Orlando Ortiz
Medina*
Complace
sobremanera el espaldarazo que la Corte Constitucional le da al acuerdo de paz
firmado entre el gobierno y las FARC, al otorgarle blindaje jurídico durante
los próximos doce años, que significa que, sea quien sea que llegue al
gobierno, no podrá desconocer ni modificar su contenido. La decisión es
saludable en medio del ambiente de incertidumbre y las dificultades a que se ha
venido enfrentando el proceso de implementación, enrarecido aún más por la
campaña electoral en curso.
No se hubiera
entendido que el guarda superior de la constitución hubiera fallado en sentido
contrario, habida cuenta de que el
derecho supremo a la paz prima sobre cualquier otro derecho y es, contra toda
evidencia y en el mar de controversias
que todavía se susciten, el anhelo principal de la mayoría de los colombianos.
El fallo es
también un reconocimiento a los efectos positivos del proceso, pues nadie, ni
sus más enconados enemigos, pueden desconocer
lo que ha significado en disminución de acciones de violencia, pérdida
de vidas y mayor tranquilidad para los colombianos, en especial para quienes
viven en los lugares más apartados del país, a los que sí que se les debe en
materia de garantía de derechos constitucionales. Aunque no únicamente,
especialmente con ellos en este caso se reivindica la Corte.
La paz, como con
toda razón se ha venido reclamando desde muchos sectores, es una política de
Estado y no el siempre precario desarrollo de la política coyuntural de un gobierno;
más de cinco décadas de confrontación armada tuvieron que haber servido para
iluminar a la Corte en su acertada decisión; nada, ya se dijo, puede estar por
encima del bien supremo de la paz para un país que ha pagado con un sacrifico
innoble las equivocaciones de unos y la tozudez de otros, que todavía ven en la
idea de “hacer trizas los acuerdos” un compromiso patriótico y un acto de
defensa de la institucionalidad y del estado de derecho, como maniqueamente lo
han venido reclamando. Contra ellos y sus vacuos argumentos también se
pronunció la Corte.
Eso sí, debemos
ser conscientes de que el blindaje jurídico, con todo lo que ello significa, no
redime del todo los riesgos ni les quita bríos a quienes desde otros frentes se
van a seguir atravesando hasta ver consumado su fracaso. Algunos sectores políticos
redoblarán sus esfuerzos y dispararán a cualquier blanco y con cualquiera de sus alfiles para atizar el
fuego, porque saben que en las próximas presidenciales el dilema entre la
posibilidad de que se consolide la paz o se siga por el camino de la guerra
continuará siendo un factor decisivo para ganar el voto de los electores, en
medio de ese discurso de odio con el que a muchos de ellos se les ha envenenado
su criterio y su voluntad de decisión.
Otros deseábamos
que, superado el dilema de la paz o de la guerra que ha orientado la campaña presidencial
de los últimos veinte años, en la agenda
de hoy se destacaran otros puntos: el de la corrupción, por ejemplo, tan
sensible a la honra de una nación que naufraga en el fango de heces que brota por
las venas de unas élites descompuestas, y otros que se siguen aplazando, como la
búsqueda de respuestas frente a la disminución de la pobreza, la corrección de
las brechas de desigualdad y el abandono en que se mantiene una inmensa parte de
la población. Pero, otra vez, ello no será posible, por un lado, porque ventilar
el problema de la corrupción va a tocar a líderes y bases de esas mismas élites,
untados como están de sus propias excreciones y, por otro, porque posibles salidas
al flagelo de la pobreza y la desigualdad ponen en cuestión sus intereses y su sistema
de privilegios.
Paz o guerra
seguirán pues en la cartelera, porque ayudan a distraer de los problemas a los
que verdaderamente la sociedad y el Estado deben encararse para allanar los
caminos que conduzcan a una paz estable y duradera, y porque frente a una
tribuna voluble, desinformada y no menos pendenciera es más fácil actuar como
pandilleros que como auténticos adalides de ideas y propuestas, en un país que
no merece más el destino que en mala hora los prohombres de su burocracia le
han endilgado.
El Centro
Democrático, Cambio Radical y algunos sectores del Partido Conservador o el
Partido de la U, alinean hoy sus fichas y dejan ver sus coincidencias, que
siempre las han tenido, y se muestran como el bloque poderoso que seguirá
capitalizando a su favor –qué vergüenza y qué ausencia de fundamento ético- los
horrores de la guerra. El presidente de la Cámara de Representantes, Rodrigo
Lara Restrepo, el Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez –de
nuevo qué vergüenza-, son la muestra más fehaciente de cómo desde posiciones
claves del establecimiento se cocina la campaña electoral en favor de los que, sólo
por ver realizados sus intereses y ambiciones personales, no les importaría un
siglo más de sangre y de vidas inmoladas, que por supuesto no serán las de
ellos ni las de sus familias. Para ello están los campesinos, los indígenas,
los afrocolombianos, los habitantes de los barrios populares que son los que,
en cualquiera de los frentes, siempre han tenido la tarea de poner los muertos.
Con el
beneplácito del fallo de exequibilidad, a las fuerzas políticas alternativas y
progresistas les corresponde hacer lo propio para resistir el embate de quienes
aspiran a que el país retorne a los tiempos de barbarie, de los que, si bien
todavía hemos salido muy poco, hay hechos que nos muestran que sí es posible
encontrar la luz al final del túnel. Mal harían en equivocarse en el camino y
en medio de sus egos, divisiones y personalismos terminar abonándole el camino
a quienes, ahora más que nunca, por el bien supremo de la paz que en buena hora
ha ratificado la Corte, se les debe cerrar el paso. Amanecerá y veremos.
*Economista-Magister en Estudios Políticos