Orlando Ortiz Medina*
Se necesitaron 220.000 muertos[i],
cerca de seis millones de desplazados y despojados de sus tierras, miles de
familias campesinas condenadas a la violencia, la pobreza y el atraso, para que
el Gobierno y las FARC llegaran a acuerdos, hasta ahora protocolariamente, sobre
temas que desde hace más de un siglo han sido objeto de debate en Colombia. Qué
dolor que hubiera sido necesario ver correr tanta sangre para volverlos a poner
sobre la mesa, cuando la mayoría de ellos ya habían estado inscritos en los
planes de desarrollo de casi todas las administraciones o incluso habían hecho
curso como leyes de la república.
Cincuenta años de lucha guerrillera son mucho y
muy pocos lo logros al final obtenidos para una organización que, como las
FARC, vio morir de viejos a sus fundadores sin que hubiera llegado a ver
realizada al menos una de sus propuestas. Mientras tanto, eso sí, su guerra se
degradó e hizo de ella una organización y un proyecto político marginal y con
muy poca o ninguna proyección y legitimidad entre la población por cuyos
intereses inició y ha mantenido sus acciones con una tozudez ya históricamente
incomprensible.
Lo acordado en La Habana en materia desarrollo
rural no va más allá de lo que desde hace décadas ha debido haber hecho un país
ya entrado en la modernidad y profundamente articulado a las dinámicas
sociales, económicas, políticas y culturales de un mundo globalizado; nada que
no se hubiera reclamado y advertido como necesario desde diferentes sectores de
la sociedad: campesinos, indígenas, afrocolombianos, estudiantes, mujeres,
organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos, etc., de los que muchos
de sus principales lideres y representantes sacrificaron sus vidas.
Para
tomar sólo unos ejemplos, recordemos aspectos de algunas de las principales
leyes de reforma agraria que fueron aprobadas a lo largo del siglo XX.
Reconocer los derechos de los trabajadores
rurales al dominio de la tierra; formalizar, revisar y modificar la estructura
de propiedad de la misma; mejorar las condiciones de productividad; hacer
exigible la función de utilidad social y beneficio común y darle al Estado
facultades para emprender acciones de expropiación en caso de que esto no se
estuviera cumpliendo (extinción de dominio),
fue parte sustancial del contenido de la Ley 200 de 1936, hace ya cerca de 80
años.
Luego de casi dos décadas de una
situación verdaderamente dramática, desde finales de los años cuarenta y hasta
comienzos de la década del sesenta, en el llamado “periodo de la violencia” en
Colombia, se promulgó la Ley 135 de 1961 en la que, entre otros, se proponía
dotar de tierras a los campesinos pobres e implementar programas de adecuación
y mejora de infraestructura y capacidad técnica que les permitiera incorporarse
con mayores ventajas a la producción y las dinámicas de mercado; asimismo, que dispusieran
de los servicios sociales básicos: salud, educación, agua y saneamiento básico,
etc., en un concepto integral y más avanzado de mejora de la calidad de vida.
Se creó el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA), el Consejo
Nacional Agrario, el Fondo Nacional Agrario (FNA) y la figura de los
Procuradores Agrarios, con lo que se buscaba dar forma a una institucionalidad
que pusiera al sector agropecuario a la altura de un país cuyas dinámicas
rurales y urbanas se sentían cada vez más integradas y recíprocamente
dependientes.
Tanto la Ley 135 de 1961 como la Ley 200 de
1936, aparte de querer ser una respuesta a los elevados niveles de
conflictividad social con saldos cada vez más crecientes y onerosos en varias
regiones del territorio nacional, reflejaban el propósito de algunos sectores de
la dirigencia política y económica de encaminar propuestas que integraran el
campo al desarrollo general del país y lograran su articulación con las
dinámicas económicas urbanas que habían logrado un fuerte impulso, sobre todo
desde los años veinte.
La Ley 1ª de 1968 introdujo modificaciones a la
Ley 135 de 1961 y estableció mecanismos de regulación de las formas de tenencia
y explotación, especialmente en lo relacionado con la venta o transferencia de
predios; afinó los mecanismos para estimular y dinamizar el mercado de tierras
y dio reconocimiento a la organización campesina con la creación de la
Asociación Nacional de Usuarios Campesinos ANUC, que jugó un papel
preponderante en las luchas agrarias que se libraron particularmente en la
década de los setenta.
La ley 160 de 1994 retomó prácticamente
todo el contenido de las leyes anteriores, cuando plantea fortalecer el acceso
a la propiedad de la tierra al crear subsidios de compra para campesinos que tuvieran
condición de asalariados; creó el Sistema Nacional de Reforma Agraria y
Desarrollo Rural, que debía ocuparse con más atención de la pequeña producción
campesina, y avanzó, además, en el reconocimiento de los derechos de la mujer
campesina e indígena. Buscaba estimular el mercado de tierras creando mecanismos
para que los terratenientes negociaran sus tierras de forma directa con
campesinos asalariados o a través del INCORA, que podía comprar terrenos para luego
ser vendidos a campesinos pobres. Se reglamentó la Unidad Agrícola Familiar UAF
y se reafirmó la figura de la extinción de dominio.
Igualmente, se crearon las Zonas de Reserva
Campesina y las Zonas de Desarrollo Empresarial, con las cuales se quería establecer
la titulación de baldíos y de tierras improductivas, muchas de las cuales se
encontraban ya en poder de narcotraficantes y paramilitares. Planteaba además
sistemas para el fomento de la agroindustria, de manera que el campo fuera
avanzando hacia formas cada vez más sofisticadas de agregación de valor a las
materias primas y productos primarios, logrando mayores posibilidades de
articulación a mercados locales, nacionales e internacionales.
Como se puede ver, cada una de estas
leyes, al menos en la teoría y con propuestas aparentemente cada vez más avanzadas
y de corte más progresista, estuvieron enfocadas a corregir y prevenir la
concentración de la propiedad de la tierra, garantizar el acceso a la misma al
campesino pobre, disminuir los índices de pobreza y de pobreza extrema, mejorar
la productividad y buscar sinergias entre el desarrollo urbano y rural, al
tiempo que a servir como medidas de contención a la fuerte conflictividad y la
violencia que venía, y aún continua, azotando al campo colombiano.
Pero lo cierto es que, al final, no
fueron más que papel escrito, letra muerta, pues cada intento de reforma
encontró su contrareforma, bien en el mismo ámbito de la ley y el ordenamiento
jurídico, vía Congreso de la República; bien en la reacción de los sectores de
poder que sintieron amenazados sus intereses y acudieron a la violencia como
recurso para evitar que los propósitos reformistas hicieran su curso. Para
tomar unos ejemplos, la Ley 200 de 1936 tuvo su contrareforma en la Ley 100 de
1944; la Ley 135 de 1961 en las Leyes 4ª y 5ª de 1973, y en la Ley 6ª de 1975. Cada una a su manera reversó los propósitos
de las anteriores, gracias a nuevos acuerdos entre políticos y terratenientes que
a toda costa evitaron que fuera afectada la estructura predominante del
latifundio y el poder y dominio que cómodamente ejercían sobre el mismo.
Pero más grave fue la contrareforma
de los años ochenta, noventa y principios del presente siglo impulsada y
dirigida por grupos paramilitares, que en alianza con el narcotráfico, representantes
de los terratenientes y ganaderos, miembros de la clase política y agentes del
Estado desataron una ola de violencia que dejó cerca de cuatro millones de
hectáreas de tierra despojadas, seis millones de personas desplazados y ríos y
ríos de sangre abriendo cauce por todo el territorio nacional. Durante esta
época, se produjo un fuerte incremento del latifundio que llevó a que Colombia se
convirtiera en uno de los países con más elevados índices de concentración de
la propiedad de la tierra en el mundo, mucha de ella subutilizada por ser
dedicada sólo a actividades de ganadería extensiva o por mantenerse simplemente
como patrimonio rentístico.
Así que, volviendo a La Habana, el
reciente acuerdo sobre Reforma Rural Integral sólo recoge el contenido de
reformas ya hechas a lo largo de cerca de casi un siglo, pero que fueron
vetadas y echadas por la borda por la persistencia y el atavismo de una
clase dirigente, sobre todo la que está ligada a la tierra y a la producción
ganadera, que aún hoy se resiste a aceptar que el mundo ya es otro y que las
sociedades, o avanzan hacia modelos más democráticos de equidad y de justicia y
hacia formas más civilizadas o pacíficas de solución de sus conflictos, o
simplemente colapsan.
De todas maneras, no es desdeñable
la iniciativa de que se den a conocer los documentos de lo que allí se ha pactado;
ellos adquieren hoy una connotación esencialmente simbólica, en la medida en
que sirven para dar mayor confianza a un país que se siente cada vez más
optimista y cree que el proceso esta vez sí puede ser irreversible. Pero sirve sobre
todo para callar las voces de quienes, con la idea de insistir en las lógicas
de la guerra y deslegitimar el proceso, aseveran que lo que allí se está
haciendo es entregar el país a las FARC o negociando en la mesa el camino al
comunismo o a lo que torpe y eufemísticamente llaman el Castro-chavismo.
Lo anterior no pude ser más necio,
maniqueo y alejado de la realidad, pues lo que refleja el acuerdo es que las
FARC están hoy muy lejos de ser la guerrilla marxista o de inspiración
socialista o comunista que todavía ven ciertos sectores, particularmente de la
extrema derecha, siempre negada a aceptar que es necesario convocar distintas voces
y maneras de ver y entender el desarrollo del país, para que se pueda, ahora
sí, tomar el camino por el que hace tiempo ha debido conducirse. Lo que se
propone, en este caso en el punto sobre desarrollo rural, no es nada que no sea
más que hacer cumplir lo que desde hace mucho tiempo ha sido acordado, que
reposa en los anaqueles del olvido y está expresamente inscrito en la propia constitución
nacional. Nada, ya al comienzo se decía, que no sea un saldo en mora con un país
que para otros menesteres se reclama moderno y democrático.
Sólo queda esperar que los
que siempre lo han hecho esta vez no logren sobreponerse y lleven a que el país
siga bañado en los ríos de sangre por los que todavía quieren ver que fluyen
sin cortapisa sus intereses. No es tarea fácil en un país dividido y que
todavía no ha hecho suficiente conciencia de la necesidad de que el conflicto
pueda transformarse para avanzar hacia formas de resolución por caminos que no
sean los de la guerra y la violencia. En la agenda del cambio van quedando
escritas las profundas transformaciones y cambios institucionales, políticos y culturales
que aún habrá que emprender para habilitarnos como una sociedad todavía capaz
de adelantarse a su propio colapso.
*Economista-
Magíster en Estudios Políticos