Orlando Ortiz Medina*
... se va Trump pero queda el trumpismo como parte de ese síndrome de regresión histórica que no solo en EE.UU se ha venido instalando en este ya casi primer cuarto de siglo; esa nueva vuelta al ruedo del totalitarismo –nunca totalmente superado- que cercenó las libertades y bañó en sangre una inmensa porción de la geografía terráquea durante casi toda la anterior centuria.
Lo verdaderamente relevante del
resultado de las elecciones de los Estados Unidos es que Donald Trump no fue reelegido
y que todo lo que venga después de él será ganancia. Pues sin muchas certezas
de cómo el nuevo gobierno demócrata va a encarar el convulsionado contexto en que
está sumido no solo su país sino la humanidad entera, nos libraremos por lo
menos de seguir viendo al frente de una de las principales potencias a la más
elaborada muestra de lo peor del sujeto que ha creado la modernidad y la
antítesis de lo que cabría esperar del
ser humano que reclama una nueva apuesta civilizatoria.
Los EE.UU. quedarán en una de sus
peores crisis, una crisis que arrastra sobre todo el peso de la degradación de
los valores y las virtudes humanas; la herencia más nutrida que deja su actual
presidente es el ejemplo de un personaje inescrupuloso y dispuesto a pasarse
por encima de los sentimientos y la dignidad de aquellos a quienes por razón de
su color, su género, su condición física, su religión o su nacionalidad, considera
de categorías inferiores. Nunca se les había visto como una nación tan dividida
y en un estado tan fuerte de polarización, que dejan en vilo los fundamentos de
su unidad y su cohesión como sociedad.
Pero vale decir que el hecho de
que ese modelo de personaje haya tenido en tensión al mundo por su eventual
reelección, de la que estuvo muy cerca, es en realidad lo más preocupante y el
reto al que principalmente tendrá que enfrentarse el nuevo presidente y en
general la sociedad norteamericana. Porque se va Trump pero queda el trumpismo
como parte de ese síndrome de regresión histórica que no solo en EE.UU se ha
venido instalando en este ya casi primer cuarto de siglo; esa nueva vuelta al
ruedo del totalitarismo –nunca totalmente superado- que cercenó las libertades
y bañó en sangre una inmensa porción de la geografía terráquea durante casi
toda la anterior centuria.
Los más de setenta millones de
ciudadanos que votaron por el republicano se suman a quienes también en otros países
se empeñan en revivir el ideario fascista que ya la historia parecía haber
dejado. Renace o se recrudece el racismo, se exaltan con arrogancia ya caducos
nacionalismos y se exacerba el trato indigno a la población migrante con el
establecimiento de nuevas y peligrosas marcas de frontera. La custodia de los
valores y las instituciones más representativas de la democracia quedan
anegadas por una autocracia en cabeza de personajes que lejos están de ser un
tributo a la rectitud y a la inteligencia humana. Colombia entre ellos como uno
de los más deplorables ejemplos.
El escenario entonces seguirá
siendo muy complejo y por ahora no nos queda más que pensar con el deseo para que
la derrota del señor Trump sea el comienzo del fin de esa mala racha por la que
se ha conducido el mundo en estos últimos años. Ojalá fuera un avance hacia la superación
de esa visión binaria de buenos y malos, amigos y enemigos, con la que aquí y
allá se insiste en imponer el ideario de la guerra y de la negación del otro
como base del mantenimiento de ciertas élites o partidos en el poder, o de la supremacía
de algunas naciones, cuando de la geopolítica internacional se trata.
Es cierto, querámoslo o no, el
peso que los EE.UU. siguen teniendo en los asuntos de la política, la economía
y la diplomacia mundial, así se vean hoy como una nación en decadencia. Justamente
por esto último les viene bien entender que ya no son, si es que en verdad lo
han sido, el paradigma de la democracia, en un escenario en el que en su
interior se han incrementado las manifestaciones de violencia, que podrían
llegar a incrementarse, agravadas por las secuelas dejadas por la pandemia, de
la que la han sido una de los principales afectados.
Si América –del Norte- quiere ser
grande otra vez, no puede ser sobre las viejas bases del dominio imperial, sino
contribuyendo al ideario de un nuevo desarrollo, que lleve consigo una apuesta por
la revitalización de la naturaleza, la exaltación de la vida y el respeto universal
de los DD.HH.
Les corresponde hacerse partícipes
de una nueva agenda de cooperación, retomar sin arrogancias su rol en el seno
de los organismos internacionales y promover pactos y acuerdos que tiendan a
hermanar antes que a dividir más el mundo. Es hora – no solo para los EE.UU.-, de
que se empiece a abandonar el recurso a posiciones dominantes que a través de políticas
comerciales, control monopólico de las tecnologías y uso del poderío bélico, entre
otros, refrendan la idea de que hay naciones cuya naturaleza es la de
mantenerse subordinadas.
En cuanto a América Latina, en
donde siempre nos han faltado razones para llenarnos de optimismo con independencia
de cuál sea el partido que gobierne, los EE.UU tendrán que reconocer que no es ya
el cuerpo homogéneo y abnegado que siempre han querido ver; los tiempos han
cambiado y el reclamo por el respeto de la autonomía de su países tendrá que ser
parte del nuevo repertorio de su política internacional.
La región venía ya convulsionada
por una situación social y política particularmente tensa y enfrenta ahora mayores
dificultades para superar los elevados índices de desigualdad y de pobreza, incrementados
por la secuelas dejadas por el impacto de la pandemia. Ello implica pensar en
un marco de relaciones que faciliten la dinamización de sus economías, a las
que no se les puede seguir mirando solo como la despensa de materias primas y
mano de obra de bajo costo, ni tampoco como las consumidoras pasivas de productos
de importación, que antes que promover lesionan sus aparatos productivos.
Finalmente, en el caso de
Colombia, en donde –sin par en el área- Iván
Duque se ha mantenido como el más abyecto de todos los mandatarios a las políticas
del presidente Trump, los temas relevantes sí que deberán marcar un punto de
inflexión. El cumplimiento del acuerdo de paz y la revisión de la fracasada política
antidrogas, que nunca han estado entre sus prioridades, pasarán a ocupar, es lo
que creemos, un lugar de primer orden. A lado de ello, el tema del cambio
climático, ajeno también a uno y a otro, pese a la retórica con la que sobre el
particular el presidente Duque suele presentarse en algunos escenarios internacionales.
Colombia tiene también un saldo
en rojo en materia de garantías para el ejercicio de las libertades políticas, la
protección de la vida y respeto a los DDHH; la creciente ola de masacres, el asesinato
de líderes sociales y de excombatientes de las FARC, así como de integrantes
del principal partido de oposición, Colombia Humana, dibuja un escenario que seguirá
llamando la atención del conjunto de la comunidad internacional. Si de ello
Trump y Duque han hecho caso omiso, lo esperado es que para la dupla
Biden-Harris este pase a ser un tema verdaderamente prioritario.
Con la ayuda de una cuota de optimismo,
deseémosle buen viento y buena mar a la nueva fórmula que durante los próximos
cuatro años gobernará en los EE.UU., ojalá que para sus propios ciudadanos,
para el mundo y en nuestro caso en especial para América Latina no vaya a ser
una nueva frustración; que la mala hierba dejada por el trumpismo no vaya a
tener la posibilidad de florecer y no veamos marchitado el anhelo de que otra realidad
es posible. Hasta nunca mr. Trump.
*Economista-magister en estudios
políticos