armado
en Colombia, sobre ellos mismos propone hoy un llamado a la resistencia contra el
proceso de paz, en el que en sus delirios ve a un monstruo de mil cabezas vestido
de actos de impunidad, amenazas contra la democracia, el estado de derecho y
las instituciones. Claro que en la otra faceta de su enredadora personalidad
sabe que lo que hay realmente es una amenaza contra sus intereses personales y
familiares, y los de amigos, contertulios y exfuncionarios de su gobierno, algunos
prófugos, unos y otros implicados en la comisión de distinto tipo de delitos.
De manera que lo que
subyace en su propuesta es, por el contrario, el deseo de una sociedad dividida,
confrontada y enajenada en el ideario de quien ha aprendido a solazarse en sus
miedos y en el discurso apocalíptico de la inevitabilidad de la tragedia, si no se
acoge a pie juntillas el decálogo de sus postulados dictatoriales.
Él sabe y aprovecha que
tiene a su favor el saldo que todavía le queda de una buena cuota de popularidad,
empujada entonces por el desprestigio que de manera simultánea se granjeaban
las FARC y, como ya al comienzo se anotó, por ese nexo no difícil de encontrar
entre su talante y el de una sociedad acostumbrada a marchar al ritmo de la
melodía autoritaria que resuena en sus discursos, y que los medios como áulicos
abyectos, temerosos u obligados, reproducen como las máximas del Gran Hermano.
Con su mañoso y eufemístico
llamado, que usurpa y manosea el pensamiento de verdaderos líderes y adalides
de la civilidad como Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela, entre otros,
lo que le interesa realmente es atravesarse para que una solución política y
negociada del conflicto armado, en la que nunca ha creído, quede fuera de toda
consideración. Asimismo, continuar en su tarea de afianzar conceptos, lenguajes
y formas de pensamiento que sigan manteniendo la perversa ecuación amigos-enemigos
en todos los niveles de la sociedad, y especialmente en el ámbito de la política,
para que la guerra siga siendo no sólo su espacio de divertimiento, sino la
brea con la que pavimenta el camino por el que pueda evadirse de sus delitos y responsabilidades.
Ojalá esta vez la sociedad
haga caso omiso al llamado de quien sólo se ha caracterizado por su desprecio de
las lógicas consensuales, el diálogo, el discernimiento, en fin, su desprecio
por la política, esa sí razón de ser de la civilidad y los fundamentos de los
Estados y las democracias modernas.
La terminación del
conflicto armado por la vía del diálogo y la negociación será un paso
fundamental para trascender las posiciones totalitarias que desde una u otra orilla
han servido para que en el país se mantenga viva la llama de la guerra y la violencia;
es también la posibilidad de recuperar el espacio para la pluralidad y evitar que
se siga promoviendo el cercenamiento de cualquier forma de pensamiento o ejercicio
de la crítica.
Lo que nos corresponde como
individuos y como sociedad es avanzar en la arquitectura de nuevas formas de aprehensión
e intervención en la política, en donde la violencia y la respuesta militar como
alternativa para la solución de los conflictos sean entendidas como parte de un
atavismo histórico y una forma de vida ya proscrita.
Finalmente, en donde la ética
civilista, de la que poco conocemos en el ilustre personaje que da lugar a este
escrito, sea el verdadero fundamento de la nueva majestad de la sociedad y del
Estado.
*Economista-Magister en Estudios Políticos