Orlando Ortiz
Medina*
Sin que tenga porqué
sorprendernos, aunque curiosamente algunos sectores lo vean como algo inaudito,
es claro y no podría ser de otra manera el alto grado de significación política
que tiene la visita del Papa Francisco a Colombia. De hecho, se sabe que fue
aplazada más de una vez, en espera de que el proceso de paz avanzara y se
concretara el acuerdo final con las FARC, hoy ya desmovilizadas y convertidas
en partido político legal.
Francisco viene, en
buena hora, a darle la bendición al acuerdo y a reafirmar su apoyo, que ya en
varias oportunidades había manifestado, pese a que, siempre bien informado,
conoce de la oposición de ciertos sectores en Colombia, entre los que se
encuentra una gran parte de la más alta jerarquía católica.
Frente a sus
antecesores, y sin ser precisamente un gran reformador, este papa ha mostrado
un talante en alguna medida progresista y posiciones más avanzadas en temas que
hasta ahora habían sido vedados y estaban lejos de poder ser puestos en
cuestión, incluso por sectores que sin necesidad de vestir los ornamentos
religiosos acogen con profundo dogmatismo el pensamiento y doctrina de la
iglesia.
Así que si algo podríamos
esperar los colombianos es que la visita de Francisco sirva para hacer un
llamado a esa enorme mayoría de la iglesia que todavía se mantiene en el más
acendrado conservadurismo, y pedirle que entre en una etapa de reflexión que la
ponga al corriente del nuevo universo de comprensiones y significaciones a que el proceso de modernización y secularización
de la sociedad inevitablemente nos ha conducido.
Sería asumir, como
corresponde, que la consolidación de la paz sólo es posible si se produce en
paralelo con el reconocimiento a la emergencia de otras maneras de ver y
entender el mundo, que implica abandonar el uninanimismo y facilitar el camino
hacia una sociedad capaz de reconocerse en su diversidad y de acoger el pluralismo
como condición imperativa para garantizar su desarrollo y sus posibilidades de
sobrevivencia.
La idea de un orden
que se explica y se sostiene solamente a partir del culto a lo sagrado, los
dogmas religiosos o las ataduras de la fe, hoy es no sólo insostenible sino que
pone en riesgo las propias posibilidades de la iglesia para mantener a sus fieles.
Ante la resistencia de la iglesia para renovarse y aceptar que las sociedades, las
culturas y los valores no sólo no son estáticos sino que el ser humano está
inscrito en universos y dimensiones que la sola religión no está en
posibilidades de entender, éstos se ven obligados a migrar hacia otros sistemas de
creencias o simplemente se abandonan a la búsqueda del libre albedrio.
Negarse a aceptar
que principios sacros y fundamentaciones metafísicas puedan ser reinterpretadas
por el pensamiento o el uso de la razón termina siendo, además, una privación a la
posibilidad de discernir y de deshacer o reelaborar comprensiones que la transformación
de la sociedad trae consigo. No se trata de proponer la completa o parcial eliminación
del catolicismo o su sistema de creencias, ni más faltaba, se trata de un
llamado a la aceptación de ciertos grados de ruptura que se le están planteando
incluso sectores que forman parte de su grupo de creyentes, como personas
de la comunidad LGBTI, mujeres que irrumpen en la defensa de sus derechos y religiosos
o religiosas que velada o abiertamente desobedecen las limitaciones que se les
impone al ejercicio de su sexualidad, por ejemplo.
Los sectores
conservadores, civiles o religiosos, no pueden seguir concibiendo el proceso de
secularización y adelgazamiento de lo sagrado como una afrenta; por el
contrario, deben reconocer que nuevos tiempos dan lugar a nuevos modelos de
individuos, familias y sociedades, y que no es posible seguir considerando como
naturales y objeto de imposición dogmas, estilos y formas de vida que ni
siquiera quienes les suscriben su pertenencia están dispuestos a acatar sin que
medien reparos o revisiones.
La rigidez, la tesis de que todo orden es natural,
inmodificable e incontrovertible, cuando es en realidad el resultado de una
construcción social e histórica, reducen al individuo en su autonomía, lo
limitan para el discernimiento y lo atrofian en su criterio a la hora de decidir, incluso en temas y escenarios
que no necesariamente forman parte de las creencias religiosas, sino de los que
toman lugar en los asuntos del Estado, el debate público y la deliberación
política.
Fue justamente lo
que ocurrió en el plebiscito con el que se buscaba refrendar los acuerdos de
paz el pasado dos de octubre, cuando a nombre de la inclusión de una supuesta ideología
género que atentaba contra la “condición natural del ser mujer y se incitaba al
homosexualismo” –algo sumamente oprobioso para el fundamentalismo religioso- se
manipuló y se indujo el voto del electorado.
En
Colombia, el perverso maridaje entre iglesia y política, que de nuevo toma fuerza
en estos últimos años, es en parte responsable de que seamos una sociedad
devota de un pasado que nos mantiene hincados a tiempos y ante líderes
nostálgicos de las épocas de los caudillos y gamonales, en donde se reafirma la
idea de que hay que rendir culto ciego a las jerarquías y se asume como natural
que algunos vinieron al mundo solamente con la función de obedecer.
El conservadurismo católico
ha estado en la base de formación de un pensamiento
que en lo fundamental ha servido
para legitimar un orden muchas veces contrario a lo que desde el púlpito pregonan
obispos y sacerdotes, y que en
ocasiones se ha utilizado para validar algunas formas de violencia, además de las
que están implícitas en imaginarios
que enarbolan como virtudes o condiciones naturales el autoritarismo, el
machismo y el desprecio por ciertos grupos o sectores de población, que aunque comulgan
con sus doctrinas y se asumen como practicantes de la fe religiosa no aceptan
cierto tipo de limitaciones al ejercicio de su autonomía.
La jerarquía
católica, aparte de su innegable alianza con ciertos intereses y sectores de
poder, ha sido temerosa para abrirse y enfrentar su liderazgo, desconociendo no
sólo la transformación de los valores y las costumbres sociales, sino sus
propias falencias a la hora de garantizar
la fidelidad de sus creyentes, incursa como ha estado por parte de algunos de
sus integrantes en situaciones que debilitan y ponen en duda su entereza ética,
moral y espiritual: pederastia, compromiso con actores armados y hechos de corrupción, para nombrar algunos.
En la actual
coyuntura, le corresponde entender que a nombre del fundamentalismo religioso
no se pueden subsumir apuestas de tanta trascendencia como la terminación del
conflicto armado y la búsqueda de la paz, frente a lo que gran parte de sus integrantes
se han mostrado reticentes, como ha quedado claro frente a los contenidos del
acuerdo alcanzado con las FARC en La Habana. No es posible entender el llamado
a la bendición de la paz al que se invita a los fieles en cada uno de los actos
litúrgicos, al tiempo con una hostilidad manifiesta a que se llame al perdón y
la reconciliación con quienes han tomado la decisión abandonar el camino de las
armas. A Dios rogando y con el mazo dando.
Se requiere de una iglesia capaz de mirar el mundo con
los ojos puestos en el horizonte de un siglo que hasta ahora comienza y cuando
menos dispuesta a aceptar que es necesario revisar el saldo de un pasado del
que no en todas las circunstancias puede hacer un balance completamente
satisfactorio, tanto para sí misma como para la sociedad a la que en asuntos
religiosos mayoritariamente lidera.
La
mayoría de los colombianos saben que la visita de Francisco expresa su profunda
conexión con el proceso de paz, al que viene presencialmente a darle un
espaldarazo, sumándose a quienes, creyentes o no, desean que el país logre
salir del pasado tenebroso de guerra que le ha tocado vivir. Aunque se nieguen
a reconocerlo, es también un llamado de atención a quienes se siguen oponiendo,
que no son ya los que hasta hace unos pocos meses eran combatientes atrincherados
en el monte, sino quienes desde cómodas posiciones y nutridos sistemas de
seguridad se empeñan en que, a costa de defender su soberbia y su lugar de
privilegios, el país se siga recreando en el sonar de los fusiles y los hedores
de la muerte.
Si en una sociedad
tan polarizada como la colombiana Francisco logra que se entienda que la
consolidación de la paz sólo es posible mediante la reafirmación de una ética
del pluralismo, la inclusión y el abandono de toda forma de fundamentalismo,
político o religioso, su visita habrá valido la pena.
*Economista-Magister
en Estudios Políticos