sábado, 19 de octubre de 2024

COP 16

 Orlando Ortiz Medina*


Nada de lo que se proponga puede hacerse fuera del marco de interdependencia y del conjunto de eventos que, en uno u otro sentido, se presentan en un mundo cuyos impactos irradian cada vez más y cuyas marcas de frontera son cada vez más tenues.



Imágen oficial del evento
Entre el 21 de octubre y el 1° de noviembre de 2024, se realizará en Cali, Colombia, la Conferencia de las partes del Convenio de Diversidad Biológica -COP 16-. En el evento se espera la presencia de alrededor de dieciocho mil personas de 196 países, entre jefes o representantes de Estado o de gobierno, organizaciones de la sociedad civil, académicos, empresa privada y organismos de la cooperación internacional.    
                                                                   
Esta reunión, la más importante sobre el tema a nivel mundial, se realiza cada dos años y tiene como fin evaluar y proponer estrategias dirigidas a garantizar la conservación de la diversidad biológica, el uso sostenible de los recursos naturales y la participación justa y equitativa de los beneficios que resulten de la utilización de los recursos genéticos.

La COP 16 es parte de un proceso iniciado a principios de la década de los noventa cuando se celebró la Cumbre de la Tierra, en Río de Janeiro (Brasil, 1992), de la que se derivaron, además del Convenio sobre Diversidad Biológica, el Convenio de Cambio Climático y el Convenio sobre la Ordenación, Conservación y Desarrollo Sostenible de los Bosques. Con distinta periodicidad, y en diferentes lugares, estos convenios dan lugar a la celebración de las COP, cuyos temas son cada vez más convergentes. 

De la sesión que se realizará en Cali se espera, por un lado, revisar los avances en el cumplimiento de metas establecidas en sesiones anteriores, especialmente las que se propusieron en la COP 15, más conocida como Marco mundial Kunming-Montreal de la Diversidad Biológica y, por otro, asegurar el compromiso de los Estados para contar con los recursos financieros que permitan que el alcance de tales metas pueda llegar a feliz término. Esta vez tendrá también relevancia la discusión sobre el reparto equitativo de los beneficios de los recursos genéticos, con base en el acuerdo establecido en el Protocolo de Nagoya, complementario al Convenio de Diversidad Biológica -CDB-, que entró en vigencia en octubre de 2024.

Una sola razón 

Los problemas a que nos enfrentamos con el cambio climático, la deforestación y las afectaciones sobre la biodiversidad no son más que tres manifestaciones distintas de una sola razón verdadera: esa lógica, propia de la cultura occidental, que elevó a la especie humana como instancia superior y dueña absoluta de la naturaleza, a la que terminó convirtiendo en un recurso dispuesto a su arbitrio y su ímpetu depredador, que hoy pone en riesgo, además de la suya, todas las formas de vida en el planeta.

Las formas de explotación y uso del suelo, la utilización de los bosques, el tratamiento dado a la fauna y flora, así como a los recursos hídricos, se asumieron sin responsabilidad con el presente ni perspectiva de futuro, como si se estuviera navegando sobre fuentes inagotables de riqueza, circunscritas además en lógicas puras de crecimiento económico, industrialización y acumulación desmedida de bienes, en paralelo con la promoción de una cultura de exacerbado consumismo, de la que se ha hecho presa a los ciudadanos.  

Es de esa avidez que se derivan fenómenos como las sequías, los incendios forestales, la contaminación y el agotamiento de fuentes hídricas, páramos y zonas cenagosas, con todo el impacto que generan en la supresión, producción y reproducción de especies animales y vegetales, integradas a su vez a las posibilidades de preservación de la especie humana. 

 Aunque son los que menos tienen, son los países desarrollados los que más sacan provecho de la diversidad biológica.

Son resultados igualmente asociados al hecho de estar atados a un sistema de producción altamente dependiente del uso de combustible fósiles, alrededor de los cuales se mueven poderosos intereses económicos, políticos y geoestratégicos, que concitan la participación de las principales potencias mundiales y son a su vez el espejo en que se miran las caras no menos codiciosas de las grandes empresas multinacionales.

Así, en todo esto juega como telón de fondo el conjunto de asimetrías que caracterizan la transformación de las economías y el sistema de acumulación capitalista mundial, en consonancia con el desarrollo desigual de los países. En efecto, aunque son los que menos tienen, son los países desarrollados los que más sacan provecho de la diversidad biológica. 

Es en ellos donde tienen asiento las más grandes empresas farmacéuticas, las productoras de agroquímicos, las principales proveedoras de electrodomésticos y de productos alimenticios, cosmetológicos, etc., que hace que sean también los mayores consumidores de hidrocarburos, así como de otra enorme cantidad de materias primas provenientes de los países en desarrollo, solo que a través de unos sistemas de mercado que no son propiamente los más justos y equitativos.

Son, en consecuencia, los que producen más cantidad de sustancias contaminantes y generan efectos más devastadores para el cambio climático, la deforestación y la afectación a la biodiversidad; son también los que mayor apropiación hacen de las variedades genéticas, acudiendo muchas veces al uso de transgénicos para su modificación, con efectos generalmente nocivos para la salud de cualquiera de las especies vivas. 

En cambio, los países en desarrollo viven la paradoja de que, aunque poseen una mayor y más rica diversidad natural, así como cultural, son al mismo tiempo los más vulnerables tanto a los efectos del cambio climático como a la degradación de la biodiversidad. Esta última terminó siendo, además, un botín a disposición de los países desarrollados, gracias a la posición privilegiada que ocupan en el mapa de poder de la economía y la geopolítica mundial. 

Sus economías son más débiles, tienen estructuras menos robustas para llevar a cabo procesos de investigación e innovación en ciencia y tecnología, acusan niveles superiores de pobreza, desmesurados niveles de endeudamiento y menor capacidad financiera para afrontar sus compromisos, tanto en su interior como frente a otros países y organismos internacionales. Estos últimos los han presionado para asumir directrices que han afectado su capacidad y matriz productiva, en desmedro sobre todo de su producción agrícola y manufacturera.

Los países en desarrollo viven la paradoja de que, aunque poseen una mayor y más rica diversidad natural, así como cultural, son al mismo tiempo los más vulnerables tanto a los efectos del cambio climático como a la degradación de la biodiversidad

Asimismo, el predominio del monocultivo o la especialización en la explotación, especialmente de hidrocarburos, ha minado las posibilidades de diversificar su canasta exportadora y de mercado interno, así como el mantenimiento de una fuente más variada de productos para garantizar su soberanía y seguridad alimentaria.  

Es claro que el cambio climático, la deforestación y la pérdida de biodiversidad no solo aumentan las brechas de desigualdad y agudizan las inequidades entre y al interior de los países, sino que se han convertido también en una fuente de violación de los derechos: los que directamente se ven afectados por las consecuencias en la naturaleza, como el derecho a la seguridad alimentaria, a un ambiente sano, a la permanencia en un territorio o a migrar cuando se quiera, por ejemplo. Asimismo, los que se causan sobre aquellos que se han levantado contra las políticas y los responsables de quienes los violan o vulneran. No fortuitamente, en 2023, el 85% del total de los crímenes cometidos contra defensores ambientales en el mundo ocurrieron en América latina. El 40%, un récord más que se nos suma, ocurrió en Colombia.

A esto se agrega la pérdida de conocimientos, valores y saberes ancestrales que, de manera también violenta, han sido sofocados bajo un supuesto hálito progresista y modernizante que se ha sobrepuesto especialmente sobre comunidades y territorios indígenas y afrodescendientes.

Una refundación cultural

Visto así el panorama, lo esperado de la COP 16es saber si se logra que los Estados asuman que se trata es de revertir la escala de valores y el juego de intereses que han orientado los sistemas de producción, distribución, consumo y acumulación. En otras palabras, arrogar que, más que el valor de cambio, es el valor de uso lo que debe primar en relación con las formas de integración entre la especie humana y las demás especies de la naturaleza.

En el fondo, lo que se requiere es una gran transformación cultural, la superposición de un nuevo núcleo de comprensiones y relaciones, de nuevas formas de organización social, política e institucional, que lleven a que en el universo de la producción y el consumo la prioridad sea la preservación y el cuidado de la vida, y a que el llamado progreso no siga siendo más que otra forma de autodestrucción y de uso al descuido de los recursos de la naturaleza en el presente, para la agonía anticipada de las generaciones del futuro. 

Es claro, en particular cuando se trata de los países desarrollados, que el asunto no es la falta de recursos. Siguen disponiendo de enormes subsidios al uso de combustible fósiles, mucho más de los que destinan a la protección del medio ambiente, cuando no para los ahora llamados negocios verdes, que no son más que el disimulo de lo que realmente corresponde a un proceso de mercantilización de las posibles soluciones; la oportunidad de pagar por seguir haciendo daño, sin alterar la matriz y función de producción, en donde se encuentran las verdaderas raíces del problema.  

Guerras, desastres naturales y antrópicos, hambrunas, crecientes olas migratorias y mucho más, son la síntesis de un modelo de civilización que fenece y reclama a su vez el surgimiento de un orden nuevo

Los países desarrollados no tienen mayores limitaciones para establecer subvenciones y otros mecanismos de financiamiento; por el contrario, les es posible crear impuestos adicionales a quienes concentran mayor riqueza y disponer de ellos para promover la transición hacia el uso de energías alternativas, así como para poner en curso iniciativas dirigidas a mitigar los impactos ya causados y evitar el camino hacia una situación de no retorno.  

Se da por sentado que nada de lo que se proponga puede hacerse fuera del marco de interdependencia y del conjunto de eventos que, en uno u otro sentido, se presentan en un mundo cuyos impactos irradian cada vez más y cuyas marcas de frontera son cada vez más tenues. Guerras, desastres naturales y antrópicos, hambrunas, crecientes olas migratorias y mucho más, son la síntesis de un modelo de civilización que fenece y reclama a su vez el surgimiento de un orden nuevo, algo nada fácil de alcanzar en un escenario en muchos casos gobernado por orates que se recrean al ritmo de su desbocada carrera armamentista y están empeñados, pese a lo evidente, en negar el deterioro y la amenaza que se cierne.

En buena hora, en Cali se verá representado el país que somos, pues es una ciudad que sintetiza la riqueza y diversidad ecosistémica, biológica y cultural que el país alberga en toda su geografía; allí se encuentran grupos étnicos, formas, estilos de vida y procedencias, que seguramente se pondrán en diálogo con la nutrida delegación internacional que nos visitará durante estos días de encuentro.  

Bienvenida esta nueva versión de la COP a esta Colombia multiversa, de gozos y dolores, la que desde el canto rebelde de los (as) jóvenes no pierde su pujanza y tiene esta vez la enorme y orgullosa posibilidad de ser ante el mundo la vocera de todos los (as) que, sin dejar de bailar entre la angustia, anhelan una segunda oportunidad para la tierra.  

*Economista-Magister en estudios políticos