Orlando Ortiz Medina*
Como
nunca antes, estas elecciones reflejan de la mejor manera la tensión no
resuelta e inmanente a la historia y la cultura política nacional, entre la
opción de la guerra y la violencia o la del recurso a la política y la
deliberación pacífica y civilizada como camino para la superación de los
conflictos.
Poca
o ninguna trascendencia tienen los programas de los candidatos, bien porque sus
diferencias no son fundamentales o bien porque, a lo sumo, ni siquiera los
electores los conocen, ya que no son propiamente los que han brillado en las
campañas. Gane quien gane, lo único cierto es que la consecución de la paz es
algo que todavía quedará por verse y que pasaran muchos lustros antes de que
pueda llegar a concretarse,
Lo
que sí se va a mostrar al final de
la jornada es qué es lo que domina el imaginario de cada ciudadano que decida
ir a las urnas; sabremos en qué medida somos todavía la nación que prefiere que
siga haciendo curso el predominio histórico de una ética de la guerra, o que
por el contrario está dispuesta a avanzar hacia la construcción de una ética de
la paz; porque sí, decidir por la continuidad de
la guerra es también una apuesta ética, y una y otra son tan válidas y
respetables como reales y posibles; al fin y al cabo, no hay éticas buenas o
éticas malas en sí mismas, hay apuestas éticas diferentes, y mediante el voto
ciudadano y en franca lid una de las dos opciones resultará victoriosa.
Así
que, aunque estemos seguros de que sea Zuluaga el que lidera la opción por la
continuidad de la guerra y no lo estemos de que Santos llegue a ser
efectivamente el artífice de la paz, sí es fundamental que se reflexione sobre la
dimensión y el contenido principalmente simbólico que enmarca y convoca a
pronunciarse en el debate electoral.
Es paradójico y
suena hasta curioso decirlo tratándose de una elección presidencial, pero programas, compromisos y candidatos
pasan a un segundo plano cuando finalmente lo importante es que se va a tomar
el pulso de una nación para medir su capacidad y disposición para reorientar un
destino hasta ahora signado por su incapacidad para resolver de manera
civilizada sus conflictos.
Estamos pues ante
una decisión trascendente que dada la polarización en que el país se encuentra,
la incertidumbre que pesa sobre una gran porción de los votantes, los temores,
señalamientos y llamados que se hacen sobre la supuesta falta de solidez de su conciencia
y coherencia, lo primero que demanda es la reflexión sobre el sentido y la razón
de ser de la política. Es decir, una
reflexión que nos lleve a valorar la decisión política
no como un acto de fe, sino como la acción resultante del discernimiento, que
está más allá de la estrechez de la ideología, de la inmutabilidad de la
doctrina o del culto al dogma.
Asimismo,
que nos lleve a asumir que la política entraña la capacidad para que, en
ciertos contextos y circunstancias, actuemos con verdades divergentes; que no
es posible una lógica del blanco o negro, del todo o nada, del se es o no se
es; en fin, una lógica de los absolutos, que son en sí mismos la negación de la
política.
Antes
que de la coherencia, la ideología o la conciencia, que a veces suelen
convertirse no mas que en caros eufemismos, la política nos responsabiliza del
acto, pues, más que una forma de ser, la política es una forma de hacer, de
obrar en circunstancia.
Podemos
llegar a sentirnos equivocados si partimos del hecho de que estamos decidiendo
por uno u otro de los candidatos, pero jamás lo estaremos si nos sabemos
convencidos de que la razón que nos impulsa es la de que estamos optando por
seguir sumando adeptos al propósito de llegar a ser los ciudadanos de un país
en el que la guerra, la intolerancia y la insensatez, que nos hacen ver en
muchos aspectos como el prototipo de una sociedad paralizada y premoderna, cedan
espacio a un nuevo proyecto de vida y
sociedad, en el que la construcción de una paz no
fundada en el fragor de los fusiles sea lo que en adelante nos convoca.
Ojalá que el hastío, el cansancio o la indiferencia con una
realidad y una forma de conducirse la política que ciertamente repugna, no sea superior
al juicio que requiere el ciudadano a la hora de manifestar su inconformidad. En
mi caso no me abstendré ni votaré en blanco, lo haré por Juan Manuel Santos
porque temo que de lo contrario sólo estaría haciendo una contribución al
candidato que encarna el fanatismo de la guerra, porque, si de conciencia se
trata, quiero quedar tranquilo de no haber hecho un aporte a que sigamos prolongando
el festín de la violencia.
*Economista-
Magíster en Estudios Políticos