Orlando Ortiz Medina*
La experiencia ha mostrado que entre más se endurezcan los regímenes y más barreras se establezcan para evitar el paso de migrantes, más aguda será la problemática y más difícil será para los propios Estados enfrentar y controlar la situación.
Lo más duro, cuentan en informes de prensa y relatos periodísticos, fue encontrarse con cadáveres por el camino, algunos ya descompuestos o simplemente restos de personas que habían sido devoradas por animales de la región. Alumbramientos, familias que fueron estafadas o asaltadas y a las que despojaron de sus pertenencias; niños (as) que lloraban por hambre y mujeres que fueron violadas o abusadas sexualmente por quienes hacen parte de una cofradía indolente que se aprovecha de la penosa situación de quienes se desplazan en busca del todavía llamado sueño americano.
El Darién es una región de 575.000 hectáreas, convertida hoy en una de las rutas más difíciles y peligrosas del mundo para el tráfico irregular de personas, no obstante estar cubierta por un manto valioso de ríos, montañas y extensas zonas boscosas, además de ser poseedora de una fauna y flora rica y abundante y tener el privilegio de estar entre las aguas de los océanos Atlántico y Pacífico.
El cruce de población migrante no es allí un fenómeno nuevo, pues, si bien los primeros registros oficiales datan de 2010, su comienzo se produce desde la década de los noventa, especialmente con personas que huían de la violencia y el conflicto armado en Colombia. En las dos primeras décadas del presente siglo las cifras se vinieron en aumento, con una composición más variada de nacionalidades, en principio por personas, sobre todo, de origen cubano y haitiano.
Comparado con el 2022 -en el que se registraron 248.000 personas- en 2023 la cantidad de migrantes de distintas nacionalidades que pasaron por el Darién aumentó en un 110%.
Es, sin embargo, a partir de 2015 cuando el fenómeno toma mayor fuerza y empieza una nueva fase de reconfiguración, como producto de la crisis que afecta a la República Bolivariana de Venezuela, de donde proviene hoy la mayor parte de quienes cruzan esta frontera. De 8.885 migrantes registrados en el 2015 se pasó a 520.000 en 2023, una cantidad sesenta veces superior y que por ahora no detiene su escalada. De esta cifra, el 69% son venezolanos, el 12% ecuatorianos, el 10% haitianos, el 5% chinos y un 4% colombianos, de acuerdo con Migración Colombia. El 60% de ellos ingresaron por la frontera con Venezuela y el resto, en su mayoría, por la frontera con Ecuador.
De acuerdo también con Migración Colombia, comparado con el 2022 -en el que se registraron 248.000 personas- en 2023 la cantidad de migrantes de distintas nacionalidades que pasaron por el Darién aumentó en un 110%. En lo que va corrido de 2024, entre enero y junio, la cifra alcanzaba ya 196.371 personas, 297% más que en el mismo periodo de 2023. Vale decir que alrededor del 20% corresponde a niños, niñas y adolescentes, muchos de ellos separados o no acompañados, una población que ha venido aumentando y que está entre la más expuesta a todo tipo de riesgos y padecimientos en las rutas de tránsito.
Se resalta igualmente que, si bien el flujo de migrantes de América Latina sigue siendo el que más se destaca, ha aumentado igualmente el de personas provenientes de otras regiones, especialmente Asia, África y Oriente Medio, lo que llama a no perder de vista que a lo que realmente nos enfrentamos es a una crisis internacional sin precedentes y de proporciones cada vez mayores. Más adelante volvemos sobre el tema.
Mulino, una agenda regresiva
Frente a esta situación, el recientemente posesionado presidente de Panamá, José Raúl Mulino, anunció tomar medidas para “evitar que la selva del Darién siga siendo un lugar de paso para la población migrante”, fenómeno que se ha intensificado especialmente en los últimos cuatro años.
Repatriación, militarización de la frontera e instalación de muros o cercas de alambre son medidas que generan una honda preocupación, pues se trata de una respuesta que no consulta la realidad de los ciudadanos en su país de origen y carece de un análisis serio de las consecuencias que pudiera llegar a tener.
La experiencia ha mostrado que entre más se endurezcan los regímenes y más barreras se establezcan para evitar el paso de migrantes, más aguda será la problemática y más difícil será para los propios Estados enfrentar y controlar la situación. Es un hecho que lo que de ello deviene es que la migración irregular tiende a aumentar y que, al final, a lo que va a llevar es a presionar a que, encomendados a sus dioses, su suerte y sus quimeras, los migrantes acudan a cualquier otro tipo de alternativas, sin importar el riesgo que les pueda acarrear su decidida búsqueda de una nueva opción para sus vidas.
Aquí lo único cierto es que habrá más pasos ilegales, se llenarán más las arcas de los grupos delincuenciales que, más que los Estados, son los que ejercen la soberanía en las fronteras; será mayor la corrupción de los agentes oficiales, más abultado el contrabando y más candentes los problemas sociales en los países expulsores, de paso o receptores; tres características que posee, no propiamente para envidia y vanagloria, ese lugar de ensueño que, a pesar de todo, sigue siendo Colombia.
También lo es que las propuestas de Mulino muestran a uno más de esa cohorte de nuevos mandatarios que se han convertido en los portavoces de una agenda regresiva, que se pasa sin rubor por encima de los derechos de la población migrante y refugiada, y que guarda todavía la absurda creencia de una superioridad fundada en el ideario de la disminuida hegemonía de occidente y su misión bíblica de mantener el dominio sobre el mundo.
Se ponen en entredicho el derecho de asilo, el debido proceso, el derecho a una audiencia justa y la obligación también moral que asiste a los Estados de atender bajo la tutela de los principios humanitarios a personas refugiadas y migrantes.
Las medidas del nuevo mandatario desconocen la legislación internacional y las disposiciones de las propias leyes panameñas en materia de derechos de la población refugiada y migrante. Se pasa por encima de la Convención sobre el Estatuto de Refugiados de 1951 y su protocolo de 1967, en particular lo que prescribe sobre las obligaciones de los Estados de garantizar su protección y la prohibición de devolver a sus lugares de origen a quienes, por una u otra razón su vida, integridad o libertad corran peligro.
Se ponen en entredicho el derecho de asilo, el debido proceso, el derecho a una audiencia justa y la obligación también moral que asiste a los Estados de atender bajo la tutela de los principios humanitarios a personas refugiadas y migrantes. Desconoce que para su repatriación tienen que ser aceptadas por su país de origen, lo que implica procesos de conversación, negociación y acuerdos previos con los Estados referentes de donde proceden los flujos migratorios, que no es claro que existan o se estén llevando a cabo, máxime con el universo cada vez mayor de causas y lugares de procedencia.
Las fronteras: símbolos de exclusión
Lo que corresponde es situar y entender la migración en el contexto de crisis que, en su conjunto, vive el planeta y en las consecuencias de un modelo de civilización y desarrollo cuyos saldos de inequidad, pobreza, inseguridad, hambre, sequías y guerras fraguadas en el apetito de dominios imperiales, están en la base de lo que obliga a las personas a abandonar sus países. No es posible frenar ese éxodo de millones y millones de personas que se arriesgan a caer en el vacío en un mundo que en su devenir no va dejando más que profundas fracturas sociales, resentidas hoy, además, por el reacomodamiento de las hegemonías, las culturas y el desmoronamiento de las jerarquías políticas .
La migración seguirá siendo una realidad si el sentido de humanidad continua su proceso de degradación y si la vida de miles de seres humanos sigue siendo la más barata de las mercancías que se ofrenda en esa extensa vitrina de mercado en que la globalización ha convertido al mundo.
Ninguna política de control migratorio va a ser efectiva si no está dentro de un marco que la vincule imperativamente con la superación de las causas que generan los flujos migratorios
Asimismo, si las fronteras se enarbolan sobre todo como símbolos de exclusión de aquellos a quienes por suerte les tocó asumir la condición de extraños a los que se desprecia por su condición social, su nacionalidad, su género, su raza, su pertenencia étnica, su adscripción religiosa o su color de piel. También, de quienes para que se les conceda el paso tienen que ocultar las cicatrices que dejan en sus manos y pies la tosquedad de la manigua o el rastro físico y psicológico que llevan en sus cuerpos las mujeres que fueron víctimas de violación por parte de uno o varios de esos personajes que actúan en nombre o en contra de la ley. Porque si la migración terminó siendo un correlato perverso de la globalización, la frontera demarca cada vez más el mapa y la cartografía de un poder que trasunta el discurso de quienes se mantienen convencidos de la existencia de razas, culturas y nacionalidades superiores, que devienen en marcas institucionales con trazos asimétricos y variadas formas exclusión, discursos de odio y manifestaciones xenofóbicas.
Una solución global
En tanto que es un asunto trasnacional, la respuesta al fenómeno migratorio no es algo en el que medidas unilaterales puedan llegar a tener éxito y debe tratarse necesariamente en el marco de un diálogo multilateral y de la búsqueda de acuerdos que conciten respuestas globales, o cuando menos regionales, entre quienes comparten la situación en sus fronteras. Debe llevar también a que los países definan o ajusten sus normas institucionales y sus políticas de gestión y respuesta a la migración, siempre en el marco del respeto a los derechos y los acuerdos internacionales que comprometan humana y moralmente a los organismos y Estados responsables.
Deben ser soluciones sostenibles, que rebasen políticas o medidas temporales que van siendo insuficientes y fácilmente desbordadas por la magnitud de la situación. Más aún, que vayan más allá de medidas en las que la preocupación por la seguridad de los principales países receptores, en este caso los EE. UU., sea el único punto de la agenda, y en consecuencia la militarización y el trato humillante y represivo sea considerado como la más viable o la única respuesta. Son justamente esas las medidas que empezaron a ponerse en curso en la frontera entre Colombia y Panamá.
Le va a ser muy difícil y le va a costar mucho al gobierno panameño controlar una frontera tan larga - doscientos sesenta y seis kilómetros- y una selva tan espesa con cuatro cercas de alambre de 80 metros, como las que ya se han instalado. Ninguna política de control migratorio va a ser efectiva si no está dentro de un marco que la vincule imperativamente con la superación de las causas que generan los flujos migratorios: inequidad, pobreza, hambre, inseguridad, etc., y si no es parte, a su vez, de la de necesidad de trabajar para que el mundo se disponga a la construcción de una humanidad que, aunque diversa, sea capaz de converger en la búsqueda de una cierta justicia planetaria.
*Economista-Magister en Estudios Políticos