Orlando Ortiz Medina*
La imposibilidad de
salir de más de cincuenta años de confrontación armada sólo reflejaba un país
quedado y tozudamente resistente a completar la cuota que le falta para cruzar
el umbral de ingreso a la modernidad, al menos en lo que al desarrollo y
ejercicio de una cultura política e institucional más a la altura del ya
avanzado siglo XXI se refiere.
Tenemos que llenarnos
de optimismo y pensar que estamos entrando en una era en que la consolidación
de la democracia y la superación de las condiciones que han estado en el centro
del conflicto armado van a ser superadas hasta en el más lejano de los
municipios. Con los pies en la tierra y sin ingenuidades, debemos convencernos
de que lo que ocurrió el pasado 23 de junio significa realmente el punto de
inflexión que marcará un nuevo rumbo en la vida social, política, cultural y
económica del país, pues, con todo lo que aún está por verse, éste es sin duda
el hecho más relevante de los últimos sesenta años.
Y es que no son sólo
las FARC sino el Estado y la sociedad en su conjunto los que ingresarán a una
nueva etapa de su vida política. Las primeras porque decidieron dar el paso hacia
una nueva comprensión sobre la manera de acceder a la conquista y ejercicio del
poder, y la sociedad y el Estado porque tendrán que estar dispuestos a permitir
que se abran los espacios y se creen las condiciones para que ello les sea
posible, después de tantos años de haber estado proscritas y actuando al margen
de la legalidad.
Deberá venir la consolidación
de escenarios en los que efectivamente encuentren cabida sectores que en su
momento y por distintas razones se sintieron excluidos de las posibilidades de
participación política, lo que explica en parte la conformación y permanencia
durante tanto tiempo de organizaciones guerrilleras que se formaron desde los
años sesenta del siglo pasado y que hizo de las FARC la más poderosa y de más larga
existencia en toda la historia nacional.
La violencia de los
años cincuenta, el Frente Nacional, el genocidio de la Unión Patriótica, la
criminalización y el tratamiento policivo de la protesta social son, entre
otros, hechos que pesan en el imaginario de la sociedad colombiana como parte
de los factores que justificaron o legitimaron la “vía armada” como el único
recurso que quedaba para la defensa de las ideas y las propuestas de quienes
hacían política desde la orilla opuesta del establecimiento.
Ahora más que nunca se
requiere recuperar los espacios que le dan vida y sentido a la política como
lugar de reconocimiento de la diversidad y de construcción de un entorno
incluyente y pluralista; esto implica sobre todo una transformación profunda de
sus hitos constitutivos, como la edificación de un nuevo prontuario ético, la superación
de prácticas que desdibujaron su esencia como el clientelismo y la corrupción, y
la revisión de formas de representación fundadas en el nepotismo y en las muy
cuestionables virtudes de algunos líderes y colectividades.
Sacar las armas de la
política es sin duda un gran paso, pero ello por sí mismo no reelabora sus
contenidos, no implica la revisión de sus métodos, no construye nuevas formas
de relacionamiento entre los ciudadanos y entre éstos con el Estado; tampoco
lleva de suyo a que se modifiquen los factores causantes de la guerra, pues una
cosa es que ésta se acabe y otra muy distinta que se acaben los factores que la
promovieron o le dieron origen.
De lo que se trata en
esencia es de promover los cambios para que la democracia no sea o no se
entienda solamente como el producto de tal o cual diseño o arquitectura
institucional, o de los mecanismos meramente formales y
procedimentales, que es en lo que seguramente y en primera instancia vamos a
entrar. Aparte de las transformaciones materiales que inevitablemente habrá que
emprender, el asunto de fondo está en el cómo de una reelaboración
cultural que dé soporte a un nuevo pensamiento,
que corrija actitudes,
comportamientos, virtudes ciudadanas; pues no puede haber democracia sin
demócratas, como tampoco verdaderas transformaciones políticas e
institucionales si no se logra igualmente un cambio de la política y del sujeto
que a ella le subyace. Debemos avanzar
hacia una sociedad en la que la democracia sea ante todo un estilo de
vida y una práctica social y cultural, más que un culto a la religiosidad y a la rigidez jurídica y normativa.
En el caso de las FARC,
la reincorporación a la vida civil no podrá verse como un proceso simple de dejación
de armas y readaptación a lógicas institucionales, que es como se suelen
entender en parte los programas de Desarme, Desmovilización y Reintegración –DDR-.
El componente principal o eje articulador está en la construcción de civilidad,
que implica la transformación general del entorno social con el que el
excombatiente entra en una nueva fase de relacionamiento, es decir, una
sociedad que acoja la tarea de resignificar las comprensiones y simbolismos que,
en el caso de Colombia y más allá de las FARC, hicieron de la guerra y la
política un ejercicio concomitante.
Las FARC tendrán una
ardua tarea para ganarse el apoyo ciudadano con referentes que ya no estarán
fundados en la fuerza de las armas. El propósito de construir capital político,
lograr visibilidad y capacidad de convocatoria, tendrá necesariamente que –sin
dejarlos de lado- trascender los territorios en los que históricamente ha
mantenido su presencia y mirar hacia los principales centros urbanos y
capitales de departamento que, querámoslo o no, serán los protagonistas en el
posacuerdo, por ser donde se ubican los principales centros de poder y decisión.
Jugársela en el terreno
de la legalidad, de la lucha partidista, del cabildeo, de la construcción de
alianzas, de las aspiraciones de llegar a cargos de elección y representación
popular, así como de la ampliación y mantenimiento de una base social de legitimidad
y representación, no será un reto menor.
Tendrán incluso que
mantener un fuerte trabajo con su propia militancia, pues parte de ella tenderá
a dispersarse o querrá incluso dejar la organización para regresar a sus zonas y
actividades de origen o buscar opciones diferentes para sus proyectos de vida;
pues se sabe que la cohesión y el sentido de pertenencia no necesariamente se
mantienen cuando se da el paso de un ejército a una organización civil, de
carácter partidista, en donde las estructuras y sistemas de jerarquía asumen
otro tipo de connotación, que ya no estarán dentro de las férreas lógicas de
disciplina y lealtad que, entre otras por razones de seguridad, son
imprescindibles en las formaciones o estructuras militares.
Al Estado, por su parte,
le corresponde desplegar todo lo que sea necesario para garantizar la seguridad
de la dirigencia y de sus bases para evitar la mutación hacia nuevos ciclos de
violencia; lo que esperamos para la sociedad del posacuerdo terminará siendo fallido si a las FARC no se les permite y facilita consolidar sus
espacios para la continuación y realización de sus actividades políticas, si no
se garantiza la irreversibilidad del proceso.
El respeto por la vida
de las y los excombatientes, su condición, su historia y su pasado comprometen
imperativamente a Estado y sociedad, obviamente en un marco de reciprocidad y
corresponsabilidad. En cada una y cada uno de ellos hay que reconocer ante todo
su condición de sujetos políticos y saber interpretar las razones que los
llevaron a alzarse en armas, entendiendo las necesidades y valorando las
condiciones y el momento histórico de entonces y el que hoy vivimos.
Será también un trabajo
arduo avanzar hacia una sociedad capaz de superar los miedos, los estigmas, las
prevenciones, los resentimientos, los dolores heredados de tantos años de
guerra que tendrán que transformarse en un nuevo universo de sentidos,
emociones, contenidos y formas de actuación en política.
La tarea está igualmente
en deshacer, deconstruir imaginarios y lenguajes, en función de generar
espacios de encuentro e integración entre personas que de distintas maneras han
vivido o padecido el conflicto: víctimas, excombatientes, comunidades
receptoras, etc., que serán la base de constitución de una nueva comunidad
política y de un futuro diferente, al menos para nuestras próximas generaciones.
*Economista-Magister en Estudios Políticos