martes, 5 de septiembre de 2017

Bienvenido Francisco, por la renovación de la iglesia

Orlando Ortiz Medina*


Sin que tenga porqué sorprendernos, aunque curiosamente algunos sectores lo vean como algo inaudito, es claro y no podría ser de otra manera el alto grado de significación política que tiene la visita del Papa Francisco a Colombia. De hecho, se sabe que fue aplazada más de una vez, en espera de que el proceso de paz avanzara y se concretara el acuerdo final con las FARC, hoy ya desmovilizadas y convertidas en partido político legal.

Francisco viene, en buena hora, a darle la bendición al acuerdo y a reafirmar su apoyo, que ya en varias oportunidades había manifestado, pese a que, siempre bien informado, conoce de la oposición de ciertos sectores en Colombia, entre los que se encuentra una gran parte de la más alta jerarquía católica.

Frente a sus antecesores, y sin ser precisamente un gran reformador, este papa ha mostrado un talante en alguna medida progresista y posiciones más avanzadas en temas que hasta ahora habían sido vedados y estaban lejos de poder ser puestos en cuestión, incluso por sectores que sin necesidad de vestir los ornamentos religiosos acogen con profundo dogmatismo el pensamiento y doctrina de la iglesia.

Así que si algo podríamos esperar los colombianos es que la visita de Francisco sirva para hacer un llamado a esa enorme mayoría de la iglesia que todavía se mantiene en el más acendrado conservadurismo, y pedirle que entre en una etapa de reflexión que la ponga al corriente del nuevo universo de comprensiones y significaciones a que el proceso de modernización y secularización de la sociedad inevitablemente nos ha conducido. 

Sería asumir, como corresponde, que la consolidación de la paz sólo es posible si se produce en paralelo con el reconocimiento a la emergencia de otras maneras de ver y entender el mundo, que implica abandonar el uninanimismo y facilitar el camino hacia una sociedad capaz de reconocerse en su diversidad y de acoger el pluralismo como condición imperativa para garantizar su desarrollo y sus posibilidades de sobrevivencia.

La idea de un orden que se explica y se sostiene solamente a partir del culto a lo sagrado, los dogmas religiosos o las ataduras de la fe, hoy es no sólo insostenible sino que pone en riesgo las propias posibilidades de la iglesia para mantener a sus fieles. Ante la resistencia de la iglesia para renovarse y aceptar que las sociedades, las culturas y los valores no sólo no son estáticos sino que el ser humano está inscrito en universos y dimensiones que la sola religión no está en posibilidades de entender, éstos se ven obligados a migrar hacia otros sistemas de creencias o simplemente se abandonan a la búsqueda del libre albedrio. 

Negarse a aceptar que principios sacros y fundamentaciones metafísicas puedan ser reinterpretadas por el pensamiento o el uso de la razón termina siendo, además, una privación a la posibilidad de discernir y de deshacer o reelaborar comprensiones que la transformación de la sociedad trae consigo. No se trata de proponer la completa o parcial eliminación del catolicismo o su sistema de creencias, ni más faltaba, se trata de un llamado a la aceptación de ciertos grados de ruptura que se le están planteando incluso sectores que forman parte de su grupo de creyentes, como personas de la comunidad LGBTI, mujeres que irrumpen en la defensa de sus derechos y religiosos o religiosas que velada o abiertamente desobedecen las limitaciones que se les impone al ejercicio de su sexualidad, por ejemplo.

Los sectores conservadores, civiles o religiosos, no pueden seguir concibiendo el proceso de secularización y adelgazamiento de lo sagrado como una afrenta; por el contrario, deben reconocer que nuevos tiempos dan lugar a nuevos modelos de individuos, familias y sociedades, y que no es posible seguir considerando como naturales y objeto de imposición dogmas, estilos y formas de vida que ni siquiera quienes les suscriben su pertenencia están dispuestos a acatar sin que medien reparos o revisiones.

La rigidez, la tesis de que todo orden es natural, inmodificable e incontrovertible, cuando es en realidad el resultado de una construcción social e histórica, reducen al individuo en su autonomía, lo limitan para el discernimiento y lo atrofian en su criterio a la hora de decidir, incluso en temas y escenarios que no necesariamente forman parte de las creencias religiosas, sino de los que toman lugar en los asuntos del Estado, el debate público y la deliberación política.

Fue justamente lo que ocurrió en el plebiscito con el que se buscaba refrendar los acuerdos de paz el pasado dos de octubre, cuando a nombre de la inclusión de una supuesta ideología género que atentaba contra la “condición natural del ser mujer y se incitaba al homosexualismo” –algo sumamente oprobioso para el fundamentalismo religioso- se manipuló y se indujo el voto del electorado. 

En Colombia, el perverso maridaje entre iglesia y política, que de nuevo toma fuerza en estos últimos años, es en parte responsable de que seamos una sociedad devota de un pasado que nos mantiene hincados a tiempos y ante líderes nostálgicos de las épocas de los caudillos y gamonales, en donde se reafirma la idea de que hay que rendir culto ciego a las jerarquías y se asume como natural que algunos vinieron al mundo solamente con la función de obedecer.

El conservadurismo católico ha estado en la base de formación de un pensamiento que en lo fundamental ha servido para legitimar un orden muchas veces contrario a lo que desde el púlpito pregonan obispos y sacerdotes, y que en ocasiones se ha utilizado para validar algunas formas de violencia, además de las que están implícitas en imaginarios que enarbolan como virtudes o condiciones naturales el autoritarismo, el machismo y el desprecio por ciertos grupos o sectores de población, que aunque comulgan con sus doctrinas y se asumen como practicantes de la fe religiosa no aceptan cierto tipo de limitaciones al ejercicio de su autonomía.

La jerarquía católica, aparte de su innegable alianza con ciertos intereses y sectores de poder, ha sido temerosa para abrirse y enfrentar su liderazgo, desconociendo no sólo la transformación de los valores y las costumbres sociales, sino sus propias falencias a la hora de  garantizar la fidelidad de sus creyentes, incursa como ha estado por parte de algunos de sus integrantes en situaciones que debilitan y ponen en duda su entereza ética, moral y espiritual: pederastia, compromiso con actores armados y hechos de corrupción, para nombrar algunos.

En la actual coyuntura, le corresponde entender que a nombre del fundamentalismo religioso no se pueden subsumir apuestas de tanta trascendencia como la terminación del conflicto armado y la búsqueda de la paz, frente a lo que gran parte de sus integrantes se han mostrado reticentes, como ha quedado claro frente a los contenidos del acuerdo alcanzado con las FARC en La Habana. No es posible entender el llamado a la bendición de la paz al que se invita a los fieles en cada uno de los actos litúrgicos, al tiempo con una hostilidad manifiesta a que se llame al perdón y la reconciliación con quienes han tomado la decisión abandonar el camino de las armas. A Dios rogando y con el mazo dando.

Se requiere de una iglesia capaz de mirar el mundo con los ojos puestos en el horizonte de un siglo que hasta ahora comienza y cuando menos dispuesta a aceptar que es necesario revisar el saldo de un pasado del que no en todas las circunstancias puede hacer un balance completamente satisfactorio, tanto para sí misma como para la sociedad a la que en asuntos religiosos mayoritariamente lidera.

La mayoría de los colombianos saben que la visita de Francisco expresa su profunda conexión con el proceso de paz, al que viene presencialmente a darle un espaldarazo, sumándose a quienes, creyentes o no, desean que el país logre salir del pasado tenebroso de guerra que le ha tocado vivir. Aunque se nieguen a reconocerlo, es también un llamado de atención a quienes se siguen oponiendo, que no son ya los que hasta hace unos pocos meses eran combatientes atrincherados en el monte, sino quienes desde cómodas posiciones y nutridos sistemas de seguridad se empeñan en que, a costa de defender su soberbia y su lugar de privilegios, el país se siga recreando en el sonar de los fusiles y los hedores de la muerte. 

Si en una sociedad tan polarizada como la colombiana Francisco logra que se entienda que la consolidación de la paz sólo es posible mediante la reafirmación de una ética del pluralismo, la inclusión y el abandono de toda forma de fundamentalismo, político o religioso, su visita habrá valido la pena. 



*Economista-Magister en Estudios Políticos