Orlando Ortiz Medina*
Cifras registradas por OCHA[i]
señalan que, mientras avanza el proceso de diálogo y negociación en La Habana, la
guerrilla de las FARC ha estado implicada en el 58% del total de las acciones
bélicas ocurridas entre febrero de 2012 y junio de 2014. Igualmente, que en este mismo periodo cerca del 53% de los casos de
desplazamiento ocurridos en el país se deben a acciones unilaterales de las
guerrillas o al enfrentamiento entre estas y la Fuerza Pública, siendo las FARC
las más activas y la que más control territorial tienen, si se comparan por
ejemplo con el ELN.
Estos datos nos llevan a pensar
que si, unilateralmente o por acuerdo, las partes decidieran entrar en un
proceso de desescalamiento del conflicto, que no es otra cosa que disminuir la
intensidad y la dinámica de las acciones de guerra, se avanzaría desde ya hacia
una reducción de los hechos y las consecuencias que mantener el actual estado
de confrontación genera. Adicionalmente, es seguro también que ello daría mayor
legitimidad, reconocimiento y respaldo al proceso por parte de la ciudadanía, y
en general de la comunidad nacional e internacional.
Es cierto que lo acontecido
hasta ahora muestra que ha habido avances y que hay un proceso de maduración cada
vez más evidente, pero la confianza y el respaldo logrado pueden entrar en
declive si al mismo tiempo la sociedad no percibe que ceden también las
acciones de guerra.
Para ello es importante que las partes entiendan que
negociar en medio del conflicto no implica que toda acción militar conlleve por
sí misma un sentido, ni que siempre el poder y los vientos a favor van a estar
fundados en la capacidad para debilitar desde el escenario de la guerra la
posición de la contraparte en la mesa de negociación. Por el contrario, lo que
se espera es que a medida que el proceso avance los actos de guerra vayan
cediendo y que el diálogo y la acción política sean los que se consoliden y
ganen cada vez más espacio.
Experiencias anteriores han
mostrado que cuando unilateralmente las FARC han decretado treguas, las
acciones bélicas y las consecuencias de las mismas han disminuido sensiblemente[ii].
Lo anterior ha sido evidente en las cuatro ocasiones en que esto ha ocurrido
durante el gobierno de Juan Manuel Santos: en las temporadas navideñas de 2012
y 2013 y en las dos vueltas electorales del primer semestre de 2014. De acuerdo
con el CERAC, por efecto de las treguas, la violencia política se redujo casi
hasta desaparecer durante las dos vueltas presidenciales. También el informe de
OCHA revela que en el segundo trimestre de 2014 se registró una
disminución del 24% en el número de acciones bélicas[iii],
frente al primer trimestre del mismo año, lo que relaciona directamente con las
treguas decretadas por las FARC para la época electoral
Aunque para los expertos y
negociadores confrontarse mientras se dialoga es visto como algo normal en el
modelo de negociación elegido, y de hecho lo es, no es así y es difícil de
aceptar por parte de una persona cualquiera del campo o la ciudad, que es quien
padece directamente las consecuencias de las acciones.
Tal vez sea también falta de un
ejercicio de pedagogía que llegue al ciudadano con la idea de que el hecho de
que quienes están en contienda decidan negociar, así sea en medio del conflicto,
es de suyo un avance; que implica por lo menos la aceptación de que el
conflicto existe, que quienes son adversarios se han reconocido y validado como
interlocutores, y sobre todo que se asume como un hecho posible encontrarle
solución por medios que no sigan siendo los de la confrontación armada.
A estas alturas hay que lograr que
la ciudadanía conecte lo que está pasando en La Habana con lo que más temprano
que tarde espera ver en los campos y ciudades de Colombia; pues a veces pareciera
que los dos escenarios no se interpelan, que siguen siendo realidades
todavía muy distantes, lo que aumenta el escepticismo
y mina los niveles de credibilidad y confianza y hace más difícil que se rompan
las barreras construidas a lo largo de tantos años de confrontación.
De lo que se trata es de ganar
reconocimiento y legitimidad para un proceso que hasta ahora no busca otra cosa
que sacar las armas de la política; que los frentes guerrilleros, sus
comandantes y sus bases salgan de la selva y que en adelante sus armas no sean
otras que sus ideas, convicciones y propuestas, y que puedan llegar a
defenderlas en las plazas públicas y en los espacios institucionales que para
ello la constitución ha habilitado.
Las FARC deben entender que algunas
de sus acciones no sólo les restan legitimidad y respaldo sino que además les
da razones a los enemigos del proceso que no pierden la esperanza de ver en
este un fracaso. Tienen ahora más que nunca la responsabilidad y el deber de
actuar con el cuidado y la inteligencia debida para calcular el saldo político
de sus acciones, de manera que puedan en efecto proyectarse para que en el
inmediato futuro de un escenario de pos conflicto ganen en el terreno
de las ideas lo que nunca les permitió el escenario de la guerra.
Pero también al presidente
Santos le corresponde mantenerse firme y no flaquear ante los embates
reiterados de los enemigos de la paz; debe de una vez por todas dejar ver que
está efectivamente convencido y evitar mostrarse como ese ambiguo personaje que
hace gala de un discurso con el que quisiera tener contentos al mismo tiempo a
amigos y enemigos del proceso; sabe que tiene en sus manos y cada vez más cerca
una importante posibilidad para que la historia lo recuerde como el hábil y ambicioso
jugador que siempre ha apostado a no perder, o como el melifluo, traidor y
mentiroso; que así juzgan los que le apuestan a celebrar felices su fracaso.