Orlando Ortiz Medina*
Los resultados, una vez más, demuestran la despreocupación casi
generalizada de una ciudadanía que ha visto hacer de la política otra más de
las formas de degradación de una humanidad deslucida en sus principios y valores,
avanzados ya más de tres lustros del siglo XXI. Una degradación que ha
lesionado profundamente las formas de cohesión e integración social y que terminó
siendo, además, caldo de cultivo de la violencia y la perversión de la gestión
pública, en donde hoy están las principales barreras para que se produzcan los
cambios requeridos hacia el ingreso al umbral civilizatorio que, en
prácticamente en todo el mundo, reclama la comunidad política.
Se validó otra vez la
patente de corso de particulares o agentes de Estado que estimulan y celebran
la comisión de delitos, y de los que, antes que llamar y comprometer al
ciudadano con su rechazo, lo involucran en
prácticas que hacen del mismo un aplicado borrego, especializados como
están en banalizar el rol de las instituciones jurídicas y estimular costumbres contrarias a las reglas del
derecho.
Quienes celebran la cifra de votación alcanzada, elevada solo
si se compara con anteriores eventos electorales, deberían pensar que ello no es
más que un lánguido consuelo, si se tiene en cuenta que la participación no representa
más de un 32% del potencial electoral, cifra realmente insignificante,
tratándose de un país en el que la corrupción –principal objeto de la
convocatoria- es hoy su flagelo más deplorable.
Pero la cifra es lo de menos cuando se trata de un asunto de mayor
complejidad y que al final es el reflejo de la quiebra ética que, a todos los
niveles, vive la sociedad colombiana. Agentes del gobierno o el Estado,
dirigencias políticas, sector privado y sociedad civil, en distintas
proporciones, por omisión o compromiso, están incursas en el declive moral que
nos acusa.
Por donde quiera que se las mire, lo que las cifras muestran es
que seguimos siendo una sociedad indolente, tolerante con la corrupción y sin
mayor capacidad de indignación y reacción frente a los hechos a los que
cotidianamente nos someten bandidos de carrera con títulos dudosos y galardones
en el pecho, quienes con sus intríngulis y triquiñuelas han logrado la validación y legitimación de un régimen y un sistema
de organización de la sociedad y del Estado por cuyas venas no fluye más que el
pus de su degradación y sus embustes.
El tema de fondo
tiene que ver con la cultura política y el acumulado de un saber social en el
que, sobre prácticas anómalas, se han sostenido históricamente unas fuerzas y
hegemonías políticas que, aunque estén claramente en decadencia, se mantienen
todavía incrustadas en los fundos de la burocracia, con el arrastre concomitante
de sus vicios.
Así que, más allá de
un conjunto de reformas legislativas, de lo que se trata es de un profundo
proceso de transformación cultural que lleve a la clausura de la institucionalidad vigente y a la vindicación de nuevas
formas de convivencia que, en el orden material y simbólico, refunden los
cimientos del poder y den lugar a un nuevo sujeto y saber colectivo,
inscrito en una renovada escala de valores y capaz de poner en cuestión los
imaginarios que han confiscado el pensamiento y comportamiento de los electores.
Es la apuesta por un país
de hombres y mujeres cuyas virtudes conduzcan a un nuevo universo de
sentidos, entendiendo que las
actitudes y el comportamiento ético no deviene de los conjuntos normativos ni
es asunto de leyes o de tal o cual articulado; al fin y al cabo, mucho de
aquello sobre lo que se propone legislar ya se prescribe en las normas. Lo que
corresponde es que medios, instituciones, centros educativos, personas y organizaciones
sociales y políticas se comprometan con un ejercicio de pedagogía social, cuyo
propósito final sea refundar el pensamiento y por esa vía la cultura política.
Una sociedad en
donde, más que la formalidad de un conjunto de instrumentos que reglamenten la
participación, la democracia sea asumida como un estilo de vida, una conducta que
trascienda la rigidez de las formas jurídicas y los esquemas institucionales.
Es decir, en donde más que una grafía de procedimientos, el ejercicio de la
política sea el punto de convergencia del comportamiento y las actitudes
cotidianas de los ciudadanos, respetando sus procedencias, sus formas de vida y
sus identidades sociales y culturales.
*Economista-Magister
en Estudios políticos.