Ahí está su cadena perpetua, señores del Gobierno, ahí les quedó claro la vacuidad y lo insulso de la medida que con un tinte más político y maniqueo que otra cosa recién aprobaron sus mayorías en el Congreso de la República.
Bastaron muy pocos días, luego de aprobada la Ley, para que con la violación de una niña indígena por parte de siete miembros del ejército nacional, la tozudez de los hechos demostrara, y de qué horrible manera, que no son el tipo y la magnitud de las penas las que sirven para prevenir y redimir el delito.
La evidencia se impuso para decirnos que con medidas de corte demagógico y populista lo único que se hace es dejar de lado las verdaderas causas de fenómenos tan graves como éste, que se originan sobre todo en la falta de políticas de protección, estando como estamos en una geografía generalizada de violencia y con un entorno social y cultural profusamente adverso para garantizar la seguridad de las y los menores de edad.
Más grave todavía que quienes enrostraron lo inútiles que al final resultan los castigos pensados sobre todo para ganar eco en las tribunas, fueron nada menos que hombres que vestían los uniformes y las armas del Estado: soldados de la patria, tan bien ponderados y consentidos por el partido al que el Gobierno representa y a los que siempre ha buscado encubrir en sus delitos. No en vano, más tardó en conocerse la noticia de la violación de la niña indígena, que el trino de la congresista del Centro Democrático, María Fernanda Cabal, en alertar al Ministerio de Defensa sobre un posible falso positivo, que no buscara más que enlodar el nombre del ya poco glorioso Ejército Nacional.
A tanto llega el fanatismo ideológico y el deseo de proteger a la cohorte que le garantiza su permanencia en el poder que, incluso siendo mujer y madre, además de ocupar una curul en el Congreso de la República, deja ver primero su indolencia con una niña y un hecho que solo una mente tan estrecha y una desfachatez como la suya pudo poner en duda.
Hay que decir que la congresista se retractó luego de que los soldados hubieran aceptado sus cargos, argumentando que fue de su parte una reacción ligera y emocional. Conociéndola como la conocemos, ni siquiera vale preguntarse en qué lugar de su aparato digestivo habitan sus emociones.
Aunque el desenlace que finalmente se tenga apenas comienza a elucidarse y es objeto de discusión por parte de juristas, se sabe que en la imputación de cargos se asumió que en el hecho hubo consentimiento de la niña, razón por la que el delito tipificado, con la anuencia del Fiscal General de la Nación, fue acceso carnal abusivo y no acceso carnal violento, lo que podría atenuar la pena para los responsables. Todo porque, según ellos, la niña no opuso resistencia o porque fue ella quien los había ido a visitar, dado que “uno de los soldados le había caído bien”, tal como lo dijo en su columna de la revista Semana la periodista Salud Hernández Mora. Es decir, que pudo ser la niña la propia responsable de su violación. Se cae de su peso, y suena por demás absurdo, que una niña de once años hubiera podido resistir a siete hombres armados, así hubiera sido uno o así estuvieran desarmados.
Se olvida que en una menor de once años no hay consentimiento que valga y que el hecho no ocurrió en la casa de los siete enanitos del cuento de Blanca Nieves, que en ocasiones nos ha recordado el presidente Duque, sino en el lugar en donde se resguardaban siete hombres armados y uniformados que tenían la obligación de protegerla.
El día de la aprobación de la cadena perpetua para violadores, dijo Yohana Jiménez, principal promotora de la Ley, que se partía en dos la historia de Colombia, que era el principio del fin de la violencia contra los niños y las niñas. Pero ya sabemos que no solo no se partió en dos la historia de Colombia, sino que, haciendo eco a un trillado lema de Gobierno, lo que empezó fue a hacerse trizas, antes de entrar en vigencia, el propósito que inspiraba la Ley: salirle al paso a uno de los delitos de mayor ocurrencia y con los más elevados índices de impunidad en el país.
No sobra entonces volver a decir que no se trata de llegar hasta el hartazgo de una proliferación normativa, pues el país cuenta ya con los mecanismos e instrumentos jurídicos suficientes para castigar este tipo de delitos. Lo que se requiere es garantizar su aplicación con la oportunidad y diligencia debida y que no sean utilizados con oportunismo e interés politiquero, que es solo otra manera de ponerse del lado de los delincuentes.
La aplicación de justicia es más que un asunto de técnica jurídica, se trata también del impulso de transformaciones culturales, en cuya falta están en buena medida explicadas las causas de este y otro tipo de delitos. Racismo, machismo, clasismo, etc., además de la simbología y el poder de que se arroga quien ostenta un cargo, porta un uniforme o, peor aún, exhibe un arma, son telón de fondo que suelen obviarse a la hora de elucidar el leitmotiv de los hechos.
En el caso particular que nos ocupa, habrá que preguntar sobre los protocolos de enrolamiento de los miembros del ejército y los procesos de instrucción y formación que tiene para ellos la institución, porque, si existen, deben de estar fallando cuando los vemos tambien implicados en hechos de corrupción, divirtiéndose con el sacrificio de animales, como sucedió hace unos días cuando vimos a un soldado lanzar por los aires a un perro en un batallón en Puerres Nariño, o cometiendo asesinatos de civiles indefensos, como pasó con el desmovilizado de las FARC, Dimar Torres, en Norte de Santander.
Unos y otros no pueden verse como hechos aislados, sino como el reflejo de una situación calamitosa que pone en vilo la legitimidad y la capacidad de gestión de la estructura de mando, tanto como la factura ética y moral de la institución que representan.
Cuesta pensar que en la doctrina del ejército y en el ideario de sus superiores brille aún la vieja idea de que a los soldados, listos como deben estar para la guerra, les corresponde ante todo ser indómitos, ajenos al miedo, indolentes y faltos de sentimientos, porque es ello lo que los pone a la altura y evita reducir su osadía y disposición frente al combate. Mala insignia para un país tan de manera recurrente sumido en el dolor y que padece casi a diario de las malas acciones de quienes ocupan cargos públicos, incluidas las más altas distinciones del Gobierno o el Estado.
Probablemente la cadena perpetua no pasará el control constitucional, pero eso es ya un asunto secundario, lo importante sería que el delito no vaya a quedar impune y no se vaya a ser laxo con quienes lo cometieron; que ojalá llegue el día en que en Risaralda o en cualquiera de las ciudades y departamentos del país, como quería la indígena Emberá, las niñas puedan salir felices a recoger guayabas.
*Economista-Magister en Estudios políticos