martes, 30 de septiembre de 2014

La Reforma Rural Integral: muchos muertos después.

  
 
Orlando Ortiz Medina*

 

Se necesitaron 220.000 muertos[i], cerca de seis millones de desplazados y despojados de sus tierras, miles de familias campesinas condenadas a la violencia, la pobreza y el atraso, para que el Gobierno y las FARC llegaran a acuerdos, hasta ahora protocolariamente, sobre temas que desde hace más de un siglo han sido objeto de debate en Colombia. Qué dolor que hubiera sido necesario ver correr tanta sangre para volverlos a poner sobre la mesa, cuando la mayoría de ellos ya habían estado inscritos en los planes de desarrollo de casi todas las administraciones o incluso habían hecho curso como leyes de la república.

Cincuenta años de lucha guerrillera son mucho y muy pocos lo logros al final obtenidos para una organización que, como las FARC, vio morir de viejos a sus fundadores sin que hubiera llegado a ver realizada al menos una de sus propuestas. Mientras tanto, eso sí, su guerra se degradó e hizo de ella una organización y un proyecto político marginal y con muy poca o ninguna proyección y legitimidad entre la población por cuyos intereses inició y ha mantenido sus acciones con una tozudez ya históricamente incomprensible. 

Lo acordado en La Habana en materia desarrollo rural no va más allá de lo que desde hace décadas ha debido haber hecho un país ya entrado en la modernidad y profundamente articulado a las dinámicas sociales, económicas, políticas y culturales de un mundo globalizado; nada que no se hubiera reclamado y advertido como necesario desde diferentes sectores de la sociedad: campesinos, indígenas, afrocolombianos, estudiantes, mujeres, organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos, etc., de los que muchos de sus principales lideres y representantes sacrificaron sus vidas.   

Para tomar sólo unos ejemplos, recordemos aspectos de algunas de las principales leyes de reforma agraria que fueron aprobadas a lo largo del siglo XX.
 
Reconocer los derechos de los trabajadores rurales al dominio de la tierra; formalizar, revisar y modificar la estructura de propiedad de la misma; mejorar las condiciones de productividad; hacer exigible la función de utilidad social y beneficio común y darle al Estado facultades para emprender acciones de expropiación en caso de que esto no se estuviera cumpliendo (extinción de dominio), fue parte sustancial del contenido de la Ley 200 de 1936, hace ya cerca de 80 años.

Luego de casi dos décadas de una situación verdaderamente dramática, desde finales de los años cuarenta y hasta comienzos de la década del sesenta, en el llamado “periodo de la violencia” en Colombia, se promulgó la Ley 135 de 1961 en la que, entre otros, se proponía dotar de tierras a los campesinos pobres e implementar programas de adecuación y mejora de infraestructura y capacidad técnica que les permitiera incorporarse con mayores ventajas a la producción y las dinámicas de mercado; asimismo, que dispusieran de los servicios sociales básicos: salud, educación, agua y saneamiento básico, etc., en un concepto integral y más avanzado de mejora de la calidad de vida. Se creó el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA), el Consejo Nacional Agrario, el Fondo Nacional Agrario (FNA) y la figura de los Procuradores Agrarios, con lo que se buscaba dar forma a una institucionalidad que pusiera al sector agropecuario a la altura de un país cuyas dinámicas rurales y urbanas se sentían cada vez más integradas y recíprocamente dependientes.

Tanto la Ley 135 de 1961 como la Ley 200 de 1936, aparte de querer ser una respuesta a los elevados niveles de conflictividad social con saldos cada vez más crecientes y onerosos en varias regiones del territorio nacional, reflejaban el propósito de algunos sectores de la dirigencia política y económica de encaminar propuestas que integraran el campo al desarrollo general del país y lograran su articulación con las dinámicas económicas urbanas que habían logrado un fuerte impulso, sobre todo desde los años veinte.

La Ley 1ª de 1968 introdujo modificaciones a la Ley 135 de 1961 y estableció mecanismos de regulación de las formas de tenencia y explotación, especialmente en lo relacionado con la venta o transferencia de predios; afinó los mecanismos para estimular y dinamizar el mercado de tierras y dio reconocimiento a la organización campesina con la creación de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos ANUC, que jugó un papel preponderante en las luchas agrarias que se libraron particularmente en la década de los setenta.

La ley 160 de 1994 retomó prácticamente todo el contenido de las leyes anteriores, cuando plantea fortalecer el acceso a la propiedad de la tierra al crear subsidios de compra para campesinos que tuvieran condición de asalariados; creó el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural, que debía ocuparse con más atención de la pequeña producción campesina, y avanzó, además, en el reconocimiento de los derechos de la mujer campesina e indígena. Buscaba estimular el mercado de tierras creando mecanismos para que los terratenientes negociaran sus tierras de forma directa con campesinos asalariados o a través del INCORA, que podía comprar terrenos para luego ser vendidos a campesinos pobres. Se reglamentó la Unidad Agrícola Familiar UAF y se reafirmó la figura de la extinción de dominio.
 
Igualmente, se crearon las Zonas de Reserva Campesina y las Zonas de Desarrollo Empresarial, con las cuales se quería establecer la titulación de baldíos y de tierras improductivas, muchas de las cuales se encontraban ya en poder de narcotraficantes y paramilitares. Planteaba además sistemas para el fomento de la agroindustria, de manera que el campo fuera avanzando hacia formas cada vez más sofisticadas de agregación de valor a las materias primas y productos primarios, logrando mayores posibilidades de articulación a mercados locales, nacionales e internacionales.
 
Como se puede ver, cada una de estas leyes, al menos en la teoría y con propuestas aparentemente cada vez más avanzadas y de corte más progresista, estuvieron enfocadas a corregir y prevenir la concentración de la propiedad de la tierra, garantizar el acceso a la misma al campesino pobre, disminuir los índices de pobreza y de pobreza extrema, mejorar la productividad y buscar sinergias entre el desarrollo urbano y rural, al tiempo que a servir como medidas de contención a la fuerte conflictividad y la violencia que venía, y aún continua, azotando al campo colombiano.
 
Pero lo cierto es que, al final, no fueron más que papel escrito, letra muerta, pues cada intento de reforma encontró su contrareforma, bien en el mismo ámbito de la ley y el ordenamiento jurídico, vía Congreso de la República; bien en la reacción de los sectores de poder que sintieron amenazados sus intereses y acudieron a la violencia como recurso para evitar que los propósitos reformistas hicieran su curso. Para tomar unos ejemplos, la Ley 200 de 1936 tuvo su contrareforma en la Ley 100 de 1944; la Ley 135 de 1961 en las Leyes 4ª y 5ª de 1973, y en la Ley 6ª de 1975.  Cada una a su manera reversó los propósitos de las anteriores, gracias a nuevos acuerdos entre políticos y terratenientes que a toda costa evitaron que fuera afectada la estructura predominante del latifundio y el poder y dominio que cómodamente ejercían sobre el mismo.
 
Pero más grave fue la contrareforma de los años ochenta, noventa y principios del presente siglo impulsada y dirigida por grupos paramilitares, que en alianza con el narcotráfico, representantes de los terratenientes y ganaderos, miembros de la clase política y agentes del Estado desataron una ola de violencia que dejó cerca de cuatro millones de hectáreas de tierra despojadas, seis millones de personas desplazados y ríos y ríos de sangre abriendo cauce por todo el territorio nacional. Durante esta época, se produjo un fuerte incremento del latifundio que llevó a que Colombia se convirtiera en uno de los países con más elevados índices de concentración de la propiedad de la tierra en el mundo, mucha de ella subutilizada por ser dedicada sólo a actividades de ganadería extensiva o por mantenerse simplemente como patrimonio rentístico.
 
Así que, volviendo a La Habana, el reciente acuerdo sobre Reforma Rural Integral sólo recoge el contenido de reformas ya hechas a lo largo de cerca de casi un siglo, pero que fueron vetadas y echadas por la borda por la persistencia y el atavismo de una clase dirigente, sobre todo la que está ligada a la tierra y a la producción ganadera, que aún hoy se resiste a aceptar que el mundo ya es otro y que las sociedades, o avanzan hacia modelos más democráticos de equidad y de justicia y hacia formas más civilizadas o pacíficas de solución de sus conflictos, o simplemente colapsan.
 
De todas maneras, no es desdeñable la iniciativa de que se den a conocer los documentos de lo que allí se ha pactado; ellos adquieren hoy una connotación esencialmente simbólica, en la medida en que sirven para dar mayor confianza a un país que se siente cada vez más optimista y cree que el proceso esta vez sí puede ser irreversible. Pero sirve sobre todo para callar las voces de quienes, con la idea de insistir en las lógicas de la guerra y deslegitimar el proceso, aseveran que lo que allí se está haciendo es entregar el país a las FARC o negociando en la mesa el camino al comunismo o a lo que torpe y eufemísticamente llaman el Castro-chavismo.
 
Lo anterior no pude ser más necio, maniqueo y alejado de la realidad, pues lo que refleja el acuerdo es que las FARC están hoy muy lejos de ser la guerrilla marxista o de inspiración socialista o comunista que todavía ven ciertos sectores, particularmente de la extrema derecha, siempre negada a aceptar que es necesario convocar distintas voces y maneras de ver y entender el desarrollo del país, para que se pueda, ahora sí, tomar el camino por el que hace tiempo ha debido conducirse. Lo que se propone, en este caso en el punto sobre desarrollo rural, no es nada que no sea más que hacer cumplir lo que desde hace mucho tiempo ha sido acordado, que reposa en los anaqueles del olvido y está expresamente inscrito en la propia constitución nacional. Nada, ya al comienzo se decía, que no sea un saldo en mora con un país que para otros menesteres se reclama moderno y democrático.
 
Sólo queda esperar que los que siempre lo han hecho esta vez no logren sobreponerse y lleven a que el país siga bañado en los ríos de sangre por los que todavía quieren ver que fluyen sin cortapisa sus intereses. No es tarea fácil en un país dividido y que todavía no ha hecho suficiente conciencia de la necesidad de que el conflicto pueda transformarse para avanzar hacia formas de resolución por caminos que no sean los de la guerra y la violencia. En la agenda del cambio van quedando escritas las profundas transformaciones y cambios institucionales, políticos y culturales que aún habrá que emprender para habilitarnos como una sociedad todavía capaz de adelantarse a su propio colapso.

 


[i] GMH ¡BASTA YA! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. Bogotá: Imprenta Nacional, 2013.
 
 
*Economista- Magíster en Estudios Políticos