sábado, 19 de noviembre de 2016

¿Elegibilidad o democracia?


Orlando Ortíz Medina*


En la posibilidad de que los excombatientes de las FARC accedan espacios de representación dentro de los mecanismos legales de elegibilidad, descansa en gran medida la superación exitosa del conflicto armado en Colombia. Una salida adversa sería un contrasentido y significaría no haber puesto el acento en el lugar que en la actual coyuntura histórica corresponde: sacar las armas de la política y facilitar los espacios que hagan de ella un ejercicio civilizado y a la altura de las sociedades modernas.

Debemos entender que estamos en la búsqueda de salidas para la superación de un fenómeno que se manifestó en casi la totalidad de países de América Latina y cuya existencia involucra razones y responsabiliza actores que van más allá de los movimientos guerrilleros. Asimismo, que hunde sus raíces en factores de orden político, económico, social e incluso cultural, que no se pueden obviar cuando se trata de sacar adelante una alternativa para la desmovilización y reintegración a la vida civil de quienes por circunstancias históricas decidieron alzarse en armas contra un sistema y un Estado en el que no se vieron representados.

Reconocer estos antecedentes, que son los que configuran la realidad política del presente, es un imperativo a la hora de argumentar sobre la pertinencia o no de que a los miembros de las FARC se les otorgue el beneficio de la elegibilidad política, una vez hayan dejado de las armas.

La elitización de las dirigencias políticas y la burocratización de los partidos de gobierno en cabeza de ciertos grupos  de poder, así como la obstrucción y represión de formas de organización y representación que no estuvieran bajo su égida, fueron, en el caso de Colombia, factores que estimularon la progresión  del conflicto armado y más adelante su degradación. A lo anterior se sumó su resistencia a que se implementaran las transformaciones que permitieran corregir las diferentes formas de exclusión y marginalidad generadas por el establecimiento, que alentaron también el avance de la confrontación armada.

El bipartidismo, hoy -en esencia- el mismo aunque con ramificaciones, desde mediados del siglo XIX ha tenido el monopolio en el control del Estado y sus instituciones, lo que nos consagró tempranamente como un régimen de democracia restringida. El Frente Nacional, si bien puso fin a la violencia bipartidista, reafirma un siglo después, sólo que con mayor vehemencia, el carácter excluyente del régimen y consolida un poder hegemónico con visos autoritarios, que al amparo del estado de sitio, hoy estado de excepción, con el que se mantuvo durante casi su toda su vigencia, otorgaba facultades especiales a las fuerzas armadas, con todo lo que ello significó en materia de restricción a las libertades, violación de los derechos humanos y restricciones al ejercicio de la actividad política.

En las décadas del 80 y el 90, a un fuerte auge de formas de organización política y social fundadas sobre nuevos liderazgos, justamente en reclamo de mayor democracia, se respondió con una brutal represión y muchos de sus integrantes fueron asesinados, desaparecidos u obligados al exilio.

Estudiantes, líderes políticos, sociales y sindicales, indígenas y afrocolombianos, artistas, intelectuales y defensores de derechos humanos, principalmente, fueron víctimas de la actuación conjunta entre las fuerzas armadas del Estado y organizaciones paramilitares, que se resistían a aceptar que propuestas políticas alternativas tuvieran un lugar en el escenario del debate público. Aun bajo la formalidad un régimen de democracia civil, el país asumió las características de las dictaduras que en los años 70 y 80 se tomaron de facto el poder en varios países de América Latina.

El caso más emblemático es el de la Unión Patriótica, partido político que surge de los diálogos entre las FARC y el gobierno de Belisario Betancur a comienzos de los años ochenta, y del que la mayoría sus integrantes fueron asesinados. Entre ellos dos candidatos presidenciales, senadores, alcaldes, concejales, ediles y cientos de líderes de base.

De manera que en Colombia la democracia ha sido un concepto vacío de contenidos y está lejos todavía de la posibilidad de encontrar sentido como expresión de la libertad y el ejercicio de la autonomía, razón de ser de la política.

Una democracia realmente ajena a la institucionalización de una cultura y un pensamiento democrático, en la que el ciudadano promedio se nutre de representaciones que giran alrededor de la pasividad, la apatía y el desprecio por el ejercicio de la política; que se acomodó, además, al ritmo de la violencia y de prácticas como la compra y venta de votos, el clientelismo, el nepotismo y la corrupción, convertidas en el canal de creación de sus vínculos con las dirigencias políticas, y por esa vía con el aparato del Estado.

Cambios institucionales como los procesos de descentralización política y administrativa iniciados desde mediados de los 80, o la propia constitución de 1991, no produjeron transformaciones significativas en las costumbres políticas ni llevaron a una reconfiguración de las dirigencias en la mayoría de los ámbitos estatales. Por el contrario, el reacomodamiento de antiguas hegemonías, algunas en alianza con organizaciones criminales, llevaron a una serie de efectos regresivos y frustraron las esperanzas que la nueva constitución había dejado sobre territorios, grupos étnicos, mujeres, comunidades con opciones sexuales diversas y otros sectores hasta ese momento olvidados.  
Los partidos, ni de izquierda ni de derecha, no han logrado convertirse en verdaderas fuerzas ideológicas o con fundamentaciones programáticas o filosóficas, que convoquen a una masa crítica y cualificada de ciudadanos. Aferrados a la tradición, el caudillismo, el clientelismo y otras formas de perversión de la política, en asuntos de democracia seguimos siendo una mayoría silenciosa, cuando no de jaurías o borregos.

En este contexto, el tema de la elegibilidad política es también un acto simbólico y reparador que consagra la apertura del régimen, no solo y necesariamente a favor de las FARC sino de esa parte de la sociedad que, además de estar condenada a la marginalidad y la exclusión política, terminó siendo víctima de la exaltación y la prolongación de la guerra, en el marco de un ordenamiento político que la promovió o posibilitó las condiciones por donde pudiera conducirse.

Corresponde al establecimiento asumir la cuota de responsabilidad que le asigna el devenir de la historia, cuando fue inferior para asegurar su presencia y construir legitimidad en la mayoría del territorio. Asimismo, para tener dentro de su activo el monopolio legítimo de la fuerza y garantizar la protección de los derechos y el libre ejercicio de las libertades políticas ciudadanas. Estado y sociedad deben estar dispuestos a que se faciliten las condiciones para quienes están dispuestos a dejar las armas y continuar su vida política por las vías legales, pues no se trata sólo de la transformación del discurso y la práctica de quien busca salir de la guerra sino también del entorno político, social e institucional al que está dispuesto a acogerse.

Hay que reconocer que hubo unas condiciones históricas, así como una forma de interpretar el ejercicio de la política, que llevó a muchos hombres y mujeres de esta y de otras latitudes a tomar el camino de la insurgencia, pero que hoy están dispuestos a trascender y a asumirlo desde otras modalidades y dimensiones; esto debe no sólo posibilitarse sino estimularse.

Es también entender que, como tal, en su proceso de desmovilización, el excombatiente no se despoja de su investidura ni renuncia a su condición de sujeto político; pues es lo que da sentido y valora su rol ante la sociedad y el Estado, antes, ahora y en lo que en lo sucesivo sea su vida y actividad política.

De manera que antes que estigmatizar y seguir censurando su pasado, se debe validar su legítima pretensión de estar representado en los órganos de control del Estado, su aspiración a tomar parte en espacios de decisión, su inclusión en escenarios de gobernanza y su disposición a vincularse a procesos de elección en los ámbitos territoriales o nacionales. Es la consecuencia lógica del paso de la acción política con armas al ejercicio político legal. 

Negar la posibilidad de que quienes deponen las armas accedan a cargos de elección popular es seguir oponiéndose a que la democracia avance en su proceso de maduración y a que otras fuerzas puedan tener representación en las instancias del gobierno y el Estado, que es justamente en donde en parte tuvo su origen el conflicto armado que hoy estamos tratando de superar.

Avanzar hacia una nueva dimensión social y cultural que reelabore el sentido y la razón de ser de la política, que es finalmente la aspiración de la mayoría de la sociedad colombiana, no puede ser algo que se instrumentalice solamente a favor del Estado o los intereses de ciertos sectores.

No se debe olvidar tampoco que las FARC no fueron vencidas y que su derecho a elegir y ser elegidos está en la esencia de los resultados de la negociación; este es, quiérase o no, uno de los saldos políticos del proceso.

*Economista-Magister en Estudios Políticos