Orlando Ortiz Medina*
Lo dicho por el profesor Uprimny está sustentado desde su condición de jurista, pero también en las declaraciones de algunos militares en retiro que, en audiencias ante la JEP, aceptaron su participación en los actos criminales.
Foto tomada de Infobae |
Los llamados falsos positivos, que en realidad son crímenes de guerra, fueron una serie de asesinatos cometidos por miembros del ejército nacional contra jóvenes humildes, a quienes, engañados con ofertas de trabajo, llevaban a las zonas rurales, los vestían de guerrilleros, los fusilaban y luego presentaban como dados de baja en combate.
El propósito final de esta macabra práctica era mostrar que se estaban alcanzando resultados en la guerra que, en el marco de la llamada Política de Seguridad Democrática -PSD-, se libró contra las organizaciones insurgentes. El Auto 033 de 2021, expedido por la sala de reconocimiento de la Justicia Especial para la Paz -JEP-, estableció que 6402 personas fueron víctimas de este delito entre 2002 y 2008.
No sorprende la reacción de quien durante sus ocho años de mandato redujo el ejercicio de la política y la función del Estado a las lógicas estrictas de la guerra. Nadie como Uribe se enarbola como el prototipo de la escisión que existe entre la ética y la política, que en su caso se encuentran a distancias inconmensurables. Es un personaje siniestro, hábil manipulador, que se siente más allá del bien y del mal y para quien el Estado de derecho es solo uno más de los reyes de burla con los que juega desde sus oscuros laberintos del poder.
Lo dicho por el profesor Uprimny está sustentado desde su condición de jurista, pero también en las declaraciones de algunos militares en retiro que, en audiencias ante la JEP, aceptaron su participación en los actos criminales. Habla también desde un sector mayoritario de la sociedad que se siente profundamente lesionada y considera que no es posible que un suceso tan doloroso pase inadvertido y que sus responsables, cualquiera sea la orilla de sus actuaciones u omisiones, se mantengan en la impunidad.
La PSD, telón de fondo de los falsos positivos, terminó siendo un capítulo oneroso para la historia de Colombia. Su contenido, el alcance esperado en rendimientos militares y la dimensión simbólica que adquirió para los directamente encargados de su ejecución, llevaron a su degradación y dejaron al descubierto el ausente sentido de humanidad de una parte significativa de miembros del ejército nacional y el poco honor que les asiste para lucir los uniformes y las armas del Estado.
La PSD encontró justificación en el escalamiento del conflicto armado y el fracaso del proceso de negociación con las FARC, heredado del Gobierno de Andrés Pastrana Arango, que habían llevado al país a una especie desesperanza colectiva. Fue por ello y por algunos factores de orden internacional que ponían en el centro de la preocupación la lucha contra el terrorismo, que Uribe Vélez situó a la seguridad como el asunto de mayor preocupación para Colombia y la salida militar como única alternativa de garantizarla.
Los falsos positivos terminaron siendo una manera particular, al fin de cuentas fraudulenta, de legitimar una política de Estado que convirtió al ejército nacional en una máquina de muerte.
Pero si la intención era poner al ejército como el elemento fundamental e integrador de la apuesta por la seguridad, el efecto fue absolutamente contrario. Los falsos positivos terminaron siendo una manera particular, al fin de cuentas fraudulenta, de legitimar una política de Estado que convirtió al ejército nacional en una máquina de muerte.
Antes que fortalecerlas, la PSD fue la mayor fuente de debilidad las fuerzas armadas, no en lo militar, claro está, pero si en sus fundamentos éticos y la estatura moral a que se deben. Como obligación del Estado, la seguridad se desvirtuó y llevó a la quiebra los cánones de civilidad que orientan los regímenes democráticos, los cuales sucumbieron al tenor de estos métodos crueles que hoy, gracias al trabajo de la JEP, se develan ante la opinión pública nacional e internacional.
Pese a lo que entonces se vitoreó por parte del gobierno y su estela de seguidores, por ejemplo, con aquello de que “se podía viajar por carretera”, se hizo de Colombia una sociedad más violenta e insegura, se prohijó la ilegalidad y se deshojó la confianza en las instituciones.
Ese fue el resultado de ponerle precio a la vida humana ofreciendo a los soldados recompensas, permisos, vacaciones y otro tipo de canonjías, mientras se medían sus logros en litros, barriles de sangre y conteo de muertos. En nombre de la eficacia y la dictadura de las cifras, en este caso una especie de necro-estadística, nos reafirmamos en el imaginario de una sociedad que disculpa todo y sigue palpitando mientras les toma el pulso a los muertos.
El acatamiento ciego al deber de obediencia llevó, como nos lo enseñó la prestigiosa filósofa Hanna Arendt, a la banalización del mal, esa situación en la que, a nombre de la fijación a la ley, la irreflexión, la abyección, la falta de ética y la pobreza de pensamiento, cualquiera puede terminar convertido en criminal.
De acuerdo con Uprimny, por ser, en su momento, el comandante supremo de las fuerzas armadas, a Uribe lo compromete su condición de mando y, por esa vía, las actuaciones de sus subalternos, en este caso de la comisión de sus delitos
De acuerdo con Uprimny, por ser, en su momento, el comandante supremo de las fuerzas armadas, a Uribe lo compromete su condición de mando y, por esa vía, las actuaciones de sus subalternos, en este caso de la comisión de sus delitos, frente a los que no dispuso tampoco de ningún tipo de medida de prevención o de castigo. De esta manera, el llamado a que se considere su responsabilidad política y moral, posiblemente penal, es justo, sensato y de toda conveniencia para un país que necesita para su reconciliación y avance hacia la consolidación de la paz, el esclarecimiento de la verdad y el compromiso de quienes están relacionados con el que sin duda es el hecho más monstruoso de la historia reciente de Colombia.
Las confesiones de oficiales, suboficiales y soldados de que fueron presionados para mostrar resultados, no dejan dudas de que esta fue una práctica que se convirtió en un patrón de comportamiento, se volvió sistemática y se validó amparada en el convencimiento ideológico y doctrinario de quien sobrepuso sus ímpetus dictatoriales a los principios de la democracia y el Estado de derecho.
Frente a Álvaro Uribe, la justicia no puede seguir siendo una convidada de piedra y permitirle seguir durmiendo el sueño de los justos. No puede una sociedad condonar un comportamiento abiertamente delictivo y sustraerse de exigir que se haga un juicio de responsabilidades. Difícilmente se puede esperar que el país supere el estado de polarización en que se encuentra si no se garantiza la aplicación de la justicia. Se necesita del ejemplo que le otorgue confianza a las instituciones, que le permita a la ciudadanía creer en el Estado de derecho y en unos organismos de seguridad que se mostraron como una más de las organizaciones que han sembrado de violencia al territorio colombiano.
Aunque es difícil esperar que haya cargas penales sobre Alvaro Uribe, sobre todo porque no hay en Colombia quien lo llame a juicio, si nos atenemos al organismo que sería el encargado de juzgarlo, la Comisión de Acusaciones de la Cámara de representantes, más conocida como la "comisión de absoluciones”, nada lo exime ni lo deja libre de culpas. Ya veremos si las cortes internacionales se ocupan de llamar a cuentas al expresidente.
Con todo, cuesta creer que, pese a lo absolutamente atroz de los hechos que rodearon su Gobierno, al enorme costo en vidas y al descrédito que ello significó para el Estado de derecho y el sistema democrático en Colombia, Uribe siga siendo el faro iluminador de su partido, el encargado de orientar sus principios doctrinarios y el que todavía ordena avales y aparece como guía moral y espiritual de candidatos a gobernaciones, alcaldías y concejos municipales.
El dolor de las víctimas debe ser resarcido con la verdad y no con respuestas altaneras, calumnias e improperios o con prácticas dilatorias como las que acostumbra el expresidente.
Muy mal está el país y muy pobres de entereza son quienes acuden a su protección para allanar sus carreras políticas, que no es otra cosa que ayudarle a mantener su vigencia y la proyección de sus andanzas. Se insiste a toda costa en llevarlo de villano a héroe.
El dolor de las víctimas debe ser resarcido con la verdad y no con respuestas altaneras, calumnias e improperios o con prácticas dilatorias como las que acostumbra el expresidente. El llamado del profesor Uprimny, por ser quien es, un personaje sin tacha, que habla desde la inteligencia, el saber y, él sí, desde la ética, la prudencia y el juicio intelectual que siempre ha caracterizado sus reflexiones, le da más sentido a los juicios que sobre estos hechos luctuosos debe hacer la sociedad entera.
A propósito, hay que saludar el perdón que el presidente Gustavo Petro, el ministro de Defensa y el comandante del ejército ofrecieron en días recientes a los familiares de las víctimas. Es un gesto importante y la muestra de que política, cultural e institucionalmente nos movemos hacia nuevos hitos históricos, que la sociedad avanza y se construye en la aprehensión de un nuevo sistema de valores, una nueva doctrina militar y un conjunto diferente de significaciones sociales.
Entre la insolencia de Uribe y la integridad de Uprimny debemos darle la razón a este último; necesitamos una justicia que opere sin privilegios y un tejido social e institucional que se sobreponga al que fue creado al ritmo de la exclusión y violencia; que anime y posibilite la consolidación de un sistema democrático enmarcado en la civilidad y en donde el respeto por la vida sea el fundamento de las formas de actuación de la sociedad y del Estado.
*Economista-Magister en estudios políticos