Memoria de mis putas tristes
Orlando Ortiz Medina*
Cualquiera que haya ido a Cartagena habrá sido objeto de una oferta, tan casual en la ciudad colonial como en cualquier otra ciudad o municipio de Colombia, en donde, así como una lata de cerveza, una cajetilla de cigarrillos o una caja de tabacos, le ofrecen sin rubor “chicas a bajo precio”; de la edad que usted quiera y puesta en el sitio que usted disponga: un bar, la playa o en la habitación del hotel; costo del domicilio y el cafisho incluido. Que el cuerpo y los servicios sexuales sean uno más de los productos y mercancías a los que se pueda acceder en el universo del mercado no es pues noticia, menos en lugares en donde el turismo es tan atractivo como en la muy bien presentada al mundo ciudad de Cartagena.
De manera que, el hecho que terminó marcando la recién celebrada Cumbre de las Américas no debería generar mayor misterio; ya lo dijeron en los Estados Unidos, fue sólo “un acto de indisciplina” de algunos -muy pocos porque en total eran mil- de los agentes de seguridad del presidente Obama. No se violaron leyes colombianas, no se irrespetó a su gobierno, no se cometió ningún delito (ellos no cometen delitos); no es nada que no se pueda subsanar con un despido o sanción ejemplarizante a los desobedientes muchachos.
Lo que sí es irrefutable es que son cientos de mujeres las que ejercen el que es conocido como el oficio más antiguo del mundo; oficio que en Colombia ha venido creciendo a medida que aumenta también la pobreza y que, en especial para las adolescentes e incluso para muchas niñas, es el único que les va quedando como alternativa para solventar su sobrevivencia.
Aunque no se reconozca, en nuestras ciudades hay una relación directa entre prostitución y pobreza; muchas de las mujeres que ejercen como trabajadoras sexuales son el soporte económico de sus familias: padres, madres, hermanos o hermanas; otras son madres solteras y casi todas víctimas también de violencia intrafamiliar, lo que se constituye en un factor adicional que las empuja al desempeño de su trabajo.
“La pobreza me obliga”, suelen argumentar cuando se trata de justificar su labor. Y cómo no creerles en una ciudad que, como Cartagena, es el más vergonzoso y fiel reflejo de una realidad polarizada, en extremos en los que la opulencia, el derroche y el esnobismo de unos cuantos se confronta con la pobreza, el dolor y la humillación e infelicidad a que se está condenando a muchos otros.
Basta con darse una vuelta por los barrios de la zona sur oriental de la ciudad, anegados en la pobreza, olvidados por el Estado y con una precaria infraestructura de servicios públicos; para tener una idea del envés de la ciudad bonita. Aquella por la que no se invita a pasear a quienes vienen a las cumbres o a tantos otros eventos nacionales o internacionales que recurrentemente allí se celebran y de donde tal vez provengan la mayoría de mujeres que ofrecen sus servicios sexuales, a la sombra de las murallas que ya no son para defendernos de los todavía vigentes embates coloniales.
Claro, hay quienes argumentan que el ejercicio de la prostitución tiene hoy diferentes visos y que no es solamente un asunto derivado de las condiciones de pobreza; que hay quienes la ejercen pese a no sufrir condiciones económicas precarias; mujeres de estratos altos o de cierta condición económica prestan también sus servicios a cotizados consumidores; las llamadas prepago, entre quienes, es lo que se dice, se encuentran prestigiosas modelos, actrices y damas de cierta posición. De todas maneras, así ganen más y ejerzan un oficio de su libre albedrío, se trata de mujeres que por mejorar su condición económica se obligan a vender su cuerpo.
Al fin y al cabo, al menos en Colombia, la prostitución es un oficio no prohibido y del que, entre otros, se lucran propietarios de bares y burdeles que explotan como los que más a sus empleadas; mujeres que trabajan sin ninguna garantía de estabilidad, sin ningún tipo de prestaciones sociales; obligadas a mantener al día y por su propia cuenta sus certificados médicos, lo cual está bien, pero que es tan costoso y exigente para una profesión al mismo tiempo tan riesgosa.
En relación con la actitud de los agentes de seguridad del presidente Obama, que podría haber sido la de los agentes de seguridad del presidente de cualquier otra nación poderosa, o incluso de Colombia, pues no es solamente un asunto de los norteamericanos; no es más que la refrendación de una situación ya de sobra conocida: que es la manera como asumen que deben comportarse con personas, y en este caso con mujeres, que provienen o viven en las cloacas o en el patio trasero de su naciones; lo que en su ignorancia todavía consideran como países del tercer mundo.
Pactar un precio por el servicio y luego no pagarles, o pagarles menos, que fue lo que generó el escándalo y puso al descubierto el “acto de indisciplina”, no hace más que simbolizar la idea que de nuestras mujeres y en general de nuestros ciudadanos tienen ciertos badulaques extranjeros: que somos personas de segunda y que, como en este caso estaban con mujeres que además de colombianas eran putas, o viceversa, de ellas se podían burlar y pasarse por encima de su integridad y de sus derechos.
¿Qué es entonces lo que produce una reacción tan airada en los medios norteamericanos? Nada que verdaderamente indigne –aunque en estos casos lo de menos podría ser indignarse- o lleve a alguna reflexión sobre el imaginario que aún se sostiene sobre la cultura y la vida de nuestras naciones, o a una reflexión sobre el drama de muchas mujeres que, cualquiera que sean las circunstancias, están siendo empujadas a ejercer la prostitución. Por el contrario, el incidente ya está siendo utilizado como eslogan publicitario de una compañía aérea, Spirit, que con mujeres semidesnudas como fondo ofrece viajes de turismo a Cartagena. Más aún, lo que tampoco sorprende, busca ser capitalizado por el Partido Republicano, en la campaña electoral, en curso en los EEUU.
Nada, en fin, que no sea la preocupación por lo que ello signifique para la imagen de la nación que ha querido mostrarse como el ejemplo y adalid de la moral y la decencia en el mundo, o más que un asunto de seguridad nacional, porque “la pilatuna” de sus agentes pudo haber puesto en riesgo también la de su presidente y dejado en evidencia que, pese a su parafernalia, una y otra son vulnerables.
Ya se sabe que los organismos de inteligencia tienen la información de las mujeres que estuvieron implicadas; algunas ya han sido entrevistadas y se está averiguando si pudo haber alguna perteneciente a “bandas terroristas” del país o de cualquier otra parte del mundo. Así que, puestos de nuevo en su senda los dispositivos de seguridad y después de algunos despidos y sanciones, el asunto quedará resuelto; será materia de olvido como ¿los resultados? de la Cumbre misma.
En Colombia el caso no pasará de ser un asunto de menor cuantía, mientras la pobreza, que cuando menos avergüenza a su presidente –eso fue lo que dijo-, seguirá condenando y arrastrando a muchas mujeres al maltrato y la soledad de su oficio. No habrá nada que no siga siendo parte del paisaje y la cotidianidad de cualquiera de sus municipios o ciudades; asunto del folclor y fuente de inspiración para el humor, la caricatura y los comentarios banales. De lo que verdaderamente debería llamar a la reflexión no irá quedando nada, ni en las páginas de los periódicos, ni en las agendas de sus gobernantes, ni siquiera en la memoria de sus putas tristes.
*Economista-Magíster en Estudios Políticos