Orlando
Ortiz Medina*
Con la esperanza en firme y con
una cantidad cada vez mayor de colombianos convencidos de que finalmente se
llegará a un acuerdo entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC, avanzan ya
las discusiones en torno a la manera como la sociedad y el Estado deberán
encarar las secuelas de más de cinco décadas de confrontación armada: lo que
será la sociedad del postconflicto.
Incluso con cifras que todavía parecen sacadas del sombrero, algunos ya se han atrevido a señalar lo que serán sus costos, el impacto que ello tendrá en la economía y la manera como Estado y sociedad deberán hacerse a los recursos que sin duda se van a necesitar.
Ya se advierten medidas que en su
momento tomarán su curso, como el incremento o el establecimiento de nuevos
impuestos; se hacen llamados a la cooperación internacional para que mantenga
su presencia en Colombia y apoye no sólo económica sino políticamente las
tareas que quedarán pendientes y se convocará también al sector privado que será
sin duda uno de los actores fundamentales.
De allí se espera que lleguen los
recursos para la reincorporación de excombatientes, la reparación a las
víctimas, los planes de recuperación que habrá que implementar en aquellas
regiones que resultaron más afectadas, además de los que se van a necesitar
para hacer frente a los coletazos de violencia que seguramente continuarán
haciendo parte de la nueva dinámica en la que entrará el país.
Pero
la verdad es que, en lo que a economía y post conflicto se refiere, el tema es
de mayor factura, mucho más complejo y está más allá de la discusión sobre los
posibles costos y sus fuentes de financiación, que en todo caso serán siempre
inferiores a los costos de la guerra; sobre todo porque nadie nunca podrá
compensar lo que en vidas humanas hasta ahora la sociedad ha tenido que pagar. El sólo silenciamiento de las armas es de
entrada un paso significativo hacia la
disminución de los costos que la guerra arrastra.
En la sociedad del post conflicto
los asuntos de la economía pasaran antes que nada por hacerse las siguientes
reflexiones:
En primer lugar, la continuidad y
viabilidad de un modelo de desarrollo -y de las políticas económicas que le
fueron consecuentes-, que terminó en la exclusión y la marginalidad de amplios
sectores sociales, elevados índices de concentración de la riqueza y la condena
de una gran cantidad de ciudadanos a padecer condiciones de pobreza o pobreza
extrema, que es finalmente lo que para muchos explica el origen y desarrollo
del conflicto.
En segundo lugar, la manera de
hacer frente a un entorno en el que prácticas económicas legales e ilegales
-explotación indebida de recursos naturales, contrabando, corrupción, lavado de
dólares, cultivos de uso ilícito, etc.-, terminaron solapadas y requiriéndose
mutuamente, con la participación infortunada de todos los sectores sociales;
desde el campesino más pobre que sustituye sus cultivos culturales y
tradicionales por la hoja de coca, el personaje que en las grandes ciudades se
apropia del espacio público y vende las esquinas o cobra impuestos a los vendedores
informales, hasta el gran empresario que actúa en connivencia con personas u
organizaciones ligadas con las mafias y los grupos criminales.
En uno y otro caso, significa
nada menos que hacer frente a la quiebra ética y moral de una sociedad en la
que el afán desmedido de lucro hizo de la actividad económica un escenario más
de manifestación del exacerbado individualismo, la mezquindad, la corrupción y
la degradación humana.
Muchas entidades del sector
privado terminaron en manos de dirigencias inescrupulosas que fraguaron todo
tipo de triquiñuelas para poner a su haber los recursos que el Estado delega a
su manejo, como los de la salud, por ejemplo, que afecta uno de los derechos
que más pesa sobre la vida de los ciudadanos. El propio Estado fue cooptado o
capturado por las mafias: entidades del orden nacional, gobernaciones,
alcaldías, concejos municipales, etc., quedaron en manos de organizaciones
criminales que pervirtieron todo el sistema de administración y contratación
pública y se hicieron con los recursos que debieron ser utilizados para el
desarrollo de los territorios y la atención de las necesidades básicas de sus
ciudadanos.
Así que de lo que al fin y al
cabo se trata es de poner en cuestión y
profundizar sobre la relación que existe o debe
existir entre dos conceptos que nunca han hallado puntos de encuentro en la sociedad colombiana: ética y economía. La sociedad
del post conflicto no podrá seguir siendo aquella en la que éstas sigan siendo
lógicas y realidades tan profundamente escindidas; por el contrario, hay que
partir de que se requiere de una indisoluble relación entre el ser y el
ejercicio económico y el deber ser ético; que hablar de post conflicto implica
el arribo a una sociedad imbuida, antes que por el interés egoísta, privado
y particular, por la supremacía de una ética
pública, la prevalencia del bien y el interés común y colectivo, y por
los principios de equidad y de justicia, tan ajenos estos últimos a la realidad
colombiana.
Las estructuras oligopólicas y
las elevadas tasas de intermediación en el sector bancario, la altísima
concentración de la propiedad de la tierra, las desmedidas tasas de ganancia de algunos sectores de la industria y el
sector agropecuario, la marcada inequidad en
el acceso a ingresos, la mercantilización de los derechos, la existencia de un
sistema de tributación altamente regresivo etc., así como las variadas formas
de corrupción y de ilegalidad ya referidas, deben entenderse como realidades en
contravía de una sociedad que aspira a entrar en una nueva etapa de su historia
y a superar las circunstancias que la llevaron a estados máximos de
degradación, la tornaron excesivamente violenta y han mantenido al borde del
colapso sus formas de existencia.
Si la
transformación de estas condiciones no se produce, Colombia no logrará la
madurez ni alcanzará la capacidad social, política e institucional que requiere
para la solución de sus conflictos.
Lo anterior demanda la construcción de un
nuevo saber, el abono de un nuevo campo de sentidos y significaciones sociales,
una mutación de los cimientos y
contenidos que han orientado el funcionamiento del Estado, la concepción del
desarrollo y las políticas económicas que de él se han derivado; igualmente, del
sistema de valores con que los propios ciudadanos han encarado sus lógicas de
sobrevivencia.
Implica asumir que ética,
economía y política son parte una misma dinámica y de rutas que se reclaman
convergentes; que se requiere de una nueva forma de organización y
funcionamiento del Estado y de sus instituciones, así como de sus relaciones
con la sociedad civil. Por un lado, los ciudadanos deberán tener mayor
presencia en la construcción y definición de las políticas y, por otro, el
Estado deberá transformar los fundamentos de su legitimidad y recuperar su rol
como responsable del interés general y de la construcción de una ética pública
y colectiva. Igualmente, como doliente directo de las demandas y necesidades de
sus ciudadanos, delegadas hoy al ilusorio papel del mercado y la mano invisible
y su supuesta capacidad para equilibrar el acceso al bienestar y la superación
de las desigualdades.
Hay finalmente un tercer elemento
que es necesario considerar: el casi total agotamiento del aparato productivo
interno que ha dejado la aplicación de las
políticas neoliberales de las últimas décadas y que exige desde ahora una serie
compleja de replanteamientos y rupturas.
Lo que hoy tenemos es una
economía con elevados niveles de dependencia externa, pobres indicadores de
desarrollo tecnológico y estructuras productivas que, en general, mantienen al
país en desventaja en relación con los rangos de competitividad de otras
naciones del mundo. Una economía cuyas políticas abandonaron el enorme
potencial agrícola, pecuario y manufacturero nacional y que pasó a depender esencialmente
de la exportación de productos primarios (en los últimos años en especial del
sector minero y de hidrocarburos), cuya capacidad de generación de valor
agregado y de empleo estable y de calidad es prácticamente nula.
El abandono del mercado interno
como fuente y escenario que en otras épocas sirvió además
como medio para la integración de nuestro rico y variado universo de territorios,
pasa hoy una cuenta cobro por la enorme deuda que se tiene con algunos
de ellos, cuyas capacidades productivas fueron abandonadas a su suerte, que no
fue otra que la de caer, bien en la absoluta insolvencia de sus estructuras
productivas, bien en las manos de especuladores y rentistas, o de emporios
empresariales en cabeza de organizaciones criminales.
Es claro entonces que se requiere
también recuperar la dimensión y el potencial de desarrollo que el país tiene en
prácticamente todos sus renglones productivos. Existen
sectores que reunirían las condiciones para llevar a que las empresas nacionales
sean más que casas de ensamble de las empresas multinacionales; que lleven a
que la economía dependa menos de los vaivenes de la economía internacional y tengan menos impactos negativos sobre el medio
ambiente y las dinámicas sociales, políticas
y culturales.
No se trata para nada de que la
economía se sustraiga de avanzar en la búsqueda de condiciones que le permitan
alcanzar un crecimiento sostenido ni de lo que significa estar en el marco de
una economía globalizada y un comercio internacional cada vez más articulado;
pero sí de saber que ello carece de sentido si al mismo tiempo no se recupera el
fin y la razón y última y superior del Estado y sus políticas, que es la de
garantizar y proteger los intereses nacionales y la vida en condiciones de
igualdad y dignidad de todos y cada uno de sus ciudadanos.
Que el conflicto –aun si se
supera su expresión armada- va a continuar, es natural y elemental decirlo;
pues no hay sin él historias ni realidades posibles. Se verá sí cuál será la capacidad
de la sociedad para transformarlo y encontrarle salidas que no sigan siendo ni
las de la violencia: hija de una sociedad que se degrada cuando a sus
individuos se les va haciendo imposible sentir, sufrir y mirarse en la realidad
del otro, ni las de enajenarse sin ser capaz de orientar con autonomía sus propios
destinos.
*Economista-Magíster en Estudios
Políticos