viernes, 23 de mayo de 2014

Elecciones: la política, la paz o la guerra.



Restan sólo dos días para las elecciones presidenciales y no terminan de destaparse las cañerías por donde se ha conducido la campaña. Todo tipo de marañas fluyen entre las aguas turbias que, más que a los candidatos, enlodan sobre todo la imagen de un país que hace años espera poder lucir un mejor atuendo frente a sus propios ciudadanos y la comunidad internacional.

Aunque es injusto meter a todos en el mismo saco y desconocer a quienes conservan al menos algún hálito de decencia, sí preocupa y apena que sean aquellos con la mayor opción de ser elegidos los que más dan muestra de su baja estirpe y de la pobreza ética que los conduce.

¿Qué será del país si esos son los elegidos? Y si así fuera ¿qué se podrá decir de los electores? ¿Será que termina considerándose un mal menor la calaña de esos candidatos por parte de un electorado que puede llegar a mostrarse permisivo, sin atención alguna sobre sus impudores y que al final los termine premiando con su voto?

Si fuéramos un país medianamente civilizado, al menos en lo que a campañas políticas y candidaturas se refiere, antes que de las artimañas, puñaladas y golpes bajos que se propician entre ellos, estaríamos hablando de sus programas, sus propuestas de política social, sus propuestas contra el desempleo, la política agraria o industrial, la manera como plantean reducir la desigualdad, etc.; que debe ser el verdadero telón de fondo de una contienda electoral y la fuente de las razones que lleven a que los electores se pronuncien y tomen sus decisiones en uno u otro sentido.

Pero no, de eso tan bueno ya queda muy poco, porque lo que antes eran equipos programáticos en los que se discutían las ideas, se organizaban las propuestas y se afinaba a los líderes para que llegaran con altura a conquistar a los electores, hoy han sido reemplazados por una especie de bandas delincuenciales que desde cuarteles clandestinos sólo disparan improperios contra sus adversarios.

Un personaje como Oscar Iván Zuluaga, más que como un candidato con talla de estadista, actúa como un gánster moderno; como perfecta ilustración del cínico al que no le asiste un milímetro de ética ni dignidad, pero le sobra desfachatez para negar lo que a todas luces y por todas las formas ha venido siendo evidente. Fiel reflejo de la marioneta manejada por el indelicado administrador de sus hilos, que es decano en el arte del juego sucio y cuyo cerebro es una poderosa fábrica de venalidades.

Sabremos el próximo domingo si los colombianos somos todavía un pueblo descreído que se quiere mantener tolerante con unas élites que no conocen el valor la decencia; que alimentan y se soportan en el poder a través de los odios y que incuban la venganza como práctica.  Un pueblo que antes que condenar celebra el delito como suele celebrar la guerra y la violencia; que se regocija con la inmoralidad y que pareciera sentir que en medio de esta roña en la que han convertido al país tiene más sentido seguir prohijando como gobernante a un delincuente.

Ojalá que no, porque seguimos en mora de encontrar definitivamente el camino que nos ayude a exorcizar el rezago anómalo de una historia que no nos ha dejado ser y comportarnos como verdaderos ciudadanos, que no nos ha permitido construir la confianza en las virtudes de la política como fuente y posibilidad de la vida colectiva, y como la actividad por excelencia en la que descansa la plataforma civilizadora de las actividades humanas.

En las elecciones del próximo domingo, como ciudadanos tenemos que sentirnos comprometidos a participar, pues nos asisten varios retos:

Nos corresponde, en primer lugar, defender la esencia y el valor de la política, para sobreponernos a quienes se han encargado de su desprestigio y degeneración, que lleva a una gran mayoría de ciudadanos a ver en ella un asunto del que es preferible marginarse. Es esto justamente lo que favorece a quienes históricamente han mantenido sus posiciones de dominio y hegemonía, y han hecho del Estado y la administración pública un sumidero de estiércol. Votar contra quien han hecho de la campaña electoral un espectáculo grotesco es ya una forma de empezar a conquistar un espacio para la mayoría decente que quiere para el país otro destino. Bien dice alguien que antes que aspirar a la democracia hay que aspirar a la política.

Tendremos también que decidir si estamos dispuestos a que regresen al poder los malos profetas de la seguridad fundada en la violación de los derechos humanos, los falsos positivos, las chuzadas ilegales, la corrupción y el cogobierno con las mafias y el paramilitarismo; y si renunciamos al proceso de paz  y al espacio político y social que ha ido ganando, lo que sería sin duda un absurdo y oneroso retroceso histórico. Nada está asegurado, pero hay que insistir con obstinación, porque nunca antes Colombia había estado tan cerca de que cese la horrible y ya casi eterna noche de la violencia.

Es seguro que todavía hoy muchos estamos indecisos y que nos sintamos escogiendo entre lo malo, lo menos malo, lo peor o lo que simplemente vemos sin opción. Pero sí hay marcadas diferencias que cada quien sabrá con juicio valorar. La política es ante todo un llamado, la aceptación a una convocatoria, un encuentro con la reflexión, una acción y decisión que tiene su espacio y su momento, un ejercicio de la inteligencia al que nadie debe ni puede renunciar.

En medio de una campaña tan pobre y esponjosa, la única recomendación que se puede hacer es recordar la frase del poeta Gonzalo Arango: no seas canalla, no elijas para tu pueblo a los canallas.



*Economista-Magíster en Estudios Políticos