miércoles, 25 de noviembre de 2020

Diego, pies de América

 

Orlando Ortiz Medina*

Se murió “el Diego”, como le decían sus coterráneos en Argentina. Una pena máxima para la hinchada del futbol. Pero no solo para la hinchada del futbol, porque fue más que eso, humano demasiado humano, como perfecto exponente que era de lo dionisiaco, si se permite la doble alusión a Nietzsche. 

Irreverente, trasgresor de moralinas hipócritas izadas desde púlpitos de pederastas o de oficinas de corruptos héroes palaciegos. Altivo frente al poder, que nunca lo sedujo a pesar de su propia gloria, ganada con esos pies de oro con los que escribió una historia que lo deja consagrado, a él sí, como un verdadero dios de carne y hueso: imperfecto, errabundo, feliz y melancólico, llorón, capaz de amar y de sufrir, como cualquier hijo de barrio que fue y del que nunca renegó su origen.

Hecho a imagen y semejanza de su garra de triunfador estuvo siempre al lado de su gente. Marchó con las madres de la Plaza de Mayo, a quienes acompañó en la búsqueda de sus hijos y nietos desaparecidos. Con su mano humilde, su mano de Dios como él mismo le decía, le devolvió a Inglaterra la humillación que, en cambio, ella con sangre le había causado a su pueblo en las Islas Malvinas. Fue el golazo de su vida. 

Le escupió un merecido madrazo al papa por vivir en un palacio con techo de oro al tiempo que hacía votos de pobreza, cuestionó imperios, estuvo al lado de las causas sociales y fue zurdo, no solo de pierna, en un país criminalizado durante muchos años por las dictaduras militares. 

Sí, se alucinaba consumiendo drogas, mal de muchos. Pero quién era quién para juzgarlo, sobre todo en un mundo en el que los baluartes de la doble moral, que aún hoy lo siguen juzgando mientras medio mundo lo llora, se viven alucinando entre las mieles del poder o como consumidores compulsivos de tantas frivolidades y oropeles no menos tóxicos. 

Cómo y hasta donde pudo, gambeteó la vida, a la que le hizo pero también le metió muchos goles. No fue solo su maestría con el balón lo que lo hizo grande, fue su gente, que aprendió a amarlo por lo que fue, el más sabio exponente de la imperfecta condición humana. 

América Latina lo recordará por su maestría con el balón, sin duda, pero también porque era un símbolo de su identidad, de su díscola y accidentada historia, sobre todo esa América del Sur de la que encarnó su rebeldía e hizo de su voz la voz de sus pueblos. 

No será éste el pitazo final a su grandeza, vendrán más segundos y terceros tiempos. Con los pies de oro, la mano de Dios y la voz irreverente de Diego, América Latina estará siempre lista para jugar el partido.


Economista-Magister en estudios políticos 


miércoles, 11 de noviembre de 2020

Hasta nunca, Mr. Trump


 Orlando Ortiz Medina*

 

... se va Trump pero queda el trumpismo como parte de ese síndrome de regresión histórica que no solo en EE.UU se ha venido instalando en este ya casi primer cuarto de siglo; esa nueva vuelta al ruedo del totalitarismo –nunca totalmente superado- que cercenó las libertades y bañó en sangre una inmensa porción de la geografía terráquea durante casi toda la anterior centuria.


Lo verdaderamente relevante del resultado de las elecciones de los Estados Unidos es que Donald Trump no fue reelegido y que todo lo que venga después de él será ganancia. Pues sin muchas certezas de cómo el nuevo gobierno demócrata va a encarar el convulsionado contexto en que está sumido no solo su país sino la humanidad entera, nos libraremos por lo menos de seguir viendo al frente de una de las principales potencias a la más elaborada muestra de lo peor del sujeto que ha creado la modernidad y la antítesis de lo que cabría esperar del ser humano que reclama una nueva apuesta civilizatoria.

Los EE.UU. quedarán en una de sus peores crisis, una crisis que arrastra sobre todo el peso de la degradación de los valores y las virtudes humanas; la herencia más nutrida que deja su actual presidente es el ejemplo de un personaje inescrupuloso y dispuesto a pasarse por encima de los sentimientos y la dignidad de aquellos a quienes por razón de su color, su género, su condición física, su religión o su nacionalidad, considera de categorías inferiores. Nunca se les había visto como una nación tan dividida y en un estado tan fuerte de polarización, que dejan en vilo los fundamentos de su unidad y su cohesión como sociedad.

Pero vale decir que el hecho de que ese modelo de personaje haya tenido en tensión al mundo por su eventual reelección, de la que estuvo muy cerca, es en realidad lo más preocupante y el reto al que principalmente tendrá que enfrentarse el nuevo presidente y en general la sociedad norteamericana. Porque se va Trump pero queda el trumpismo como parte de ese síndrome de regresión histórica que no solo en EE.UU se ha venido instalando en este ya casi primer cuarto de siglo; esa nueva vuelta al ruedo del totalitarismo –nunca totalmente superado- que cercenó las libertades y bañó en sangre una inmensa porción de la geografía terráquea durante casi toda la anterior centuria.

Los más de setenta millones de ciudadanos que votaron por el republicano se suman a quienes también en otros países se empeñan en revivir el ideario fascista que ya la historia parecía haber dejado. Renace o se recrudece el racismo, se exaltan con arrogancia ya caducos nacionalismos y se exacerba el trato indigno a la población migrante con el establecimiento de nuevas y peligrosas marcas de frontera. La custodia de los valores y las instituciones más representativas de la democracia quedan anegadas por una autocracia en cabeza de personajes que lejos están de ser un tributo a la rectitud y a la inteligencia humana. Colombia entre ellos como uno de los más deplorables ejemplos.

El escenario entonces seguirá siendo muy complejo y por ahora no nos queda más que pensar con el deseo para que la derrota del señor Trump sea el comienzo del fin de esa mala racha por la que se ha conducido el mundo en estos últimos años. Ojalá fuera un avance hacia la superación de esa visión binaria de buenos y malos, amigos y enemigos, con la que aquí y allá se insiste en imponer el ideario de la guerra y de la negación del otro como base del mantenimiento de ciertas élites o partidos en el poder, o de la supremacía de algunas naciones, cuando de la geopolítica internacional se trata.

Es cierto, querámoslo o no, el peso que los EE.UU. siguen teniendo en los asuntos de la política, la economía y la diplomacia mundial, así se vean hoy como una nación en decadencia. Justamente por esto último les viene bien entender que ya no son, si es que en verdad lo han sido, el paradigma de la democracia, en un escenario en el que en su interior se han incrementado las manifestaciones de violencia, que podrían llegar a incrementarse, agravadas por las secuelas dejadas por la pandemia, de la que la han sido una de los principales afectados.   

Si América –del Norte- quiere ser grande otra vez, no puede ser sobre las viejas bases del dominio imperial, sino contribuyendo al ideario de un nuevo desarrollo, que lleve consigo una apuesta por la revitalización de la naturaleza, la exaltación de la vida y el respeto universal de los DD.HH.

Les corresponde hacerse partícipes de una nueva agenda de cooperación, retomar sin arrogancias su rol en el seno de los organismos internacionales y promover pactos y acuerdos que tiendan a hermanar antes que a dividir más el mundo. Es hora – no solo para los EE.UU.-, de que se empiece a abandonar el recurso a posiciones dominantes que a través de políticas comerciales, control monopólico de las tecnologías y uso del poderío bélico, entre otros, refrendan la idea de que hay naciones cuya naturaleza es la de mantenerse subordinadas.

En cuanto a América Latina, en donde siempre nos han faltado razones para llenarnos de optimismo con independencia de cuál sea el partido que gobierne, los EE.UU tendrán que reconocer que no es ya el cuerpo homogéneo y abnegado que siempre han querido ver; los tiempos han cambiado y el reclamo por el respeto de la autonomía de su países tendrá que ser parte del nuevo repertorio de su política internacional.

La región venía ya convulsionada por una situación social y política particularmente tensa y enfrenta ahora mayores dificultades para superar los elevados índices de desigualdad y de pobreza, incrementados por la secuelas dejadas por el impacto de la pandemia. Ello implica pensar en un marco de relaciones que faciliten la dinamización de sus economías, a las que no se les puede seguir mirando solo como la despensa de materias primas y mano de obra de bajo costo, ni tampoco como las consumidoras pasivas de productos de importación, que antes que promover lesionan sus aparatos productivos.

Finalmente, en el caso de Colombia, en donde –sin par en el área- Iván Duque se ha mantenido como el más abyecto de todos los mandatarios a las políticas del presidente Trump, los temas relevantes sí que deberán marcar un punto de inflexión. El cumplimiento del acuerdo de paz y la revisión de la fracasada política antidrogas, que nunca han estado entre sus prioridades, pasarán a ocupar, es lo que creemos, un lugar de primer orden. A lado de ello, el tema del cambio climático, ajeno también a uno y a otro, pese a la retórica con la que sobre el particular el presidente Duque suele presentarse en algunos escenarios internacionales.

Colombia tiene también un saldo en rojo en materia de garantías para el ejercicio de las libertades políticas, la protección de la vida y respeto a los DDHH; la creciente ola de masacres, el asesinato de líderes sociales y de excombatientes de las FARC, así como de integrantes del principal partido de oposición, Colombia Humana, dibuja un escenario que seguirá llamando la atención del conjunto de la comunidad internacional. Si de ello Trump y Duque han hecho caso omiso, lo esperado es que para la dupla Biden-Harris este pase a ser un tema verdaderamente prioritario.

Con la ayuda de una cuota de optimismo, deseémosle buen viento y buena mar a la nueva fórmula que durante los próximos cuatro años gobernará en los EE.UU., ojalá que para sus propios ciudadanos, para el mundo y en nuestro caso en especial para América Latina no vaya a ser una nueva frustración; que la mala hierba dejada por el trumpismo no vaya a tener la posibilidad de florecer y no veamos marchitado el anhelo de que otra realidad es posible.  Hasta nunca mr. Trump.   

 

*Economista-magister en estudios políticos