A Edgardo Condeza Vaccaro, con quien compartí y aprendí durante sus años de exilio en Colombia. A todos los chilenos y chilenas que vivieron en Colombia y felizmente regresaron a su patria. Aquí se quedaron sus abrazos.
Orlando Ortiz Medina*
Foto tomada de: 24 horas/noticias bbc |
Son palabras del presidente de Chile Salvador Allende, minutos antes de ofrendar su vida, el 11 de septiembre de 1973, día en que las fuerzas armadas, en cabeza del comandante en jefe del ejército Augusto Pinochet, se tomaban por asalto el Palacio de La Moneda para usurpar el mando que legítimamente le había delegado la mayoría del pueblo chileno. Erguido y con la frente en alto, Allende prefirió su muerte antes que deshonrar su dignidad y la de quienes lo habían elegido en democracia.
Corrían los tiempos de la Guerra Fría y, para América Latina, de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, con la que el gobierno norteamericano buscando preservar su dominio y hegemonía promovía la instauración de dictaduras en casi todos los países de esta parte del continente.
En ese marco, los EEUU no podían concebir que un Gobierno de orientación socialista, el primero en el mundo que llegaba por el sistema democrático y la vía electoral, tuviera cabida en América Latina. Fue así que en las oficinas de la Casa Blanca y en las de esa asociación para delinquir que ha sido la Agencia Central de Inteligencia -CIA-, con la complicidad del sector empresarial, las fuerzas armadas y las élites chilenas, se cocinó el golpe de Estado contra Salvador Allende.
La estrategia consistió en desestabilizar el Gobierno, para lo que era necesario “hacer chillar a la economía chilena” , como le dijo en su momento el presidente Richard Nixon a su secretario de Estado Henry Kissinger. Había que financiar la oposición, promover el terrorismo, animar y dar respaldo a los militares arrodillados a los designios del imperio. El cometido se cumplió y la voluntad de los chilenos y chilenas fue pisoteada y bañada en sangre.
Los casi diecisiete años que los militares se mantuvieron en el poder dejaron un saldo de miles de personas detenidas y torturadas; alrededor de mil quinientas asesinadas; una cifra similar de detenidos desaparecidos, se sabe que muchos de ellos arrojados al mar; además de alrededor de doscientas mil personas obligadas a permanecer en el exilio en diferentes países del mundo.
Pero, más allá de las escabrosas cifras de violaciones a los derechos humanos que se acaban de referir, Chile, bajo el manto de la dictadura, se convirtió desde entonces en el laboratorio de implementación de un nuevo modelo de desarrollo que se expandiría luego por el resto de países de América Latina. Bajo la égida del Fondo Monetario Internacional -FMI-, el Banco Mundial -BM- y el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, el neoliberalismo, como así se le conoce, se impuso como la cartilla a seguir por la mayoría de Gobiernos del continente.
Lo que hasta ahora habían sido derechos conquistados por los trabajadores y que dieron nombre a lo que se conocía como el estado de bienestar: la salud, la educación, los ahorros pensionales, entre otros, se convirtieron en productos de mercado y en un jugoso negocio, en especial para los grupos financieros que pasaron a ser los protagonistas de primer orden en el desempeño económico.
Se decretaron inusitadas medidas de apertura para el ingreso de productos del exterior, que afectaron la producción interna y llevaron a la quiebra a muchos sectores de la agricultura y la industria nacional. Nuestros países retomaron el rol de simples exportadores de materias primas, especialmente de los sectores agrícola y minero; así mismo, el de proveedores de mano de obra de buena calidad y bajo costo. La búsqueda de equilibrio en los ingresos y gastos del Estado, el control del déficit y la austeridad fiscal, que en verdad nunca ha sido cierto, se tradujo en el recorte del gasto social del Estado y en regresivos sistemas de impuestos que pesaron sobre todo en los sectores más vulnerables.
La riqueza se concentró, se profundizaron las desigualdades; el trabajo y las fuentes de ingresos se volvieron en su mayoría informales o con sistemas de contratación tan extremadamente flexibles que a muy pocos garantizan estabilidad. Es cada vez menor el número de trabajadores que aspiran a disfrutar de una pensión. Las personas de los sectores más pobres quedaron prácticamente vedadas para aspirar a sus estudios secundarios o universitarios. La paz, la seguridad, el medio ambiente, incluso para muchos el acceso al agua, bienes por excelencia públicos, quedaron bajo la órbita del mercado y tan solo alcance de quienes estuvieran en posibilidad de comprarlos.
Más allá de lo económico, el neoliberalismo se convirtió además en una forma de pensamiento, un saber social que naturalizó el individualismo y promovió unas lógicas de convivencia basadas en la competencia, el consumismo y el arribismo sobre todo de una clase media que terminó siendo feliz viviendo al debe y ahorcada eternamente por la soga de los bancos.
En fin, las prioridades del Estado cambiaron y se abandonó de plano el cumplimiento de su función y responsabilidad social; pasó a ser no más que el garante de una seguridad policiva al servicio de los dueños del establecimiento, concentrados alrededor de las élites y los grandes conglomerados económicos nacionales y transnacionales.
Más allá de lo económico, el neoliberalismo se convirtió además en una forma de pensamiento, un saber social que naturalizó el individualismo y promovió unas lógicas de convivencia basadas en la competencia, el consumismo y el arribismo sobre todo de una clase media que terminó siendo feliz viviendo al debe y ahorcada eternamente por la soga de los bancos. Se hizo común aquello de que quien es pobre es porque carece de iniciativa o le falta espíritu emprendedor; a esto último se orientó la configuración de los programas educativos y de formación en colegios y universidades. Con la tecnocracia como nueva manera de concebir la producción de saber, en el neoliberalismo cada individuo terminó asimilado a una empresa o a un apéndice de ella. El cuánto tienes, cuánto vales, es lo que decide tu existencia.
Esa lógica de competencia y endoso al libre mercado socavó también los fundamentos de la democracia, pues el liberalismo pregonado en lo económico se conjuga con un conservadurismo en lo político, que se expresó en el ataque a cualquier forma de representación colectiva, el recorte de las libertades y la represión de las demandas de una ciudadanía a la que se excluyó de los procesos decisorios y se le continuó haciendo víctima de los desmanes de las fuerzas militares y de la Policía. Asesinatos, mutilaciones oculares, detenciones arbitrarias, abuso y violación sexual, especialmente de mujeres, tal cual ocurrió durante el reciente estallido social que durante cerca de tres meses afectó a Colombia. Todo nuevo pensamiento o aspiración de cambio ha sido considerado como contrario al desarrollo y amenaza contra el sistema, por ello, todo pensamiento o aspiración de cambio fue entonces criminalizado.
Esas son la antesala y la razón del triunfo de Gabriel Boric en las recientes elecciones celebradas en Chile. El eco de una ciudadanía indignada y cansada con el deterioro de sus condiciones de vida, que en buena hora acumuló fuerzas y las hizo sentir en las urnas, y el clímax tanto tiempo aplazado del deseo de borrar la huella y acabar con los anhelos de persistencia de los nostálgicos de la dictadura, que en buena hora fueron derrotados. Es igualmente el producto de un sentimiento colectivo que logra encausarse políticamente como la contracara del modelo neoliberal que, así como vio la luz, empezará a fenecer en Chile y esperamos que en el conjunto de América Latina.
Boric se consagra como el vocero de esa masa multicolor que, liderada especialmente por las y los jóvenes, se volcó a las calles para decir no más al modelo heredado de la dictadura. “Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y espíritu de lucha”, decía Allende en su última proclama, agradeciendo a los jóvenes que entonces, como ahora, habían sido artífices de su triunfo. Premonitorias palabras y qué mejor manera de rendir homenaje a su memoria y a todas las víctimas de la dictadura, cuando son ellos los que todavía hoy se encargan de empujar el cambio.
Boric se consagra como el vocero de esa masa multicolor que, liderada especialmente por las y los jóvenes, se volcó a las calles para decir no más al modelo heredado de la dictadura. “Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y espíritu de lucha”, decía Allende en su última proclama, agradeciendo a los jóvenes que entonces, como ahora, habían sido artífices de su triunfo.
El movimiento social de Chile recoge una masa crítica altamente politizada y que no necesariamente ha tenido origen en los partidos o en cualquier otra forma de expresión o representación política; por el contrario, son en gran parte una manifestación de su rechazo; una multitud, más bien acéfala, que no se ha sentido representada y que piensa que los Gobiernos progresistas que sucedieron a la dictadura fueron más bien tímidos a la hora de tocar los fundamentos del modelo que hoy los tiene en las calles. No por nada la constitución que todavía rige es la que desde hace cuarenta años fue confeccionada por la dictadura y cuya reforma o derogación será una de las primeras tareas que en 2022 deberá encarar el nuevo presidente.
Es también una manifestación contracultural, el florecer de un nuevo saber y pensamiento liderado por una juventud que, si bien no vivió en carne propia los desmanes de la dictadura, sí que ha padecido sus secuelas. Ahí se aprecia la confluencia de múltiples identidades y formas de organización que se movilizan porque reconocen su papel transformador, reivindican el valor y el sentido de la política y resitúan el logos de la democracia.
El acceso a seguridad social, una mejor redistribución del ingreso y la riqueza, el derecho de las mujeres a decidir libremente sobre su cuerpo, la equidad de género, la economía del cuidado, los derechos de la comunidad LGTBIQ+, el cambio climático, el derecho a una salud y educación pública y de calidad, para tomar solo algunos, condensan la agenda de esa sociedad que apuesta por pasar a un nuevo umbral civilizatorio, al nuevo estadio de una modernidad de la que hasta ahora solo muy pocos han disfrutado de sus logros.
Lo que se viene para Boric no es nada fácil, pues recibe a un país enormemente dividido y que desde hace cinco décadas enfrenta a dos propuestas de sociedad. Queda por ver cuánto y cómo va a poder emprender las reformas frente a un modelo que mantiene defensores a ultranza y harán hasta lo imposible por bloquear sus pretensiones de cambio.
No son los tiempos en los que se produjo el derrocamiento y asesinato del presidente chileno a comienzos de los años 70; no estamos en el marco de la Guerra Fría ni de la Doctrina de Seguridad Nacional; queda entonces esperar que el giro a la izquierda, de nuevo legítimamente conquistado por las y los ciudadanos chilenos, sea respetado esta vez y se acate su soberanía y voluntad. Amanecerá y veremos, porque si bien Biden no es Nixon, los Estados Unidos siguen siendo los Estados Unidos.
Terminemos con Salvador Allende porque hoy se recupera el sentido de las que fueron sus últimas palabras, ya con el cañón de su fusil bajo el mentón: “Tengo fe en Chile y en su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile!, ¡Viva el pueblo!, ¡Vivan los trabajadores!”