Orlando Ortíz Medina*
En la posibilidad de que los excombatientes de las FARC accedan espacios
de representación dentro de los mecanismos legales de elegibilidad, descansa en
gran medida la superación exitosa del conflicto armado en Colombia. Una salida adversa
sería un contrasentido y significaría no haber puesto el acento en el lugar que
en la actual coyuntura histórica corresponde: sacar las armas de la política y facilitar
los espacios que hagan de ella un ejercicio civilizado y a la altura de las
sociedades modernas.
Debemos entender que estamos en la búsqueda de salidas para la
superación de un fenómeno que se manifestó en casi la totalidad de países de
América Latina y cuya existencia involucra razones y responsabiliza actores que
van más allá de los movimientos guerrilleros. Asimismo, que hunde sus raíces en
factores de orden político, económico, social e incluso cultural, que no se
pueden obviar cuando se trata de sacar adelante una alternativa para la
desmovilización y reintegración a la vida civil de quienes por circunstancias históricas
decidieron alzarse en armas contra un sistema y un Estado en el que no se
vieron representados.
Reconocer estos antecedentes, que son los que configuran la realidad política del presente, es un imperativo a la
hora de argumentar sobre la pertinencia o no de que a los miembros de las FARC se
les otorgue el beneficio de la elegibilidad política, una vez hayan dejado de las
armas.
La elitización de las dirigencias políticas y la burocratización de los
partidos de gobierno en cabeza de ciertos grupos de poder, así como la obstrucción y represión
de formas de organización y representación que no estuvieran bajo su égida,
fueron, en el caso de Colombia, factores que estimularon la progresión del conflicto armado y más adelante su
degradación. A lo anterior se sumó su resistencia a que se implementaran las transformaciones
que permitieran corregir las diferentes formas de exclusión y marginalidad
generadas por el establecimiento, que alentaron también el avance de la
confrontación armada.
El bipartidismo, hoy -en esencia-
el mismo aunque con ramificaciones, desde mediados del siglo XIX ha tenido el
monopolio en el control del Estado y sus instituciones, lo que nos consagró tempranamente
como un régimen de democracia restringida. El Frente Nacional, si bien puso fin a la violencia bipartidista,
reafirma un siglo después, sólo que con mayor vehemencia, el carácter
excluyente del régimen y consolida un poder hegemónico con visos autoritarios, que
al amparo del estado de sitio, hoy estado de excepción, con el que se mantuvo
durante casi su toda su vigencia, otorgaba facultades especiales a las fuerzas
armadas, con todo lo que ello significó en materia de restricción a las
libertades, violación de los derechos humanos y restricciones al ejercicio de
la actividad política.
En las décadas del 80 y el
90, a un fuerte auge de formas de organización política y social fundadas sobre
nuevos liderazgos, justamente en reclamo de mayor democracia, se respondió con
una brutal represión y muchos de sus integrantes fueron asesinados, desaparecidos
u obligados al exilio.
Estudiantes, líderes políticos, sociales y sindicales, indígenas y
afrocolombianos, artistas, intelectuales y defensores de derechos humanos,
principalmente, fueron víctimas de la actuación conjunta entre las fuerzas
armadas del Estado y organizaciones paramilitares, que se resistían a aceptar
que propuestas políticas alternativas tuvieran un lugar en el escenario del debate
público. Aun bajo la formalidad un régimen de democracia civil, el país asumió
las características de las dictaduras que en los años 70 y 80 se tomaron de
facto el poder en varios países de América Latina.
El caso más emblemático es el de la Unión Patriótica, partido político
que surge de los diálogos entre las FARC y el gobierno de Belisario Betancur a
comienzos de los años ochenta, y del que la mayoría sus integrantes fueron
asesinados. Entre ellos dos candidatos presidenciales, senadores, alcaldes,
concejales, ediles y cientos de líderes de base.
De manera que en Colombia la democracia ha sido un concepto
vacío de contenidos y está lejos todavía de la posibilidad de encontrar sentido
como expresión de la libertad y el ejercicio de la autonomía, razón de ser de
la política.
Una democracia realmente ajena a la institucionalización de una
cultura y un pensamiento democrático, en la que el ciudadano promedio se nutre de
representaciones que giran alrededor de la pasividad, la apatía y el desprecio
por el ejercicio de la política; que se acomodó, además, al ritmo de la violencia
y de prácticas como la compra y venta de votos, el clientelismo, el nepotismo y
la corrupción, convertidas en el canal de creación de sus vínculos con las
dirigencias políticas, y por esa vía con el aparato del Estado.
Cambios institucionales como los procesos de
descentralización política y administrativa iniciados desde mediados de los 80,
o la propia constitución de 1991, no produjeron transformaciones significativas
en las costumbres políticas ni llevaron a una reconfiguración de las
dirigencias en la mayoría de los ámbitos estatales. Por el contrario, el reacomodamiento
de antiguas hegemonías, algunas en alianza con organizaciones criminales, llevaron
a una serie de efectos regresivos y frustraron las esperanzas que la nueva constitución
había dejado sobre territorios, grupos étnicos, mujeres, comunidades con
opciones sexuales diversas y otros sectores
hasta ese momento olvidados.
Los partidos, ni de izquierda ni de derecha, no han logrado
convertirse en verdaderas fuerzas ideológicas o con fundamentaciones
programáticas o filosóficas, que convoquen a una masa crítica y cualificada de
ciudadanos. Aferrados a la tradición, el caudillismo, el clientelismo y otras
formas de perversión de la política, en asuntos de democracia seguimos siendo una
mayoría silenciosa, cuando no de jaurías o borregos.
En este contexto, el tema de la elegibilidad política es también un acto
simbólico y reparador que consagra la apertura del régimen, no solo y necesariamente
a favor de las FARC sino de esa parte de la sociedad que, además de estar condenada
a la marginalidad y la exclusión política, terminó siendo víctima de la
exaltación y la prolongación de la guerra, en el marco de un ordenamiento político
que la promovió o posibilitó las condiciones por donde pudiera conducirse.
Corresponde
al establecimiento asumir la cuota de responsabilidad que le asigna el devenir
de la historia, cuando fue inferior para asegurar su presencia y construir legitimidad
en la mayoría del territorio. Asimismo, para tener dentro de su activo el
monopolio legítimo de la fuerza y garantizar la protección de los derechos y el
libre ejercicio de las libertades políticas ciudadanas. Estado y sociedad deben
estar dispuestos a que se faciliten las condiciones para quienes están
dispuestos a dejar las armas y continuar su vida política por las vías legales,
pues no se trata sólo de la transformación del discurso y la práctica de quien
busca salir de la guerra sino también del entorno político, social e institucional
al que está dispuesto a acogerse.
Hay que reconocer
que hubo unas condiciones históricas, así como una forma de interpretar el
ejercicio de la política, que llevó a muchos hombres y mujeres de esta y de
otras latitudes a tomar el camino de la insurgencia, pero que hoy están
dispuestos a trascender y a asumirlo desde otras modalidades y dimensiones; esto
debe no sólo posibilitarse sino estimularse.
Es también entender
que, como tal, en su proceso de desmovilización, el excombatiente no se despoja
de su investidura ni renuncia a su condición de sujeto político; pues es lo que
da sentido y valora su rol ante la sociedad y el Estado, antes, ahora y en lo
que en lo sucesivo sea su vida y actividad política.
De manera
que antes que estigmatizar y seguir censurando su pasado, se debe validar su legítima
pretensión de estar representado en los órganos de control del Estado, su
aspiración a tomar parte en espacios de decisión, su inclusión en escenarios de
gobernanza y su disposición a vincularse a procesos de elección en los ámbitos
territoriales o nacionales. Es la consecuencia lógica del paso de la acción política
con armas al ejercicio político legal.
Negar la posibilidad de que quienes deponen las armas accedan a cargos
de elección popular es seguir oponiéndose a que la democracia avance en su
proceso de maduración y a que otras fuerzas puedan tener representación en las
instancias del gobierno y el Estado, que es justamente en donde en parte tuvo
su origen el conflicto armado que hoy estamos tratando de superar.
Avanzar hacia una nueva dimensión social y cultural que reelabore el
sentido y la razón de ser de la política, que es finalmente la aspiración de la
mayoría de la sociedad colombiana, no puede ser algo que se instrumentalice
solamente a favor del Estado o los intereses de ciertos sectores.
No se debe
olvidar tampoco que las FARC no fueron vencidas y que su derecho a elegir y ser
elegidos está en la esencia de los resultados de la negociación; este es,
quiérase o no, uno de los saldos políticos del proceso.
*Economista-Magister en Estudios Políticos