Orlando Ortiz Medina*
Del lado de allá, se pasó por encima de los derechos y se ignoró que aun en condición de indocumentados o inmigrantes ilegales, quienes estaban en la frontera eran merecedores del respeto y el trato digno que como seres humanos les asiste. Al gobierno de Venezuela le correspondía acatar las normas y tratados internacionales a las que está obligado, antes de proceder de facto y sin ningún tipo de miramiento sobre la condición de los cientos de familias a las que, sin mediar investigación y sin un debido proceso, se les puso en situación de delincuentes.
Del lado de acá, indigna la hipocresía y la doble moral de los que megáfono o biblia en mano se desplazaron a solidarizarse y a prodigar abrazos y mercados cuando, como políticos o gobernantes, de ahora o de antes, son también responsables de que éstas personas hayan tenido que abandonar origen, familias, afectos y propiedades.
En el centro, entre el lado de allá y el de acá, en ese lugar de nadie, a menos que de quienes hicieron de él el escenario de sus pillerías, están los condenados de siempre, los que se deben comer la mierda y sufrir los vejámenes y la desgracia de haber nacido en una tierra que los dejó a la intemperie, que los hizo nómadas, trashumantes y huérfanos de un Estado indolente que hoy quiere lucirse con gestos insulsos de solidaridad y patriotismo, aunque ayer haya sido sordo y mudo ante una población a la que no protegió ni escuchó, y que se vio por ello obligada a abandonar ese lugar ajeno al que retórica y eufemísticamente llaman patria.
La migración, incluso muchas veces la legal, es uno de los productos de esa geografía configurada por realidades desiguales, por países, sociedades y ciudadanos de primera y de segunda, que dio lugar, además, a la creación de todo tipo de espejismos y contemplaciones quiméricas, muchas de ellas motivadoras del éxodo de quienes empezaron a sentirse relegados en sus propias tierras o viviendo en un país hecho y diseñado a la medida de algunos que no somos nosotros.
Las fronteras son hoy antes que nada canales de irrigación de las miserias de quienes han optado por arriesgarse a florecer en el herbario de malezas y podredumbre en que terminaron convertidas. Son, en esencia, el lugar de paso de todas las plagas e ignominias que en cada país prosperan al ritmo de la pobreza, las malas políticas, la urgencia de sobrevivir, y sobre todo de la corrupción y la quiebra ética y moral que compromete a funcionarios, gobiernos y sociedades.
El contrabando, el narcotráfico, la prostitución, la explotación sexual, etc., deslucen a quienes solo huyen en búsqueda de una mejor oportunidad para sus vidas. Pero todos a una deben pagar a quienes, bien como como ilegales o bien como defraudadores de uniformes, chalecos o placas oficiales, del lado de allá y del lado de acá, les cobran peaje como sustitutos de los verdaderos agentes de aduana.
La migración es también un acto de coraje; sobre todo para quienes su partida es un salto al vacío, un viaje hacia ninguna parte y con tiquete sin fecha de regreso; en donde saben que lo único que llevan es la tristeza, el dolor y la rabia por aquello que abandonan y por el miedo de llegar a un lugar al que ni su nostalgia ni su dolor les pertenece.
En las actuales circunstancias de Colombia y Venezuela, duele saber, además, que hay familias en cuya sangre y cuerpos no aparecen trazos que real o imaginariamente les demarquen fronteras: padres y madres colombianas, hijos e hijas venezolanas, y viceversa, que allá y acá echaron raíces intentando reconstruir sus vidas.
Entonces lo que se requiere son gobiernos que, independiente de sus ideologías y diferencias en las concepciones de sociedad y desarrollo, asuman la responsabilidad y el compromiso de garantizar la vida, la integridad y los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos, dentro y fuera de sus fronteras. Se trata también de que se revisen las venas rotas por las que hoy fluyen degradadas sus relaciones y se tejen sus entornos, cada vez más en manos de quienes aprovechan para hacer del pillaje y la piratería su forma de vida, que esperemos no lleguen a imitar en su tenebroso estilo a los coyotes y polleros mexicanos.
Ojalá también que, en el caso colombiano, las circunstancias no lleven a que el polifónico as de la ayuda humanitaria, sin duda necesaria en estos momentos, se convierta una vez más en el mecanismo para seguir haciéndole el quite a verdaderas soluciones duraderas y permita que se estire el ya perverso y alargado cordón umbilical que mantiene en la dependencia y el miserabilismo a quienes, a veces con sensatez, pero a veces con odioso oportunismo, terminan pernoctando en la incomodidad de su pobreza.
*Economista- Magister en Estudios Políticos.